miércoles, 29 de agosto de 2012

El Cachas

 


El año pasado, tuve un vecino que era la monda lironda.
Se mudó en pleno invierno al apartamento de al lado, con el que mi piso comparte una pared. En ese momento, sólo esperé que fuera una persona civilizada y poco molestosa, como se espera de cualquier vecino.
No le presté demasiada atención las primeras veces que nos cruzabámos en el pasillo. No recuerdo cómo supe que era gay, considerando que ni siquiera lo miraba con detenimiento. 
Supongo que sería el hecho de que siempre estaba acompañado por algún chico, que vivía solo, o, tal vez, lo oí cotorreando y no me quedó ninguna duda.
En verano, el vecino empezó a hacer obras en el piso.

Los albañiles llegaron una tarde y empezaron a dar esos martillazos que te arruinan la hora del café.
Luego tocaron en mi puerta y preguntaron si unos clavos habían traspasado la pared. Yo les dije que no. Detrás de ellos, estaba el vecino, mirando al suelo, con esa característica timidez que se confunde con chulería.
Por la noche, me di cuenta que los clavos sí habían traspasado la pared. Me cagué en él, porque odio tener trato con los vecinos, pedirles cosas y esperar a que las resuelvan.
Las imprevisiones, las malditas imprevisiones, más malditas cuando no son culpa mía.

Tom Drake, el boy next door de "Cita en San Luis"

Al día siguiente, toqué en la puerta de mi vecino. Vi que miraba por la mirilla. Lo que no hizo fue ponerse la camiseta.
Todo shirtless, abrió la puerta y entonces fue cuando miré de verdad a mi vecino, a fuerza de apartar la vista para que no se me notara el desconcierto.
Unos pectorales nivel Joe Manganiello coronaban el físico del que, en ese preciso instante, pasó a llamarse mi vecino, el cachas. 


Mientras, medio tartamudo, le decía lo que había ocurrido, él entró, tal cual, a mi casa para ver los clavos y dijo:
- Vale, ya llamo a la gente esta.
Si hubiese sido una película porno, una música insinuante hubiese empezado en ese momento, yo me hubiese quitado la camiseta, descubriendo un torso aún más asombroso, y la acción no se haría esperar.
En la realidad, cerré la puerta tras él, dije: OH MY GOD, y corrí a poner un estado en el Facebook contando lo que acababa de suceder.
Al día siguiente, mi vecino, el cachas, tocó en la puerta.
Vestía una camiseta imperio y, mientras me soltaba una perorata, no quise disimular en esta ocasión y le miré el bíceps con cierto descaro. Él pareció darse cuenta, por esa cosa de las miradas que nos lanzamos los gays entre la reserva y la necesidad de saber si le gustamos al otro. 
A partir de entonces, comencé a fantasear. De cara, el caballero no era gran cosa, pero no importaba. Sólo el hecho de ser un vecino cachas puede inaugurar cualquier Biblia de la imaginación calenturienta.

Marc Dylan y Christian Wilde

Una tarde, me estaba masturbando, aburrido, viendo alguna olvidable película porno, cuando oí que alguien le estaba dando al real thing en la casa de al lado.
Me terminé la paja con la oreja pegada a la pared.
Pero aquella fue la única vez que me estimuló oír a mi vecino follar. Especialmente, porque el caballero no paraba. Todos los días, después de comer, echaba un polvo.
Para mí, coincidió con una época de sequía en ese sentido y escuchar el asunto cada sobremesa era más bien una tortura, un recuerdo de mi soledad, un motivo de envidia.
Le gustaba que se lo follaran. Se le oía gemir, se oía cómo las ingles del tipo de turno chocaban en aplauso contra sus nalgas, se oía la televisión de fondo, se oía el orgasmo, se oía la breve conversación de después.
No sé si era un novio el que atacaba todas las tardes, pero juraría que se trataba de varios chicos, uno detrás de otro, dependiendo del humor del día, tal vez.
Vi a algunos en las escaleras, todos atléticos, la mayoría con caras antipáticas, como si suplieran su infelicidad con el levantamiento de pesa número tres trillones.


