jueves, 30 de mayo de 2013

Joel Edgerton


Actor imposible de odiar, fácil de adorar, siempre ocupadísimo y especialmente brillante en los últimos dos años, Joel Edgerton es reconocido en Hollywood como el australiano de los pómulos de acero.
Abultados son sus pómulos tanto como los volúmenes de su currículum, que lo ha llevado desde Australia hasta las pantallas internacionales, aquellas donde se estrenó como Owen en "Star Wars" y Gawain en "El Rey Arturo", versión Bruckheimer.


Su país de origen, esa patria de los canguros y los tíos buenos, prefirió amar a Joel cuando formó parte de la aclamada serie "The Secret Life Of Us". 
Fue el principio de su importancia y también de su culto.
Porque, como los mejores maromos, Joel impresiona a la segunda mirada, y uno se pregunta porqué no detectó esa hermosura a la primera vista.


Yo amo a Joel Edgerton sin medida. 
Además por lo guapo, sexy y especial, quizá también tenga que ver el hecho de que sea fuerza viva de las tres películas que más me han gustado en los últimos años.


"Warrior" es el mejor modo de conocerlo y degustarlo. 
Como actor, roba la película, con esa mirada triste y ese carisma calmoso. Como maromo, está de infarto, de cuerpo rocoso y velludo, en el exacto punto, más natural y, por tanto, más ardiente que su rival Tom Hardy.


Sinceramente, he de volver a ver "Warrior", porque la guapura de Edgerton me distraía demasiado de seguir el diálogo de la película. Sinceramente, he de volver a ver "Warrior" sólo por su guapura.
Si ya había tenido mucho trabajo y muy variado desde principios de siglo, ese profesor arruinado devenido en púgil underdog fue quien despertó una curiosidad general por Joel.


Este año, lo veíamos en otro peliculón: "Zero Dark Thirty". Entre el nutrido reparto, Edgerton incorporaba a uno de los asaltantes del fortín de Bin Laden. 
Kathryn Bigelow entendía así que Joel es chico de acción. 
Sin duda, esa cara tan fuerte y esos ojos azules, distraídos, pequeños, penetrantes, lo hubieran hecho toda una estrella del western en otros tiempos.


De momento, Joel se dice con residencia en Hollywood, mientras compagina su carrera con debidas labores humanitarias a lo largo del mundo. Según parece, tanto materialismo lo aliena.
Por ello, se dice irónica su elección como el ultraricachón Tom Buchanan. 
Ha sido precisamente en "El Gran Gatsby" donde ha resurgido la enésima evidencia de su ductilidad como actor y figura.
Confieso que levanté la ceja cuando oí su casting, pero mi escepticismo se vino al piso desde que lo vi entrar por la puerta. 
Joel es Buchanan, y su enérgica interpretación de ese canalla se encuentra entre lo más poderoso de la película de Luhrmann.


Las cosas se aceleran para Edgerton durante este año - ¿alguna vez estuvieron detenidas? -, y, entre lo próximo, se encuentra protagonizar película según guión propio y volver a ponerse bajo la batuta de Gavin O'Connor, quien lo dirigiera en "Warrior".


Hasta entonces, nos queda  pendiente recuperar esos pómulos, esa sonrisa y todo lo que nos gusta de este Edgerton inclasificable en las películas suyas que aún no hemos visto. 


En el camino, podemos pensar seriamente en una mudanza urgente a Australia.


Benditas sean mis maromiales Antípodas.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Maricón A La Vida



maricón

1. Hombre afeminado
2. Sodomita
3. Insulto grosero, con su significado 
preciso o sin él.


Llega la mañana y los colibríes pían. Los oigo desde mi ventana.
- Pipipipipi.
Cantan porque son felices. O porque están vivos. O sólo porque son así.
Ser así, ser asá, todos nacemos a esta vida y somos de alguna manera. Yo lo era. Lo fui siempre y me lo dijeron muchas veces.
Como era una palabra fea, cerré los oídos, corrí más lejos, no la oía.
Yo crecí temiendo que dijeran:
- Ay, qué mariquita.


Cuando yo era niño, no sabía nada. Nadie sabía nada.
Vivía en una isla donde todos los hombres se disfrazan de mujer en Carnavales, pero la ternura masculina es un tabú. 
La televisión, los chistes, los comentarios maliciosos, todos hablaban de los maricones como unas figuras deformadas, grotescas, reflejadas en espejos lejanos de locura y pérdida de papeles. Era una extravagancia que se consideraba imposible. Desagradable.
Pocos sabían quiénes eran realmente esos hombres, pero todos se reían de ellos.
- Qué decepción me llevé con Rock Hudson, con lo guapo que era, mal empleadíto niño.
- Ayer vi a dos hombres besándose en la playa. 
- ¿QUÉ?
- Por Dios, ese Paco Clavel, que se meta la mano en el bolsillo. Es tan maricón.
- Mejor no juegues tanto con las niñas.
- ¿Qué haces con esas muñecas?
- ... y los encontraron en la cama JUNTOS.
- ¿Cómo que no te gusta el fútbol? A TODOS los chicos les gusta.
- ¡MARICÓN!
- Ay, no le digan eso. El pobre...
- Y al hijo le dio por vestirse con un traje violeta.
- Ya se le pasará.
 La vida debía ser toda una jungla para mí, porque muchas de estas líneas las oí en mi propia casa.


