viernes, 31 de agosto de 2012

"El Extraño Viaje"


Del abarrotado baúl de lo vedado, resurgió una obra que representa como ninguna el malditismo del cine español.
Bajo una idea de Luis García Berlanga e inspirada en el llamado "crimen de Mazarrón", Fernando Fernán Gómez había dirigido "El Extraño Viaje" en 1964.
Una vez vista, la censura no la prohibió expresamente; fue más cruel y la neutralizó, la encerró en un cajón, aplazando su estreno de manera indefinida. 
Se hizo lo posible porque fuera olvidada, como si nunca hubiese existido esa película, cuyo clímax consistía en integrar fetichismo, travestismo y prostitución masculina en una misma secuencia, de un solo e irreverente golpe.

Tota Alba y Carlos Larrañaga

La fealdad de la España franquista, mal arreglada en aquel falso aperturismo de los años sesenta, es la pasta base desde donde se construye un título inclasificable, casi marciano, que, con la brocha del humor corrosivo, dibuja un retrato desolador de una sociedad atrasada y reprimida.


Los títulos de crédito se imprimen sobre las imágenes de unas revistas presuntamente glamourosas, fotografiadas con un blanco y negro que devuelve la grisura de la época.
Una chica, calificada por un viejo como "el pendón de la Angelines", se arranca por un twist desenfrenado, mientras sus vecinos del pueblo lo bailan como si se tratase de un pasodoble. Otros se limitan a mirar lascivamente a Angelines.
El local se llama, irónicamente, "El Progreso".

"Hay que ver cómo te meneas, condená"

En ese pueblo metomentodo y aburrido, lleno de boinas y caras envejecidas, las mayores alegrías consisten en espiar a Angelines por las noches y en esperar la llegada, cada sábado, de una forastera agrupación musical.
Coronando el pueblo, se encuentra la mansión pseudogótica de los tres hermanos solterones: la marimandona Ignacia y los infantiles e imbéciles Paquita y Venancio.


Paquita le jura a Venancio que, a través de la puerta entreabierta, ha visto a alguien en el dormitorio de Ignacia.
La luz se va y restan los misterios, desde el invitado de Ignacia hasta el robo de un corsé, pasando por el sabor del vino.

"¿Qué? ¿A ver al novio?"

"El Extraño Viaje" se desarrolla a través del espejo del esperpento, aquel que deforma para contar, paradójicamente, la verdad.
Entre sus dardos, se mofa del romanticismo barato de muchas de las películas que se producían en la España franquista.
La relación entre Fernando y Beatriz, dos novios que se toman de la mano y se prometen amor y sacrificio, simboliza esa decadente esperanza en la juventud casta y "sana" que apologizaba el ideario nacionalcatolicista.
"El Extraño Viaje" ataca con su punzón visionario y parodia la cursilería, personificada en Beatriz, esa que habla y piensa en términos de novela rosa, no se deja besar antes del matrimonio y deberá despertar a esas ollas destapadas donde borbota lo sórdido.

Carlos Larrañaga, actor tristemente fallecido ayer

En su retrato de los tres hermanos solterones, "El Extraño Viaje" tampoco escatima en crueldad. 
Aparecen el analfabetismo, la incultura y la ignorancia, que no distinguían clases sociales. Y también la vana adicción a la fe en un mundo mejor, imaginado más allá de las puertas del zafio pueblo.
Si Angelines piensa que en Madrid podrá librarse de los silbidos y las miradas obscenas, los tres hermanos solterones ven en el extranjero la posibilidad de volver a ser jóvenes y, por primera vez, bellos. 
Confían en la liberación, tras vivir con el miedo a la opinión de los vecinos y el temor a ser descubiertos en sus deseos más íntimos. 

Rafaela Aparicio y Jesús Franco como Paquita y Venancio

Siempre a la espera de Godot, que Berlanga ya había llamado Mr. Marshall para el cine de este país. 
Así, los hermanos saludarán al barco ilusorio que llega a la playa, mientras el veneno se vierte generoso en las copas de champán.


