viernes, 30 de enero de 2015

Pelocracia


Esta historia del pelo debe comenzar por una peluquería.
Sucedió esta misma tarde. Yo, sin camisa, boca abajo en una camilla, y el tirón de la cera depilatoria. Aaaaay.
- ¿Cómo he llegado hasta aquí? - pensé.
Oh, la pregunta de todo ser humano. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Los pelos también se lo preguntarán al verse adheridos a las pegajosas tiras. En un instante, pasaron de mi epidermis a la basura. Pobres pelos. 
- ¿Cómo he llegado hasta aquí?
Para responder, hay que entender que la historia de mi pelo es la Historia del pelo.
Los seres humanos son animales - y lo demuestran a diario, en su vertiente bestias -, y, en algún lugar de nuestra genética, quedó el revestimiento térmico del vello y el cabello. 
Ni los monos ni los perros tienen conciencia de lo peludos que son. Lo valoran cuando los inviernos son menos inviernos y sufren cuando se llenan de parásitos o cuando el día de calor es insufrible.


Esas angustias también forman parte de las cuitas humanas en torno a los pelos, pero no son las únicas. El pelo es una obsesión íntima, es una muestra de estatus, es un derroche de estética, es algo que se quita, se cae o se voluminiza. Quítame allá esos pelos, pero ponme un moño como Barbara Parkins, por favor.
Desde el cabello hasta el vello púbico, desde los bigotes a los pelos del culo, lo piloso preocupa e inquieta. 
Es también un festín para el sexismo. Si un hombre a se le cae el cabello o tiene demasiado vello, se le disculpará o, a lo sumo, se le llamará descuidado. 
Si una mujer no tiene un pelazo bien peinado y limpio en la cabeza, si se deja crecer algo de vello en alguna otra parte del cuerpo o si tiene un bosque por donde mora Venus, es una cochina y/o una persona de la que reírse. Y si la pobre se queda calva, que se suicide, pero con la peluca puesta.


El pelo es una obsesión para las mujeres y lo ha sido históricamente. 
Cambiarán las estéticas y los valores, pero una mujer de buen cabello y nulo vello es lo que se entiende por una mujer. Y, para que una mujer se convierta paradójicamente en una mujer, debe depilarse o disfrazar las evidencias de que ella también desciende de la mona. Y toma tiras de cera sobre esos cuerpos, que han venido a este mundo a sufrir. Quítame allá esos pelos.
De manera más calmada, el pelo también es quimera para los hombres. De entrada, se perdonan las entradas. Los machotes tienden más a la alopecia, mientras el resto del cuerpo permanece bien provisto. De hecho, los tipos más velludos son los que más se quedan calvos. Lo que no quiere decir que la calvicie preocupe; desde los bisoñés hasta los más peripatéticos peinados, todos tratamos de cubrir el paso del tiempo y lo que el pelo se llevó.
Los hombres son seres de pelo y sólo en épocas recientes se les ha asignado la posibilidad de depilarse o, al menos, recortarse esas pelambreras.


En cierta década ominosa, la publicidad sentenció que tener mucho pelo era cochino y antiestético y, como jovenzuelo de los noventa, yo crecí en una época donde los torsos se reclamaban tersos como el culito de un bebé.
Las barbas y los bigotes también han tenido su Historia. Desde ser signos de virilidad a reliquias del pasado, o simples muestras de desaliño. Afeítese, hombre, que va a una entrevista de trabajo. La cara se llena de espuma y se afila la navaja.
Quíteme esos pelos, sálveme esos otros, así es la vida.
La gente sueña con pelos ajenos, con moños de otras épocas, con ideales de cabello. Por ejemplo, yo siempre he llorado por no tener un pelo como Christian Bale. Para mí, es el mejor pelo de todos los tiempos, porque es generoso, brillante y se peina con una mano.


Pero no todos somos Christian. A los mortales se les riza el pelo, se les carda, se les debilita de puro lacio, se les encrespa, se les llena de grasa o se muere y cae de tristeza. 
Cuando una persona se estresa, el pelo de la cabeza dice adiós. Cuando deja de estresarse, el pelo no vuelve.
El cabello es el oro. Se valora más por su excepción: es más débil, más pasajero y más a la vista de todos. El vello, por el contrario, es lo que nos iguala a los animales, es lo que escondemos bajo la ropa y, a diferencia del cabello, nunca se va. Tiene una resistencia equiparable a las dudas que tienen los humanos sobre él.
¿Es sucio el vello? En épocas de pelocracia, el mundo vuelve a decir que no. El vello siempre fue bello. Para los hombres, claro.


Las evoluciones depilatorias en los hombres y su rápida corrección tienen un ejemplo perfecto en nosotros, los gays y nuestras cuitas estéticas. De los bigotes setenteros a las fotodepilaciones noventeras, cambió el canon. De Tom Selleck a Apolo, el ideal era otro. Muchos no sólo se depilaban todo el cuerpo, sino que también atacaban las cejas con pinzas. Durante cierto tiempo, usted podía identificar la orientación sexual del caballero si le daba un extraño aspecto de Ken alienígena. Generalizando, por supuesto.
A continuación, ha sido al contrario. Si un hombre se depila las cejas, es probablemente heterosexual y/o firme candidato a algún programa televisivo de búsqueda de pareja.
La necesidad de que el hombre también se limpiara de pelo fue un apaño de la industria cosmética para acercarse a un nuevo público a lo largo de la citada década de los noventa y así convertirlo en la pareja perfecta de Barbie.
En esa disyuntiva, crecí yo y creció mi pelo. Qué difícil es la pubertad. Cuando me llené de pelos, cuánto sufrí, cuántas dudas, cuánta aflicción.
En aquellos tiempos, no me gustaba el pelo en los hombres. 
Sí desarrollé cierta atracción por los sobacos peludos y cuando un caballero subía el brazo y enseñaba la poblada axila, es probable que guardase bien la imagen en mi memoria para acompañar la próxima paja.