Maricón, maricón. Me lo dijeron muchas veces, porque decían que parecía una niña. Cómo hablaba, cómo movía las manos, cómo miraba, cómo era. 
No me gustaba el deporte, las Barbies despertaban una atracción irresistible hacía mí y la compañía femenina era más grata. En realidad, la sentía como la única posible.
Mi padre me corrigió de pequeño cómo dejaba caer las manos. Así, como un hombre, me dijo.
Decían que cambiaría, quizá debía intentarlo. 
Todos celebraban que jugase a fútbol y andase con niños, pero sólo lo hacía un día. Algo dentro de mí se rebelaba, tendía a reafirmarse.


Pero entender esa palabra como un insulto era sentirla como tal, conducía a ser la víctima de su violencia. Maricón, maricón. Me lo dijeron muchas veces. 
Niños que se decían mis amigos, amigos de esos niños que me oían gritar, que me descubrían, que me veían correr, que esperaban el momento preciso para burlarse, que no querían estar conmigo.
- Adiós, maricón - me dijo uno de ellos, delante de mi madre.
Lady Montez me preguntó a qué venía eso, cómo era posible. 
Yo corrí y lloré mucho. Porque era humillante que me insultaran. Más humillante que ventilaran mi incapacidad de defenderme.
Lo intenté, porque siempre tuve cuerpo para darles de hostias. Era igual de deprimente. Pegarles era como pegarme a mí.
También me advirtieron que debía pasar de lo que decían. Ahora pienso que es quitarle yerro y decirte que te tienes que aguantar. 
Recuerdo que, durante mi infancia, fantaseaba continuamente con caminar, caminar y no volver a casa, tal era la presión que sentía. 
Las farolas se apagaban y ahí estaba yo, un niño, subiendo la cuesta a ninguna parte. 
Mi madre, asomada a la ventana, me decía:
- Jose, ya es tarde, vuelve a casa.
Yo volvía, porque de una isla, no se puede salir. Una isla que vivía tan sola en el océano como yo vivía en ella.


Transcurrieron los años, llegó el instituto. 
Qué inocente era cuando creí que todo iba a ser mejor. Esas aulas no fueron más que esa tortura medieval que nos esperaba a todos los maricones cuando éramos adolescentes. 
Todavía recuerdo esas sillas y esas mesas con un escalofrío.
Era allí donde llegaban ellos, mis acosadores particulares. Se cernían sobre mí, bien pegados al oído, para así violarme con sus palabras.
- Sabes, Josssse, nos hemos dado cuenta que tienes una voz... como de tenor...
- JAJAJAJAJA.
Yo sólo esperaba a que terminasen, únicamente pensaba en que se fuesen. Pero no se detenían. Cuando fallaba, se reían. Cuando acertaba, se reían aún más.
- JAJAJAJAJA.
Un día, los profesores los cazaron, les echaron la bronca y pararon.
Para mí, ya era tarde.
Salía del instituto, de vuelta a casa, y un chico que no conocía de nada, desde la esquina, con una sonrisa de oreja a oreja, resplandeciendo, se dirigía a mí:
- Eh, maricón, maricón, tú, maricón, maricón, mírame, te he dicho que me mires, maricón.
Ese fue el momento en que lo consiguieron. Cuando llegó la destrucción, cuando me di cuenta que todos lo sabían ya, que todos lo sabían de siempre, que no iba a cambiar jamás, que estaba solo, jodidamente solo en esa mierda de instituto, en esta mierda de vida.
Que ya no era el niño mariquita. Ahora el adolescente maricón, encorvado, hosco, desconectado, con sobrepeso, sin amigos, que nunca se miraba en el espejo, que había dejado de asearse todos los días.
Ahí, de vuelta a casa, fue cuando lloré. Porque era feo. Tal y como ellos me veían, tal y como ellos querían que fuese.
El camino se contó, paso a paso, hasta el balcón, porque ya no había nada sino ganas de dormir. 
Mis manos agarraron la barandilla y miré hacia abajo. Imaginé mi cadáver espachurrado en el arcén y un forense que levantaría mi mano inerte, para diagnosticar, sin asomo de duda:
- Quince años de edad, y maricón todos los días de cada uno.
La muerte. Qué fácil, verdad.