El relato final del falso galán Fernando llenará los huecos de lo ocurrido tras las puertas cerradas y los velos de la confusión. 
"El Extraño Viaje", hasta ese momento una formidable comedia negra, se transforma en algo aún más grande. 
La irrupción de Carlos Larrañaga travestido y el cadáver encontrado en el barril de vino explican porqué fue condenada al olvido en 1964 y porqué se convirtió después en uno de los mayores títulos de culto de la cinematografía española.
Se la recuperaría en filmotecas, para alabarla entonces como la mejor película realizada por el polifacético Fernán Gómez, e influir la obra de directores como Pedro Almodóvar y Álex de la Iglesia.


Si Valle-Inclán es faro y guía, "El Extraño Viaje" irrumpe también como una obra de su tiempo, bien situada en 1964, más que ninguna otra de las apolilladas producciones hispanas que se estrenaban por esas fechas. 
A "El Extraño Viaje" se la ve deudora del Hitchcock de "Vértigo" y "Psicosis", del grandguignol de "¿Qué Fue de Baby Jane?" y, por supuesto, de papá Buñuel.
En su libreto, aparece el nombre de Pedro Beltrán, actor, escritor y toda una colorida personalidad de la farándula española, que debutaba como guionista con esta película.


Además de su condición de obra maestra altamente disfrutable, "El Extraño Viaje" puede ser significada hoy como rabiosa actualidad.
Por un lado, atendiendo a la necesidad de que ese pueblo terrorífico no vuelva a ser una realidad en este país.
Y, por otro, como la prueba de que es posible contar las mejores historias con valentía, intuición y picaresca, y extraer oro cinematográfico hasta bajo el más devastado de los panoramas.

jueves, 30 de agosto de 2012

Idris Elba


Posee el don de lo impecable hasta en el peor de los empeños.
Idris Elba es conocido por no hacer ascos a ningún papel, a ninguna aventura interpretativa.
De ese modo, puede aparecer en la serie más aclamada de la HBO como intervenir en algún temible vehículo para Nicolas Cage.


Él se lo toma con humor british, imita acento americano cada vez que se le acerca cualquier fan de "The Wire" y, poco a poco, se ha creado una fama más que justa.
En un mundo de medias tintas, él es una maravillosa excepción; no se puede dudar de Idris, como actor y como maromo.
Tiene talento para parar un tren, supone una presencia siempre imponente y sólo hay que echarle un vistazo para entender porqué está invitado un jueves.


Idris es londinense y allí fue donde comenzó su inquieta actividad artística desde muy joven. 
No sólo como actor en las más variopintas series televisivas, sino también como rapero.
Si quieres invocarlo en este último ámbito, sólo tienes que llamarlo DJ Big Driss The Londoner.


Hacia principios del presente siglo y con cierta reputación labrada, Idris decidía mudarse a Nueva York, si bien nunca ha dejado de volver a tierras inglesas cuando lo han requerido.


Tras aparecer en el teatro y participar en un episodio de "Ley y Orden", le llegaba el papel por el que es conocido internacionalmente.
El supremo calculador, Stringer Bell, era uno de los platos fuertes de la incomparable "The Wire".
Idris nos hizo creer que había nacido en el mismo Baltimore, con su convincente interpretación del decisivo segundo al mando de la pirámide narcotraficante de Avon Barksdale.
Idris Elba y su Stringer Bell dieron momentos inolvidables en "The Wire", pero me inclino a recordar su final como una de las escenas más espectaculares vistas en televisión.


Como no pide perdón por intervenir en bodrios, al más puro estilo de su paisano Michael Caine, a Idris se le puede encontrar en títulos tan churretosos como "Obsesionada", "Ghost Rider", "Thor" o, sin ir más lejos, "Prometheus". 
A todo le encuentra la gracia, en cualquier papel halla el desafío.
Y como le sucede al mismo Caine, Elba no pierde la clase y se convierte necesariamente en lo mejor de la película, cualquiera que sea.


Tras "The Wire", se le ha visto de guest star en series norteamericanas como "The Office" o "The Big C"; en ésta, era un sueño de macizo para Laura Linney y todos nosotros.


