viernes, 14 de diciembre de 2012

Más Allá del Fin


Queridos imitadores a la vida:

Me tomo unas vacaciones blogueras durante las próximas dos semanas, aprovechando el ajetreo navideño. El blog 'Imitación A La Vida' estará de vuelta, allá por el 2 de enero, en un abrir y cerrar de ojos.
A la mayoría os tengo en el Facebook, así que seguiremos en contacto. A los demás, quiero desearos la mejor Navidad posible y un 2013 maravilloso. Ese mismo 2013 que pasaremos juntos.
Hasta entonces, mis fieles.

Muchos besos.

JM

jueves, 13 de diciembre de 2012

Maromos y 2012


Antes de que llegue el final, qué mejor que la votación del Maromo del Año.
Para los que me siguen y leen desde hace tiempo, conocen bien en qué consiste y me consta que están encantados de que regrese la elección más maciza de la blogosfera.
Los recién llegados han de saber que, cada diciembre, propongo a los hombres más guapos vistos y disfrutados en los doce meses previos. A través de la soberana decisión de los lectores, se elige cuál es el mejor. 
Como siempre, los he seleccionado entendiendo el año como el momento triunfal de estos maromos de impresión, cazados en el cine, la televisión y el deporte. 
Su gran 2012 fue un poco más hermoso para nosotros gracias a ellos.


Los seis candidatos de este año son:

STEPHEN AMELL


MATT BOMER



IDRIS ELBA



MICHAEL FASSBENDER



RYAN LOCHTE



RAY STEVENSON


Todos son motivo de perdición, histeria y onanismo, pero sólo uno recibirá tu voto y sólo uno ganará.
La única manera de votar se encuentra en el widget de la columna de la derecha del blog, dispuesto exclusivamente para la ocasión. 
No se aceptan votos en comentarios o mensajes. 


La elección del Maromo de Año durará hasta el viernes 21 de diciembre.
Y será el 3 de enero cuando coronaremos al elegido en este blog nuestro, con muchas imágenes como prueba de su indiscutible maromez.
Hasta entonces, abre bien los ojos, toma aire, decide tu preferido y, a salvo de Apocalipsis mayas, ¡vota!

miércoles, 12 de diciembre de 2012

De Cómo Dejé de Preocuparme y Amé El Final


Oí muchas veces que, algún día, se acabaría el mundo.
Lo oí desde niño. Lo leí en los libros y las revistas, sin saber que casi todo lo que escribía el ser humano era mentira. Lo vi en las películas y, cuando crecí y caminé por las calles, lo sentí en la decadencia y lo entendí lógico.
Nuestra civilización aprendió un día que la paz era mejor que la guerra y pregonaba preferir la felicidad a la injusticia, pero se dio cuenta demasiado tarde.
El mundo aspiró a ser mejor y casi lo consiguió. Sus edificios desafiaban la imaginación y podía comunicarse con un toque del dedo. Se durmió, fracasó en muchas de sus ambiciones, continuó respirando y no tenía ninguna idea concreta sobre el futuro.
El ser humano había llegado a la Luna y volvió con la convicción de que no podría ir mucho más lejos.
Entonces, miró el reloj y vio que lo único que restaba era el final. El siglo XXI era la prórroga de una Historia terminada.


El Apocalipsis se contaba de muchas maneras: fallos informáticos, deshielos asesinos, guerras fratricidas, bombas antimateria o la pura rebelión del núcleo de la Tierra.
Se buscaba en libros antiguos y civilizaciones perdidas, para vestirse de prueba irrefutable, dando fecha y hora aproximada del colapso, como si la simpleza del pasado fuera clarividente por sí misma.
Pero, aunque viniera del azar o desde algún accidente cósmico, siempre era un final dedicado a nosotros, por nuestra culpa.
Tal era nuestra vanidad, que hasta el final tenía que nacer de nuestras acciones. "Sinceramente vuestro, esta noche, el final".