Las siete de la tarde y silencio en la consulta de una psicóloga, la que venía a salvarme.
Me preguntó porqué no tenía amigos, porqué no la miraba a la cara cuando hablaba. Yo no supe qué contestarle. De nuevo, el silencio.
Las sesiones y los meses se sucedieron y me dijo que no avanzábamos. Qué es eso que te impide relacionarte con lo demás, insistía.
- Lo de siempre - le contesté.
- ¿Qué es lo de siempre?
- Bueno, lo sabrás, lo habrás notado.
- Dímelo.
- Que soy afeminado...
- Yo no te noto nada. De hecho, te veo bastante serio siempre.
- Es cuando me río, cuando estoy alegre, cuando me emociono.


El silencio, de nuevo. Entonces, mi psicóloga atacó.
- ¿Has sentido deseo alguna vez por algún hombre?
Y como si la mañana se hiciese y el colibrí encontrase la rama perfecta donde posarse, respondo:
- Es posible.
Ella vuelve a callarse.
- Es sólo... - añado - es sólo que no quiero darles la razón.
Cambia el tema.
- ¿Crees que desear a un hombre está mal? ¿Crees que eres peor por hacerlo? ¿Crees que es un pecado?
- No - respondo con rotundidad.
La psicóloga apunta algo en su bloc, se toma un segundo y dice:
- ¿Hay algún chico en tu clase al que desees?
- Sí.
- ¿Quién?
Tardo, tardo mucho en seguir.
- Promete que no te vas a reír.
- No tengo porqué - responde ella, sabiendo exactamente lo que le voy a decir a continuación.
- Uno de los que se mete conmigo.
Bajo la cabeza y me río de mí mismo. Entonces, ignoré que esa risa fue la luz

.
- ¿Cuándo supiste que eras homosexual? - suelen preguntar.
- ¿Y tú? ¿Cuándo supiste que eras heterosexual? - he de contestar.
Siempre estuvo ahí, desde que tuve uso de razón, cuando empecé a utilizar mi polla para mi satisfacción, en el camino que va desde el príncipe de la Bella Durmiente hasta el chico del anuncio Gillette, con parada obligatoria en Keanu Reeves. 
Sí, después de Keanu, no hubo vuelta atrás.
Mi deseo por los hombres era como el secreto donde me abrigaba, sin planteármelo para los demás, sólo para mí, disociado de la violencia del maricón que me dedicaban los otros.
Por entonces, también deseaba a los chicos de la vida real. Mucho y largamente. 
Dicen que las mujeres buscan en sus novios a sus padres. Yo siempre he opinado que los gays buscamos a nuestros amores platónicos de instituto.
Quizá yo busque a Josué. En una excursión a la playa, se quitó la camiseta para jugar a fútbol. Entre el panorama y el calor, yo creí que iba a explotar como John Cassavetes en "La Furia".
También buscaré a Saúl, que con quince años, era ya un hombre. Mi amor por los pelos en el pecho empezó ahí, sin duda.
Y a Esteban. 
Cuando entré en la nueva clase, pensé que Esteban iba a ser el encargado de meterse conmigo durante el año. Pero no.
Fue encantador, terriblemente encantador. De hecho, ahora lo tengo en el Facebook. "Oh, Jose, nunca pensé volver a saber de ti, tengo un hijo, espero que sigas tan genial como siempre", me dijo, tantos años después de aquel curso.
Aquel buen curso.
Paso a paso, el mundo cambió de color y se llenó de todos los posibles para mí. 
No sé porqué. Yo maduré, los otros crecieron, o simplemente aquella clase era mejor que las anteriores.
Paso a paso, sin brújula ni plan preconcebido, como suceden las mejores cosas, levanté la mirada. Sin nada que perder, reconecté con la sociedad, hice amigos, respiré. 
Aun tan niño, ya tan mayor.
Y, paso a paso, volví al balcón, mis manos se agarraron a la barandilla. Entonces, no miré abajo. Miré hacia arriba, cerré los ojos y el sol me besó.
Mi gran venganza fue vivir.


Tuve suerte. Poco después de saberlo, llegó la época. Era el momento de "Will & Grace", Stanford, Boris Izaguirre y el Outside
Éramos el accesorio de moda, nos miraban con curiosidad y yo me presté encantado al juego.
Me desaté, lo viví y jamás pedí permiso. Todas las tarimas eran parar bailar, todos los tópicos estaban para cumplirlos y saborearlos. 
Yo era gay y debía adorar lo gay.


