miércoles, 15 de abril de 2015

Socorro, Policía


Si usted piensa que sus ojos verán una revolución, es una persona más optimista que yo, más crédula o más informada de que cualquiera cosa puede suceder en el momento menos oportuno o en la civilización menos elegida.
Yo, escéptico. ¿Somos el pueblo destinado a cambiarlo todo?, será la pregunta que también se hagan los historiadores del futuro, si es que hay historiadores y si es que hay futuro. 
Somos la sociedad adicta a no ser sociedad, gustosa de que nos dejen de paz, sabidos bien de la idea de persona, de individuo y de todo lo que conlleva: nuestra casa, nuestro dinero, nuestra intimidad, nuestra vida. Mi vida es mía; de momento, no la voy a entregar por ti. Y pocos lo harán. 
Por tanto, es una sociedad a la que le gusta la seguridad. Pone alarmas, ladra el perro, llama a la policía. Quizá porque el Imperio es norteamericano, el mismo que es individualista cual razón de ser y uno de sus parámos de imagen más recurrente es un coche de policía aparcado, con la luz giratoria. 
¿Existía la policía antes de los Estados Unidos? ¿Antes de Hollywood? ¿Antes de las series de televisión? Sí y no. 
Si hay una diferencia notoria entre nuestras civilizaciones y las anteriores, sería que confiamos en la policía. La tememos, sí, como todo el mundo, pero también creemos que nos salvará en el último momento. 
En la vida de las ciudades, donde los criminales reptan y escapan con facilidad, allá en el anonimato, en la superpoblación, en la posibilidad más que nunca de que un delito salga impune, es alivio pensar que un agente de policía llegará a la escena, sabrá qué habrá pasado y dará caza al cabrón antes de que cruce la frontera, se cambie el nombre o, simplemente, se lo trague la tierra.


La imagen de la policía en Occidente es una de las mejores definiciones de nuestra propia sociología. Es donde está nuestra íntima decadencia: en lo que esperamos y odiamos de la bofia. Cuando los vemos en las manifestaciones, son odiosos. Cuando nos ponen una multa, son los padres intolerantes que nos tiran de las orejas. Cuando nos toman la denuncia, queremos que tramiten cuanto antes como dóciles funcionarios. Cuando los llamamos, queremos que lleguen enseguida. 
La desconfianza hacia la policía nace de lo que realmente significa: un brazo armado del Estado. Por tanto, lo que quiera éste lo hará aquella. Al menos, en teoría. Y, como bien sabemos, generalmente en la práctica. 
Armada o menos armada, cuanta más policía sea necesaria, más evidente será la decadencia y la corruptela del país y la época. Al fin y al cabo, ¿qué hizo Hitler? Convertir a Alemania entera en un pueblo de policías. Cualquiera podía detener y dar porrazos a quien considerara culpable de algo. 
El juicio del policía es parte de su trabajo. Y, como tal, puede ser execrable, descifrable y, la inmensa mayoría de las veces, disculpable.
Además de su carácter de extensión del poder, la mala imagen de los cuerpos policiales está vinculada a las propias leyendas que circundan, a la cantidad de manzanas podridas que andan por sus filas, a sus garrafales errores y a la habitual necesidad de cubrirse. 
Como en el ejército, se obedecen cadenas de mando, se atienden reglamentos, se protegen compañeros, se cierra el pico. Como cualquier cosa uniformada, la pulcritud se busca hasta cuando no se encuentra. En muchas ocasiones, la policía barre sus miserias debajo de la alfombra.
Limpiar la casa es una tarea titánica; desmantelar redes de corrupción en comisarías ha sido un capítulo apoteósico por insólito de las historias judiciales. Y también reservado a latitudes del Primer Mundo. 
¿Cómo observamos a la policía? La odiamos, pero la necesitamos. Escupiríamos a los antidisturbios o incluso los fulminaríamos como los X-Men. Qué malvados, qué chulos, qué perros de su amo. Pero, si hay alguien que se acerca con siniestras intenciones, si han matado a toda tu familia, si te han desvalijado la casa o si tu perro no aparece, ¿a quién vas a llamar? A los chicos de azul. Reza porque sean como los de televisión. Imperfectos, aunque sensibles, ángeles guardianes de la ciudad.
Como son tipos duros, miran a través de gafas de sol y tienen las de mandar, la psique tortuosa nuestra también tiende a erotizarlos. 
El porno ha explotado todas las vicisitudes de la relación con la policía. El que vengan a tu casa, el que te interroguen, el que te tengan a disposición entre rejas. Y más de un agente de policía ha transitado al porno gay, disparando ya el delirio y los efluvios de los que aman a un hombre uniformado.
Pero como me dijo un amigo, ni se te ocurra echarles una mirada lasciva. Lo decía él, que siendo cacheado una noche, se le ocurrió decirle a un pitufo:
- ¿Te pone?
El cacheador y sus compañeros tiraron a mi amigo al suelo y lo reventaron a patadas. Huelga decir que, desde entonces, a mi amigo no le gusta el leit-motiv policial en el porno.
Tanto los antipolicías como los propolicías se enzarzan en discusiones acerca del que puede ser uno de los oficios más complicados, ingratos y poco revisados de la Historia.
Por un lado, se viste a una persona con atributos y, como suele suceder, se le conceden en función de unos criterios imperfectos. En estas latitudes, uno se viste de policía si aprueba unas oposiciones. 
Vestirse de policía y ejercer como tal requiere unas obligaciones y unas prerrogativas que equiparan a un agente con un dios en la Tierra. Es decir, tiene el poder y, a la vez, debe ser impecable cuando lo ejerce. La pregunta es si los policías son los más indicados para ser policías.