Al final, el final cobró sentido. Se hizo necesario pensar en él. 
¿Para qué había venido yo a este mundo si no era para contemplar su último episodio? Entendíamos nuestra vida como un cuento, aunque fuera un cuento errático, irregular, amorfo, sin principio ni desenlace. Sólo una acumulación de experiencias y miradas. 
Pero un final del mundo vendría a darle sentido a la vida. Nacimos al mundo y, una buena tarde, lo vimos acabar.
Además, era el mejor modo de morir. Todos a la vez, sin cuentas pendientes, sin procesos ni funerales. En el mismo segundo y hacia el mismo silencio. Todos a la vez, quizá sin miedo.
Nuestra idea del fin del mundo era el mayor monumento a la necesidad humana de importancia. Un final por todo lo alto, un final de Hollywood, un final horrible y emocionante, lleno de caídas, colores y efectos especiales.
Así fue cómo dejé de preocuparme y amé el final.


Hoy, amanece más tarde y, a eso de las cinco, el cielo se tiñe de naranja.
Parece una aurora boreal, dirá el poeta, pero es el brillo del azufre. No es el Infierno, ni el castigo divino; es el final absurdo que necesita nuestra absurda vida.
Querría poner mi película favorita, tenderme en la cama, abrazar a mi perro, pero la luz se apaga y la energía se termina.
Miro por la ventana y el cristal se vuelve gelatina en mis manos. Hace mucho calor, pero ya siento el frío de la muerte. Me desmayo del olor y de los chillidos que se oyen desde fuera, cada vez más lejanos, cada vez más tristes.
Caigo al suelo y trato de arrastrarme a la cama, para morir boca arriba, con los brazos entrelazados sobre el pecho. Como si alguien me fuese a encontrar, como si el pudor valiese algo en pleno fin del mundo.
Los edificios se caen, la gente llora.
Yo estoy solo y ya no oigo nada. El azufre no está en el cielo, ha entrado en mi habitación y se cierne sobre mi cuerpo. Besa mis labios y me habla al oído de la imitación a la vida. 
Mientras me muero, el olor de mi carne chamuscada me abre el apetito.
Dejo de preocuparme y amo el final.


Al otro lado del universo, la noticia de nuestra destrucción llega una noche, miles y miles de años después, contada con el sonido de un trueno. 
Un simple trueno en el vacío.


Todas nuestras grandes esperanzas y nuestras largas crisis, nuestros templos y nuestros ateísmos, nuestros sentimientos y nuestros olores, nuestros alimentos y nuestra sed, nuestras notas más sublimes y nuestras mayores aberraciones. 
Nuestra vida, nuestros muertos, nuestros arrepentimientos, nuestros cuentos, nuestras respiraciones pesadas, nuestros apetitos inoportunos. 
Nuestras palabras, nuestros ojos, nuestros grandes paisajes, nuestros cubículos secretos, nuestras canciones, nuestros gritos de desesperación. Las casas de nuestros padres, los campos de batalla de nuestros hijos.
Lo que hicimos y lo que dejamos de hacer, lo que sabíamos y lo que nunca fuimos capaces de comprender.
Todo en un trueno, una noche, miles y miles de años después, al otro lado de ese universo vacío, espantoso, indiferente.
Al final, no hubo final. Sólo nuestra hermosa insignificancia y la tragedia del olvido.

martes, 11 de diciembre de 2012

Los Ojos de Paul Newman


Estrella esencial, hombre para todas las estaciones y dechado de hermosura, Paul Newman aún despierta el mismo furor que aquel día en que Hollywood lo lanzó al mundo. 
Se le conoció entonces como el joven sensible y el caballero de aplomo, nacido para protagonizar películas inolvidables. El bellísimo Paul de los ojos azules, dramático, a veces desazonador, siempre tierno.
Hasta en el papel más duro, se mostraba cercano y seductor; hasta cuando era el mayor antihéroe, parecía el mejor de los héroes.


Su vida fue un triunfo casi absoluto, un desafío a los dioses en toda regla. Desafío que protagonizara precisamente el hombre que más se pareciera a un residente del Olimpo. 
Glosarlo es contar sus glorias de perfección, mirarlo arranca el más profundo de los suspiros.
Porque Paul Newman era tan jodidamente guapo, tan imposiblemente encantador, que parece un chiste.


Nacido de buena familia, Paul Newman siempre se dijo judío, aunque sólo su padre lo era. Las inquietudes artísticas de su madre condimentaron sus años de crecimiento y se vio así mismo en los escenarios desde muy pronto.
La Segunda Guerra Mundial impuso obligada pausa a sus aspiraciones. Paul cumplió militarmente en el Pacífico, si bien nunca llegó a entrar en batalla. 
De vuelta a Estados Unidos, Paul completaba sus estudios de interpretación, se casaba con Jackie Witte y el matrimonio se mudaba a Nueva York a principios de los cincuenta.
Su talento se acurrucó entonces bajo el ala protectora y todopoderosa de Lee Strasberg, dueño y señor del Actors Studio.


