jueves, 12 de diciembre de 2013

Eclipse de Sol


Déjame que te cuente mi sueño, porque era azul y cortaba como un cuchillo.
Soñaba que dormía en otro lugar, en la costa de una isla, al sur del mundo, encerrado en un apartamento en silencio, con las cortinas echadas. El azul entró y supuse que era esa hora donde todavía no quiere amanecer. 
El cielo elige el color a las seis de la mañana al arrojarlos todos sobre su lienzo como un pintor, y cada día, le aparece un tono distinto. Aquel amanecer era tan azul que cortaba como un cuchillo, plomizo de puro violeta, frío, muy frío. 
Sin moverme de la cama, me veía caminando por la costa, frente a la playa. El mar quieto, solemne, y los ruidos de la Naturaleza. No había ser vivo a la vista, el mundo estaba dormido. Hacía tanto frío y, a la vez, respiraba olor a sepulcro.
La misma que sentí cuando me desperté, lejos de ese amanecer azul, en un mediodía de domingo de Madrid. Salí del sueño como quien escapa de una tumba.
Tenía que salir a la calle cuanto antes. Daba igual. Aquel sueño era la Muerte y era también mi muerte. Ese momento del que no se puede salir, la hora donde todo se detiene y todo sigue, el minuto en que se siente el frío del amanecer y el asfixiante calor de la tierra del entierro.
Aquel domingo después del sueño azul cuchillo, caminé, en busca de la gente, de una sonrisa, de una palabra amable. Algo que indicara que no estaba solo en el mundo y seguía vivo. 
Me olvidé de porqué lo había emprendido, no encontré gran cosa ni llegué a ninguna parte. Ese paseo fue lo que se llama dar un rodeo. Mi vida últimamente se resiste a conclusiones, a tesis, a teorías exactas. 
Y es tal la alienación que mis dos yo no se pondrán de acuerdo de aquí a que termine el año en qué está sucediendo. 


Hablemos de alienación. 
El yo que se enorgullece de estar solo, que vive autosuficiente, reniega del amor y encuentra todos sus placeres posibles en las pantallas también se jacta de tener dominado al otro yo, el que se resiste a callar, el que quiere más, una vida distinta, un cambio, un buen amigo. 
Ese otro yo, que aparece en los sueños y me dice que no me complazca en quedarme en casa. Que tome el aire, que apague el ordenador, que suba la mirada y contemple a la gente. Que la mire, aunque no me atreva a acercarme a ella.
Sé que cualquier problema de aislamiento se solucionará simplemente con la solución: acercarse, conectar. No es nuevo. Toda mi vida he tendido a la soledad, porque puedo estar solo y, generalmente, lo necesito. Pero la soledad es un país tan próspero como duro, donde se corre el peligro de hartarse de uno mismo. Sucede cuando las rutinas son pequeñas, pero irrenunciables, y cuando comprendes cuán esclavo eres de tu propia autonomía.
Pero la alienación vence, la experiencia se impone. Acercarse, conectar, redescubrir a las personas. Nuevos amigos.  Está bien. Hagamos nuevos amigos. Que no sean ni mujeres manipuladoras ni vampiros emocionales ni sonados del coco, que ya los he padecido suficiente. Uh, si apuramos tanto, estaré pidiendo lo imposible.
Nuevas personas cuando todas parecen vistas con anterioridad. ¿Acaso se puede confiar en alguien después de aprender a no confiar en nadie? ¿Se puede esperar sorpresa cuando se conoce bien el inevitable final? 
Al término del paseo, llegué a la conclusión de que, debajo de cualquier consideración sobre estados más o menos pasajeros de soledad y alienación, había algo aún más profundo. 
En muchos aspectos, he perdido gran parte del apetito que tenía por los demás, por el mundo, por la vida. No en función de lo que hacía o dejaba de hacer en otros tiempos, sino por lo que esperaba que pudiera ofrecerme. 
Ahora dudo de prácticamente todo de lo que deseaba. Dudo de lo que consiga, dudo de su eficiencia, dudo incluso de que sea lo que necesito. Dudo del éxito, del amor, de la compañía, de la estabilidad. 
Y, cuando ese hilo que me engarzaba con el mundo, que me motivaba a él, que me hacía despertar, se ha roto, sólo queda la caída al cinismo.


Además de soñador, siempre he sido un optimista. Y he aquí los terrores. Ser optimista es aún más terrorífico que ser pesimista. 
Los pesimistas que conozco son gente bastante plomiza que, realmente, no se quejan porque lo sientan. Se quejan porque les encanta la pose de dolorosos o, bien, porque son gente muy mal educada, que transfieren su dudoso sufrimiento a los demás como quien suelta mal aliento. 
Como dicen por ahí, el verdadero pesimismo es, en realidad, optimismo bien informado. Es precisamente la dicotomía y la escasa frontera las coordenadas donde opera el optimista pesimista.
Lo que cuenta la figura desdoblada e indecisa en la que me he convertido con los años y las decepciones.
Creo que la visión esperanzada y positiva por la existencia humana que he tenido desde pequeño viene dada por mi familia, que se apura mucho por la tristeza, no la entiende, la rehuye, la oculta y se ampara en todos los valores de los cuentos para apagarla cual fuego. No llores. Eso es lo que aprendí. Que estar triste es un fracaso. Es impúdico, molesto, aguafiestas.
Ahora, desde que he entendido que, ante la tristeza, sólo queda rendirse a ella, siento menor tensión que cuando la niego, cuando miro hacia otro lado o cuando aseguro que estoy súper feliz. 
Supongo que lo que me ocurre es la definición exacta de crisis. No se terminará hasta que la contemple en todo su dramatismo y la comprenda.
Muchos días después, me he dado cuenta de que sintetizamos lo que nos interesa de nuestra historia personal, dependiendo del estado de ánimo. Ha sido cuando he recordado que no he estado mejor ni peor antes, que esto no es nuevo, que pasará, que son períodos. 
También sé que me juzgo con severidad en función de expectativas. Nadie disfruta la vida todos los días y muy pocos están contentos con ella, sin que la compañía, el éxito profesional o los hallazgos sentimentales tengan decisión dirimiente en la ecuación. Sólo están ahí. Son los condimentos de la vida, el aderezo de la ensalada. Si quieres, te los pones. Si no, también la puedes disfrutar sosa.
Expectativas, propósitos, resúmenes del año. Los olvidaré todos, los cambiaré por otros, volveré a fallar por omisión. Insisto: no tengo conclusiones.
Sólo una. Vivo pendiente de que llegue el momento en que empiece esa vida que anhelo, mientras olvido que ya estoy viviendo, desde hace rato y para siempre. 


Triste, pesimista, desengañado o soñado en una tumba azul, los viejos hábitos del viejo optimista nunca mueren y debo creer que este eclipse de sol durará nuestro suspiro.
Otro día, déjame que te cuente mis sueños.

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