maricón
1. Hombre afeminado
2. Sodomita
3. Insulto grosero, con su significado
preciso o sin él.
Llega la mañana y los colibríes pían. Los oigo desde mi ventana.
- Pipipipipi.
Cantan porque son felices. O porque están vivos. O sólo porque son así.
Ser así, ser asá, todos nacemos a esta vida y somos de alguna manera. Yo lo era. Lo fui siempre y me lo dijeron muchas veces.
Como era una palabra fea, cerré los oídos, corrí más lejos, no la oía.
Yo crecí temiendo que dijeran:
- Ay, qué mariquita.
Cuando yo era niño, no sabía nada. Nadie sabía nada.
Vivía en una isla donde todos los hombres se disfrazan de mujer en Carnavales, pero la ternura masculina es un tabú.
La televisión, los chistes, los comentarios maliciosos, todos hablaban de los maricones como unas figuras deformadas, grotescas, reflejadas en espejos lejanos de locura y pérdida de papeles. Era una extravagancia que se consideraba imposible. Desagradable.
Pocos sabían quiénes eran realmente esos hombres, pero todos se reían de ellos.
- Qué decepción me llevé con Rock Hudson, con lo guapo que era, mal empleadíto niño.
- Ayer vi a dos hombres besándose en la playa.
- ¿QUÉ?
- Por Dios, ese Paco Clavel, que se meta la mano en el bolsillo. Es tan maricón.
- Mejor no juegues tanto con las niñas.
- ¿Qué haces con esas muñecas?
- ... y los encontraron en la cama JUNTOS.
- ¿Cómo que no te gusta el fútbol? A TODOS los chicos les gusta.
- ¡MARICÓN!
- Ay, no le digan eso. El pobre...
- Y al hijo le dio por vestirse con un traje violeta.
- Ya se le pasará.
La vida debía ser toda una jungla para mí, porque muchas de estas líneas las oí en mi propia casa.
Maricón, maricón. Me lo dijeron muchas veces, porque decían que parecía una niña. Cómo hablaba, cómo movía las manos, cómo miraba, cómo era.
No me gustaba el deporte, las Barbies despertaban una atracción irresistible hacía mí y la compañía femenina era más grata. En realidad, la sentía como la única posible.
Mi padre me corrigió de pequeño cómo dejaba caer las manos. Así, como un hombre, me dijo.
Decían que cambiaría, quizá debía intentarlo.
Todos celebraban que jugase a fútbol y andase con niños, pero sólo lo hacía un día. Algo dentro de mí se rebelaba, tendía a reafirmarse.
Pero entender esa palabra como un insulto era sentirla como tal, conducía a ser la víctima de su violencia. Maricón, maricón. Me lo dijeron muchas veces.
Niños que se decían mis amigos, amigos de esos niños que me oían gritar, que me descubrían, que me veían correr, que esperaban el momento preciso para burlarse, que no querían estar conmigo.
- Adiós, maricón - me dijo uno de ellos, delante de mi madre.
Lady Montez me preguntó a qué venía eso, cómo era posible.
Yo corrí y lloré mucho. Porque era humillante que me insultaran. Más humillante que ventilaran mi incapacidad de defenderme.
Lo intenté, porque siempre tuve cuerpo para darles de hostias. Era igual de deprimente. Pegarles era como pegarme a mí.
También me advirtieron que debía pasar de lo que decían. Ahora pienso que es quitarle yerro y decirte que te tienes que aguantar.
Recuerdo que, durante mi infancia, fantaseaba continuamente con caminar, caminar y no volver a casa, tal era la presión que sentía.
Las farolas se apagaban y ahí estaba yo, un niño, subiendo la cuesta a ninguna parte.
Mi madre, asomada a la ventana, me decía:
- Jose, ya es tarde, vuelve a casa.
Yo volvía, porque de una isla, no se puede salir. Una isla que vivía tan sola en el océano como yo vivía en ella.