Pero sería en su amada BBC, de vuelta a Inglaterra, donde encontraría otro papel tan inmortal como Stringer Bell. 
Esta vez, en el lado correcto de la ley, para las imágenes y los dramas de "Luther".


Una serie exquisita e hipnótica, de la que me enfada lo poco valorada y escasamente difundida que todavía anda. 
Elba interpreta a un problemático pero ultra-eficiente detective policial, que ha de investigar los más pavorosos crímenes.
Más actorazo y seductor que nunca - que ya es decir -, Idris devora la escena desde su primera aparición.


El año pasado, se alzaba con un glorioso Globo de Oro al mejor actor de miniserie, categoría en la que también compite en los inminentes Emmy.


Deseo que tenga la misma suerte, porque lo merece y porque necesito oír ese acento en su discurso de agradecimiento.
Y también porque cualquier oportunidad es buena para contemplar a semejante negrazo, con esa mirada tan extraña, que se entrecierra, escudriña el mundo y parece esconder los más interesantes secretos.


Sospecho que Idris Elba es sencillamente perfecto.

miércoles, 29 de agosto de 2012

El Cachas

 


El año pasado, tuve un vecino que era la monda lironda.
Se mudó en pleno invierno al apartamento de al lado, con el que mi piso comparte una pared. En ese momento, sólo esperé que fuera una persona civilizada y poco molestosa, como se espera de cualquier vecino.
No le presté demasiada atención las primeras veces que nos cruzabámos en el pasillo. No recuerdo cómo supe que era gay, considerando que ni siquiera lo miraba con detenimiento. 
Supongo que sería el hecho de que siempre estaba acompañado por algún chico, que vivía solo, o, tal vez, lo oí cotorreando y no me quedó ninguna duda.
En verano, el vecino empezó a hacer obras en el piso.

Los albañiles llegaron una tarde y empezaron a dar esos martillazos que te arruinan la hora del café.
Luego tocaron en mi puerta y preguntaron si unos clavos habían traspasado la pared. Yo les dije que no. Detrás de ellos, estaba el vecino, mirando al suelo, con esa característica timidez que se confunde con chulería.
Por la noche, me di cuenta que los clavos sí habían traspasado la pared. Me cagué en él, porque odio tener trato con los vecinos, pedirles cosas y esperar a que las resuelvan.
Las imprevisiones, las malditas imprevisiones, más malditas cuando no son culpa mía.

Tom Drake, el boy next door de "Cita en San Luis"

Al día siguiente, toqué en la puerta de mi vecino. Vi que miraba por la mirilla. Lo que no hizo fue ponerse la camiseta.
Todo shirtless, abrió la puerta y entonces fue cuando miré de verdad a mi vecino, a fuerza de apartar la vista para que no se me notara el desconcierto.
Unos pectorales nivel Joe Manganiello coronaban el físico del que, en ese preciso instante, pasó a llamarse mi vecino, el cachas. 


Mientras, medio tartamudo, le decía lo que había ocurrido, él entró, tal cual, a mi casa para ver los clavos y dijo:
- Vale, ya llamo a la gente esta.
Si hubiese sido una película porno, una música insinuante hubiese empezado en ese momento, yo me hubiese quitado la camiseta, descubriendo un torso aún más asombroso, y la acción no se haría esperar.
En la realidad, cerré la puerta tras él, dije: OH MY GOD, y corrí a poner un estado en el Facebook contando lo que acababa de suceder.
Al día siguiente, mi vecino, el cachas, tocó en la puerta.
Vestía una camiseta imperio y, mientras me soltaba una perorata, no quise disimular en esta ocasión y le miré el bíceps con cierto descaro. Él pareció darse cuenta, por esa cosa de las miradas que nos lanzamos los gays entre la reserva y la necesidad de saber si le gustamos al otro. 
A partir de entonces, comencé a fantasear. De cara, el caballero no era gran cosa, pero no importaba. Sólo el hecho de ser un vecino cachas puede inaugurar cualquier Biblia de la imaginación calenturienta.

