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lunes, 12 de enero de 2015

Clase y Horterez


Sabe usted bien de mi amor por los melodramas clásicos y la vertebral importancia que han tenido en mi vida. De algún modo, la reflejan y la cuentan, por lo que expresan abiertamente, por lo que significan de manera implícita o por las actitudes que se transfieren. ¿Era yo melodramático o me hice melodramático de tanto verlos? Ambas respuestas son correctas. 
El otro día me puse un título esencial que, a pesar de recordar a la perfección, sólo lo había visto en una ocasión. 
Hablo de "Stella Dallas", dirigido por King Vidor, allá por 1937. 
La película debe la mayor parte de su atractivo a la interpretación de Barbara Stanwyck; Stella Dallas es uno de sus mejores papeles, su personal favorito y muy decisivo en su mitificación. 


"Stella Dallas" es un cuento de maternidad y sacrificio, temas clave en los dramas para mujeres, y como en los más crueles y potentes, al final, no quedan pañuelos. Es una película muy lacrimógena; quizá por eso, sólo la había visto una vez. Hay que ir preparado.
La protagonista es una mujer de clase obrera que tiene una hija tan encantadora que es recibida en los círculos de la alta sociedad. Stella Dallas pronto se convierte en un obstáculo para la ascensión de su querida hijita por una cuestión de forma: es una señora estridente y de gustos pretenciosos que no tiene la más mínima clase.
En una escena clave, Stella se pasea en medio del country club vestida poco menos que como un árbol de Navidad. Los amigos de la hija se ríen de ella, sin saber quién es. Y la hija, avergonzada, sale corriendo de la cafetería sin ser vista por la basta de su madre.
Finalmente, Stella se enterará de la opinión de la aristocracia sobre su aspecto, mientras la película la representa cada vez más vulgar, más sobrevestida y sobremaquillada, manifestando su inadecuación de una manera progresiva.
La hortera tiene que dejar paso. Su hija pasa la puerta giratoria, pero ella no puede acceder a lo selecto, a lo elevado, porque, sencillamente, no es fina ni tiene la necesaria educación.


La pobre Stella Dallas no conocía la máxima de la elegancia - "menos es más" - y tampoco estaba enterada de otras lecciones de la separación social más efectiva de todas: la que diferencia a los que son refinados de los que no lo son. 
Es el clasismo en su máxima expresión, porque dicta que, aunque tenga usted dinero e intención, nunca traspasará la puerta. Jamás dejará de ser lo que fue. Y cuanto más lo ambicione y se le vea el plumero, más persona de mal gusto será. 
La concepción popular de la horterez nace del fenómeno del nuevorriquismo. Los "nuevos ricos" son detectados enseguida como despilfarradores, ostentosos y con ademanes de pretensión. 
En realidad, es la opinión que las familias ricas de toda la vida tienen reservada para los recién llegados, aquellos que mirarán con lupa y quizá nunca acepten en sus filas, pese a mantener negocios con ellos e incluso aunque los dichos advenedizos estén más forrados.


El dinero no toma las riendas en esa apreciación; lo toma el sentido de la clase. 
En los años formativos de Estados Unidos, ese cerrar de puertas está presente en el espíritu de muchas sagas. 
Un caso real es Molly Brown, la campesina que descubrió un filón de oro en sus tierras y se hizo multimillonaria de la noche a la mañana. 
Repudiada en la alta sociedad internacional por su campechanía y falta de modales refinados, Molly es el emblema de la enriquecida inasimilable.


En "El Gran Gatsby", el héroe de la historia es un nuevo rico y toda la historia es una metáfora de la imposibilidad de traspasar unas puertas, incluso con todo el dinero del mundo. Los Buchanan rechazan su traje rosa y su sentimentalismo. Ellos son la aristocracia, el reducto de la dominación británica, aún presente en los años de las meteóricas fortunas americanas, que proporcionaba el oro, el petróleo o el contrabando de licores.
Esa oposición entre los viejos fortunones y los nuevos billetes es también la oposición entre el Viejo Continente, entendido como fino, culto e historiado, frente al Nuevo, que es básico, cursi y habla como si mascara un eterno chicle.