Pero el pelo en el pecho me parecía un espanto, quizá porque la publicidad jamás lo contaba.
Cuando a mí me salió el vello corporal a los quince años, estuve pensando seriamente en afeitármelo todo. No fue el único sitio. Los huevos ya eran un jardín piloso, de entre los sobacos asomaban sus vecinos y ya llevaba dos años afeitándome el bigote.
Lo peor fue el momento Cronenberg que paso a describir.
Tras un día de mucho sol y quemadura en un parque acuático, quedaron como testigos unas manchas a la altura del hombro izquierdo. 
Tintada la piel, comenzó a salir pelo de ahí también. ¿Hombros peludos? ¡Horror, horror! ¿Qué diría la gente? 
Me afeité esos pelos del hombro y me crecieron más, fuertes, duros, como cañones. Esos pelos, que hasta en estas épocas pelocráticas, no se ven en ningún sitio. Hablo de los pelos de la espalda, los pelos de los hombros. 
Y, desde el día en que quise matar a esos pelos y vinieron sus primos a cobrarse la venganza, yo también me tumbo en la mesa depilatoria y la cera, año tras año, los debilita, los aplaza. 
Porque, sí, yo tengo pelo en todas las partes del cuerpo.


El primer pelo en el pecho que me gustó no salió en la televisión, sino que se divisaba en mi clase del instituto. 
Era un chaval que tenía quince años y andaba hecho un hombre de tan peludo. Estaba buenísimo y el modo en que se le asomaban los pelos por la camiseta fue la manera en que me enamoré de los hombres muy velludos. 
De no gustarme, pasaron a encantarme y a olvidar que alguna vez no me deleitó su simple visión.


La hirsutofilia, o amor por los cuerpos peludos, se encuentra registrada como fijación en Wikipedia. La cosa hirsuta llama al sexo, porque allá donde hay pelo, hay mucho olor, y, claro, como una moto todo el personal. También, de manera estética, da la imagen de un hombre muy machote, que además ha superado esa década horrible de los noventa y se acepta tal y como es. Cuenta el proverbio que aceptarse es sexy.
Yo, que he sido un hirsutófilo tanto tiempo como he sido cinéfilo, no sabía si los pelos y mis pelos gustaban a los demás.
He oído a muchas mujeres repugnarse por el vello de los tíos y a una amiga he visto con pinzas depilándole los cuatros pelos del pecho a su novio. Estuve a punto de denunciarla por criminal, pero, en cambio, dejé que hiciera lo propio con mis pelitos del hombro.
Para gustos, hay mujeres con buen gusto y me consta que a la mayoría les gusta un torso peludo más que comer con los dedos.


Sucede igual con los gays que pasamos de Apolo a Ben Cohen y de ahí no nos movemos. Cuanto más vello y más aspecto de mono, mejor. En realidad, era un secreto que ahora se ha descubierto: nos gustan los hombres, no las estatuas neoclásicas.
El aspecto más unánimemente admirado por mis compañeros de cama ha sido mi pelo en el pecho. Un caballerete me registró en su móvil bajo el nombre de "Jose Pelitos" y otro, cuando me quité la camiseta, dijo:
- Eres como un regalo de Reyes.
Más tarde, se mostró dubitativo de un modo sublime, cuando me dijo:
- Ay, no sé si correrme en tu barba o en tu pecho.
El pelo abundante da morbo y caché. Si tienes en el pecho, llámame, porque ya me gustas.
Las barbas también han adquirido mucho predicamento en los últimos años y está muy de moda lucirlas, a lo salvaje o bien recortadas. 
Tono vikingo, llamada de la selva o manera de ocultar que no eres muy guapo.


La industria estética da pasos hacia los pelos y algunos hacia atrás. Todavía el exceso es considerado una cosa fea por algunos mierderos y a los tipos muy velludos suelen hacerles esos trimmings, que, a veces, son un poco criminales. 
Otros se depilan para que se note más la definición de sus músculos, y cuando la cosa se quiere familiar, limpia o bajo un extraño concepto de star-system, vuelven las cabronas epiladys.
La erotización colectiva sigue siendo tan machista que piensa que, para que un hombre resulte sexy y bello, la respuesta es feminizarlo, hacerlo bonito, quitarle el aspecto de mono.  


Ay, la pelocracia, qué gran invento. 
Esta tarde yacía reposado sobre la camilla de la peluquería para el ritual periódico de la depilación de la espalda y los hombros. En realidad, no sé por qué lo hago. 
Será porque, pese a que soy el más hursitófilo, también temo a los excesos y a esos pelos de atrás que nunca salen en las películas o porque todavía tengo el temor lejano de la pubertad remota. Oh, ¿qué pensará la gente? Ah, ¿qué pensarán ellos?