Marc Dylan y Christian Wilde

Una tarde, me estaba masturbando, aburrido, viendo alguna olvidable película porno, cuando oí que alguien le estaba dando al real thing en la casa de al lado.
Me terminé la paja con la oreja pegada a la pared.
Pero aquella fue la única vez que me estimuló oír a mi vecino follar. Especialmente, porque el caballero no paraba. Todos los días, después de comer, echaba un polvo.
Para mí, coincidió con una época de sequía en ese sentido y escuchar el asunto cada sobremesa era más bien una tortura, un recuerdo de mi soledad, un motivo de envidia.
Le gustaba que se lo follaran. Se le oía gemir, se oía cómo las ingles del tipo de turno chocaban en aplauso contra sus nalgas, se oía la televisión de fondo, se oía el orgasmo, se oía la breve conversación de después.
No sé si era un novio el que atacaba todas las tardes, pero juraría que se trataba de varios chicos, uno detrás de otro, dependiendo del humor del día, tal vez.
Vi a algunos en las escaleras, todos atléticos, la mayoría con caras antipáticas, como si suplieran su infelicidad con el levantamiento de pesa número tres trillones.


Una tarde, me encontré al vecino mismo en las escaleras. Lo saludé formalmente, con intención de seguir mi camino, pero él me detuvo, para preguntarme si me habían solucionado lo de los clavos.
Considerando que había pasado un mes, estaba claro que era una excusa para iniciar conversación. A mí me venció la timidez y le dije un simple:
- Sí, sí, ya hace tiempo.
No sé que pretendía.
Cuando pasé por los buzones, miré su nombre y lo memoricé para cotillearlo en el Facebook.
En su foto de perfil, aparecía descamisado, con un tatuaje que asomaba como una garra desde el hombro hasta la parte alta de su pectoral derecho.
Todo en él obedecía a esa pretensión de tipo duro, que termina resultando irónicamente afectada.
Mi vecino, el cachas, casi entrañable.


Spencer Reed

Al invierno siguiente, llegó la casera a solucionarme unos asuntos y me contó que mi vecino, el cachas, se había marchado hacía una semana.
Lo había dado tanto por sentado, que ni me di cuenta que ya no podía oírlo, que no estaba allí, tras la pared.
La casera me dijo que el cachas estaba contento al principio con el piso, pero se hartó, porque le abrían las cartas en el buzón y un vecino se ponía a cantar y lo despertaba de madrugada.
Yo podía haber sido el culpable de lo último, porque, con alcohol y "Only Time Will Tell", no respondo y quién sabe si alguna noche me emocioné lo suficiente para dar la serenata.
Pero mi casera se adelantó y me dijo:
- Le pregunté si el que cantabas eras tú y dijo que no. Que tú eras muy buen chico.
¿Por qué creía que yo era un buen chico? ¿Cuándo lo pensó? ¿Cuando no me enfadé por el asunto de los clavos? ¿Cuando le miré el bíceps? ¿Cuando me puse tímido en las escaleras?


En realidad, nunca esperé nada. Los cachas sólo quieren a otros cachas.
Y, si te soy sincero, no me gusta acostarme con tíos así, porque uno tiende a sentirse Lena Dunham al lado.
Aunque, también para ser honestos, yo soy más naturalmente guapo que él. Muchos musculitos, pero la cara, pasable.
No importa. Se fue y es probable que no lo vuelva a ver.
A veces lo busco en el Facebook, como si lo echara de menos.
En el perfil, decía que era monitor de gimnasio, pero ahora no figura como tal. Tiene una especie de empresa propia, donde se anuncia como entrenador personal, dietista y todas esas cosas.
Un día, lo llamaré. No sé si decirle enseguida que soy su antiguo vecino, pero supliré la incómoda situación con el mismo descaro que tuve aquel día que le miré el bíceps.
Le comentaré que necesito de sus servicios como entrenador personal.
- Se acabó la moda de los ositos. Quiero estar cachas.
Cuando nos veamos, él me tocará la barriga para ver qué lejos queda nuestro musculoso destino y hará un gesto de reprobación. 


Me dirá lo poco que puedo comer, todos los kilómetros que debo correr y, un día, mientras hago una hartada de abdominales, él se fijará en mis ingles y las considerará por fin apropiadas para aplaudir sus nalgas. 
No sé si bajaré las escaleras con mirada antipática, como hacían sus amantes, pero lo olvidaré enseguida. Porque ya no me importará.