Así pues el kitsch. Hay gente que no sabe de estilo ni sabrá nunca, dicen las reglas del protocolo, de la educación y de todo lo que significa sentarse a la mesa como si se tuviera un palo por el culo. 
Hay gente que sólo se pone más abalorios babilónicos encima, como Stella Dallas, y, cuando abre la boca, deja en evidencia lo que ya sospechábamos: es un hortera.
Y la separación social pervive, lógicamente, cuando no hay dinero de por medio. Y lo ha hecho históricamente entre blancos y demás etnias, entre barrios altos y barrios bajos, entre universitarios e iletrados, entre norteños y sureños, entre urbanitas y pueblerinos. 
Es usted un basto, porque no sabe hablar, porque grita mucho, porque no se ha leído un libro en su vida, porque acaba de agarrar un palo y se aproxima hacia mí.


La huida de la horterez y la bastez cuenta la historia de muchas sociedades. Sin ir más lejos, aquí en mi tierra, hay un término para definir a la gente cafre: magos. 
No tiene nada que ver con los señores que hacen magia y supongo que, lingüística mediante, será una derivación de "majos". 
En principio, era la manera de nombrar a la gente del campo. Ahora, cuando te dicen "mago" es aludir a lo poco fino que eres, desde los rústicos rasgos faciales que tienes hasta las ocasionales patadas al diccionario que propinas. 
Todos huimos de parecer magos por estas latitudes del mismo modo que siempre terminamos haciendo alguna magada. 


Es la misma fuga de la entera civilización: escapar de la barbarie y de todo lo que recuerda a ella. De manera profunda, es la pugna entre lo que aspiramos a ser y lo que dejamos atrás. 
Volviendo al melodrama, otro que plantea esa lucha y lo hace con madre doliente de por medio es, por supuesto, "Imitación A La Vida". 
Cargado además con el potente tema de la raza - la madre de Sarah Jane la entorpece porque es negra -, la maternidad tiene una simbología propia: la mamá es la tierra, esa que nos atrapa en nuestra necesidad continua de elevarnos, de trascender nuestra condición de animales. 


La finura como coto privado de los sueños explica gran parte de nuestro encanto por la ficción. Al menos, por un tipo de ella. 
La elegancia ultrarefinada se llama glamour, porque motiva la hipnosis en su mezcla privada de perfección y distinción. Así, soñamos con universos glamourosos, donde todo es elevado y deseable.
El cine clásico de Hollywood debe su propia glamourización a eso de la clase, la continua sensación de riqueza, la nula ofensa estética y el saber estar. 


Es curioso que se autodefina como elegante cuando, en su propia esencia, es infinitamente kitsch
Sus mismas estrellas eran nuevos ricos - Barbara Stanwyck era una niña pobre de Brooklyn, sin ir más lejos - y toda la opulencia, temas y temores de las películas que producían era genuinamente norteamericanas. 
Por ejemplo, esos melodramas, comedias, musicales y thrillers concuerdan e insisten, una y otra vez, que el enriquecimiento material no trae la felicidad.
¿Era acaso la lección moral que se recordaban a sí mismos?


Cuando era adolescente y veía esas películas, me las creía y las vivía muy intensamente. Lo peor es el contraste tan brutal que se producía con la realidad que me rodeaba. En realidad, todavía sucede.
Es la voluntad de querer vivir en un mundo donde la gente sea delicada y, además, buena. 
Está claro que son posturas irreconciliables en más ocasiones de las deseadas y tanto aristócratas como brutos gustan de intercambiarse los papeles, especialmente los peores. Y las líneas son difusas. Cada vez más.
Pero yo buscaba seres como los que salían en las películas: con sentido del humor, con frases justas y con ojos dispuestos a enamorarse. La gente fina ideal, con la clase suficiente para decir I love you en el momento preciso.
Sé de muchos que buscan a esa gente. Cuando emigran a países del Norte, cuando viajan a las ciudades, cuando se hacen pasar por blancos, cuando aprenden modales o cuando se casan con gente importante. Sé también que muy pocos la encuentran, porque no existen los finos de I love you. Al menos, no existe una sociedad que sea fina de I love you
Sólo seres disgregados, de esos que se creen las películas y sueñan con imitarlas a la vida. 
La única solución es seguir llamándonos en la oscuridad, aunque teniendo presente que todos hacemos caca, todos tenemos legañas en los ojos y todos cambiamos de opinión, podemos ser crueles y nunca poseemos la fase precisa y refinada para terminar una chispeante conversación. 
También dicen que decir I love you no es tan importante.