Su físico le abrió muchas puertas y, entre la televisión y los teatros, se desarrolló la primera parte de su carrera, que tendría el momento decisivo cuando debutaba en Broadway. "Picnic" fue el aldabonazo inicial, mientras Hollywood lo colocaba en su primera película: "El Cáliz de Plata".
La producción bíblica se saldó con un desastre comercial de órdago, y Newman lo recordaría como una primera película que pudo ser perfectamente la última.
Llegaría "Somebody Up There Likes Me", la biografía del boxeador Rocky Graziano. Un papel originalmente previsto para James Dean significaría la gran oportunidad para Newman, que ofreció una interpretación tan histriónica y notoria que nadie querría olvidarlo jamás.
Más fino estuvo cuando ofreció aquel impresionante Brick Pollitt de la versión Hollywood de "La Gata Sobre el Tejado de Zinc". 
Ya no habria vuelta atrás y el cine se rindió ante Newman.

Con Elizabeth Taylor en "La Gata Sobre el Tejado de Zinc"

Sus personajes eran tan problemáticos como ardientes, y su imagen, como todas las personalidades jóvenes de la época, se conjugaba con rebeldía e independencia. 
En el caso de Newman, matizada con un risueño sentido del humor que no perdió nunca.


En "El Largo y Cálido Verano", se reencontró con Joanne Woodward. Paul y Joanne se habían conocido años antes, pero su amor no prosperó entonces porque él seguía casado y bien atado.
Pero, durante el rodaje de la ardiente película, se cercioraron de que no podían permanecer más tiempo el uno sin el otro. 
Paul conseguía el divorcio de Jackie Witte, que sólo sería recordada como su primera mujer y la madre de sus tres hijos mayores. Él, en cambio, nunca la olvidó.
"Me sentí terriblemente culpable cuando abandoné a mi mujer y mis hijos, y llevaré esa culpa por el resto de mi vida... Pero el hecho de que Joanne y yo sigamos juntos después de tantos años, demuestra que tomé la decisión adecuada".
En 1958, Paul y Joanne se casaban en Las Vegas.
Siempre confesaron que tenían personalidades diferentes, donde el único secreto fue el amor y el respeto. Aún así, en aquella ceremonia de Las Vegas, no podían precedir que, como ninguna otra, esa pareja había nacido para durar.


Mientras, Hollywood y Broadway seguían demandando a Newman, que ofrecería en aquellos primeros sesenta, sus interpretaciones emblemáticas, cargadas de sexualidad, neurosis y carisma.
Entre otros, sería el romántico gigoló de "Dulce Pájaro de Juventud", el rústico canalla de "Hud" y el perdedor de solemnidad para la maravillosa "El Buscavidas", quizá el mejor papel de su carrera.

"El Buscavidas"

Por encima de su ambición artística, o precisamente a través de ella, se hizo una súperestrella, quizá una de las últimas de Hollywood, de aquellas que se hacían la atracción principal de la película en cuestión.
Y, cuando parecía que se habían agotado los cartuchos, el apogeo newmanesco conseguía otra de tantas reválidas, cuando se combinó con Robert Redford para "Butch Cassidy & The Sundance Kid".


Su interés por prácticamente todo lo llevaría también detrás de las cámaras, donde eligió a su amada Joanne Woodward como musa recurrente de sus películas.


Noble, sincero, sin aliento, Paul compaginó sus múltiples fortunas con su sed de activismo. Lo consideraba lo justo y lo adecuado; no como un mérito, sino como lo que debía hacer.
Nixon lo colocó en su lista de enemigos, mientras Newman se decía democráta y caritativo.
Los beneficios de su cadena de empresas alimenticias se destinaron a toda obra y causa que así lo requiriese, y donde pudo ayudar, allí estuvo él.