Porque estaré cachas en el momento en que haga el levantamiento de pesa número tres trillones. Y seré libre.
Ya no tendré duda cuando un tío se me quede mirando por la calle. Estaré bueno, de un modo básico, directo e indiscutible.
Con una sensación de poder, como decía Christian Bale.
Y, si las cosas van realmente mal, siempre tendré mi cuerpo para vender, para que todo el mundo lo desee.
- Yo solía ser una persona lista. Luego me puse a levantar pesas y ahora soy inmensamente feliz - diré.
Protagonizaré una película porno, y apareceré en la portada con aspecto de duro, bajo un título así como "Man Enough". Tan duro que resultaré afectado.
No haré una película porno, sino muchas.
Y algún alma solitaria verá una de ellas, una tarde de masturbación. Pero esa tarde precisa, se aburrirá de mi imagen en el televisor y preferirá oír el polvo real de sus vecinos.
Yo me quedaré petrificado, al otro lado del espejo, puro músculo, el resultado de la plegaria atendida. Solo otra vez, naturalmente.
La monda lironda.

martes, 28 de agosto de 2012

El Lugar de Sal Mineo


Sal Mineo fue invitado en dos ocasiones a "What's My Line?", programa emblemático de la televisión norteamericana. 
En su más glamourosa sección, los panelistas de "What's My Line?" se ponían un antifaz y debían averiguar la identidad de una misteriosa celebridad.
En los dos programas que participó Sal como secreto convidado, los panelistas nunca fueron capaces de acertar. ¿Es un galán? ¿Es un actor de reparto? ¿Cuál es el género cinematográfico de su especialidad? ¿Musical? ¿Drama? ¿Comedia?


Sal Mineo, como muchos actores de su generación, vistió su fama con lo inclasificable. 
Él dijo que nunca tuvo ningún plan artístico en sus primeros años de Hollywood. "Hice todo tipo de películas, buenas y malas. No quería construirme una imagen, sólo una vida que vivir".
Pero evitar la etiqueta, librarse de todo typecasting y ser irrastreable por cualquier cuestionario de "What's My Line?" se harían razón de ser.

En "The Gene Krupa Story"

Se le reconocía como extraordinariamente talentoso, sabía cantar además de actuar y fue vendido como teen idol, como exótico de Hollywood y como intérprete para todas las estaciones. 
Podía convencer como indio sioux, mexicano, judío o problemático chico italoamericano del Bronx.
Esta última había sido su verdadera identidad, mucho tiempo antes.
Tras estar involucrado en una banda callejera, Mineo, con sólo diez años de edad, tuvo dos opciones a elegir: ir al reformatorio o enrolarse en una escuela de Arte Dramático.


Hacia mediados de los cincuenta, lejos de los problemas de su niñez, grababa discos y aparecía en películas. 
En una época donde Hollywood quiso rejuvenecerse, Sal Mineo era una de esas caras frescas y cuerpos beefcake que pretendían cazar - y cazaron - a la acomodada juventud de los años cincuenta.
En ese mundo de riqueza y estabilidad, aparecía la fractura. Y para contarla, no hubo melodrama juvenil más brillante e incisivo que "Rebelde Sin Causa" .

Con James Dean en "Rebelde Sin Causa"

En su tercera película, Mineo interpretó a John Crawford, apodado Plato, el sensible jovencito que ve el reflejo de James Dean en el espejo de su taquilla; como le sucedió a toda la audiencia, el interés se convertía enseguida en amor platónico.
Plato ha hecho de Sal Mineo un inevitable icono gay, hasta cuando no se sabía lo que eso significaba. 
La homosexualidad del personaje - implícita, pero nunca negada - es parte decisiva de la emoción de la película de Nicholas Ray.
No es sólo la interpretacion más popular de Sal, sino también la mejor.

En "Rebelde Sin Causa"

"Rebelde Sin Causa" le reportó su primera nominación al Oscar y la apertura de su gran época, donde le llegaban tantas ofertas que debía rechazar la mitad. 