Muchas depiladoras de mi vida me han recomendado la luz pulsada para eliminarlos por completo y ahorrarme la cera, esa cuyo dolor equivale en ocasiones a sacar en un segundo un montón de cuchillos que no sabía tenía clavado.
- Así se te van del todo, hombre, y no tienes que andar con este sufrimiento.
De algún modo, no quiero que se vayan del todo. Quizá porque me definen de un modo íntimo. Era lo que me acomplejaba, lo que resolví con una primera tarde en la peluquería y lo que, al final, da igual. Voy cuando me acuerdo, por tradición. Y me aferro a ellos porque son yo. Porque espero el día en que otro caballero los bese y diga: me gustan, no te los quites más, me correré sobre ellos.
El vello es bello, sí, mide el calor que tenemos y el amor que buscamos.
Quíteme esos pelos, sálveme esos otros, así es la vida.

martes, 27 de enero de 2015

Yo y El Guionista


Por lógica cartesiana, ahora tendría que estar escribiendo la prometida novela, esa que arrase con los corazones del mundo, pero, por ilógica montezca, me he refugiado en mi otra pasión: historiar mi existencia y la de los demás. 
Otro día más, entre recuerdos y archiveros encontrados en armarios, he hallado un tesoro de tesoros: números antiguos de la revista Fotogramas. De mediados de los noventa, nada menos.
Todavía con una presencia estimable en kioscos, la revista Fotogramas es la más antigua de las publicaciones periódicas sobre el audiovisual en España y su primer número conoció una fecha tan remota y significativa como 1946. 
Sin embargo, su éxito se aceleró hacia finales de los ochenta cuando empezó a revelarse como un trasunto de la internacional Premiere, ese magazine que combinaba la comercialidad de los últimos estrenos con retrospectivas cinéfilas y mucha erudición.


Revisando esos noventeros Fotogramas, comprendo el amor que le tenía a esa revista que me inició al cine. Indicaba donde estaba el buen camino y todo aquello que dije el otro día sobre la creación del buen gusto. 
Fotogramas era una buena brújula. Imperfecta, sí, vendida al bombo de algún que otro éxito cantamañesco, también, pero la mezcla heredada de Premiere era perfecta. Fotogramas era entonces una revista ideal de cine.
Lo mejor eran las generosas columnas de Mr. Belvedere y El Sobrino, enigmáticos críticos que respondían bajo seudónimo a la correspondencia de los lectores. Tenían mucho sentido del humor y se complementaban de manera deliciosa. 
Era una gozada leerlos y ha sido el doble de placentero volver a esas líneas, algunas grabadas en la memoria por aquello de la iniciación.
Al parecer eran Jaume Figueras y Daniel Monzón quienes se ocultaban bajo los seudónimos. Figueras sustituía al original Mister Belvedere: José Luis Guarner, fallecido y muy llorado por los tiempos en que empecé a comprar Fotogramas.
Más que esas columnas, lo que yo devoraba con un ansia canina eran las minicríticas de Jaume Genover sobre las películas que emitía Televisión Española. Eran mi credo. Ahora las leo y no me gustan demasiado, además de que comparto poco más de la mitad de sus opiniones, pero, sin duda, El Tercer Secreto no sería nada sin esa escuela oficiosa de comentario preciso.
De manera lamentable, las columnas de Belvedere y El Sobrino fueron reduciendo su presencia en la revista, mientras las críticas de Genover desaparecieron por completo.
Fotogramas primaba su lado de escaparate, de grandes titulares, mermando poco a poco sus rincones especiales. 
Creo que la seguí comprando hasta 2006, pero dejé de leerla muchísimos años antes. No sé cómo andará ahora, aunque cualquier publicación escrita cuenta con la desventaja de los nuevos tiempos, rápidos e inmisericordes. 
Antes era la Biblia, ahora lo sabemos todo antes que ellos.


Podría hablar de aquellos tiempos prepúberes de 1994, del arrobo cuando veía una foto mínimamente erótica o de que no conocía a nadie más que comprase esa revista. 
Pero hoy prefiero hacer Historia. Han pasado veinte años para Hollywood, para España y para mí.
La revista es un panorama de muchas cosas que dejamos atrás. El laser-disc, los anuncios de tabaco, llamar buena actriz a Winona Ryder. 
En pequeñas notas, hablan de "la red Internet". Y, de manera pionera, anuncian su primera página web en un número de 1996.
Todas esas revistas me han dado una buena imagen de los noventa, una década que, a pesar de todos los testimonios documentales, está menos estudiada y entendida que la Edad Media. 
En realidad, se la recuerda recapitulativa y descafeinada. Sin duda, lo era. También fue una ideal cerradura para el siglo XX, porque se acrecentó la obsesión magna de la centuria. Es decir, la incensante búsqueda de la celebridad.
Con el asomo de Internet, la proliferación de CD-Roms y la puesta a flote de una constelada comunidad de cinéfilos, se vislumbra que, ante todo, fue una época decisiva para la historia de la comunicación. 
Pero no para el cine.
Recordamos grandes películas de los noventa, pero un vistazo a esos Fotogramas resulta estremecedor, en el sentido de la cantidad ingente de títulos que se estrenaron con mucha expectación y, triunfaran o fracasaran, se han borrado de la memoria por completo. 


Yo, que soy una Espasa andante, me he sobresaltado en más de una ocasión: "Coño, ¿y esta película? ¿Por qué nunca más se habló de ella ni se pasó por la tele ni se reivindicó?".
Si nos retrotraemos a esos años, pareciera una broma pesada que "Dos Tontos Muy Tontos" quedara más en el imaginario colectivo que "Quiz Show", aunque también resulta hoy de justicia divina que aquella pequeña "Antes del Amanecer" sea un clásico y nadie se acuerde de la hiperpromocionada "Un Paseo Por Las Nubes". 
Y cualquiera sonríe con deliciosa maldad ante el hecho de que "Showgirls" levante pasiones y "Pena de Muerte" resulte una cosa muy, muy lejana.