Policías buenos, policías regulares, policías malos. Unos que lo hacen bien, otros que engordan, tantos que no saben y otros que, más que Dios en la Tierra, son el fin del mundo tal y como lo conocemos.
Hay de todo y, si algún agente del orden lee esto, concordará con el siguiente párrafo. Es un trabajo. Y la dinámica funcionarial pesa más que esa imagen de acción y poder que vemos en las películas. Los policías tramitan, incluso cuando intervienen. Toman notas para el informe antes que hacer el número y ganarse la medalla.
En cierta ocasión, una agente de policía me dijo que las series reflejan poco del verdadero trabajo: la dificultad de conectar, tanto con la gente que abordan como con sus compañeros y superiores, y la deficiencia de medios, desde los coches viejos hasta el lento procesar de las pruebas.
De la policía, se espera esa primera instancia de justicia, cuando, a veces, es sólo la prueba de lo larvadas que están las instituciones, por simple dejadez de unos y de otros.
Pero, ay, qué miedo, la policía. Raymond Carver no dudó en incluirla en su famoso poema "Miedo" y los hitchcockianos de la sala sabrán bien que era el temor magno del maestro del suspense. El padre de Hitchcock lo llevó cuando era niño a una comisaría. 
- Ahí se los dejo esta noche, para que lo encierren y así se porte bien.
Las reconocibles películas de Alfred encuentran a un hombre huyendo de la policía porque lo han confundido con un criminal. Y, en muchas de ellas, nadie levanta el teléfono para llamar al 911, incluso cuando debieran hacerlo. 
Es la desconfianza ante el peor error: que te tomen por otro y te enchironen. La más seria y triste de Hitchcock en ese sentido se llamó "Falso Culpable" y hablaba de la galvanización de verse atrapado en el proceso debido. Ese proceso debido que se alarga durante años y años de suspicacias y rejas.


La policía viene, no viene, llega demasiado tarde, se equivoca. En algunos barrios marginales, se cuenta que nunca vendrá. Será que la policía no está para westerns o que el presupuesto no alcanza a los desfavorecidos. Como todo en este mundo, que la madera llegue pronto a nuestro socorro también es privilegio.
Además de desconfiar, llega la intimidación. Hasta los más recios se vuelven mariquitas delante de los agentes de manera necesaria, pero es una situación que los policías buscan deliberadamente. Se considera de buen policía que te hagan callar con la señal de un dedo y que el mínimo amago de arrinconarte sirva para hacerte cantar las mañanitas. 
¿Y cuándo no controlan la situación? ¿Cuándo se enfrentan a la nada en la investigación? ¿Cuándo no hay una confesión, no hay ningún testigo o la escena es incapaz de ser descifrada? Pídele a los hombres que hagan el trabajo divino. Pídele al poli que sea como Lilly Rush: que encuentra la brizna de tejido de 1967 y además toca el corazón del culpable, que se lo cuenta todo.
A propósito, leía un artículo sobre el piloto que estampó el avión contra los Alpes, sobre nuestra necesidad de encontrar una explicación a todo lo que sucede y el pasaporte a la locura que implica cuando no la obtenemos. O, peor, cuando sabemos que no la obtendremos jamás. Nunca sabremos lo que pasaba por la cabeza de ese loco en el avión.
Y la policía también se vuelve loca cuando no hay una explicación a lo sucedido. Porque además es su trabajo y su deber encontrarla.