Fresquito

Sin embargo, la buena racha fue efímera y Sal se tropezó con una súbita sequía artística al llegar la década de los sesenta. 
Tras participar en la monumental "Éxodo" - segunda y última nominación al Oscar -, su carrera no levantaría cabeza.
Mineo se miró entonces al espejo, se vio mayor y entendió que Hollywood no lo había deseado tanto por su talento como por su juventud. 
Como resultado, sus apariciones, tanto cinematográficas como televisivas, fueron esporádicas durante los siguientes veinte años. 
Se hacía uno de los actores más flagrantemente desaprovechados por la gran maquinaria, esa que lo quiso hacer estrella y luego lo desechó.


Todavía hubo espacio para la polémica, cumplir con su interés por la dirección y demostrar que el pequeño Sal había crecido definitivamente. 
Sucedía cuando volvía al teatro, en esta ocasión para producir y dirigir la brutal "Fortune And Men's Eyes", obra centrada en la vida carcelaria, estrenada en 1969.
La escena más escandalosa ilustraba la sodomización de uno de los presos, interpretado éste por un jovencísimo Don Johnson.

"Fortune And Men's Eyes"

Pese al duro contenido, la obra fue un éxito, y la producción teatral se hacía la ocupación deseada por Mineo durante aquellos años.
El contenido homosexual de "Fortune And Men's Eyes" estuvo asociado con la propia imagen pública de Sal Mineo, quien, a finales de los sesenta, se convertía en una de las personalidades de Hollywood en declarar públicamente su orientación sexual.
Años antes, sólo se le había conocido una sweetheart femenina: la actriz británica Jill Haworth. 


La chismología hollywoodiense cuenta que la relación terminó cuando Jill lo sorprendió en la cama con otro caballerete.
En todo caso, él explicaría posteriormente que, durante mucho tiempo, ni siquiera sabía que dos hombres podían amarse.
En cierta entrevista, lamentaría no haber tenido una genuina oportunidad en ese sentido con su amigo James Dean.
Preguntado al respecto sobre si tuvo algún roce significativo con Rock Hudson, lo negó para luego que decir que sí con unas copas encima.


Como selecto miembro de la ebullente sociedad contestataria de finales de los años sesenta, Sal era inquieto, quería descubrir el mundo y no pedía perdón por ser bello y libre.
Al respecto, no dudó en posar desnudo para la cámara de Harold Stevenson.
Éste lo llamó "The New Adam" y la desnudez de Mineo todavía cuelga de las paredes del Guggenheim.


Una noche, camino de casa e ilusionado con nuevos proyectos teatrales, Sal Mineo encontró la muerte en una esquina de West Hollywood, con sólo 37 años.
Las leyendas sobre su muerte han sido floridas y ribeteadas de esa moralina y sordidez que, tradicionalmente, se ha dotado a la imagen de las personalidades homosexuales.
Una historia decía que Mineo se había enzarzado en una reyerta a navajazos con otros gays, con los celos como protagonistas. 
Otra leyenda contaba que el atacante era un chapero, a quien Sal había solicitado sus servicios.


La verdad es escalofriante por sencilla.
Cuando arrestaron al culpable, éste no sabía quién era Sal Mineo. El asesino era un delincuente común de 17 años, cuyo único interés era el dinero de los traseúntes. 
Mineo era sólo una víctima más, dentro de una serie de violentos atracos.
Sal estuvo en el lugar y momento menos indicado y se encontró con aquel en quien podía haberse convertido él mismo, si a los diez años no hubiese elegido la escuela de Arte Dramático.


Su muerte fue temprana y llorada, como lo había sido la de James Dean, como lo sería la de Natalie Wood, sus dos compañeros de "Rebelde Sin Causa".
Lo llamaron maldición, aunque fuese una simple sucesión de trágicas coincidencias.

 
Sal Mineo, todavía querido y deseado por muchos y muchas, se nos reaparece en las imágenes de esa gran "Rebelde Sin Causa" y de otras tantas películas, con su mirada brillante y cautivadora.
Por derecho propio y segura belleza, ostenta lo que se llamaría un merecido lugar en la Historia del Cine.

lunes, 27 de agosto de 2012

Lágrimas de Sangre


Anoche cerraba puertas la quinta temporada de "True Blood", que además ha supuesto el último episodio donde Alan Ball figurará como guionista y showrunner
A partir de ahora, dejará la serie en otras directivas manos, con el fin de desarrollar nuevos proyectos.