En el caso del cine español, mi estremecimiento es doble y hasta triple. Esos mediados de los noventa se rememoran como una breve era de esplendor. 
El boom, como todos los booms, es bastante supuesto, efímero y muy relativo. Y se dilucida al contemplar que la práctica totalidad de las películas estrenadas en esos años están olvidadas. 
El alud de producción del cine español de esos años puede echarse de menos hoy con toda justicia, pero, a ojos sabios, era disparatado y desproporcionado.
En una de sus columnas, la revista Fotogramas publica la lista de unos guiones subvencionados por el ICAA. Ninguno de esa lista llegó a producirse jamás.
Así mismo, el magazine informa de rodajes de muchos títulos que no vieron ni la luz de un estreno.
Otras películas, protagonizadas por actores y actrices que saltaban de rodaje a rodaje  - María Barranco llegó a intervenir en siete películas en un año - tenían unos resultados de taquilla inexistentes y, aún así, el ritmo de producción continuaba.
La revista celebraba los éxitos - "El Día de la Bestia" o los Almodóvar, por ejemplo - y perdonaba los fracasos, pero, a propósito de éstos, también sus columnistas se atrevían a incidir levemente en la clamorosa ausencia de un mínimo estudio de mercado.
La insensata metralleta de producción, que devenía de la pervertida cultura de la subvención, encuentra su espejo en las fotos de los saraos de las celebrities patrias que, por entonces, sencillamente, no paraban. Galas, presentaciones, estrenos, fiestas, aniversarios. 
He ahí una buena imagen de la cultura del pelotazo, disfrazada de renacer del cine español.


Por entonces, era un paraíso dorado de desarrollo económico, orgullo cultureta e infinitas posibilidades y resulta entrañable que la revista denuncie las primeras intentonas políticas de barrer los privilegios. 
En cuestión de veinte años, ese sistema de producción ha desaparecido. Se ha llevado lo malo y lo perverso, pero también la posibilidad de lo bueno. A pesar de que ese boom fuera tan relativo, es innegable que proporcionó más de una joya para el recuerdo.   
Estos Fotogramas que he revisado, entre la nostalgia y la intriga, informaban del anuncio de un rodaje decisivo para todos - "Tesis", de Alejandro Amenábar - y una edificación importante para otros tantos, incluido servidor: el regreso de la Escuela de Cine.
Con respecto a "Tesis", diremos que no sólo inició la carrera de Amenábar, sino que puso de moda otra carrera. Parte de la película está rodada en la Facultad de Comunicación Audiovisual de la Comunidad de Madrid. 
Tras la notoriedad que adquirió "Tesis", Comunicación Audiovisual se convirtió en una de las carreras más demandadas y codiciadas por toda una generación, que veían en ella el sueño del siglo XX. Celebridad, siempre celebridad.
Años después, Comunicación Audiovisual adquiría la reputación de ser la carrera perfecta para dar un billete directo a la cola del paro hasta al más entusiasta de sus alumnos.


La Escuela de Cine de Madrid (ECAM), por el contrario, era la Tierra Prometida. Era más difícil de entrar en ella, más cara y más nutrida de profesionales. Era más posible que nos colocase allí donde todos queríamos estar.
En el momento de su fundación, se llenó de caras conocidas como profesores, aunque los que anduvieron por sus pasillos con mayor permanencia eran los mismos señores que hablaban por entonces en las tertulias de "Qué Grande Es El Cine". 
Su director - también comentarista para los debates de Garci - era Fernando Méndez-Leite, por entonces de buen año con su fina adaptación de "La Regenta" para televisión, protagonizada por la actriz española de moda: Aitana Sánchez-Gijón.


Cuando yo veía a Aitana en el Festival de San Sebastián, tendría unos catorce años y soñaba con andar por ese sitio lleno de cine y de promesas de celebridad, dulce celebridad. 
La Sánchez-Gijón decía en Fotogramas que su película favorita era "¿Qué Fue de Baby Jane?" y yo, que la había comprado por 1.495 pesetas y la había visto casi el mismo número de veces, no podía estar más de acuerdo.  
Pasaron los años. Ni Aitana ni Winona estuvieron a la altura de las grandes esperanzas. Muchas cosas se desvanecieron, otras permanecen. Volver a ver esas revistas es saber del misterio que tiene la vida, en general y el negocio del espectáculo, en particular. 
Pasaron los años, pasaron diez años.
Cuando terminaba la carrera de Historia, allá por 2003, me descargué un programa que prometía el Trivial Pursuit. 
Se llamaba TrivialNet y, a la vez, tenía un chat para hablar con los otros jugadores. 
Yo entré en el Canal Cine, por supuesto. Estuve a punto de borrar el programa, porque no me gustó la idea del chat. Al final, no lo hice.
TrivialNet me cambió la vida.
Conocí a mucha gente, algunos que aún considero amigos y más de una que todavía lee estas líneas, todos los que supieron de Josito21 antes que fuera Josito Montez. En ese chat, hubo peleas, reconciliaciones, amistades, enemistades y más de un lío amoroso. Era un manicomio divertídisimo.
Para lo que hoy me ocupa, diré que también entraban un par de tipos que habían estudiado en la ECAM, esa de la que informaban mis viejos Fotogramas en artículos que nunca leí. Yo no tenía mucha idea de esa escuela. Ni mucho menos de que, en cuestión de un año, estaría delante de Fernando Méndez-Leite.
Mis intenciones pasaban por estudiar Periodismo después de Historia, pero la ECAM era irme de Canarias, era la aventura, era el cine, era el sueño de Aitana Sánchez-Gijón en Donostia. Y, oh, guionista, estudiar Guión. Sólo 12 plazas, pero la posibilidad de escribir películas. 
El sueño era puro atolondre juvenil y la ejecución, más todavía, pero lo dicho: en cuestión de un año, llegué a la ECAM, hice las pruebas y cuando, en la entrevista de acceso, le dije a Méndez-Leite que no soportaba a Julio Medem, el señor puso una mirada como quien me coloca una metafórica alfombra roja para que entrase en sus dominios.
- ¿Escribes? ¿Existe el hábito de escribir? - me había preguntado otro de los entrevistadores.
- Sí - mentí. 
Mi único hábito verdadero por entonces era ver películas viejas y grabarlas, aunque no dudo de que siempre fui hábil con la escritura. Quiero creer que por eso entré en la ECAM.