Pídele a la policía que se invente una explicación a lo sucedido, porque, señores, hay que hacer justicia. Hay un debido proceso. La luz giratoria debe ser la antesala de la ciega balanza de la justicia. Y que el policía sea un ángel o un cabrón y esté rodeado de compañeros eficientes, de holgazanes o de criminales vestidos de azul, esa será su suerte. 
Porque, usted, ser individualista podrá, cualquier día de estos, ser confundido o ser incriminado. Usted, que sólo pensaba en su casa, su dinero y su vida, puede darse cuenta que no está solo, que su vida no es del todo suya y que está imbricado en un sistema podrido hasta la raíz, incluso aunque viva de espaldas a él y no salga jamás de su vivienda.
Las búsquedas del culpable que hace la policía son necesariamente eficientes y están fundamentadas en la confesión. Es decir, los culpables, de manera tradicional, lo cuentan. Ya sean interrogados, torturados o se entreguen por propia voluntad. La mierda flota y los que cometen crímenes consideran que la policía es tonta. Y bien deberían saber que no lo es.
El uso de la fuerza y la escalada de torturas en cualquier tipo de comisaría o precinto policial es un archivo imprescindible y candente que encierra cualquier agenda sobre los derechos humanos. Quienes lo ejercen o lo disculpan, dicen que es la manera efectiva de proteger a la sociedad. Es muy escandaloso esto que te cuento, pero el señor Bush Junior lo aplicó durante años a una escala internacional. Retorcer los testículos, sumergir en agua, electrocutar, encerrar, privar de sueño, insultar, vejar, violar, humillar, sacar a la familia a colación o darle las mayores tundas de su vida. Elija la sensación a la que se acoja su distrito más próximo y le diré quién es. 
Como muchas cosas que suceden en las comisarías corruptas, desde el dinero que se pasa bajo cuerda hasta los favores a gente importante, la ley del silencio se impone también en cómo se obtienen las confesiones.
Si los que defienden las torturas - la gente mala no se merece nada, es la retahíla que predican - refrescaran sus nociones sobre medievalismo o, sencillamente, miraran la realidad, sabrían de la cantidad mayúscula de confesiones falsas y errores que se obtienen en ese tipo de atracos violentos a la integridad de los detenidos. Es el camino fácil que cuesta caro. Aún así, se sigue practicando, de espaldas a la opinión pública. 
Esa opinión pública misma que odia a la policía, pero no duda en llamarla, además deseando íntimamente que el agente de servicio sea como Alex Brawley en "Cop Shack on 101".


La persecución de la confesión, cueste lo que cueste, y la obtención del culpable lleva a la necesidad de hacer trampas y de cubrirse unos a otros, bajo la excusa del cumplimiento. Como suele suceder en escenarios de corrupción, la fechoría se jerarquiza, se tramita, se disculpa, se tolera, se gestiona. 
Y la cosa se intensifica ante casos de gran relevancia, donde encontrar al culpable es máxima prioridad. 
¿Y qué me dices cuando el abatido en el suelo es un policía? El Infierno no conoce tanta furia.
El Canal 33, que emite en Cataluña, decidió dar un paso adelante y sacar a la luz un documental titulado "Ciutat Morta", que ha dejado devastado a todo el que lo ha visto. En realidad, es la guinda que faltaba a este pastel de país en el que vivimos, donde las cosas están mal de necesidad.
Como soy un alma sensible, me van a perdonar que no haya visto ese documental ni tenga fuerzas para hacerlo. 
Sólo he leído el caso y ya me dejó por los suelos, pero también con la necesidad y la voluntad de escribir este post.