Nunca dejé de oír el vocativo con intenciones destructivas, y más en aquellos años de inicio. Una vez, casi me pegan. 
Era muy diferente. Me seguía incomodando la violencia, continuaba sin decodificarla, pero ahora no me venía abajo ni por asomo. 
Ahora ya sabía lo que tenía entre manos: la dignidad cobrada. 
Entre la ingenuidad de mi eterna fe al mundo, con la necesidad de seguir adelante, eran dardos que no lo eran tanto. Venían del miedo, de la ignorancia, eso que yo conocía, que había superado. 
El problema ya no era mío, porque nunca lo fue.
- ¡Maricón!
- ¡Y dilo!
El sentido humor es la llave maestra.
Pero todavía quedaba el último baile, el final del día, el momento preciso.
Llegó la verdad. Debía irme, tenía que marcharme de allí.
- Jose, vuelve a casa, ya es tarde - dijo Lady Montez, desde la ventana.
Esa vez, se hizo la noche y no regresé.


Durante toda mi vida, he sentido y presenciado la homofobia en todos los lugares donde he vivido.
La he visto entre los propios homosexuales y hace estragos. He tenido amigos que, sin más, odian su lado femenino tanto como el de los demás.
Entre los gays, la pluma es lo que nos coordina socialmente, pero la pluma es también lo que hay que reprimir para mostrarse más seductor.
En esencia, la homofobia y la maricafobia son puro machismo. Eso de que lo femenino es débil, ridículo, risible.


Pienso que la belleza está allá donde te precies encontrarla. Y hay muchos y muchas que no quieren encontrarla en ninguna parte.
La homofobia está hasta en Chueca. La oía el otro día, mientras salí a fumar un cigarrillo y los porteros heteros, más feos que su puta madre, se reían de unos mariquitas con tacones que pasaron. 
Dios los libre de que los confundan con gays por trabajar en un bar de ambiente. Antes, que los tomen por gilipollas, por supuesto.


Sí, muchos son gilipollas, pero hoy debería ser justo con los que no lo fueron ni lo son en absoluto.
Los hombres heterosexuales que hicieron lo que tenían que hacer: tirar el guión que les habían dado e improvisar. 
Los que siguieron su corazón, los que lo entendieron, los que se acercaron a mí, los que no tuvieron miedo, los que demostraron lo hombres que eran. Entre ellos, mi padre.
Los que le encontraron la diversión, los que me besaron al saludarme, los que me dijeron cosas como:
- Cuando entras, la cafetería se ilumina.
O los que, borrachos, me susurraron al oído cosas tan curiosas como:
- Eres tan guapo, Jose, que, si no tuviera novia, te follaba ahora mismo.
Y mi amigo Álvaro, que cuando me ve, me toma la mano, la besa y me dice, todo sublime:
- Ay, mi Emperatriz...
Porque la gran verdad es que el amor propio no basta para salvar el mundo. Deben amarte, tienen que hacerlo.


Hoy dirás que este es un relato de superación, aunque, para mí, también es un cuento triste. 
No sé si me hizo fuerte, pero me lo podrían haber ahorrado. Hoy, que ya se sabe más y mejor, hay que perseguirlo, castigarlo, con firmeza, sin lástima ni condescendencia.
Despertar a la vida y que los demás se rían de ti e incluso te desprecien es una mala combinación. Muchos problemas e inseguridades que arrastro y con los que lidio día a día se deben a ello.
En cualquier caso, sé bien que yo no necesitaba tanto un psicólogo como aquel chico que sonreía de oreja a oreja mientras me insultaba sin conocerme, sólo por el placer de humillar a otro.
Irónico que, tras tanto vivido, superado y contado, ahora ya no soy la loca que era. 
Será porque la edad me ha hecho una sosa, porque me he puesto de seriote para ligar más o porque no me queda nada que demostrar.
Se acabó la función, señores. Ahora sólo quedo yo.
O quizá, este fin de semana, necesite una tarima y un abanico de manera urgente. Un volver al principio, un llegar al final de la historia.
Esa historia que no olvidaré, que no quedará en los márgenes de mi memoria, que no traicionaré. Porque, por fin, la he escrito. 
Porque ha llegado el día. Ese en el que me ha dado cuenta que la historia de mi mariconez es la historia de mi vida.