Probablemente, si saliera a la calle y dijera: "¡Oh, amo esta ciudad, ¡es divina! ¡la amo!" y, acto seguido, me pusiera a bailar cual Gene Kelly, la gente miraría con pasmo para luego decir: "Ya se emocionó el muy basto". 
También lo dirían si me observaran con unos escrupulosos modales en la mesa, acudiendo a eventos vestido de pulcros trajes de chaqueta o dirigiéndome a todo el mundo con palabras entresacadas de un poemario.
La finura es lo que todos quieren y, a la vez, tanto critican en los demás, especialmente cuando la ven como una presunción que ajusticiar.


Recuerdo ahora un profesor de la Universidad. Él se hacía un señor muy intelectual y un tanto arrogante, lo que motivaba que ciertas compañeras de clase se enfureciesen y mencionasen un pasado no tan elevado. "Su hermana es poco menos que una terrorista y él se limpió la boca del pan con aceite antes de ayer".
No hay nada como echar abajo, sí. Es la única explicación a las coordenadas diferenciales entre finura y horterez. Eres el más paleto, ¡léete un libro! Te haces el lord inglés, ¡bájate del caballo! 
Como vivimos en tiempos irreverentes, lo hortera y lo basto han encontrado diariamente su vindicación en todas las formas posibles. 
Desde el descubrimiento de lo estridente hasta la proliferación de fusiones musicales, para conectar con el público que adora el glamour, pero lo quiere aleado con ostentación, formas brutas e impactantes y sonidos directos y viscerales. 
Explíquese así el éxito de Jennifer Lopez o del reggaetón, que van derechos a la gente que no puede ser fina ni intentándolo. 
En realidad, hay algo honroso en ese triunfo: es la tan esperada venganza de Molly Brown.


Todavía nos aferramos a la verdad: por mucho que implique una diferencia social injusta y brutal, es mejor ser educado que ser bruto. Es mejor leer un libro que darle patadas a un balón. Y es mejor hablar con serenidad que estar dando becerridos desde que usted se levante hasta que se acueste.
Muchas veces he intentado relacionarme con gente, digamos, poco cultivada y salgo más escaldado que Viridiana. 
Qué cruel es la existencia social. Tal como si fueran Stella Dallas, ¿hay que apartar a los brutos de nuestros sueños?


Quizá el problema no esté en los modales. 
Puede usted ser mi amigo si no sabe agarrar la cuchara, si se chupa los dedos o si dice "pograma". Y puede usted ser mi enemigo si es primo de Emma Thompson, está leído y entendido en cinco idiomas, doscientos másters y trescientas cucharadas de caviar y es el hijo de puta más grande que ha conocido televisor.
Pero la vertiente básica es la ignorancia. Los brutos no son brutos por ser brutos, sino porque son ignorantes. Y los finos pueden ser los más brutos de todos cuando no han aprendido ninguna de las lecciones de sus selectos colegios.
La ignorancia no pasa por los libros que se han leído ni por los estudios que se han podido superar, sino en el provecho mental que se saca de las experiencias. La ignorancia se cura con el aprendizaje de los errores. Con un "menos es más" interior. Léase un libro de estilo, pero que sea bueno.
Es la ignorancia lo que destruye las cosas particularmente hermosas de la vida: lo que es fino de verdad y lo que es bruto de manera enternecedora. 
Tengamos clase y seamos horteras hoy, my friend. Seamos como nuestras madres o todo lo contrario.
Seamos lo que seamos, déjeme ahora que me tire un pedo, por favor, y enseguida hablamos de amor. 

martes, 23 de diciembre de 2014

Mujeres, Pecado y Hollywood 'Pre-Code'


Nuestra actual posibilidad de buscar y encontrar casi cualquier obra cinematográfica ha llevado a la caza de clásicos ignorados o poco divulgados y, entre esas capturas, un capítulo muy especial lo compone el Hollywood Pre-Code, o las películas realizadas en los primerísimos años treinta, previos al fortalecimiento del código de censura. 
Oh, pero, ¿qué ven mis ojos? ¡El pecado, el sexo, el vicio en una película de nuestros abuelos! ¿Acaso Barbara Stanwyck está en un burdel? ¿Es que ese baile de Joan Crawford es un quítame allá esa minifalda? ¿Miriam Hopkins está pensando en hacerse un trío? ¿La buenecita de Norma Shearer se va de farra? ¿Están fumando opio? ¿Acabo de oír que han llamado mariquita a un personaje? 
Y, sobre todo, ¿de dónde han salido esas mujeres contradictorias, poderosas, malvadas sin pedir perdón, ordinarias cuando la ocasión lo requiere y siempre, siempre bien lucidas de lencería?