Una tarde, me encontré al vecino mismo en las escaleras. Lo saludé formalmente, con intención de seguir mi camino, pero él me detuvo, para preguntarme si me habían solucionado lo de los clavos.
Considerando que había pasado un mes, estaba claro que era una excusa para iniciar conversación. A mí me venció la timidez y le dije un simple:
- Sí, sí, ya hace tiempo.
No sé que pretendía.
Cuando pasé por los buzones, miré su nombre y lo memoricé para cotillearlo en el Facebook.
En su foto de perfil, aparecía descamisado, con un tatuaje que asomaba como una garra desde el hombro hasta la parte alta de su pectoral derecho.
Todo en él obedecía a esa pretensión de tipo duro, que termina resultando irónicamente afectada.
Mi vecino, el cachas, casi entrañable.


Spencer Reed

Al invierno siguiente, llegó la casera a solucionarme unos asuntos y me contó que mi vecino, el cachas, se había marchado hacía una semana.
Lo había dado tanto por sentado, que ni me di cuenta que ya no podía oírlo, que no estaba allí, tras la pared.
La casera me dijo que el cachas estaba contento al principio con el piso, pero se hartó, porque le abrían las cartas en el buzón y un vecino se ponía a cantar y lo despertaba de madrugada.
Yo podía haber sido el culpable de lo último, porque, con alcohol y "Only Time Will Tell", no respondo y quién sabe si alguna noche me emocioné lo suficiente para dar la serenata.
Pero mi casera se adelantó y me dijo:
- Le pregunté si el que cantabas eras tú y dijo que no. Que tú eras muy buen chico.
¿Por qué creía que yo era un buen chico? ¿Cuándo lo pensó? ¿Cuando no me enfadé por el asunto de los clavos? ¿Cuando le miré el bíceps? ¿Cuando me puse tímido en las escaleras?


En realidad, nunca esperé nada. Los cachas sólo quieren a otros cachas.
Y, si te soy sincero, no me gusta acostarme con tíos así, porque uno tiende a sentirse Lena Dunham al lado.
Aunque, también para ser honestos, yo soy más naturalmente guapo que él. Muchos musculitos, pero la cara, pasable.
No importa. Se fue y es probable que no lo vuelva a ver.
A veces lo busco en el Facebook, como si lo echara de menos.
En el perfil, decía que era monitor de gimnasio, pero ahora no figura como tal. Tiene una especie de empresa propia, donde se anuncia como entrenador personal, dietista y todas esas cosas.
Un día, lo llamaré. No sé si decirle enseguida que soy su antiguo vecino, pero supliré la incómoda situación con el mismo descaro que tuve aquel día que le miré el bíceps.
Le comentaré que necesito de sus servicios como entrenador personal.
- Se acabó la moda de los ositos. Quiero estar cachas.
Cuando nos veamos, él me tocará la barriga para ver qué lejos queda nuestro musculoso destino y hará un gesto de reprobación. 


Me dirá lo poco que puedo comer, todos los kilómetros que debo correr y, un día, mientras hago una hartada de abdominales, él se fijará en mis ingles y las considerará por fin apropiadas para aplaudir sus nalgas. 
No sé si bajaré las escaleras con mirada antipática, como hacían sus amantes, pero lo olvidaré enseguida. Porque ya no me importará.


Porque estaré cachas en el momento en que haga el levantamiento de pesa número tres trillones. Y seré libre.
Ya no tendré duda cuando un tío se me quede mirando por la calle. Estaré bueno, de un modo básico, directo e indiscutible.
Con una sensación de poder, como decía Christian Bale.
Y, si las cosas van realmente mal, siempre tendré mi cuerpo para vender, para que todo el mundo lo desee.
- Yo solía ser una persona lista. Luego me puse a levantar pesas y ahora soy inmensamente feliz - diré.
Protagonizaré una película porno, y apareceré en la portada con aspecto de duro, bajo un título así como "Man Enough". Tan duro que resultaré afectado.
No haré una película porno, sino muchas.
Y algún alma solitaria verá una de ellas, una tarde de masturbación. Pero esa tarde precisa, se aburrirá de mi imagen en el televisor y preferirá oír el polvo real de sus vecinos.
Yo me quedaré petrificado, al otro lado del espejo, puro músculo, el resultado de la plegaria atendida. Solo otra vez, naturalmente.
La monda lironda.

2 comentarios:

  1. Me ha hecho reír y también emocionarme. Estos post son una maravilla.

    Gracias :)

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  2. Genial, voy a empezar con los tres trillones, ahora mismo.

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