Suena y la vida pende de un hilo.
Hay algo inquietante en los teléfonos, porque no hay opción para sus sonidos. Es mejor contestarlos. La revolución sería destruirlos, la paz es responder a sus llamadas.
Los seres humanos vivimos esclavos de ese tipo de comunicación, unos más que otros, pero todos sabemos que es necesario descolgar y decir: ¿Sí?.
Una afirmación interrogada, a la espera de buenas nuevas.
Las peores noticias de tu vida, el trabajo conseguido o el hombre más maravilloso del mundo. O, simplemente, un familiar o un amigo, a los que, si no atiendes, pensarán forzosamente que te ha pasado algo. Es mejor contestar.
Odio esa inquietud que propicia el teléfono, cuando suena mucho o cuando no suena nunca. Su silencio tiende a romperse de la misma manera que la tranquilidad propia.
Estoy escribiendo ahora, en plenitud, sin ruidos ni voces, transcurriendo las palabras mientras las horas caen, y de repente, ese sonido impertinente, que devuelve a la realidad, despierta del sueño, resuena en el cerebro como si una persona exigente me agarrase de la chaqueta, me sacudiera y dijera:
- Soy yo, soy yo, soy yo, hazme caso, hazme caso, hazme caso. Porque si no lo haces, porque si no lo haces, porque si no lo haces, ¡peor será!
El teléfono fue uno de los grandes inventos de la humanidad, rezarían todos los libros informados, alegarían todas las conclusiones coherentes.
Para oír tu voz, para saber qué estás bien, para comunicarte que no me busques, para que entiendas que jamás volveré.
Mientras se tendían sus hilos a lo largo de las geografías, de manera progresiva e imparable, las cuerdas de telefonía recogían los suspiros del mundo. Desde la gente que se decía adicta al aparato y mantenía conversaciones de horas con sus amigos hasta aquella que llamaba para insultar, para gritar, para ponerse cachondo, para bromear, para dar su opinión en programas de radio y televisión.
La gente que colgaba como un portazo. La que decía: Operadora, por favor. La que lloraba, reía y prometía volver, algún día, cuando todo cambiara.
Las monedas caían, pero los minutos para el teléfono duraban para siempre. Sólo era cuestión de más monedas.
Al teléfono, se prenden las felicitaciones, las gracias.
Cuando era niño, ya era un tanto fonofóbico. Quizá tener que llamar a familiares lejanos, que no conocía mucho, para agradecer regalos en Navidades fue la causa.
No me sale bien la voz, no sé qué decir, sólo quiero colgar y adiós.
Cuando era niño, ya era un tanto fonofóbico. Quizá tener que llamar a familiares lejanos, que no conocía mucho, para agradecer regalos en Navidades fue la causa.
No me sale bien la voz, no sé qué decir, sólo quiero colgar y adiós.
Se puede decir que el teléfono ha salvado vidas, ha unido a las personas y dinamiza nuestras existencias. Si no hay una llamada de por medio, parece que falta esa coma, ese paréntesis, esa causa desencadenante para que las cosas realmente funcionen. Que nos encontremos, que nos reencontremos, que acertemos con el lugar, que no nos hartemos de esperar.
Es la función de la orientación. En un mundo de accidentes, el teléfono es eso que se agarra en la mano, como un amuleto, como una brújula, para salvar el día.
Recuerdo esos mensajes de Wassap que mandó una mujer que se encontraba en el tren de Santiago, el que descarriló de demencial velocidad y se tradujo en mortífera tragedia.
Le decía a su marido: "Estoy en un accidente, me ahogo, no sé si saldré de aquí".
El marido contestó lo que todos hubiéramos respondido al recibir un mensaje así: "¿Qué?"
Una hora pudo significarlo todo. Una hora a cuyo término el marido recibió el mensaje que contenía el milagro: "Estoy a salvo".
Sí, estoy a salvo, vivo otra vez, contaron las cuerdas telefónicas, donde se posan los pájaros, cual poema, quizá para contactar con las alegrías y las miserias, tal vez porque es el mejor sitio para acomodar sus patas.
Las aves, sobre ese monumento a nuestro miedo al aislamiento, a la soledad. A la muerte aislada y sola. Pipipipi, siempre conectados.
Cuesta imaginar la vida sin el teléfono. Incluso sin el teléfono móvil. Es un boleto imperfecto de la seguridad, nuestra gran obsesión.
Si hay un accidente o te sucede algo terrible, quizá puedas mandar un mensaje, llamar a la policía, avisar a tus padres. Pero tal vez no. Tal vez nadie te oiga, el aparatejo se haya quedado sin batería o no tengas la suficiente destreza de la mujer del tren que, aún ahogándose en sangre, podía mandar Wassaps.
Siempre miré el teléfono móvil con desconfianza, porque me parecía la representación exacta del capitalismo. El valor de lo inútil, la supremacía de lo estándar, el imperio de lo obsolescente.
En el cambio de siglo, en lugar de robots, naves espaciales o coches voladores, se levantó el telón del futuro y apareció nada más que un teléfono portátil.
A pesar de la mierdez de la ocurrencia, la sociedad pasó de considerarlo un instrumento de yuppie snob a repartir uno por cabeza. Y reemplazables en cuestión de temporada.
Más teléfono, más atención demandada. Ahora no te amparas en "no estoy en casa", ahora sólo puedes alegar sordera y/o de los avatares de tu hondo bolso.