Las películas Pre-Code no son todas buenas, pero la mayoría son altamente fascinantes.
Componían un episodio olvidado en la Historia del Cine que sólo ha renacido en los últimos tiempos, entre la reedición de algunos de los títulos más polémicos, el desarrollo de análisis al respecto y la emisión de varios documentales. El Pre-Code está de moda.


Como decíamos, por Pre-Code, se entiende todo el cine norteamericano anterior a 1934, de manera general.
Si apuramos, nos quedaríamos con lo producido entre 1930 y 1934. Es decir, con los primeros años del sonoro. 


Y, para estudiar más de cerca el fenómeno, habría que aislar las películas netamente Pre-Code, hechas y diseñadas para escandalizar al público.
Así, tendríamos títulos con imágenes y sensaciones Pre-Code como "Marruecos", "La Parada de los Monstruos" o las comedias de Lubitsch, pero, además de ser más conocidas, éstas tenían ulteriores intenciones y se distinguen de los sensacionalistas dramas súper Pre-Code de mujeres malvadas y sexualizadas, como "Carita de Ángel", "La Pelirroja" o "Hembra". Sí, hoy hablaremos de éstas últimas.
Hay muchas ironías en el Pre-Code y también muchas precauciones a tener en cuenta antes de aventurarnos. 
En realidad, el Código de Censura ya existía. Lo carcajeante es que películas de esa calaña se estrenaron después de que Will Hays redactase su legendario memorándum sobre los síes y noes que debían regir el cine norteamericano. 
Sin embargo, durante esos primeros años, el Código fue un papelajo que nadie se tomó en serio, un gesto político, diseñado por la industria para evitar ingerencias de Washington. 


Por otro lado, el cine Pre-Code no era tanto un aireado muestrario de trangresión y libertinaje como sí un diagnóstico de represiones sexuales y conductuales.
Como todo cine de impacto, busca soliviantar a los espectadores con situaciones que van en contra de su moral.
El público de entonces no se diferenciaba en gran medida del que vendría después; de hecho, aborrecía muchas de esas películas y juzgaba a sus personajes, aunque no dudaba en llenar los cines para verlas.


Para los espectadores contemporáneos, también hay que decir que el Pre-Code es sorprendente e identificable sólo si se compara con el cine posterior, desde 1934 hasta los años sesenta. Es decir, con los años más divulgados del clasicismo hollywoodiense. 
Que quede claro. En el Pre-Code nadie aparece desnudo ni se dicen palabrotas ni hay sexo explícito ni declaraciones de amor libre, y la mayoría de los malvados encuentran castigo o piden redención al final. 
Pero, a fuerza de la comparación, otros muchos detalles serían impensables años después y son los que las hacen tan distintas. 
Entre ellas, cosas tales como que un hombre y una mujer aparecieran tendidos en la misma cama o que la desnudez siquiera se insinuase.


Estos dramas y comedias netamente Pre-Code estaban protagonizados por estrellas en ciernes. Barbara Stanwyck, Clark Gable, Joan Crawford, Jean Harlow, James Cagney; fueron las películas que los hicieron famosos y, de algún modo, fijaron sus personajes arquetípicos. 
Sin embargo, en esa temprana ocasión y bajo la mayor permisividad, esos arquetipos iban más allá. Por ejemplo, los galanes de Clark Gable podrían ser hombres muy peligrosos y sexualmente agresivos, mientras los sórdidos orígenes de los personajes malévolos de la Stanwyck no quedaban a la imaginación.
Lo más relevante del Hollywood Pre-Code no es tanto la irrupción del vicio y el pecado en un cine tan antiguo como sí el germen de un cine femenino y protofeminista que moriría estrangulado tras 1934. 
Las mujeres del Pre-Code son lo que más se echaría en falta años después y lo que, de algún modo, aún no ha reaparecido en el cine de Hollywood.

Confesaban los sorprendidos ver a Norma Shearer en sus primeras películas - "La Divorciada" y "Un Alma Libre" - incorporando a inquietas románticas que sofocan la infelicidad y el desamor con copas de champán y amantes de una noche,
En ese sentido, también irrumpe la hermosa Sylvia Sidney en la no menos hermosa "Merrily, We Go To Hell", afinadísimo melodrama sobre la destrucción de una historia de amor y la entrega a la disipación que conllevan los amargos finales.