Cuando yo estudié en esa loca, bendita Escuela, se cumplían diez años de su inauguración y, en muchos aspectos, se intuía la lenta caída hacia el desastre. 
El cine español estaba muy mermado y se hipotecaba a sus directores estrella, mientras había otros que seguían produciendo películas sin tener el más mínimo éxito, ni comercial ni crítico, pero a través del favor de las subvenciones.
Se nos prometió que la especialidad de Guión formaba bien y solía colocar a muchos ex alumnos en series de televisión, lugar donde había más trabajo y continuidad. El cine era más complicado, porque los directores solían escribir sus propias películas y/o ser completamente inaguantables para ingerencias. 
De todos modos, era difícil.
- Encontrar el primer trabajo costará. Conseguir el segundo, casi imposible.
Algunos de nuestros profesores pertenecían a las primeras promociones de la Escuela. Eran guionistas televisivos, intachables profesionales, pero con ese tono de grisura, impersonalidad y conformidad que rodea al desgremiado gremio. Se quejan mucho, no soportan críticas y así se hace lo que se hace, aunque no dudo de que me enseñaron buenas lecciones.
En cualquier caso, el futuro no era lo que decían, ni según agoreros ni según optimistas. 
En la ECAM, pasé los mejores y más divertidos años de mi época estudiantil, pero ni había trabajo para todos ni la formación era demasiado adecuada para lo siguiente. En ese sentido, era pura Universidad. 
Si me atengo a un nivel estrictamente creativo, adoro la ECAM, porque me espoleó a escribir todos los días y a buscar una personalidad artística. Si hablo de asuntos económico-laborales, jojó. 
Cuando estuve en la ECAM, ya no era la infranqueable Ciudad Esmeralda de antaño, esa a la que se presentaba media juventud para emular a Aménabar. Otras escuelas habían surgido, más baratas, que le hacía la competencia.
Pero aún tenía vida, esa que no encontré el día que volví a ella, muchos años después, cuando lo de ser guionista era sólo una respuesta socorrida cuando me preguntaban por mi profesión.
Con la crisis, no sólo se agravó la situación del cine español y se cerraron las puertas a los profesionales alevines, sino que la Escuela no volvía a ser la misma. Sólo una sombra sostenida. Ya no estaban los emblemáticos. Ni Méndez-Leite, ni Marisol Carnicero, ni Patricia Viada, ni Manolo Matji ni, ay, qué pena, Juan Miguel Lamet.
También había desaparecido la ECAM de mis amistades. Salvo honrosas excepciones, muchos compañeros demostraron ser muy poco compañerosos y muchos amigos, muy poco amigosos. En cualquier caso, no ha existido una mayor concentración de locos de atar que los que conocí en esa Escuela. No, el Trivialnet la supera.
Oh, tortuosa nostalgia. Al menos, se cumplió un sueño: encontrarme con gente que sabía de la revista Fotogramas.
- ¿Y a qué te dedicas? - así  me preguntaban los chicos que conocía en Chueca, mientras yo me entregaba al desenfreno, me olvidaba de mi inactividad, aplazaba mis mentirosos proyectos.
- Solía ser guionista. 
El pasado de la frase sonaba a un tiempo cada vez más vetusto. Pasaban los años y dolía más decirlo. Pasan los años y duele. Porque no es cierto, porque habla de cosas transcurridas, aún no cambiada por otras.


Sólo he trabajado en una ocasión como guionista. 
Sucedió el último año en la Escuela, cuando necesitaron un guionista alevín y poco exigente para reescribir desde Madrid una serie horrenda que esperaban emitir en la Televisión Canaria y cumplir con unas subvenciones otorgadas antes de las elecciones. 
Fue también mi primer trabajo, donde me explotaron a conciencia y lo abandoné casi al final, indignado con el trato del jefe hacia mí. Quizá ahora no lo hubiese dejado así, pero era bastante niño por entonces. No sé, todavía no tengo una opinión clara sobre si hice mal o bien. 
Tengo un problema serio con el respeto a la autoridad, especialmente si esa autoridad es muy tonta. Sí, la llevo clara y/o así resumo las escasas ganas que he tenido de trabajar en esta vida mía.
Después de esa primera experiencia, se me prometían más cosas, pero llegó la crisis del sector, previa al colapso general. Se dejaron de producir tantas series y yo no supe muy bien qué hacer. Supongo que me quedé rascado con la serie canaria y, de portarme tan bien y estudiar tanto durante años, me entregué a las noches de desvelo y al folleteo. 
Si escribiese unas líneas de guión sobre aquellos años serían:

1. INT. DÍA. CASA DE JOSITO. SALÓN

JOSITO ve series. JOSITO se va de fiesta.

Oh, cuánto tiempo sin escribir un Interior Día y una columna de acción. A lo largo del camino, no sólo restó la sensación de no conseguirlo, sino la verdad de no quererlo. 
Siempre dije que trabajar en una serie nacional no me llevaría a "Mad Men", sino a otra serie nacional y así sucesivamente. Quizá nunca quise ser guionista. Y, en realidad, no quiero, porque no me gusta la profesión. 
Recuerdo una señorita que quiso hacerme daño de un modo muy pueril espetándome: "Ibas para guionista y te quedarás en bloguero". Casi me despatarro de la risa. Le puedo asegurar que ser bloguero es muchísimo más gratificante y creativo que dedicarse al guionismo, cuya única - aunque decisiva - ventaja es la económica cobranza.