"Ya llego", "Te echo de menos, corazón", las faltas de ortografía, el lenguaje ahorrativo, los emoticonos, el mundo de la expresión mínima en función de la comunicación máxima.
"Tqurmuxo", dijo el amor del siglo XXI. Y muy yanqui la cuestión. Si te escriben "xoxo", no se refieren a tu vulva, sino a tu besable mejilla.
Como decía, odio los teléfonos. No tengo Smartphone y, por tanto, nunca he usado el Wassap. Mi móvil tiene teclas y su uso preponderante es el despertador.
Supongo que es la prueba de que hago mayor, la convicción de que no necesito más o las escasas ganas de pagar un puto euro más a un tipo de comunicación que detesto.
Será también el espanto de que sepan dónde estoy, que he leído lo que me has enviado, que no tengo ganas de contestarte. El ruido constante y pasivo-agresivo. Ya me vale atender por si mi madre está atrapada en un tren o mi padre ha ganado el Nobel.
No hay tensión sin relajación en el arte y, para los sentidos, no hay llamada sin mirada a la pantalla.
Acusan que el teléfono inteligente despista a los humanoides. Que, como Internet, aísla de lo que ocurre, precisamente a la busca de la información.
Digamos que tal generosidad de funcionalidades propicia un déficit de atención bastante severo. Es el precio de toda tecnología: es tan sexy y básica que atrae de manera inmediata. Como abre puertas allá donde las cierra, esa atención a la multipantalla además es perpetua.
No voy a meterme con la gente que vive pendiente del Smartphone cuando yo hago lo mismo con el Facebook. ¿Vamos de cabeza a la estupidez o llevamos rato en ella?
No sé, el mundo es muy aburrido y, como he dicho, los teléfonos son las comas. Voy a llamar a alguien porque no tengo nada que hacer, piensan algunos. Consultaré mis mensajes y redes sociales por si alguien ha puesto algo verdaderamente hilarante, consideran otros. Apagaré esto porque es hora de dormir, de hablar con mi pareja, de dar un paseo, afirman los valientes.
Da igual. Ha habido aficiones peores en la Historia de la humanidad y ser nostálgico es, paradójicamente, ser un poco olvidadizo.
Odio los teléfonos, porque tengo que ver la palabra dos veces para comprobar si la he acentuado bien. TelÉfono.
Los odio cuando suenan, cuando no suenan. Ah, de los hombres que no llamaron, sí. Hay algo peor. Los que no paran de llamar.
Porque el teléfono es el más romántico de los inventos. Todos los que unen y separan a las personas lo son, pero los auriculares devinieron en apéndices del corazón desde el mismo día en que se tendieron las líneas y llegaron los técnicos.
Si no te llama, mal asunto. Si te llama, prepárate.
Por teléfono, la gente se declara, se confiesa o pide un tiempo a sus parejas. Se llora por sus líneas, se suplica, se espera una respuesta.
"La Voz Humana", de Jean Cocteau, recoge la esencia del potencial romántico del auricular, aquel al que se arrulla su mujer enamorada mientras entiende progresivamente que se acabó. Cuando cuelgue, fin.
El suspense del teléfono es el suspense de la vida. Muchas veces me he visto mirando su pantalla, esperando que su nombre aparezca, que se oiga el pitido del mensaje, que sea que sí, que sea que sí. Salir a la calle para intentar olvidar de la esclavitud de su pantalla, volver corriendo por si ha cambiado algo.
Y, al contrario, cuando me acosa el que no quiero. Llamadas continuas, durante toda la tarde. Y pensar, ingenuamente, "ya se cansará".
Hubo un caballero que llegó a llamarme veinte veces a lo largo de cuatro días. Cuatro días en los que pensé seriamente en escapar a algún sitio donde los pájaros se posen en otro lugar, si es que existe ese bendito país sin telefonía.
De alguna manera, el teléfono me ha contado mucha frustración. Los que esperaba que llamasen nunca lo hicieron. Y los que llamaron, pues me sentí mal por no responderles.
No sé, soy sensible para las decepciones ajenas. Las he vivido y tampoco quiero ser verdugo de nadie en esas cosas. Cuando me llaman y no contesto porque no me interesa, tiendo a imaginarme la cara del otro, sus expresiones, esperando, deseando, poniéndose triste, tal vez furioso.
La vida es así. El teléfono se inventó para comunicarnos, no para que nos gustásemos más.
Más que comunicarnos, nos expresamos a través del teléfono.
Ahí no han vivido sólo nuestros encuentros y nuestras alegrías, sino también nuestros miedos, nuestra timidez, nuestra soberbia, nuestra dificultad de relacionarnos con el mundo, nuestra escasa reacción a lo imprevisible.
El teléfono cuenta del mensaje que nunca llegó desde sus silencios, pero también del que llegó - "¡Estoy a salvo!" - y lo cambió todo.
No hay duda. Es un invento del demonio.
Estaba tardando en esta tarde de escritura. Ahora suena.
Yo también lo odio un poco, y mantener largas conversaciones telefónicas me incomoda bastante. En cambio, qué maravilloso era eso de llegar con 13 años a casa y llamar a tus amigas para hablar durante horas, con esas mismas con las que acababas de pasar todo el día en el colegio y a las que ibas a ver al día siguiente. La juventud es una estupidez gloriosa, que decía Jardiel Poncela.
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