domingo, 4 de enero de 2015

El Cine Según Maureen O'Hara


Hoy diré que Maureen O'Hara es el cine. Al menos, una manera antigua de entenderlo, de relacionarse con él, de vivirlo. 
Maureen, que fue elegida y pervivida por su belleza, encontró una estrecha conexión con el público, pero, sobre todo, con los más impresionables de la audiencia. Los que aman a Maureen O'Hara la amaron desde que eran niños. Quizá por esa calidez maternal, de la misma que interpretó a muchas madres, o tal vez, por esa fuerza espectacular que brindaba a sus más orgullosas caracterizaciones.
A pesar de lo elevada que siempre estuviera, Maureen conservaba la modestia de una niña buena, su sensibilidad, su cercanía.
Había algo increíblemente tierno en los impresionantes ojos de Maureen, esos que aún viven, todavía miran.


Échale la culpa a los ojos, a la cabellera ardiente, al incontestable físico de hembra irlandesa, a su rotundidad en un Hollywood que buscaba mayúsculas como ella. 
Errol Flynn dice en su biografía que nunca había visto una mujer tan hermosa en su vida. Muchos y muchas opinaban lo mismo.
Su carrera se estableció entre suertes, mentores y amigos, aquellos que la condujeron hacia las mejores películas. Y, del mismo modo, esas películas tanto le deben a su simple presencia. 
Su legado permanece gracias a sus fans, que repiten la máxima: Maureen O'Hara es bella, pero, sobre todo, adorable.


Amable y dura al mismo tiempo, con mil talentos escondidos que el cine no dejó salir por completo a la luz, se dijo la reina del Technicolor y disparó el erotismo cuando apareció montada a caballo, cabellera cubriendo su desnudez, para Lady Godiva. 
Pero serían los regresos cinematográficos a Irlanda aquellos que convirtieron a la gran aventurera en una cuestión del corazón para todos los amantes del séptimo arte.


Maureen Fitzsimmons nació en Dublín, claro, en una familia numerosa de rigurosa confesión católica. Tan católicos que una de sus hermanas ingresó en un convento.
Aunque Maureen destacó como artista desde el principio, su padre se dijo reacio a confiar el futuro de su hija a los turbios azares del espectáculo y le recomendó que lo complementara con otros estudios. Así, la joven Maureen se hizo una eficiente secretaria y una veloz tipógrafa, dos habilidades que resurgirían cuando se la vería ayudando a reescribir guiones mucho tiempo después.
Sobre las tablas, las cosas se aceleraban para Maureen que, nerviosa y sin preparación, fue enviada a una prueba para el cine. 
La vistieron y la maquillaron con exceso y la prueba se dijo de desastre.
No obstante, el venerable Charles Laughton quedó impactado por los ojos de Maureen y acudió a por ella, diciéndole que era hora de cambiar el apellido.


Fue Laughton quien inventó a Maureen O'Hara, al emplazarla en sus primeras películas importantes.
Él era el despótico villano y ella, la amordazada heroína en "La Posada Jaimaca", de Alfred Hitchcock. 
Enseguida, Laughton se la llevó hasta Hollywood en 1939 para una hermosa versión de "El Jorobado de Notre-Dame".
Laughton fue Quasimodo, cómo no, y la O'Hara, por primera vez en Norteamérica, una encantadora Esmeralda.


La RKO le firmó un contrato que la derivaba a subproductos, segunda división en la que Maureen caería en muchas ocasiones. No obstante, siempre hubo quien la salvó de esa injusticia y, en 1941, tenía su primer encuentro con el director que la consagró: John Ford.
En la saga sobre una familia minera galesa llamada "Qué Verde Era Mi Valle", o esa película que las lágrimas no dejan ver por completo, Maureen O'Hara fue la bella Angharad, que se enamora de uno, pero ha de casarse con otro. 
La cámara de Ford la adoró por primera vez. El lacrimal, también.


Si Laughton la había descubierto, era John Ford quien la llevaría al lugar que le pertenecía.
Los años cuarenta y la llegada de las luces del Technicolor sobre su pelirrojez revistieron a Maureen O'Hara como una de las reinas del escapismo aventurero y le entregaron princesas, vitalistas damas y señoras exóticas de todo signo. 
Sus películas se ambientaban en el Viejo Oeste, en los Mares del Sur, en el mundo de las Mil y Una Noches.
Una de sus mejores aventuras en esos terrenos fue cuando se vio las caras con el pirata Tyrone Power en "El Cisne Negro".
Maureen y Tyrone eran pareja de hermosura y se brindaban la oportunidad de seducir a toda la concurrencia con colorines, abordajes y apoteósicos vestuarios.


Maureen se hacía aún más cercana al público familiar con el clásico navideño "Milagro en la Calle 34", donde incorporaba a la pragmática mujer profesional que no cree en Santa Claus hasta que se le aparece en Macy's.


La retahíla de películas poco lucidas debía terminar forzosamente con otro retorno al mundo de John Ford. "Río Grande", "El Hombre Tranquilo", "Cuna de Héroes", "Escrito Bajo el Sol" contaron los años cincuenta para la O'Hara.
En "Río Grande", Maureen se encontraba, por primera vez, con John Wayne. 
La química se dijo tan contundente que parece que sus personajes llevan casados mucho tiempo y se hace necesario que se reconcilien cuanto antes.