El Pre-Code no sólo jugaba con las mujeres complejas, sino con las empoderadas. 
Barbara Stanwyck en "Carita de Ángel" es una mísera prostituta que se las arregla para ascender socialmente pasándose por la piedra a los hombres de una empresa entera. Tal como te lo estoy contando, aunque, al final, claro está, se redime por amor.


También se redime en el último minuto la Ruth Chatterton de "Hembra", pero, oh, qué diversión hasta entonces. Es la historia de la dueña de una súper empresa que se beneficia a sus más laboriosos secretarios, atrayéndolos a su piscina art-decó
Las mujeres así eran descifradas como malas también en aquellos años, sí, pero en lugar de castigarlas severamente, se les concedía una segunda oportunidad. Esa segunda oportunidad que las femme fatales de los años cuarenta no tendrían casi nunca.


Una que se sale con la suya y de una manera muy gozosa es "La Pelirroja", interpretada por la incomparable Jean Harlow.
"La Pelirroja" es otra espabilada que maneja a su jefe de tal modo que éste se mete en su sujetador sin haberlo planeado. Nunca después quedó retratado de esa manera cómo los hombres se pelelizan de una manera tan patética por una mujer. 
Todavía "La Pelirroja" da vértigo, porque su protagonista es una perra del demonio, el tono es muy duro y el final es tan deliciosamente irresponsable que sólo propicia una abierta carcajada.


¿Qué pensaba el público de entonces de estas mujeres? Las opiniones eran variadas, pero todo significaba un gran escándalo. Escándalo que se traducía en buenos dividendos para los magnates de Hollywood, aunque los quebraderos de cabeza eran muchos y serían decisivos.
En primer lugar, hay que decir que películas como "Carita de Ángel", "Hembra" o "La Pelirroja" obedecían a una moda. 
Digamos que la moda consistía en poner el mundo al revés. Lo vemos en "Hembra", donde se cambia el género del personaje: el habitual empresario follasecretarias es ahora una mujer y a ver qué pasa con el giro. Todo para propiciar un efecto entre cómico y soliviantador.
Esa moda, como todas, pereció enseguida y el público comenzó a demandar películas más amables, sin antihéroes en primera plana y con valores genuinamente norteamericanos.


Pero fueron tanto los ataques de la Iglesia Católica como las amenazas de boicot lo que obligó a que Hollywood desempolvase el Código Hays y empezase a aplicarlo.
Fue una cuestión económica, que no moral. En los Estados del Medio Oeste, la reacción a las películas pasaba por demandar numerosos cortes y remontajes para poder ser estrenadas. Elaborar una copia alternativa requería más dinero para no perder ese mercado.
La ofensiva de la Iglesia Católica pasó por señalar los títulos por los que los feligreses cometían gravísimo pecado si acudían a las salas. Entonces, que los parroquianos obedeciesen significaba perder millones de espectadores.


La Legión por la Decencia acusó a "El Signo de la Cruz" de ser el emblema de la Hollywood decadence. La ironía, ya lo comentamos, es que se trataba de una película religiosa.
Cecil B. De Mille, chef de espectáculos Pre-Code tan desopilantes como "Madam Satan", firmaba otro espectáculo orgiástico que acababa en castigo divino, pero espectáculo orgiástico, al fin y al cabo.
Ahí estaba Claudette Colbert retozando en leche de burra o Elissa Landi tentada por una patricia de lésbicas intenciones.


Tanto "La Pelirroja" como "El Signo de la Cruz" fueron el culmen del cine Pre-Code, el acabóse y el se acabó. 
Fueron inmensamente taquilleras, pero sus remontajes y la denuncia de las ligas de moralidad terminaron para siempre con el incumplimiento del Código Hays. A partir de entonces, nacería el cine clásico que mejor conocemos: reprimido, saneado, heroico, castigador de lo inmoral e ilegal y donde el sexo quedaba inferido, cuando no anulado.
Los personajes femeninos también quedaron relegados a una simpleza en su dibujo. Norma Shearer interpretaría a más mujeres con problemas maritales, pero ninguna entregada al placer y el alcohol como aquella de "La Divorciada". Las malvadas de la Stanwyck siempre serían castigadas con la cárcel o la muerte, incluso aunque se redimieran por amor y se arrepintieran de sus pecados. Y la falda de Joan Crawford ya no era el motivo del suspense; la flapper debía convertirse forzosamente en dama.
El cine Pre-Code no sólo terminaba, sino que se relegaba al entierro. Muchas de esas películas son muy poco conocidas porque pocas pudieron ser reestrenadas debido a que sus viejas indiscreciones incumplían el Código. Incluso un clasicazo como "Trouble In Paradise", de Ernst Lubitsch, no resurgiría hasta los años sesenta.