Creada por Ball a partir de la saga de novelas de Charlaine Harris, "True Blood" debutó ante audiencias modestas y una tibia reacción de la crítica, para convertirse progresivamente en la ficción de mayor éxito de la HBO, después de "Los Soprano". Un éxito, que se ha contado exponencial y beneficiado por la fidelidad de sus admiradores.
Si bien la hemos alabado repetidamente, no hay duda de que "True Blood" ha sido siempre una serie más carismática que ejemplar.
Entre sus resquicios y vericuetos, ha habido sitio para el defecto y el paso en falso, pero, como costumbre, los artífices de "True Blood" sabían jugar sus cartas, incluso cuando no tenían una buena mano. 
Ha sido una serie bien calculada, hasta para encubrir su pura sinrazón de ser.


Sin embargo, este año, las cartas han estado más al aire que nunca y, tanto Ball como sus guionistas, han cometido errores de cálculo. 
Sumados a los vicios formales que la serie venía arrastrando, han dado como fruto la temporada más decepcionante y equivocada de "True Blood". 
Podría decirse que Alan Ball se va en el peor momento posible.

Lucy Griffiths como Nora

Ya en la anterior temporada, empezaba a traslucirse un problema que ahora ha hundido a "True Blood" en un mar de confusión. 
Se trata del abarrotadísimo casting; un montón de personajes, demasiados para una serie de tan pocos episodios al año. 
A pesar de versar sobre la muerte y la no-muerte, "True Blood" se muestra cobarde para dar puerta y/o matar a personajes importantes de su reparto. 
El cliffhanger del año pasado se ponía, por primera vez, valiente en ese sentido y sentenciaba a cuatro. 
En la season premiere, supimos que no eran cuatro muertos, sino tres. Por una implausible decisión de Sookie y Lafayatte, Tara volvía a la vida convertida en vampiro.

Rutina Wesley y Anna Paquin

El desarrollo de Tara como progenie de Pam ha sido más ingenioso que su mal apañada renovación como personaje.
Al final, pervive el vicio: en "True Blood", no se muere ni se va nadie relevante.
Cuando lo hace, como en el caso de Hoyt, el asunto se torna tan dilatado, tan melancólico, que parece como si se estuviera pidiendo permiso a la audiencia.

Jim Parrack

Cabe la comparación con "The Vampire Diaries", una serie de similar temática, pero mucho más modesta, que, en cambio, no tiene ningún complejo: cuando un personaje sobra, se lo carga. Sin dar explicaciones a los fans ni a nadie. 
Crea además una estimulante sensación de peligro inminente que, en "True Blood", se ha perdido.
Pero la cuestión no es tanto la cantidad de personajes como la necesidad de darles espacio y protagonismo a todos.
El resultado es el amontonamiento de tramas, la imposibilidad de detenerse prácticamente en ninguna y la pérdida de la identificación. Hay tantas voces y puntos de vista en "True Blood", que ya no es posible elegir ninguno.
En esta temporada, hasta Terry Bellefleur ha protagonizado una trama. 
Para colmo, ha sido de las peores de la serie, tanto en su planteamiento como en su ejecución; también habría que pensar si "True Blood" es el lugar apropiado para hablar de las consecuencias morales de una matanza de civiles en Iraq.


Y, mientras, la columna vertebral originaria de "True Blood" - la apasionada relación entre Bill y Sookie - se ha diluido casi por completo.
Ellos, los presuntos protagonistas, viven embarcados y perdidos en las deudas de historias ya de por sí desvaídas: el lado oscuro de Bill y la naturaleza hada de Sookie. 
Para lo que respecta a esta temporada, ésta tampoco ha vuelto a nombrar que mató a una tipa en su cocina.
La serie va a toda prisa, intentando cumplir con sus ingredientes, cuando está consiguiendo el efecto contrario; escasa atención al detalle y repetida amnesia sobre lo interesante.
Pero el problema de la quinta temporada de "True Blood" ha sido, sin duda, la elección de la Autoridad como escenario principal y argumento hegemónico.
La cosa venía a metaforizar los conflictos religioso/integradores, dilucidados en las controversias y batallas del más alto poder vampírico. 
Éste aparecía insinuado en anteriores temporadas; este año, le hemos puesto cara.

