Sucedió cuando era jovenzuelo y vi "Love Story" en alguna madrugada televisiva. Fue cuando desarrollé mi obsesión por los hombres con cazadora de cuello de borreguito.
En realidad, siempre he querido un novio que luciera como Ryan O'Neal en esa película. Con la cazadora de borreguito, la camisa a cuadros escoceses, la camiseta blanca y, debajo de todas esas cálidas capas de muchacho abrigado, un pecho perfectamente velludo. El oro.
Ryan en esa época era una cosa rubia y hermosísima, que daba un aspecto de virilidad integral, pero serena, casi inadvertida.
Parecía tan buen chico en ese entonces y, a la vez, tan machote. La mezcla ideal.
Su vestimenta en la película me obsesiona. Hay quien dice que el vestuario es lo mejor de "Love Story" y debe ser por lo pasado de moda; es una de esas películas que parecen más viejas que otras muy anteriores, tan fashion victims eran en 1970, tan rápidamente envejecida de apariencias por el mor de los cambios en el gusto y los guardarropas.
El cuello de borreguito reaparecería para mi obsesión en "Brokeback Mountain" y se lo asían los dos dolientes vaqueros en otra love story de final trágico, que me dejó en boxes mentales durante una semana.
Me hizo añorar una cazadora en la que acurrucarme para calmar la tristeza de ese amor que nunca llegó a viejo, como decía una de las canciones de la banda sonora.
Y hete aquí, hace unos años, tuve un lío extendido con cierto capullín de cuyo nombre no quiero acordarme, porque lo anticiparía como "el gilipollas de...". A lo que iba.
Cuando todavía no lo odiaba - aunque ya pensaba que era un capullín -, dormíamos juntos y, yo ya despierto, le acariciaba la espalda y él, apoyado en mi pecho perfectamente velludo, dijo en sueños:
- Quiero una cazadora de cuello de borreguito.
Te juro por Douglas Sirk que fue cierto. Cuando despertó, se lo conté entre risas y aseguró que siempre había querido tener una.
Yo le dije que era la cazadora oficial de los tíos buenos y, si tuviera dinero, se la compraría inmediatamente.
No habría días para cazadoras de borreguito sobre el capullín y todavía busco ese cuello en el que depositar esta romántica cabeza mía.
Anoche volví a ver "Love Story".
Es curioso cómo las películas tienen un significado tan inadvertido y distinto en nuestras vidas. Para muchos y muchas, "Love Story" les habrá cambiado la vida o algo así. Es probable que muchos hombres que la vieron en su momento entendieron que debían ser amables, vestir con camisa de cuadros y querer más a sus novias. Para eso estaba Hollywood: para enseñar a la gente a ser bonita, elegante y sentimental.
La historia de "Love Story" es, obviamente, una historia de amor. Oliver es un chico de buena familia que renuncia a sus privilegios y a su estricta familia, más que nunca cuando se enamora de Jenny, una chica más o menos pobre, pero sí muy lista, espabilada y tan especial.
Sólo en una película tan ancestra, puede usted entender que un chico de clase alta se case con una chica de clase media baja represente tal conflicto familiar. En realidad, ya en 1970 la cosa sonaba un poco a cuento viejo.
"Love Story" era una película pequeña, modesta. Tanto la novela escrita al pairo por el guionista como la película arrasaron como si no hubiera mañana. Nadie se lo esperaba.
John Wayne, que estaba ya en las últimas, dijo que el éxito no debía achacarse a las palabrotas que decía la chica de la película, sino a que el público estaba esperando una historia sencilla de dos personas que se enamoraban.
Lo decía el viejo y reaccionario patriarca en una época convulsa, de fuertes cambios en la sociedad, en general, y en el gusto del público, en particular.
La caída de la censura venía aparejada por la llegada de la explicitud a las pantallas.
Ali McGraw dice muchas palabras en la película que hubiesen estado prohibidas siete años antes. Tanto Nixon como su mujer aseguraron que "Love Story" les gustaba, pero se decían muchas palabrotas. En realidad, lo que se dice es poco más que shit y god damn it.
Poco a poco, y con el resonar del fenómeno sociológico, "Love Story" se convertía en la película más vista del año, mientras las plateas no paraban de sonarse las lágrimas y los mocos con la triste historia de "la chica que murió a los veinticinco años, la que adoraba a Bach, Mozart, los Beatles y a mí".
¿Y qué tenían que decir los críticos?
Los más optimistas la alabaron, Otras voces se prestaron a desenmascarar las intenciones.
"Es 'Margarita Gautier' con gilipolleces", se escribió. Y, por supuesto, Pauline Kael afiló el cuchillo desde el New Yorker: "uno de los más ineptamente fabricados éxitos de lagrimón y flemas".