Hoy las películas Pre-Code despiertan a un inevitable arqueo de ceja. 
En primer lugar, porque atestiguan la perpetua obsesión del público cinematográfico por ver piernas de mujer y gente desobedeciendo los mandamientos.
Volver a ellas es darse cuenta de que no hay nada nuevo bajo el Sol y que nuestros abuelos vivían tan horny como nosotros.


También deslumbra esa vertiente canalla, dura y sin concesiones que sólo afloraría en el cine negro y nunca de la misma manera.
Y, sin duda, lo más descacharrante es ver a esos hombres manejados por esas divertidísimas vampiresas que toman la iniciativa y piden cama. 
Pero recuperar el cine Pre-Code es también darse de bruces con películas que formalmente no han envejecido bien. 
Es una cuestión de su tiempo, cuando el cine perdió cierta comba y expresividad ante los primeros pasos de la sonorización. Muchas de esas películas crepitan y se desarrollan estáticas, casi obras teatrales largas a ojos modernos.
Las excepciones son precisamente aquellas que rompieron progresivamente con las limitaciones del invento.


Y, por supuesto, está la gran ironía de la censura. Prohibió, higienizó e infantilizó, pero también se impuso como un árbitro de buen gusto. Que el sexo quedara en insinuación, que el cine debiera ser elegante y que los personajes rezumaran valores darían paso tanto al comienzo de la gran comedia norteamericana como a los más emotivos dramas de los últimos años treinta. 
Una película como "La Pelirroja" es estridente, hortera, desmañada; atributos que no se colocan tan fácilmente en títulos de años posteriores. Y es difícil establecer una relación con ella más allá de la propiciada por el asombro y la risa.
En ese baúl de lo irrefrenable, escasean las obras maestras.


Sin embargo, tropezarse con joyas de madurez como "Merrily, We Go To Hell" o presenciar el inicio de la carrera de las grandes estrellas, a golpe de sensuales bailes y ataques de lencería, valen sobradamente la pena de esta gesta llamada aguda cinefilia.

martes, 30 de abril de 2013

El Oro de William Holden


Macho y caballero, inquieto y tranquilo, clásico y nuevo, hombre de cine en todos los sentidos, William Holden se sintió como un regalo para Hollywood.
El dorado Holden era todo en una misma cara, en una misma sonrisa, en un mismo cuerpo.
Traía cierta insolencia heredada de su juventud y la mezclaba con la caballerosidad andante de aquellos tiempos. 
Desde que se rastreó la explosiva combinación, William vivió destinado a convertirse en uno de los actores favoritos del cine norteamericano.


Durante su larga carrera, Holden contaminaría versatilidad escénica con personalidad intransferible, y películas alimenticias con papelones para films memorables.
William tuvo la suerte de participar en un puñado de obras esenciales de su tiempo, y éstas de contar con él.
Nunca fallaba como actor y era jodidamente atractivo como hombre. La amplia sonrisa, la barbilla partida, el pelazo, el porte, la naturalidad. 
Hasta cuando hacía el papel más desazonador y comprometido, aparecía su prototípico cinismo callejero, su sentido del humor, su individualismo, ese que lo hizo icono para muchos chicos y hombres, que lo adoraban y lo imitaban.
Sus excesos privados se lo cobraron, pero siempre quedó aliento para los retornos espectaculares, a los que fue adicto desde el primer día, y para demostrar que el tiempo le otorgaba tantas arrugas como profesionalidad. 
El Holden gorgeous es el joven, pero el Holden más sincero aparecería en sus últimos años.


Al principio, sólo existían comodidades para William Franklin Beedle, Jr, niño bien de una familia mejor, conocida en Ilinois como los Beedle, fortunón construido a beneficios de la industria química.
Su descubrimiento artístico está sujeto a discusión, pero se cuenta que fue atrapado por un cazatalentos de la Paramount, allá por 1937, que lo lanzó desde mal iluminadas tablas teatrales a una pequeña aparición fílmica.