Transcurrieron los años, llegó el instituto.
Qué inocente era cuando creí que todo iba a ser mejor. Esas aulas no fueron más que esa tortura medieval que nos esperaba a todos los maricones cuando éramos adolescentes.
Todavía recuerdo esas sillas y esas mesas con un escalofrío.
Era allí donde llegaban ellos, mis acosadores particulares. Se cernían sobre mí, bien pegados al oído, para así violarme con sus palabras.
- Sabes, Josssse, nos hemos dado cuenta que tienes una voz... como de tenor...
- JAJAJAJAJA.
Yo sólo esperaba a que terminasen, únicamente pensaba en que se fuesen. Pero no se detenían. Cuando fallaba, se reían. Cuando acertaba, se reían aún más.
- JAJAJAJAJA.
Un día, los profesores los cazaron, les echaron la bronca y pararon.
Para mí, ya era tarde.
Salía del instituto, de vuelta a casa, y un chico que no conocía de nada, desde la esquina, con una sonrisa de oreja a oreja, resplandeciendo, se dirigía a mí:
- Eh, maricón, maricón, tú, maricón, maricón, mírame, te he dicho que me mires, maricón.
Ese fue el momento en que lo consiguieron. Cuando llegó la destrucción, cuando me di cuenta que todos lo sabían ya, que todos lo sabían de siempre, que no iba a cambiar jamás, que estaba solo, jodidamente solo en esa mierda de instituto, en esta mierda de vida.
Que ya no era el niño mariquita. Ahora el adolescente maricón, encorvado, hosco, desconectado, con sobrepeso, sin amigos, que nunca se miraba en el espejo, que había dejado de asearse todos los días.
Ahí, de vuelta a casa, fue cuando lloré. Porque era feo. Tal y como ellos me veían, tal y como ellos querían que fuese.
El camino se contó, paso a paso, hasta el balcón, porque ya no había nada sino ganas de dormir.
Mis manos agarraron la barandilla y miré hacia abajo. Imaginé mi cadáver espachurrado en el arcén y un forense que levantaría mi mano inerte, para diagnosticar, sin asomo de duda:
- Quince años de edad, y maricón todos los días de cada uno.
La muerte. Qué fácil, verdad.
Las siete de la tarde y silencio en la consulta de una psicóloga, la que venía a salvarme.
Me preguntó porqué no tenía amigos, porqué no la miraba a la cara cuando hablaba. Yo no supe qué contestarle. De nuevo, el silencio.
Las sesiones y los meses se sucedieron y me dijo que no avanzábamos. Qué es eso que te impide relacionarte con lo demás, insistía.
- Lo de siempre - le contesté.
- ¿Qué es lo de siempre?
- Bueno, lo sabrás, lo habrás notado.
- Dímelo.
- Que soy afeminado...
- Yo no te noto nada. De hecho, te veo bastante serio siempre.
- Es cuando me río, cuando estoy alegre, cuando me emociono.
El silencio, de nuevo. Entonces, mi psicóloga atacó.
- ¿Has sentido deseo alguna vez por algún hombre?
Y como si la mañana se hiciese y el colibrí encontrase la rama perfecta donde posarse, respondo:
- Es posible.
Ella vuelve a callarse.
- Es sólo... - añado - es sólo que no quiero darles la razón.
Cambia el tema.
- ¿Crees que desear a un hombre está mal? ¿Crees que eres peor por hacerlo? ¿Crees que es un pecado?
- No - respondo con rotundidad.
La psicóloga apunta algo en su bloc, se toma un segundo y dice:
- ¿Hay algún chico en tu clase al que desees?
- Sí.
- ¿Quién?
Tardo, tardo mucho en seguir.
- Promete que no te vas a reír.
- No tengo porqué - responde ella, sabiendo exactamente lo que le voy a decir a continuación.
- Uno de los que se mete conmigo.
Bajo la cabeza y me río de mí mismo. Entonces, ignoré que esa risa fue la luz
.