Kael también vería en la actriz protagonista una de sus más naturales némesis y le dedicaría cosas como "la exasperante Ali MacGraw, ejercitando las ventanas de la nariz".
Los detractores de "Love Story" fueron cordialmente desoídos por las audiencias y la Academia se plegó ante el fenómeno, concediendo siete nominaciones al Oscar; entre ellas, mejor película, mejor director, mejor cazadora de borreguito y mejor ejercicio de ventanas de la nariz.
La reacción y la aceptación de unos y otros se entiende desde el momento en que se saca un vestido viejo en una sociedad que se piensa distinta y evolucionada.
El complaciente Hollywood contraatacaba con uno de sus melodramones de amor eterno y sanador y todos iban a verlo, cuando los jóvenes se suponían leyendo a Marcuse o revolcados en el barro de Woodstock.
Aún así, y como veremos, "Love Story" no contradice a su tiempo, es un fruto silencioso del mismo.
Pero entonces y, junto con la igualmente triunfadora "Aeropuerto", se consideró que el público no había mejorado en gustos como se creía, sino que, de hecho, se conformaba con lo mismo de siempre, más superficial y, a todos los efectos, peor.
El gato por liebre era quizá evidente y las declaraciones tanto del director como del guionista de que habían brindado una película tan elevada como sensible explican la reacción hacia la película, en su momento y a lo largo de los años.
Muchos lloran con "Love Story", pero mil más la odian a muerte. Es un clásico poco querido y mucho menos estudiado.
Fruto de su época, sí. Y silencioso, también.
Estamos en 1970 y, pese a todo lo que se vivía, Hollywood no había dicho ni esta boca es mía en cuanto a Vietnam.
Rectifico: sí lo había dicho, en 1968, con "Las Boinas Verdes", una épica militar dirigida por John Wayne, tan mentirosa y reaccionaria que hasta muchos de sus partidarios detestaron el resultado. Como muchos títulos de entonces, lo infamous estaba servido de antemano: en la última secuencia de "Las Boinas Verdes", el sol se pone por el Este.
Vietnam no se habló en las películas hasta que se acabó la guerra.
Pero sí se sentía. Y se sintió durante mucho tiempo, incluso de una manera tan implícita que evidencia la ley del silencio. Las películas de finales de los sesenta y principios de los setenta son muy pesimistas, y algunas son obvias metáforas de lo que sucedía, como "Danzad, Danzad Malditos", ambientada en un pavoroso maratón de baile de la Depresión.
Y "Love Story" también es una película de Vietnam, con dos símbolos claro: el conflicto intergeneracional y la muerte de la juventud.
Es la razón de que una película triste se vendiera tan bien. Era oportuna, se sentía.
Por un lado, el chico que se rebela contra un padre y no lo perdona. Por otro, la chica ansiosa por vivir, que, en un abrir y cerrar de ojos, acaba en un hospital por una enfermedad nunca concretada.
Se supone que es leucemia, pero, como tantos han señalado, Ali McGraw luce tan bella en ese lecho de muerte que digamos que, sencillamente, se la llevó Dios. Como parecía suceder con todos los soldados perdidos en la selva entre el síndrome y el olor a napalm por la mañana.
El tono mortuorio que preside "Love Story", que anuncia la muerte de su protagonista desde el principio, es lo que la convierte en una de esas películas de Vietnam donde la desastrosa guerra jamás se menciona.
A propósito, dato significativo: en los Oscars, "Love Story" fue vencida, de manera previsible, por "Patton".
"Patton" es una película de guerra que satirizaba, aunque terminaba por celebrar, al famoso general de la Segunda Guerra Mundial que gustaba más del resultado contundente que del rigor del procedimiento.
En una escena, abofeteaba a un soldado que se decía con estrés postraumático y le recordaba su deber. Patton era lo que nos faltaba ahora, expresó la Academia con ese premio.
La banda sonora de Francis Lai fue el único Oscar que recibiera "Love Story" y sonaba en las radios, sobre todo cuando le pusieron letra y la cantó Andy Williams.
Si "Love Story" podía ser considerada un paso atrás en las coordenadas de entretenimiento cinematográfico, brindaba cosas entonces novedosas.
Le entregaba el protagonismo y el corazón emocional de la película por completo a la nueva juventud, esa condenada a vivir en un mundo antiguo, gobernado por sus padres.
Los protagonistas no sólo follan tan ricamente antes de casarse, sino que aseguran no creer en Dios y de hecho, ni se casan por la Iglesia.