Jamás renegaré de los años en que he escrito posts y no diálogos, porque he aprendido a escribir y me he ganado un público, dos asuntos que jamás se consiguen detrás de un libreto, a no ser que te llames Charlie Kaufman. 
Ser guionista siempre ha sido una cosa muy complicada y ahora es una utopía. 
A propósito, en la Escuela de Cine, tuve la suerte de recibir una charla de un invitado de excepción: Rafael Azcona.
El gran guionista del cine español, pluma detrás de clásicas comedias negras como "El Pisito" o "El Verdugo", nos contó muchas cosas con su legendario sentido del humor. Y dijo algo que suscitó muchas risas.
- El guionista es un escritor frustrado. Nadie quiere ser guionista. ¿Se imaginan? Una madre le pregunta a su hijo: "¿Qué quieres ser de mayor?" Y el niño contesta: "¡Guionista!".


Azcona hablaba, en todo caso, de otra generación. Nuestra época siempre ha querido ser más guionista que prosista, porque piensa en imágenes y tiene una cultura íntegramente audiovisual. Crecimos en la era de la celebridad, la dulce celebridad, que no es más que imágenes disparadas con convicción. 
Y yo, ¿qué quiero ser de mayor? La prosa siempre me ha parecido más liberadora y con más infinitas posibilidades que esa constreñida y técnica redacción de los guiones, donde impera lo que no se puede hacer. 
Creo también que la dicha prosa se me da infinitamente mejor y es más posible progresar a diario. 
- ¿Escribes? ¿Existe ese hábito de escribir?
- Sí - digo y ya no miento.
Creo que no contestaré nunca más que soy guionista ni que solía serlo. 
Nunca lo fui, quizá porque no pude, porque me equivoqué, porque me dejé dormir en los laureles, porque tomé malas decisiones o porque todo lo que requiera un esfuerzo me implica el temblor de la inseguridad y el bostezo de la procrastinación. 
Sí, tal vez digo que no quiero ser guionista porque tengo que disculpar mi pereza, relativizar la mala suerte, conciliar el sueño.
Dormiré esta noche pensando en la respuesta de qué quiero ser mayor. Dormiré con la ilusión de que me espera algo mejor, algo más grande y de que tengo el talento para alcanzarlo
Dormiré, entre viejos ejemplares de Fotogramas, pensando que dos décadas no han pasado en vano, que no es demasiado tarde, que puedo empezar otra vez, como si tuviera catorce años, como si tuviera veintiuno, como si fuera capaz de llegar hasta los cien.
Dormiré esta noche con la lógica cartesiana de las primeras palabras de una novela, esas que vendrán mañana o no llegarán nunca. 
Dormiré con la verdad de que todo me hizo más fuerte, mejor, de que no me arrepiento, de que el esplendor estuvo en el propio viaje.
Y, si no despierto mañana, me iré con la alegría de que hoy puse por escrito que, más que nada, deseaba conocer el siguiente episodio de esta vida mía.


lunes, 26 de enero de 2015

Harry Judd


El baterista de McFly, grupo pop de cierta relevancia en latitudes británicas, Harry Judd ha protagonizado una historia de maromización, progresiva e imparable, a fuerza de buenos consejos y citas puntuales con el gimnasio.
Cuando apareció frecuentemente descamisado en "Strictly Come Dancing", programa de celebrities bailando, Harry robó el corazón de la audiencia con su juventud y su pechito bien marcado. Ganó el concurso y la revista gay Attitude lo consagraba entonces como uno de sus musos.
Del mismo modo que Ben Cohen o Nick Youngquest, el bello Judd ahora es más conocido por enseñar su apetitoso cuerpecito antes que por su profesión oficial.
Él parece encantado con su atractivo de "aliado hetero" y se le denota exhibicionista en Instagram, suscitando likes y suspiros, que aumentan cuando se deja crecer el pelo en el pecho o el día que nos enseña el culete.
Yo vivo agotado de tanto hiperventilar con las instantáneas de Harry, pero, masoquista de mí, sólo quiero más Judd. 














Ya sé lo que quiero de regalo para mi próximo cumpleaños.

sábado, 24 de enero de 2015

Su Majestad, Norma Shearer


La reina de la Metro Goldwyn Mayer, el amor del último magnate, la nobleza obliga de las mujeres en pantalla, de nombre Norma Shearer, inclasificable belleza y ambición de acero, o aquella que vivía y existía destinada a ser una de las leyendas de Hollywood.
Y, pese a conseguirlo, Norma ha vivido injustamente olvidada y fatalmente mal entendida en tantas evocaciones sobre el cine clásico. 
La exhaustiva revisión de su carrera ha sorprendido hasta las feministas que la tenían por la buenecita de los años treinta y, de repente, se ha descubierto que interpretó más de un papel, más de una mujer. Para sorpresa de todos, había más que una Shearer.


La reputación de Norma Shearer también ha estado mediada por su ventajoso matrimonio con Irving Thalberg, el gran productor de la Metro. 
Su archienemiga en el estudio, Joan Crawford, decía que era imposible competir contra Norma porque, al fin y al cabo, se acostaba con el jefe. Que la carrera de la Shearer terminase pocos años después que Thalberg la enviudara también ha elevado muchas cejas de suspicacia.
Pauline Kael la detestaba. "Nunca fue muy actriz", escribió, entre otros dardos. 
Y, aún así, si uno caza una película de madrugada donde aparezca la mirada de Norma Shearer, es difícil esquivarla. 
Norma seguía al público con esos ojos estrábicos, extraños, y esa voz emocional, que se rompía en lágrimas cuando descubría algo por lo que descorazonarse. Y es tan rara, tan única. 
Jean-Luc Godard la define como una de las mujeres más bellas de la Historia, mientras los fans del cine clásico no se ponen de acuerdo en cómo definir su atractivo. Hay quien la llama bizca, hay quien está de acuerdo con Godard.