Denunció Hollywood como nido de vanidad y trasladó a su familia a Newport, Connecticut, donde, alejado del mundanal ruido, estableció un hogar.
Un hogar que se vería azotado por la tragedia en 1978. Scott, hijo de su primer matrimonio, moría de una sobredosis de drogas. Paul casi se muere de la pena y la culpa.
Scott Newman había intentado seguir los pasos de su padre, sin demasiado éxito. "No sabes lo que supone ser su hijo, no tener ni sus ojos ni su talento ni su suerte", confesó Scott a uno de sus amigos.
Tras su muerte y sin poder hacer nada por enmendar el pasado, Paul construyó una fundación por la prevención de la drogodependencia, con el nombre y en homenaje al hijo perdido.

Con Scott

Aunque más esporádico y exquisito, Paul Newman nunca dejó de trabajar y, en los años ochenta, el mundo parecía gritar de desesperación porque le dieran el Oscar de una vez.
Su abogado alcohólico de "Veredicto Final" parecía la mejor apuesta, pero habría que esperar hasta 1986. "El Color del Dinero", secuela de "El Buscavidas", lo veía de nuevo en la piel de Eddie Felson, y, por fin, caía la dorada estatuilla.
Por entonces, lo sabía todo sobre la profesión, y decían los expertos que la experiencia, las arrugas y olvidarse del Actors Studio lo habían hecho mejor actor que nunca. 

"El Color del Dinero"

Le preguntaron mil veces por Joanne Woodward, la mujer más envidiada de la Tierra. 
¿Cómo es posible tanta fidelidad con ese bufé de belleza que es Hollywood? ¿Nunca se ha sentido tentado, señor Newman?, le inquirían.
Él respondió con otra pregunta, esa frase inmortal que sólo puede formular un hombre de verdad: ¿Para qué salir a por una hamburguesa cuando tengo un steak en casa?

Con su 'steak' en casa

Fabulosa pareja donde las haya, el matrimonio duró la friolera de cincuenta años, cincuenta largos y cálidos veranos hasta su muerte. 
Se ha dicho que hubo algún que otro período de distanciamiento, pero Paul jamás dejó de amar a Joanne. 


Anunció retirada artística en 1995, pero volvió. 
Su último papel en el cine fue darle voz a uno de los "Cars" de Pixar. No había coincidencia; el automovilismo era una de sus pasiones de toda la vida y qué mejor que interpretar a un coche como colofón.


Cuando ya lo pensábamos inmortal, en 2008, el cáncer de pulmón aparecía con la intención de llevárselo. Paul entendió el final y su voluntad fue morir en casa. 
Una mañana de Newport amaneció sin él. Tenía 83 años y el eterno amor del mundo.


"Me gustaría que la gente pensase que detrás de Newman, hay un espíritu activo, un corazón y un talento que no nace de mis ojos azules", dijo en cierta ocasión, como si aún no supiera que lo había conseguido con creces.
Todos dicen que era un dios. Se equivocan. Paul Newman no era un dios. Paul Newman es Dios.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Ronda de Electroshock


Hace un año por estas fechas, Ryan Murphy anunciaba que cada temporada de "American Horror Story" tendría una entidad argumental propia. De ese modo, un nuevo curso implicaría una historia distinta, un escenario terrorífico diferente y otros personajes.
Quizá Murphy anticipaba ese obligado timonazo a la luz de lo vivido en la primera temporada, la misma que comenzó jugosa y acabó con la paciencia del personal, que se confesaba más deseoso de que Dylan McDermott volviera a pasearse en bolas antes que encontrarle una dirección al sinsentido general.
También preveyendo que no tenía nada que hacer en los premios si presentaba semejante lolailo como mejor serie dramática, Ryan Murphy incurrió en la venial astucia de etiquetarla como miniserie. 
Justicia poética o no, en los últimos Emmy recibía exactamente lo que merecía: premio para Jessica Lange y premio para el departamento de peluquería. Después de todo, aquello no había quedado en la memoria más que como una pasarela de pelucones con la gran Jessica dando su habitual recital.
Pero, si la jugada de los galardones no le salió bien, el viraje argumental de "American Horror Story" ha sido más que afortunado, al venir acompañado de una notable rectificación.


En un árido año televisivo donde el único que verdaderamente se ha ganado un aplauso es el entrenador personal de Stephen Amell, parece ironía que "American Horror Story" demuestre una energía insólita y, por primera vez, sea una historia de terror americana y no aquel insufrible show de travestis borrachas del año pasado.
Las claves pueden acusarse en muchos factores, pero sólo uno es decisivo: la cosa está contada de manera más coherente y efectiva. 
Como escribí hace unos meses: cuénteme usted lo que quiera, pero, por favor, cuéntemelo bien.