Lo que más me inquietaba, cuando era adolescente y sufría, era mi inmensa soledad. La oscuridad de desconocer si alguien me entendería alguna vez, si encontraría otros como yo.
Los dioses bendigan por siempre el día que se levantó la niebla y aparecieron a mi vista todos los colibríes, en el árbol tan lleno. 
Así que, hoy y todas las mañanas, mi querido pajarito, allá donde te encuentres, seas como seas, tengas la suerte de expresarlo o esperes con paciencia el día para contarlo, sufras o seas feliz, nunca dejes de cantar, por favor. 
Canta cuando estés triste, canta cuando te rías, cuando estés alegre, cuando te emociones.
- Pipipipipipi.
Canta, mi precioso maricón a la vida. Para que yo pueda oírte. Para que el mundo se quede sordo.

martes, 28 de mayo de 2013

La Belleza Según Gregory Peck

 

Hombre de mil bellezas y múltiples pantallas, Gregory Peck fue la figura de una bondad a la que ampararse sin desconfiar.
Mientras otros héroes de la pantalla representaban un paternalismo decadente y reaccionario, Gregory vino a significar su superación progresista. Era un hombre nuevo, un padre mejor.
Acusado de intérprete insípido por muchos críticos, Gregory Peck como estrella de Hollywood tampoco fue precisamente el rey de la fiesta. 
Aún así, su mirada y su intuición se las arreglaron para convertirlo en uno de los actores más amados del cine norteamericano.
Quererlo era inevitable. Su magnetismo residía en algún lugar entre la calma de su honestidad. Ese gesto tranquilo y firme, lleno de naturalidad, y esa voz grave, envolvente, despedida desde los labios gruesos y sensuales. 
Gregory, alto, altísimo, con cierto toque de adolescente eterno, era guapo también por fuera. 
De una belleza casi imposible, que le abrió las puertas de Hollywood y contaría gran parte del interés por él.


Sus villanos se pueden enumerar con los dedos de una mano, porque al público le gustaba Peck tal como era, tal como se contó, tal como se imaginó a sí mismo: bondadoso, heroico, noble, una brillante imitación a Dios que tuvo su refugio en un puñado de grandes películas.
Como todos los actores, no fue tanto lo que desprendió como los lugares donde pudo hacerlo: las películas en las que su ideario y su hermosura encontraron el nicho que buscaban. 


El camino al estrellato se dijo duro y quién podía predecirlo cuando se llamaba Eldred Gregory Peck, nacido en California, en el seno de una familia católico-irlandesa.
Eldred Gregory creció entre las convulsiones del divorcio de sus padres, que aseguraron inestabilidad. Peck fue criado por su abuela y se dijo libre e inquieto entre múltiples profesiones, aún con la interpretación como esa luz que no podía ver su juventud.
La misma juventud que lo llevó al campus de Berkeley, universidad donde se apeó para ser médico y salió convertido en actor.


Se libró de Eldred, pero aún no era Gregory Peck, sólo el pobre Gregory Peck, que había trabajado en la cocina del campus para costearse la matrícula. Entre los platos, la hermandad y las tablas, así creció y el siguiente destino fue Nueva York.
Contó que llegó a dormir en Central Park mientras buscaba trabajo. Lo quisieron como modelo, y se le podía ver como guía del Radio City Music Hall.
Broadway lo llamó y la guerra fue su irónico golpe de suerte. Una lección de baile implicó lesión en la espalda, lo que lo libró del servicio militar. 
Las obras teatrales, necesitadas de hombres en tierra, lo reclamaron largamente durante toda esa primera época.


Su salto al cine vino mediado por el interés de dos fuerzas del cine de los años cuarenta. Darryl Zanuck, el jefe de la Fox, y David O. Selznick, el jefe de David O. Selznick.
Fueron los que lo colocaron en sus películas de renombre, las que esculpieron el factor Peck, y el público, con un severo síndrome de Stendhal ante Gregory, respondió que sí.
El cura misionero de "Las Llaves del Reino" fue el verdadero inicio de esos héroes tranquilos, pero resueltos, con la verdad emanando desde los ojos hasta los zapatos. 

"Las Llaves del Reino"

Gregory era la presencia sin aspavientos, la técnica sin manierismos. Muchos opinadores decían que no tenía vida en escena. Él siguió adelante.
"Duelo Al Sol", orgía de colores y excesos, sólo posible por Selznick, lo presentó villano en un intento de deshacer el estereotipo. 
Como malvado, estuvo de lo más sexy y se comprende la decisión final de Jennifer Jones. 

Como Lewton en "Duelo Al Sol"

Sin embargo, entre el varapalo de la crítica a la película y el desconcierto de la audiencia, Gregory volvió a ser Gregory. Esta vez, para siempre.
Selznick también lo reclamaría para dos intrigas de Hitchcock: la freudiana "Spellbound", donde era un amnésico tan desvalido como inquietante, y "El Proceso Paradine", en la que su papel de señor recto y ecuánime se las veía delante de sórdida intriga. 

Con Ann Todd en "El Proceso Paradine"

Sus películas se dijeron eclécticas desde el principio y las décadas lo contemplaron a lo largo de los géneros, en frente de todas las actrices, siempre fino, guapo, bien vestido y con ese vozarrón como inconfundible carta de presentación. 