Fue el principio de una hermosa amistad para los actores, vivida entre muchas películas donde volverían a encontrarse y en cumplidos elogios a lo largo de los años. 
Wayne la consideró la única mujer a la que podía llamar amiga. Maureen dijo de él lo que ya sabíamos: que John Wayne era los Estados Unidos de América.
Los dos eran conservadores hasta la médula, fuertes como rocas, más altos que la vida. Y, para el público, John y Maureen eran los padres que todos querían tener.


Si en "Rio Grande" eran tan creíbles como un matrimonio separado desde hacía años, en "El Hombre Tranquilo", interpretaban con la misma eficacia a dos personajes que se conocen y se enamoran con sólo mirarse. Y usted puede sentir ese flechazo, sí.
Esa Maureen en paraje incomparable de Innisfree fue también como para enamorarse por primera vez.
Significó redescubrirla y, tanto para ella como para los demás, "El Hombre Tranquilo" fue la mejor película que hizo.


"El Hombre Tranquilo" traía a la más memorable Maureen, la orgullosa y fuerte irlandesa, el estereotipo de la apasionada pelirroja a la que Wayne ha de meter en vereda de la manera más políticamente incorrecta. 
Aunque repetiría con John Ford en dos ocasiones más - "Cuna de Héroes" y "Escrito Bajo El Sol" -, la relación de Maureen con el director fue brutal. 
El pésimo carácter del director sembraba el pánico en los rodajes y, para colmo, Maureen confesó que Ford estaba enamorado de ella platónicamente. 
También aseguró que le propinó un puñetazo, sin venir a cuento. "Era un hombre amargado", dijo Maureen, aunque nunca ha dudado de afirmar su maestría y el milagroso resultado que extraía de su dirección de actores.


Con el crepúsculo de los cincuenta, Maureen abrazó una madurez radiante, a su altura, que la vería en madres de muy buen ver. 
La más popular sería la divorciada progenitora de las gemelas interpretadas por Hayley Mills en "Tú a Boston y yo a California".


En tiempos cambiantes, la O'Hara se decía sinónimo de Disney, de John Wayne, de valores desfasados, de un mundo conservador que sonaba a antigualla. Un mundo que no tuvo otro remedio que dejar paso, pese a prestar cumplida batalla. 
Por entonces, y en el refugio de la televisión, Maureen O'Hara nos ofrecía pruebas de un talento musical que nunca había sido convenientemente explotado en Hollywood.


Con Wayne, siempre y hasta el final. 
Sus últimas películas, antes de retirarse en los setenta, fueron a su lado. "Yo hice sexy a John Wayne", dijo ella, con toda la razón.
Y, desde la cama de sus últimos días de vida, John vería a su querida Maureen en televisión, defendiendo que le dieran la Medalla del Congreso al viejo patriarca. Se la dieron, por supuesto.


Cuando Maureen anunció retiro en plenos años setenta, la respuesta era su tercer marido y gran amor, el aviador Charles Blair.
La felicidad duró mucho menos que la tristeza cuando Blair moría en un accidente en las alturas. 


Ella se secó las lágrimas sólo para ocupar el puesto de su marido y convertirse en la primera mujer que dirigía una aerolínea. La historia parecía sacada de una película ideal para ella, sí.
En plenos años noventa, Maureen O'Hara se permitía un brevísimo retorno como la dominante madre de John Candy en "Only The Lonely", que empató con un telefilm navideño. 
Desde entonces, volvió a su tranquila vida, entre sus residencias de Irlanda, las Islas Vírgenes y Arizona.


La salud la instalaba definitivamente en Irlanda, mientras tristes noticias de abandono saltaban a la luz en 2012. La vieja Maureen, que sufre de pérdida de memoria inmediata, estaba siendo descuidada, quizá maltratada.
Su familia actuaba y se la trasladaba hasta Idaho, donde ahora reside con su nieto. 
¿Qué hicieron sus fans al respecto? Le abrieron una página de Facebook y después contactaron con el director de TCM. 
Porque no había que esperar un minuto más: a las grandes estrellas se les da el Oscar y se acabó la discusión,


En este último 2014, Maureen O'Hara volvía a un escenario, en silla de ruedas, con peluca y unos noventa y cuatro años de impresión. Los ojos, intactos. 
Leyó su discurso, gafas mediante, y entre sus palabras de viejecita, oímos que daba gracias a Charles Laughton, a John Wayne, "al mismísimo Diablo: el gran John Ford" y a sus admiradores.
El Oscar llegaba tarde, pero ha llegado a tiempo. Nunca es pronto para premiar a Maureen, nunca es tarde para premiar a uno de los últimos iconos vivos del cine.


"Todas las estrellas tienen ese algo que destaca y atrae nuestra atención... Yo siempre he creído que mi cualidad más atractiva es mi fuerza interior, algo que comparto fácilmente con un público..."
La más divertida de las fieras, la verdadera amiga de los propios y los extraños y tan, tan, tan bella, que viva, hoy y siempre, Maureen O'Hara.

No hay comentarios:

Publicar un comentario