James Cromwell

Ahora ambientada en un manicomio en los años sesenta, "American Horror Story" continúa usando clichés y elementos reconocibles de los géneros del exceso para prefigurarse como pastiche terrorífico.
El morbo se consigue con religiosas erotizables, la mayor villanía posible se conjuga con la esvástica y el terror reside en la pérdida del control. Y, para esto último, qué mejor que la locura, sea verdadera o impuesta.
En el insano manicomio, llamado Briarcliff, los personajes pierden la dignidad, la libertad, la integridad física, los recuerdos y la ropa.
"American Horror Story" usa un clásico recurso del melodrama y el espanto como primordial elemento de su guiñol: la terapia de electroshock.
La misma Jessica Lange ya protagonizó una historia emblemática con electroconvulsión como triste final: el biopic "Frances".
Como Ryan Murphy es a la ficción lo que Lady Gaga significa a la música pop, sospechamos que no hay coincidencia en la presencia de Jessica y la abundancia de descargas terapeúticas, sino un declarado homenaje, plagio y/o frivolización de cosas ya vistas, escuchadas, copiadas y requetecopiadas.

Evan Peters

Del mismo modo que la primera temporada, la voluntad estilística es abarrotar la pantalla y encontrar un valor intrínseco en la exageración. Las pretensiones de trangresor y gamberro siguen ahí, pero molestan menos cuando vienen integradas en un argumento comprensible y absorbente.
Y, este año, "American Horror Story" da mucho miedo, especialmente en ciertos pasajes que se revelan durísimos. Lo que antes se sublevaba a la parodia, ahora adquiere la verdad de la angustia y la incertidumbre.

Sarah Paulson

Otra ventaja crucial con la que cuenta este "Asylum" es haber introducido unos buenos héroes. Lana y Kit son dos miradas ingenuas que padecen la injusticia, luchan por escapar y, por tanto, se erigen como nuestra manera de acercarnos y vivir esta historia.
El personaje de Jessica Lange - la hermana Jude - está bien entretejido; una antiheroína compleja y dolorosa, con actitudes reprobables, pero emociones siempre descifrables. 

Jessica Lange

Y, detrás de la tramoya de referencias y excesos, la serie parece decir algo interesante sobre la desesperación humana, la soledad y el temor a la muerte. 
Al menos, se deduce del episodio más enjundioso de la temporada: "Dark Cousin", pausado, melancólico, mortuorio, brillante.

La inigualable Frances Conroy como Ángel Negro

La realización y las interpretaciones están a la altura del competente libreto. Además de la Lange, James Cromwell está igualmente maravilloso; ambos ejemplifican mi tesis de que no hay nada como actores de avanzada edad para dar bouquet a una serie.
Los jóvenes tampoco pierden comba y, sin duda, ese huracán de nombre Lily Rabe podría apuntar 2012 como el año decisivo de su carrera.

Lily Rabe

Si aún dista de ser perfecta y nos presenta episodios más afortunados que otros, "American Horror Story" se pone de pie, presta batalla y convence, porque entretiene de manera genuina. 
Dentro de su veleidoso manicomio, Murphy y compañía parecen haber caído en la cuenta de que la mayor desmesura ha de tener paradójicamente la mejor costura.
De aquel piano aporreado sin ton ni son, ahora se interpreta una melodía. Tremebunda y efectista, pero melodía, al fin y al cabo.

Zachary Quinto

Todavía quedan cinco episodios para clausurar este "Asylum" y, conociendo al irregular Murphy, el asunto se puede desmandar y venir abajo en un abrir y cerrar de ojos. 
Sin embargo, la labor de devastar y reconstruir desde aquel lamentado desastre ya puede considerarse un esfuerzo meritorio.

Chloë Sevigny

Diría Pauline Kael que el arte es tan esporádico que tenemos que aprender a disfrutar de la buena basura.
En ese sentido, "American Horror Story" está, más que nunca, para ser disfrutada.

viernes, 7 de diciembre de 2012

"Rebeca"


Una película magistral e inasequible al paso del tiempo, "Rebeca" supuso el espectacular desembarco de Alfred Hitchcock en Hollywood.
A golpe de melodrama gótico, el gran director tomó la novela de Daphne du Maurier y la hizo suya, con su humor torvo y su sentido del suspense, mientras le concedía la textura y el alma de una fascinante pesadilla.
Desde su estreno en 1940, "Rebeca" dejaría una impresión indeleble en el público, que se explica desde su necrofílico argumento hasta la potencia de sus imágenes. 
Homenajeada, revisitada, imitada, plagiada; la influencia de "Rebeca" en historias y creaciones posteriores es tan incontestable como incalculable.