"Twelve O'Clock High"

Su poderoso físico imponía y bien lo sabía. 
Gregory interpretaba todas las escenas de acción y le dio tal puñetazo a Robert Mitchum en el clímax de "Cape Fear", que éste se estuvo doliendo durante días.

Como el Capitán Hornblower en "El Hidalgo de los Mares"

Los niños lo amaron en las aventuras: fue el hombre de Boston para "El Mundo en Sus Manos" y el Capitán Horatio Hornblower para "El Hidalgo de los Mares".
Cuando viajó a Roma y conoció a su inminente compañera de reparto, supo que aquellas vacaciones eran de Audrey y de nadie más. 
En "Vacaciones en Roma", condujo a la pequeña Hepburn directa al Oscar y la inmortalidad.

Con Audrey Hepburn en "Vacaciones en Roma"

Pero sus empeños más personales, aquellos que definieron el sendero por el que el corazón de Peck navegaba generoso, se vistieron de ambición e incomodidad.
Gregory fue el protagonista de "Gentleman's Agreement", oscarizada denuncia contra el antisemitismo, hoy bastante avejentada, nada en comparación con el revuelo que armó en su día.
Peck también se mostró antibelicista en "Los Cañones de Navarone", dio una nueva imagen de la violencia del Oeste para "El Pistolero" y ofreció un meritorio esfuerzo interpretativo como el fanático Capitán Ahab de "Moby Dick". 

Ahab en "Moby Dick"

En sus años de gloria, Peck, como sus personajes, denunciaba sin perder la calma. 
Mostró su desagrado ante las listas negras de McCarthy, lideró todas las causas civiles, se le reconocía humanitario y, durante toda su vida, sus opiniones fueron tan firmes como intransferibles. 
Atacó la intervención en Vietnam, prendióse del brazo de Jane Fonda y se le llegó a ofrecer una carrera en política como candidato para el Partido Democráta. 
En los ochenta, cuando le preguntaron por los derechos de los homosexuales, dijo que faltaría más.


El papel esencial de Gregory Peck, el que le concedió el Oscar largamente esperado, fue cosa de 1962: Atticus Finch en "Matar un Ruiseñor".
En el caldeado ambiente racial del Sur estadounidense, el abogado de las gruesas gafas se permite defender a un afroamericano en juicio por violación.
La película, un absoluto heartbreak, quedó en las llorosas retinas, que no olvidaron a Peck en el porche con Mary Badham, disparando al perro rabioso o dándose la vuelta para esconder las lágrimas de la vista de sus hijos cuando se entera de la trágica noticia.
Él dijo que lo dio todo por y para Atticus: lo que era, lo que había sido, lo que había experimentado, lo que opinaba de la vida, lo que esperaba del mundo.

Como Atticus Finch en "Matar Un Ruiseñor"

Pocos premios han sido tan merecidos y pocas películas son tan inmarchitables como "Matar Un Ruiseñor". Fue también la prueba de que el secreto de los actores de cine se cuenta al final: es la profesionalidad lo que los hace realmente impecables.
El tiempo y las necesidades familiares, junto a una sucesión de películas decepcionantes, lo derivaron más esporádico y, como sucedió con muchos actores de su generación, los setenta fueron una década de inflexión e indecisión.
Cuando parecía un peso muerto en la taquilla, se permitió un retorno como el padre de Damien en "La Profecía", si bien su interpretación fue abucheada.
Otro abucheo lo recibiría con un cambio de registro tan tardío como equivocado: el doctor nazi de "Los Niños del Brasil", título que diría haber aceptado por el deseo de trabajar con Laurence Olivier.
Los ochenta lo vieron distinguido, canoso y aún mortal de necesidad, mientras vivía entre apariciones televisivas y retornos puntuales al cine, ya con la estela del icono hollywoodiense de tiempos pretéritos.


Casado en dos ocasiones y con un total de cinco pequeños Peck, éstos le darían tantas alegrías como tristezas. 
El mayor, Jonathan, llegó a suicidarse. 
Stephen batalló en Vietnam, primero contra los deseos de su padre, luego con su apoyo, al final sustituyéndolo en las causas políticas de la familia.
Gregory Peck, como gran padre para el mundo, veló a sus hijos, los lloró, los entendió, los cuidó. 
En 2003, tenía unos respetables 87 años y su residencia se decía en Los Ángeles. Una bronconeumonía era el modo en que la muerte se llevaba al bello y bueno Gregory Peck.
A su entierro, llegó Brock Peters, el actor que había interpretado al afroamericano de "Matar Un Ruiseñor". 
Fue quien leyó las necesarias palabras de despedida en el funeral de un señor guapo, de un hombre cojonudo, de una gran estrella de Hollywood.