El documental aborda el martirio de unos muchachos que fueron detenidos, procesados y encarcelados tras un violento altercado donde un policía resultó herido y terminó en coma por el impacto de una maceta. 
Los detenidos clamaron - y claman - su inocencia, pero sufrieron la incriminación sistemática, entre torturas y la pasividad de la justicia. 
Una chica que les ofreció ayuda en el hospital donde los policías los llevaron hechos un zapato después del "interrogatorio" también fue absorbida en la venganza de los agentes. 
El trágico suicidio de la joven durante uno de sus permisos motivó el documental que, aún aplastado por la necesidad de silenciar el caso, ha visto la luz y ha demostrado la idea de que la mierda flota para todo el mundo.


Desafortunadamente, vive usted en un país regido por un gobierno que adora a la policía, porque bien que la necesita de su lado, y se lo perdona todo.
"Ciutat Morta" ha quedado ahí y, probablemente, los chicos no obtendrán la justicia que necesitan, mientras todos los implicados en esa basura reciben indultos y disculpas por sus abusos de poder y otras canalladas semejantes. 
Cuando el documental se exhibió en Canal 33, muchos policías se mofaron abiertamente de él en las redes sociales y me recordó aquel que decía disfrutar de aplacar a los "mugrosos" en las manifestaciones de 2012. 
La policía no es tonta, pero pocas veces demuestra lo contrario. La mala imagen de la policía es la mala imagen de todas las instituciones de este país. Y no se limpia la casa. 
Sólo se dicta la Ley Mordaza, o cómo no se puede hablar de nada de esto. De hecho, no estoy seguro ahora mismo si puedo escribir este post.


Aunque no he visto "Ciutat Morta", sí he encontrado el valor de mirar un clásico del documental, que trata un tema parecido, venido de Yanquilandia. Se llama "La Delgada Línea Azul".
El título hace referencia a la idea de la policía como ese último resquicio que queda justo antes de la anarquía. Proteger y servir.
El documental relata la historia de Randall Adams, que fue condenado a muerte por el asesinato de un policía, sin pruebas concluyentes y con la existencia de otro y más obvio sospechoso. 
Como insinúa la abogada, Randall fue inculpado, porque el verdadero asesino era menor de edad y no lo hubiesen podido freír como un pollo en la silla eléctrica.


"La Delgada Línea Azul" no sólo habla de la torpeza de la policía y de sus expeditivas maneras de interrogar, intimidar y coaccionar, sino también de la connivencia de sus superiores, de los fiscales del distrito, de los jueces y de la opinión pública. El comportamiento de la policía no es sólo disculpado, sino que continúa, cual río, en el restante proceso. La noción del cumplimiento por el cumplimiento lleva a tapar bajo la mesa, cubrirse unos a otros y terminar el día para magistrados, funcionarios y responsables.
Y el culpable debe ser congruente a una idea de culpable. La justicia no es justa, sino estética, en estos casos. 
Piense usted en gente señalada como Dolores Vázquez o Lindy Chamberlain. Tenían cara de asesinas. 
Como sucedió con ellas, la revisión del caso de Randall Adams lo exculpó y, de manera aplaudible a rabiar, el documental tuvo mucho que ver en esa decisión de reapertura.


Ah, del tiempo perdido.
Tengamos cara de asesinos o de cándidas palomas, el debido proceso nos enterrará. No tema usted tanto a la policía como a la burocracia y la lentitud de las administraciones. Las respuestas que no llegan, las reclamaciones que no fluyen. 
El tiempo, el tiempo, el tiempo, que se gasta y desgasta en esa espiral. Ahí está la muerte, ahí continúa la tortura.


Es fácil señalar el dedo contra el policía grasiento, putero y retuercehuevos y culparlo de todos los males y de las injusticias acometidas. Qué me dice usted de la pasividad integral de la sociedad. Es lo que condena a los demás, lo que perpetúa las prácticas habituales de inmoralidad institucionalizada y lo que hace nadie se libre. 
Porque nadie se libra de las luces. De las luces rojas y azules que iluminarán su seguro jardín, antes de que aporreen la puerta y oiga usted lo que aprendimos en televisión:
- ¡Abran la puerta! 
Socorro, policía.

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