Valentina Cervi como Salomé

El escenario, revestido de un cóctel de glamour y simbolismo que ha caído rápidamente en total chorrada, ha contravenido el tono predilecto de "True Blood". 
La potencia, originalidad y sello de identidad de la serie estaba - y está - en su retrato de Bon Temps y sus habitantes; todo ese white trash desagradable, violento y sucio, donde irrumpía la fantasía y el erotismo. 
Es lo que hizo de "True Blood" una serie tan hipnótica y sexy. Y es lo que también hizo del capítulo 9 de esta temporada, el mejor con diferencia, cuando la atención principal volvía momentáneamente a los cerdos, los lobos y la gente garrula.

La maravillosa Dale Dickey como Martha

En cambio,  trasladado a esa tierra de nadie que es la Autoridad, el interés ha disminuido enteros. Esos lujosos escenarios deberían ser puntuales en una serie que vive mejor pegada a la tierra.
En cualquier caso, el pobre desarrollo de la trama también ha concurrido al desatino.
El visto y no visto de Christopher Meloni ha sido desconcertante. Y no para bien.

Soberbio, pero breve, Meloni

Si la serie ya sacrificó a grandes presencias como Michelle Forbes y Fiona Shaw, ahora ha vuelto a dar puerta a quien no debía. Y, sobre todo, antes de tiempo.
El personaje de Roman auguraba un tema interesante: el fanatismo por la estabilidad, o qué estamos dispuestos a hacer para mantener la paz. 
Pero la serie, de nuevo, ha impuesto el golpe de efecto y ha preferido recuperar al villano de la tercera temporada.
Denis O'Hare y su Russell son estupendos, pero ese regreso no ha aportado nada. El personaje no ha cambiado un ápice, quiere lo mismo, usa las similares armas y explota a sus aliados de siempre. Es una repetición, entre tantas.

Russell Edgington haciendo de las suyas

Además, en el escenario de la Autoridad, también trufado de personajes, éstos se han anulado dramáticamente unos a otros; una competición a ver quién es más cínico y brutal, a fuerza de la mayor burrada que se le ocurra al guionista de guardia.
En muchas ocasiones, se ha visto claramente el apretar de tuerca de la serie para enmascarar fútilmente que ya lo hemos visto todo antes.


Lamentaría sentenciar el próximo año por estas fechas que "True Blood" ha andado el mismo camino que "American Horror Story" recorrió en cuestión de seis capítulos: ese trecho que va desde el What the fuck? al Who fucking cares!.
Cuando ocurren demasiadas cosas en un relato, sin orientación, bajo la sola lógica de epatar al espectador, éste tiende a sentirse alienado y mirar para otro lado. 

Erica Gimpel y Denis O'Hare

A pesar de todo, la proverbial generosidad de "True Blood" se mantiene en muchos de sus aspectos. 
Aunque esté en horas bajas, aún se la ve cuidada de su plástica, de su cómplice sentido del humor y de la pectoralidad de sus maromos. 
Como diría Víctor Luján - que ha glosado cada semana la serie de manera muy divertida en Cinemaseries -, permanecen "sus irreverencias y/o turgencias".

Alcide for President

Esta quinta temporada se recordará como la menos distinguida, pero, aún así, la hora de duración de cada uno de sus episodios se siente más fugaz que el mejor capítulo de casi cualquier otra serie en emisión. Es la prueba de que su brillantez no está completamente perdida.
Después de todo, habría que ser justos con una serie que nos ha otorgado tantos momentos de placer. Y no hablo exlusivamente del apartado maromial.
Tal vez, ahora sólo haya llegado a ese estado donde caen todos los shows televisivos en algún momento de sus andaduras: el puro y simple agotamiento.