El debut oficial de William Holden se produjo en el llamado "año de Hollywood": 1939. 
Su papel era un joven violinista que cambia sus sublimes aspiraciones por una rápida carrera en el boxeo, para disgusto de su padre.
La película se llamaba "Golden Boy".
Durante el rodaje, los productores manifestaron su deseo de despedir al joven, nervioso e inexperto William, pero Barbara Stanwyck se opuso y batalló por mantener al debutante en la película. 
La confianza de su compañera se dijo contagiosa, "Golden Boy" fue un éxito y Holden le estaría agradecido de por vida a Barbara, a quien llamó salvadora, amuleto de la suerte y llave de su carrera. 
De hecho, llegó a manifestarlo en una ceremonia de los Oscars, muchísimos años después, para aplauso del público y lágrimas de la Stanwyck.

Con Barbara Stanwyck en "Golden Boy"

"Golden Boy" fue el principio de la importancia Holden. Y así lo conocerían: el chico dorado, Golden Holden. 
Por entonces, era aniñado, rebelde antes que los rebeldes y se lo incluyó en las previsiones de todo boy next door a interpretar.
Su carrera se movía por encima de las primeras expectativas, pero la Segunda Guerra Mundial lo llamó a filas y se impuso la pausa.
Tras servir en el ejército durante varios años, volvió a Hollywood.
Recuperaría la tónica previa; diversos géneros, poca carne dramática.
Sonreía mucho, raya al lado para su maravilloso cabello y los años lo hacían más intensamente sexy.


Su primera gran interpretación se haría esperar hasta 1950 y sería cortesía de Billy Wilder. 
En la hipnótica obra maestra "Sunset Boulevard", Holden interpretaba a un guionista sin blanca devenido en gigoló de una putrefacta diva del cine mudo.
Un papel tan jugoso encontraría el cóctel perfecto en el físico de Holden, imposiblemente varonil, galán de noche y nene urbano de día, y él lo remataría con ese inmortal gesto, que contaminaba el oportunismo con la semioculta expresión de naúsea.
Gloria Swanson le clavaba las uñas, lo destruía y le regalaba la pitillera con la frase grabada: Mad about the boy.

Con Gloria Swanson en "Sunset Boulevard"

Hollywood también estaba loco por el chico y lo nominaba al Oscar por primera vez, para observarlo con atención y mimarlo más que nunca. 
Los años cincuenta fueron el momento de desplegar la alfombra, y así Holden rimaba con actor popular, estrella indispensable y machote socorrido. 
Bien podía besar a Grace Kelly o bailar con Audrey Hepburn.
Bien podía sobrevolar los puentes de Tokio Ri o caer sobre Hong-Kong, para que el público llorase a moco tendido con aquello de que "Love Is A Many-Splendored Thing". 
Bien podía ser macho o caballero. O ambas cosas, así se contó el ideal William.

Con Judy Holliday en "Nacida Ayer"

Con Billy Wilder, repitió para "Stalag 17", clásico drama sobre un grupo de tragicómicos prisioneros de un campamento nazi.
Holden interpretaba a Sefton, dosificación de su imagen emblemática: el hombre que sólo se tiene a sí mismo, el superviviente entre la desconfianza ajena, el norteamericano de pro que defiende su personalidad en un ambiente hostil.

Como Sefton en "Stalag 17"

Le dieron el Oscar por esta inolvidable "Stalag 17". 
Holden aseguró que no se lo esperaba ni lo merecía, y entendió la estatuilla como una recompensa a su previo papel de "Sunset Boulevard".


Como los guapos de verdad, quitarle o cambiarlo no le restó atractivo. 
Rubio estaba igual de bueno en "Sabrina", esa película de la que siempre esperamos que el final sea otro. 
Y para "Picnic", su papel más calentito, le depilaron el pecho, pero se ganó igualmente el cetro de gran maromo de los cincuenta.
En "Picnic", era el misfit que aparece en un pueblo de la América profunda y todas las mujeres del vecindario se vuelven locas por él.
La camisa estaba para arrancársela, y Kim Novak, para bailar con ella y enamorarla al mismo tiempo.
Con Kim Novak en "Picnic"

Se necesitaron abanicos ante William Holden en "Picnic" y sería la irrupción del macho sudoroso más comentada de su tiempo, junto al Brando de "Un Tranvía Llamado Deseo". Como éste, Holden todavía incendia los Polos.
La cumbre profesional llegaría en 1957, a golpe de súper taquillazo. 
Fue "El Puente Sobre El Río Kwai", prueba definitiva para este hombre de acción, pero también el previo a cierto declive.