Durante la década de los treinta, Norma fue un espejo para muchas mujeres; cómo tenían que comportarse, a qué debían aspirar y lo que habrían de esperar de los hombres. Fue también un icono de independencia, valentía y bondad. En las bambalinas, una inquieta negociante, una gran insegura, una suprema dudosa. 
Como actriz, quizá no era la mejor, pero sí se confirmaba como una de esas presencias cinematográficas que hipnotizan. Y en un par de ocasiones, se las dice extraordinaria.
Ese y ningún otro fue el secreto de Norma Shearer.


Privilegios tuvo al nacer en las frías latitudes de Quebec, donde nació, hija de un constructor y una excéntrica artista, de quien se rumoreaba era adicta a la heroína y la infidelidad conyugal. Su padre se decía con problemas psiquiátricos, que quedaron en poca cosa cuando la empresa que los sostenía se fue a pique.
La madre hizo las maletas y se presentó con sus tres hijos en Nueva York. Norma, siempre en primera fila, cambió el piano por la escena, las zapatillas de ballet por la declamación.
Acudió a una prueba para las Ziegfeld Follies y le dieron un rotundo no. La distrayente sombra que proyectaban sus irregulares ojos fue el motivo principal de los rechazos que Norma tendría en multitud de castings en los primeros años de lucha.
De extra en las películas, se acercó al venerable D.W. Griffith con su habitual arrojo y presentó ante el director sus intenciones de sobresalir. Griffith miró sus ojos y desaprobó tanto el azul intenso como la sombra de marras. "Lo siento", le aseguró.
Norma Shearer se las arregló para convertir portazos en nuevas afirmaciones, mientras se gastaba los ahorros en un oculista, famoso por arreglar estrabismos.
Entre sus pequeños trabajos como modelo y la primera prueba de importancia para un gran estudio, Norma consiguió un contrato con la Metro. Sin importancia, sin tratamiento de estrella. Ella, de nuevo, lo apostó todo y compró un billete para Los Ángeles.
Durante la década de los veinte, se esculpió la Norma Shearer cinematográfica. 
Contra todo pronóstico y pese a su crónico fastidio en torno a los materiales dramáticos que recibía, su popularidad creció a un ritmo considerable. 
Al final de la década, hacía ganar dinero a la productora. Por entonces, ya era quien quería ser.


A lo largo de ese tiempo, no era raro encontrarse a Norma en el despacho de Irving Thalberg, bien protestando por una nueva película, bien recibiendo el apoyo del joven productor. 
De figura de autoridad a la que apelar se convirtió en el mentor de su carrera. Y, en el camino, ese hombre de imponente presencia, escaso atractivo y temprana madurez ocupó todos los pensamientos de Norma Shearer.
"Creo que me estoy enamorando", le dijo a su familia durante unas vacaciones.
Él era la cabeza pensante de la Metro Goldwyn-Mayer, un señor hecho para las películas, que no paraba de idear nuevos proyectos y cuya magnífica obsesión era aunar la calidad con el favor del público. A su tutela, todos los artistas de la Metro se hicieron importantes. 
A Norma, además, le colocó el anillo. Se casaron en 1927 y, sí, fue la boda del año. 


Una semana después, se estrenaba la primera película sonora y Hollywood se tambaleaba.
La voz de Norma Shearer fue asesorada por su propio hermano, el sonidista Douglas Shearer, indispensable figura en la creación del cine sonoro. 
Entre tanto mimo y su grave y envolvente voz, de dicción canadiense, Norma transitó sin problemas a los talkies


Le había prometido a Thalberg que seguiría en el cine, pero la condición era evitar la conformidad. 
Cansada de los papeles de dama intachable, su objeto de deseo se llamó "La Divorciada".
Era una película para Joan Crawford y hasta Irving Thalberg dudaba de que su mujer pudiese convencer como la mujer que, con el corazón roto, se entrega al adulterio, la fiesta y la promiscuidad. Norma se alió con un fotógrafo para que la capturara sugerente y bien vestida con unos estilismos diseñados por Adrian, modista de cabecera.  
Así, se hizo con el papel de la compleja protagonista de "La Divorciada", emblemático drama de los tiempos anteriores a la regulación del Código Hays. 
Era un papel que rompía con su beatífica imagen pero, a la vez, realzaba su conmovedora vulnerabilidad.


Norma está espléndida en "La Divorciada" y así lo consideró la Academia, que la galardonó con un Oscar. 
Y, sí, Joan Crawford jamás le perdonó la jugada.


Tras el éxito de "La Divorciada", Norma siguió arriesgándose en otros dramas de enjundia Pre-Code. Entre ellos, otro muy relevante llamado "Un Alma Libre", donde interpretaba a la libertina que se involucra con un mafioso defendido por su padre. 


Tras el fortalecimiento del Código Hays, Norma Shearer prefirió dilatar sus intervenciones cinematográficas con la luz de que la calidad siempre es esporádica. 
Las más fastuosas producciones de su marido se reservaron a ella y, desde entonces, estuvieron muy asociadas con los personajes célebres. 