Joan Fontaine y Laurence Olivier

"Rebeca" se relata como un cuento de hadas y, así, se resuena en la memoria de su narradora. 
La protagonista y heroína confiesa que anoche soñó con Manderley y su recuerdo abre la verja, cruza el sendero y llega hasta una imponente mansión. 
Desde ese instante, irrumpe la entidad hipnótica de la película, bebida de nuestra fascinación por las grandes casas, esas métaforas del pasado perdido y también esos fastuosos escenarios donde se dilucidan los mayores secretos y las mejores pasiones.


Ha soñado con Manderley, pero la protagonista sin nombre nos confiesa que nunca volverá. Ha sido un sueño, nacido de su recuerdo.
Como los mejores sueños, se vivirá como una pesadilla. Y, como ironía, se contará una historia de despertar a la vida.
Una Jane Eyre contemporánea es esa protagonista: una chica humilde y tímida, que se convierte en la segunda esposa del bello y enigmático Maxim de Winter. 
El aristócrata Maxim la lleva a vivir a Manderley, caserón lleno de habitaciones, sirvientes y misterios.


La casa, sus objetos y la siniestra ama de llaves se hacen amenazante testimonio de la primera señora de Winter: Rebecca, la residente del ala Oeste, fallecida mas nunca olvidada.


En los pasillos, en el corazón de Maxim, ante los demás personajes, la protagonista vive y siente a la muerta como su indisputable rival. 
Y, a medida que se suceden las revelaciones, Rebecca de Winter se erige como una Lilith devoradora, cuya resonante muerte no fue nada en comparación con su tumultuoso paso por el mundo. 


En los vivos, está la huella de Rebecca, jamás vista por el espectador, siempre sentida. Para la protagonista, acabar con semejante fantasma significará verle la cara al Diablo.
Su madurez será el precio y un majestuoso incendio, el inevitable final de la historia.


Historia astuta y especialmente emocionante para el público femenino, que encontraba el tratamiento adecuado a través de un impecable sentido de la atmósfera, refrendado por la espectral banda sonora de Franz Waxman.
Hitchcock imprime estilo y mirada, sin dejar de ser fiel a la novela, tal y como le demandaba el productor, David O. Selznick. 


Podría decirse que "Rebeca" es una película de Hitchcock y de Selznick. 
Por un lado, funciona como el suntuoso y romántico espectáculo que demandaba el productor. Y, por otro, es el ejercicio estilístico y la orquestación propia del señor Alfred. 
Además, como película hito, la dirección y la fotografía destilaría muchos hallazgos que se anticipaban un año a "Ciudadano Kane".


"Rebeca" articula su historia como una caja china y desgrana sus sorpresas atendiendo a un guión sencillamente impecable, que conjuga la intriga con el romanticismo.
Los actores son fundamentales en la función. 
Laurence Olivier es un Maxim de ensueño, pero el corazón de la película reside en Joan Fontaine; según cuentan las crónicas, Hitchcock se encargó de asediar a la actriz durante el rodaje para que su expresión de susto continuo fuese genuina.
Lo hitchcockiano se derramaba con especial delectación en la Señora Danvers, consagrada como el rol emblemático dentro del juego emocional de "Rebeca". 

Judith Anderson como la Señora Danvers

Desde su primera aparición, el ama de llaves - que no pestañea, a la que nunca se la ve andar -, se hace la clave de la intensidad.
Aún más intensidad cuando irrumpe la insinuación homosexual, en la secuencia donde la Señora Danvers pasea por la estancia y acaricia el vestuario de Rebecca.
Es una de tantas escenas maravillosas de la película y también donde se dilucida su calidad; todos los tópicos que se puedan acusar a la historia se subliman a través de un tratamiento tan imaginativo como excepcional.


Volver a "Rebeca" es cumplida obligación cinéfila y la manera de comprobar que, como pocas películas de la Historia del Cine, esta obra maestra vive a la altura de su leyenda.