- ¿Cuándo supiste que eras homosexual? - suelen preguntar.
- ¿Y tú? ¿Cuándo supiste que eras heterosexual? - he de contestar.
Siempre estuvo ahí, desde que tuve uso de razón, cuando empecé a utilizar mi polla para mi satisfacción, en el camino que va desde el príncipe de la Bella Durmiente hasta el chico del anuncio Gillette, con parada obligatoria en Keanu Reeves.
Sí, después de Keanu, no hubo vuelta atrás.
Mi deseo por los hombres era como el secreto donde me abrigaba, sin planteármelo para los demás, sólo para mí, disociado de la violencia del maricón que me dedicaban los otros.
Por entonces, también deseaba a los chicos de la vida real. Mucho y largamente.
Dicen que las mujeres buscan en sus novios a sus padres. Yo siempre he opinado que los gays buscamos a nuestros amores platónicos de instituto.
Quizá yo busque a Josué. En una excursión a la playa, se quitó la camiseta para jugar a fútbol. Entre el panorama y el calor, yo creí que iba a explotar como John Cassavetes en "La Furia".
También buscaré a Saúl, que con quince años, era ya un hombre. Mi amor por los pelos en el pecho empezó ahí, sin duda.
Y a Esteban.
Cuando entré en la nueva clase, pensé que Esteban iba a ser el encargado de meterse conmigo durante el año. Pero no.
Fue encantador, terriblemente encantador. De hecho, ahora lo tengo en el Facebook. "Oh, Jose, nunca pensé volver a saber de ti, tengo un hijo, espero que sigas tan genial como siempre", me dijo, tantos años después de aquel curso.
Aquel buen curso.
Paso a paso, el mundo cambió de color y se llenó de todos los posibles para mí.
No sé porqué. Yo maduré, los otros crecieron, o simplemente aquella clase era mejor que las anteriores.
Paso a paso, sin brújula ni plan preconcebido, como suceden las mejores cosas, levanté la mirada. Sin nada que perder, reconecté con la sociedad, hice amigos, respiré.
Aun tan niño, ya tan mayor.
Y, paso a paso, volví al balcón, mis manos se agarraron a la barandilla. Entonces, no miré abajo. Miré hacia arriba, cerré los ojos y el sol me besó.
Mi gran venganza fue vivir.
Tuve suerte. Poco después de saberlo, llegó la época. Era el momento de "Will & Grace", Stanford, Boris Izaguirre y el Outside.
Éramos el accesorio de moda, nos miraban con curiosidad y yo me presté encantado al juego.
Me desaté, lo viví y jamás pedí permiso. Todas las tarimas eran parar bailar, todos los tópicos estaban para cumplirlos y saborearlos.
Yo era gay y debía adorar lo gay.
Nunca dejé de oír el vocativo con intenciones destructivas, y más en aquellos años de inicio. Una vez, casi me pegan.
Era muy diferente. Me seguía incomodando la violencia, continuaba sin decodificarla, pero ahora no me venía abajo ni por asomo.
Ahora ya sabía lo que tenía entre manos: la dignidad cobrada.
Entre la ingenuidad de mi eterna fe al mundo, con la necesidad de seguir adelante, eran dardos que no lo eran tanto. Venían del miedo, de la ignorancia, eso que yo conocía, que había superado.
El problema ya no era mío, porque nunca lo fue.
- ¡Maricón!
- ¡Y dilo!
El sentido humor es la llave maestra.
Pero todavía quedaba el último baile, el final del día, el momento preciso.
Llegó la verdad. Debía irme, tenía que marcharme de allí.
- Jose, vuelve a casa, ya es tarde - dijo Lady Montez, desde la ventana.
Esa vez, se hizo la noche y no regresé.
Durante toda mi vida, he sentido y presenciado la homofobia en todos los lugares donde he vivido.
La he visto entre los propios homosexuales y hace estragos. He tenido amigos que, sin más, odian su lado femenino tanto como el de los demás.