Aunque pasaba de la treintena, Norma se hizo con el papel de Julieta en la adaptación Metro de la tragedia de Shakespeare. 
Romeo era un cuarentón Leslie Howard y la escasa convicción que, de entrada, tenía tanto la película como la edad de los actores se suplió de algún modo con la habilidad de George Cukor. En cualquier caso, fue el primer fracaso comercial de aquellos gloriosos años treinta para Norma e Irving y también la última película que pudieron supervisar juntos.
De un infarto, Irving Thalberg, el más joven de los reyes, moría a los treinta y siete años. 
Hollywood nunca fue el mismo. Norma, tampoco. 
La leyenda de uno de los padres fundacionales del cine norteamericano, el mismo que mimó a Garbo, Gable y Harlow, quedó emplazada a la memoria. Quedó emplazada a la novela inacabada de Scott Fitzgerald, el mismo que lo llamó "El Último Magnate".


Realeza suprema para la Metro Goldwyn-Mayer. Al año siguiente, se convertía en un Versalles más grande que el mismo Versalles y Norma Shearer aparecía como la reina descabezada de Francia.
Obligada a continuar en el estudio, Norma reclamaba una participación en los beneficios, un paquete de acciones y el protagonismo del proyecto soñado por Thalberg, pendiente tras su muerte.


Se gastó dinero a espuertas en la recreación de la Francia prerrevolucionaria, se suplicó a la Fox que cediese a Tyrone Power y no hubo pocas pelucas para convertir a Norma en "María Antonieta".
La película fue muy popular, pero se dijo incapaz de recuperar su desorbitado presupuesto. Hoy permanece como una fascinante insensatez, cetro para una actriz y un modo de producción que, benditos fueran, no temían al exceso.
Por entonces, se comentaba que Norma Shearer había perdido interés en su carrera cinematográfica y era cierto. 
La crianza de sus dos hijos y las labores empresariales se le hacían difícilmente compatibles, mientras su figura había entrado en una inevitable recesión en los gustos del público.


Se interesó por la comedia en "Idiot's Delight", junto a Clark Gable, pero el resultado fue otra decepción y su interpretación, un festín para sus detractores. 
Joan Crawford aseguró que ese era un papel más que perdía en favor de la reina.


Tal vez oídas las ganas de guerra que tenía la Crawford, se preparó el encuentro decisivo entre las dos divas de la Metro. 
Sólo George Cukor podía dirigir ese duelo y sólo "Mujeres" podía ser el título.
Quizá la película de Norma Shearer que más frescura conserva, es esa comedia inmortal donde los hombres no aparecen sino en los diálogos de las féminas, enzarzadas en peleas, cotilleos y confesiones.


Joan Crawford es la súper bitch que le roba el marido a Norma Shearer y ésta sufre mucho desde que se entera, en el camino hacia Reno y hasta que decide pintarse las uñas de rojo jungla. 
Es difícil saber quién está mejor en ese desfile de niñas de Hollywood en integral lucimiento, pero Norma brilla en su especialidad de mujer noble y confiada, que debe pugnar su modernidad con la fuerza de sus sentimientos. 
Aunque sin atreverse a lo que hacía "La Divorciada", su Mary Haines de "Mujeres" es la interpretación clave para conocerla.


En el rodaje, Joan se portó con la esperada maldad en su escena con Norma, y Cukor capeó el temporal.
Norma, no obstante, estaba con un pie en la puerta por propia iniciativa. 
Su última película, "Her Cardboard Lover", se estrenó en 1942, también bajo las órdenes de Cukor, aunque los resultados fueron un desastre inmitigable. 
Norma Shearer se retiraba sin declaración oficial, pese a que quizá sabía que no volvería. "¡Mejor que no te vean después de cumplir los treinta y cinco!", aseguró.
Bien acomodada en su mansión de Hollywood, las noticias de Norma fueron esporádicas a partir de entonces y los objetivos de las cámaras estaban bien adiestrados para evitarla por deseo expreso.
En 1948, se casaba con Martin Arrougé, instructor de esquí, mucho más joven que ella.


Aunque celosa de su imagen pública, no dejó de interesarse por lo que ocurría en el cine y se la cuenta como la descubridora oficial de Janet Leigh y Robert Evans.
A veces, se la veía en algún sarao, saludando a sus viejas némesis, ejercitando sonrisa y proyectando esa mirada tan especial que Griffith había reprobado.


Contra todo pronóstico, triunfó y pudo contarlo.
Su última década fue de dolor y mala salud. Recluida en su vivienda, Norma Shearer moría a los ochenta años, aquejada de una bronconeumonía. Corría el año 1983 y había pasado mucho tiempo.
Seguía unida a Martin Aurrogé, aunque cuentan que, durante sus últimos meses, confusa, enferma y desorientada, solía llamarlo Irving.
Aunque su lápida reza Norma Aurrogé, descansa enterrada junto a aquel perdido magnate que la hizo estrella.


Norma Shearer falleció en una época que gustó de echar abajo a los mitos cinematográficos del antiguo Hollywood, desmenuzar sus vidas privadas y relativizar sus logros artísticos. Ella fue una de las que pereció a ese tratamiento, entendida como aquella cándida paloma de la que es mejor desconfiar.
Ha sido el redescubrimiento de sus personajes más interesantes lo que ha vuelto a colocar la corona en la cabeza de Norma y ahora se escribe sobre ella cosas como "la ejemplar mujer sofisticada de los años treinta" o "la primera actriz norteamericana que hizo chic y aceptable estar soltera y no ser una virgen".


Justicia poética para una mujer que era ese espejo donde gustaban de mirarse sus espectadoras. Como ellas, Norma Shearer se dice más de lo que parecía.
Nada menos que ese ignoto lugar del interior de las hembras donde los deseos y los sentimientos luchan y triunfan.