"El Puente Sobre El Río Kwai"

La calidad de las películas menguó, y entre los múltiples factores, apareció la propia apatía.
Holden declaró que había perdido el gusto por la interpretación y la ambición que lo había llevado hasta Hollywood.
Ahora sólo actuaba por el dinero. Llegaría a decir: "Soy una puta, todos los actores son putas. Vendemos nuestros cuerpos al mejor postor".


Hollywood lo ensordecía y alienaba, así que se declaró fan de la aventura y el medio ambiente, cruzando la geografía universal, fundando un parque para la preservación animal en Kenia, que se haría parada y fonda de la jet-set.
Entre aviones, destinos por medio mundo y regresos al cine, los problemas personales hacían acto de aparición, más que nunca en los sets de rodaje.
Ahí estuvo su reencuentro con Audrey Hepburn en la desastrosa "Paris, When It Sizzles", donde, entre bambalinas, William intentó recuperar el affaire que mantuvieron durante "Sabrina".
Las calabazas que recibió estuvieron mediadas por los hectolitros de alcohol que ingería.

Con Audrey Hepburn

Sería el alcoholismo de William Holden el envés de sus múltiples bendiciones profesionales. También el yugo sobre toda su vida, sobre sus relaciones sentimentales.
Aunque casado durante gran parte de su edad adulta con Brenda Marshall, con quien crió tres hijos, Holden estuvo largamente distanciado de ella y mantuvo sonados romances.
A Audrey le prometió que se divorciaría mientras rodaban "Sabrina", pero se dice que ella descubrió que se había practicado la vasectomía y le dio la pista de que no era el hombre de su vida.
A Capucine, la quiso y la protegió de su locura, aunque el amor, de nuevo, se tropezó con la botella.

Con Capucine

Divorciado finalmente de Brenda Marshall en 1971, compartiría la última etapa de su vida con Stefanie Powers.
Entre las tristezas y las desazones, hubo momentos de gloria y el Holden maduro regresó como él sabía: patada en la puerta y peliculón.
"Grupo Salvaje" suponía la entrada del Holden crepuscular a razón de western del ocaso.
Los héroes pistoleros y el silbido de las balas despedían ahora el olor de la decadencia y el síntoma de la amargura, nunca mejor contados que por Sam Peckinpah.

En "Grupo Salvaje"

El aplauso por "Grupo Salvaje" no se hizo esperar y ponía a William Holden otra vez en intereses y agendas hollywoodianas.
Aunque había envejecido con rapidez, el atractivo seguía ahí y le permitía ponerse de cabeza de cartel en taquillazos como "El Coloso en Llamas", mientras se marcaba la interpretación de su vida en "Network". 
Para "Network", ofrecía un vívido retrato de la inadecuación de los hombres del ayer a los nuevos tiempos, entre el nihilismo de la sociedad de la televisión y la vana persecución de una nueva juventud a través del divorcio. 
Cosas que Holden conocía muy bien.

Como Max Schumacher en "Network"

Por entonces, la prensa aseguró que tenía cáncer. Él dijo que no con energía y enfado, mientras el enfisema era quien lo devoraba.
No obstante, el alcohol, amigo y condena, sería el verdugo. Se cuenta que una borrachera fue la causa de la caída fatal, acaecida en 1981.
En su casa de Santa Monica, con 63 años, William Holden se cayó y se rompió la cabeza. Se desangró, solo, sin posibilidad de ayuda. 
Lo encontraron a los tres días.


"No sé bien porqué, pero el peligro siempre ha sido algo importante en mi vida. Ver lo lejos que pudo inclinarme sin caerme, lo rápido que puedo correr sin romperme".
Un día, el incansable temerario se rompió. Quizá, demasiado pronto, tal vez, como final inevitable. 
Detrás, se había contado uno de los actores más adorables y magnéticos del Hollywood de los cincuenta, mil veces resucitado y con tendencia a demostrar que, detrás de su aspecto de hombre sonriente y calmado, había un actorazo sorprendente, aún muy infravalorado.


La prensa y las biografías sobre William Holden siguen siendo escandalosamente escasas, mientras impera la verdad que todo en él se muestra recuperable, aprovechable y digno de homenaje.
Y no hay que explicar porqué, en mi podio de maromos de todos los tiempos, este hombretón ocupa un puesto imprescindible.
Genial cuando sonreía, hermoso cuando miraba con desconcierto, excitante cuando desactivaba bombas, trepidante cuando huía del enemigo.
Un regalo para Hollywood, un regalo de Hollywood.


Ay, qué bueno estaba el muy dorado.