Decían que no tenían vida, cuando la tenía toda. 
Gregory Peck ganó por su franqueza y la limpieza de sus convicciones, asuntos que los espectadores intuyeron y adoraron cuando que lo vieron entrar por la puerta.
Y, como pocos, salió por la otra sin despeinarse, sin que la vida lo quebrara, con la sensación del trabajo cumplido. 
Una hermosura de caballero, desde la primera película hasta el último día.

lunes, 27 de mayo de 2013

Paraguas Amarillo, Humo Negro


"No puede estar muerta. 
¡Misery Chastain NO PUEDE 
estar muerta!"
Kathy Bates en "Misery"


El devorador de sagas es insaciable, bien lo sabía Stephen King cuando ideó esa historia inmortal llamada "Misery", donde una loca secuestra a su escritor favorito. 
La pesadilla del autor es la fantasía de la fan, que lo tendrá bajo su merced y le contará de la intensa frustración que vive cualquier consumidor de relatos seriados, epopeyas literarias o productos televisivos: el enorme grado de decepción que otorgan.

Kathy Bates en "Misery"

¿Por qué decepcionan tanto?
Entre ellos, su propia naturaleza de productos, sometidos a los avatares de una producción a lo largo del tiempo, manufacturados con más apariencia que profundidad, poseídos de acumulación de excesos antes que digestión adecuada de elementos dramáticos. 
Las sagas y las series vienen a epatar, a enganchar, a sorprender hoy y a olvidar lo pendiente mañana. El espectador se queda siempre con esa irrealización - la falta de closure - e, inconscientemente, con la sensación de haber oído una historia que no tenía mayor intención que contarse a sí misma.
Confesaba también Annie Wilkes, la loca de "Misery", su indignación ante los seriales que veía de niña. 
El héroe quedaba atrapado en un coche, que caía por un precipicio - cliffhanger - y ahí terminaba el episodio, para emplazar a la semana que viene. 
En el siguiente capítulo, el héroe escapaba del coche a tiempo, ante el aplauso del público, pero la exigente Annie se indignaba. ¡Es imposible que hubiese podido salir de un coche así!
Es una trampa, es un truco barato de una ficción esencialmente fraudulenta.

Masi Oka en "Héroes"

La tradición folletinesca bebe de esos trucos, a veces indignantes, que han podido sentenciar a muchas series. 
Si son intensamente devorables en un principio, pronto propician una desconfianza integral en los espectadores, entre la desorientación y el olor a bodrio. 
En los ochenta, se vivió todo un laboratorio de qué se puede hacer y qué no, al respecto. 
Elaborados cliffhangers como la Masacre de Moldavia en "Dinastía" o la vuelta a la vida de Bobby en "Dallas" suscitaron la mayor atención sobre esas series y, durante el descanso estival, hasta escritores de renombre - entre ellos, el mismo Stephen King - dieron sus teorías sobre quiénes sobrevivirían a una matanza terrorista o cómo era posible que un personaje muerto reapareciese en la ducha.
A la vuelta de las vacaciones, la resolución jugaba a aquello que indignaba a Annie Wilkes. 
La sensación de fraude en la audiencia fue brutal y ambas series perdieron considerable seguimiento.

Rose Byrne y la mancha de sangre del final de "Damages"

El problema de la espectacularidad reside en la búsqueda de una resolución a la altura y, cualquiera que haya intentado escribir una historia con suspense, sabe que es muy difícil. 
Ese "ya te lo contaré mañana" es la clave de la anticipación, el poso de la expectación. Cuanto más se tarde en ventilarlo, cuanto más se dilate la sorpresa, más decepcionante será, especialmente si no estaba planteada de antemano por el escritor.
Sucede en la televisión actual, refrendada por la moda impuesta por "Lost" y "Mujeres Desesperadas", ambas series secretistas, cuyo estreno en 2004 las hizo curioseables. Qué pasa en esa isla, qué le sucedió a esa ama de casa suicida. 
Son las preguntas enigma, tan queridas por las series, que sirven para lanzarlas y popularizarlas, desde quién disparó a JR hasta quién mató a Laura Palmer. 

Brenda Strong en "Mujeres Desesperadas"