Entre los gays, la pluma es lo que nos coordina socialmente, pero la pluma es también lo que hay que reprimir para mostrarse más seductor.
En esencia, la homofobia y la maricafobia son puro machismo. Eso de que lo femenino es débil, ridículo, risible.
Pienso que la belleza está allá donde te precies encontrarla. Y hay muchos y muchas que no quieren encontrarla en ninguna parte.
La homofobia está hasta en Chueca. La oía el otro día, mientras salí a fumar un cigarrillo y los porteros heteros, más feos que su puta madre, se reían de unos mariquitas con tacones que pasaron.
Dios los libre de que los confundan con gays por trabajar en un bar de ambiente. Antes, que los tomen por gilipollas, por supuesto.
Sí, muchos son gilipollas, pero hoy debería ser justo con los que no lo fueron ni lo son en absoluto.
Los hombres heterosexuales que hicieron lo que tenían que hacer: tirar el guión que les
habían dado e improvisar.
Los que siguieron su corazón, los que lo
entendieron, los que se acercaron a mí, los que no tuvieron miedo, los que
demostraron lo hombres que eran. Entre ellos, mi padre.
Los que le encontraron la diversión, los que me besaron al saludarme, los que me dijeron cosas como:
- Cuando entras, la cafetería se ilumina.
O los que, borrachos, me susurraron al oído cosas tan curiosas como:
- Eres tan guapo, Jose, que, si no tuviera novia, te follaba ahora mismo.
Y mi amigo Álvaro, que cuando me ve, me toma la mano, la besa y me dice, todo sublime:
- Ay, mi Emperatriz...
Porque la gran verdad es que el amor propio no basta para salvar el mundo. Deben amarte, tienen que hacerlo.
Hoy dirás que este es un relato de superación, aunque, para mí, también es un cuento triste.
No sé si me hizo fuerte, pero me lo podrían haber ahorrado. Hoy, que ya se sabe más y mejor, hay que perseguirlo, castigarlo, con firmeza, sin lástima ni condescendencia.
Despertar a la vida y que los demás se rían de ti e incluso te desprecien es una mala combinación. Muchos problemas e inseguridades que arrastro y con los que lidio día a día se deben a ello.
En cualquier caso, sé bien que yo no necesitaba tanto un psicólogo como aquel chico que sonreía de oreja a oreja mientras me insultaba sin conocerme, sólo por el placer de humillar a otro.
Irónico que, tras tanto vivido, superado y contado, ahora ya no soy la loca que era.
Será porque la edad me ha hecho una sosa, porque me he puesto de seriote para ligar más o porque no me queda nada que demostrar.
Se acabó la función, señores. Ahora sólo quedo yo.
O quizá, este fin de semana, necesite una tarima y un abanico de manera urgente. Un volver al principio, un llegar al final de la historia.
Esa historia que no olvidaré, que no quedará en los márgenes de mi memoria, que no traicionaré. Porque, por fin, la he escrito.
Porque ha llegado el día. Ese en el que me ha dado cuenta que la historia de mi mariconez es la historia de mi vida.
Lo que más me inquietaba, cuando era adolescente y sufría, era mi inmensa soledad. La oscuridad de desconocer si alguien me entendería alguna vez, si encontraría otros como yo.
Los dioses bendigan por siempre el día que se levantó la niebla y aparecieron a mi vista todos los colibríes, en el árbol tan lleno.
Así que, hoy y todas las mañanas, mi querido pajarito, allá donde te encuentres, seas como seas, tengas la suerte de expresarlo o esperes con paciencia el día para contarlo, sufras o seas feliz, nunca dejes de cantar, por favor.
Canta cuando estés triste, canta cuando te rías, cuando estés alegre, cuando te emociones.
- Pipipipipipi.
Canta, mi precioso maricón a la vida. Para que yo pueda oírte. Para que el mundo se quede sordo.