Ante las preguntas enigma, pueden suceder dos cosas. 
En primer lugar, que la serie se deshinche tras resolver la incógnita. 
Tanto "Twin Peaks" como las primeras temporadas de "Mujeres Desesperadas" y "Damages" se resolvieron de manera competente, porque estaban bien pensadas, desgranaron sus secretos con sabiduría y el quid del enigma estaba astutamente colocado en las primerísimas secuencias. Sin embargo, una vez se supieron asesinos y motivos, la excitación por ellas decayó, sin remisión.
En segundo lugar, aspirar a resolverlo al final de la serie, corriendo el peligro de que el tiempo incremente la expectación y, con ello, la decepción. 
O se puede ir más allá y entrar en el terreno de "Lost", la saga imposible. 
Hablamos de una serie de proporciones biblicas, con la curiosa intención de plantearse como un misterio continuo, acrecentado, raíz de su éxito, pero sin resolución. 
El interés cayó y creció a la vez que se predecía esa magna estafa, donde la dificultad se confundía con profundidad y lo críptico con lo fascinante. 
La apañada y lacrimógena calle del medio con la que concluyó suscitó división de opiniones entre el público, ese que debió sentir desde el principio que todo era un juego delicuescente, con pretensiones y filosofía Reader's Digest.
Independientemente de lo que se piense de "Lost", no debió satisfacer a nadie en realidad, porque las ficciones que se han hecho siguiendo la estela han fracasado de manera estrepitosa. 
Saber que no vas a saber, mal asunto.

Terry O'Quinn en "Lost"

En cualquier caso, cuando algo se destapaba en "Lost" quedaba claro que era más estimulante cuando vivía bajo la incógnita. 
Es la ironía inherente. Las series tienen, en el fondo, tan pocas cosas novedosas que contar que, a veces, es mejor que se callen.
Por ejemplo, Kalinda, el personaje misterioso de "The Good Wife", es más seductor sumergido en el silencio que cuando sus secretos salen a flote. 
Todos son decepcionantes, entre la dilatación excesiva de las revelaciones y el "no es para tanto" postrero. 
El marido en la sombra, lejano, vigilante, peligroso era mejor que el marido que, finalmente, apareció.

Archie Panjabi en "The Good Wife"

El "no es para tanto" viene asociado directamente con el "tantos años para esto". Una serie muy popular y querida por todos nosotros ha desvelado, ocho años después, el gimmick con el que se operó como producto televisivo. 
Es decir, "Cómo Conocí a Vuestra Madre".
En la season finale que precede a su temporada de despedida, aparece la cara de la propietaria del paraguas amarillo, la futura señora de Ted Mosby. 
De nuevo, la dilatación excesiva. 
Los fans de la serie han pasado años buscando pistas en la misma serie, proponiendo nombres de actrices famosas e investigando si se trataba de un juego entre la realidad y la apariencia, al estilo de "Mujeres Desesperadas" o "Damages".
El resultado: los productores han contratado a una actriz. Sencillamente. Además, la han presentado de una manera paupérrima y antisintáctica, saltándose el punto de vista.
Tantos años para ver una cara que bien podía ser cualquier otra. No había ningún as en la manga en el planteamiento del truco de la serie.

"Cómo Conocí a Vuestra Madre"

El meh general ante la mother no ha sido nada en comparación con la que suscitó la revelación de la cara en la página de seguidores de la serie en Facebook, sin haber pasado las veinticuatro horas de rigor tras emitido el capítulo. 
Es el llamado "spoilerismo".
Spoil, que significa molestar, mimar en exceso o arruinar, viene a usarse como ese temor ante la revelación de las sorpresas de una saga. Es decir, ¡¡no me lo cuentes!!
Ese temor contemporáneo últimamente te puede costar una bronca. Pero, como bien predicaba Hitchcock, el sufrimiento es el doble si la sorpresa está anunciada. Si esa bomba no sólo explota, sino que el espectador la ve colocar y la observa debajo del asiento, mientras los minutos pasan, los héroes no se enteran y el público suda la gota gorda. 
Aún así, las sorpresas de las series no se presentan de esa manera sofisticada, o no suelen hacerlo. Son simplemente bombas que explotan.
Al respecto, atrévete a contar lo que pasará en el próximo episodio de "Game Of Thrones".
He aquí otra saga de proporciones imposibles de digerir, estructurada a base de estallidos impredecibles y con un final emplazado ¡hasta la próxima década!. 
Ahora usted podrá tener fe y pensar que el señor George RR Martin tiene todos los ases en la manga desde que empezó a escribir las primeras líneas para que el final sea el final que los pacientes seguidores merecen. 
Jum, no lo tengo claro. Mejor secuéstralo. 

Kit Harington en "Game Of Thrones"

Aún así, las sorpresas, aunque baratas y precursoras de inmediata decepción, son la esencia del seguimiento de una serie. 
El público las espera y son especialmente saludadas en sagas inertes o de dudoso rumbo, donde las revelaciones, los accidentes y las muertes son esos sucesos que disparan el relato.
Es cuando las series resumen su excitación, se ponen en pie y enganchan más que nunca. Las sorpresas seriéfilas y la revelación de sus secretos son el componente adictivo dentro de esa potente droga que conforman las ficciones catódicas.
Como toda excitación artificial, estimulada tan fácilmente, llegará la resaca. Pero, parafraseando a Renton en "Trainspotting", después de todo, es un buen viaje.