Aún así, no hay nada verdaderamente subversivo en lo que se cuenta y, por eso, a Nixon le gustó "Love Story" tanto como a América. Abría aguas para la llamada juventud nixoniana, que era romántica, deportista, doliente y, a pesar de todo, siempre con una sonrisa. La América de los Carpenters, de Bruce Jenner, de los Osmond y de los bailes de la promoción sin Carrie White invitada.
Para los que nacimos después de ese mundo y lejos de ese país, "Love Story" ya sólo sonaba en las cajas de música.
Como todo en "Love Story" y las viejas películas, el olvido se suplió con vagos legados que aparecían allí y allá. En la caja de música, la tonada oscarizada. Despierto hasta tarde, reaparecía la película en la madrugada.
Fue en una de esas madrugadas, más de veinticinco años después de su estreno, cuando la cacé y la vi.
"Love Story" fue una de las primeras películas sobre las que intenté hacer una crítica más elaborada y profunda, aunque, releyendo ese viejo documento mío, se nota, ante todo, la necesidad de enmascarar que me había gustado lo que debía odiar.
La tengo muy asociada con "El Valle de las Muñecas", quizá porque las vi en la misma época, tal vez porque tienen puntos de contacto.
Tres escasos años las separan. Ambas terminan con el personaje protagonista solo en la nieve. Las dos fueron unos éxitos pop tan desproporcionados que el público nunca recibió con tanto ímpetu el apelativo de "majaderos" y otras maneras de decir que tenían lo que se merecían. También son fruto de un Hollywood en recesión, que se apegaba a viejos sentimientos y, a la vez, quería ser moderno e inquieto.
El resultado es la inevitable cursilería. Y, con unos años encima, una cosa tan desfasada termina por despertar un gran atractivo.
"Love Story" tiene el sello de su época, no sólo en su temática, sino también en su estilo. Hay una secuencia en que los dos protagonistas retozan en la nieve con la musiquita como único sonido, que es el colmo de lo cursi, sí, y además, posee el tic preclaro de mucho cine de finales de los sesenta y principios de los setenta. Los zooms, los intentos de cámara al hombro heredados de la Nouvelle Vague, la sucesión de imágenes con intención pop.
Es un momento cinematográfico tan bastardo como valioso, porque parece enlazar la batalla en la nieve del "Napoleón" de Abel Gance con los vídeos ochenteros de la MTV. Es decir, el impresionismo, el arrojar imágenes porque sí.
¿Y qué hay del amor de esos dos tórtolos? ¿Se siente o no se siente? Calificada como vacía, simplona y procuradora de lágrima fácil, lo cierto es que "Love Story" hace llorar.
Y se nota como lo hace. Ahí está la clave del odio: la película manipula. Los protagonistas son demasiado buenos para sufrir así, entendemos.
En cualquier caso, ni fue la primera vez que Hollywood lo hacía ni la última, ni la peor.
Y hay un esfuerzo de sinceridad en algunos pasajes de la película, especialmente los protagonizados por Ryan O'Neal que, sin ser un gran actor, despliega esa mezcla de ternura y fortaleza, que me aún me hace temblar las patitas.
Muchos aseguran llorar con "Love Story" y, aún así, la detestan. Será porque es la definitiva chick flick o película para chicas, donde las emociones del corazón son considerada cosa débil por la opinión cinematográfica imperante, llevada, manejada y escrita por y para hombres aburridos. ¿Que "Love Story" no sea considerada un clásico de más altura la convierte en una víctima del machismo? La discusión está servida,
"Amar significa no tener que decir nunca lo siento", la frase emblema, el tagline, lo que le dice Jenny a Oliver en el momento donde Ali McGraw ejercita las ventanas de la nariz con mayor decisión.
Como la película, la frase tendría esa doble característica de inolvidable e infamous en el imaginario popular, y de hecho, Barbra Streisand se la repite en clave de humor - y guiño posmoderno - al mismo Ryan O'Neal en "¿Qué Me Pasa, Doctor?".
Él contesta, en esa ocasión, que nunca había oído nada más tonto en toda su vida.
Reconozco que la frase no la entiendo del todo, porque tiene una construcción muy complicada. Amar significa no tener que decir nunca lo siento. Dos negativas en una misma frase: mal.
Me consta que en las love stories reales, uno se vuelve muy británico en el sentido de que no se para de decir "lo siento". Mucho me temo que la frase de "Love Story" es más bien la cita vulgarmente inspiradora que todos se repiten con el día melancólico y nadie ha aplicado jamás.
¿"Love Story" es un clásico o merece el odio? Es la búsqueda de lo bonito y lo accesible en un solo producto, cosa muy habitual en el cine norteamericano desde sus inicios, y es clásica en el sentido de que es ingenua y, a la vez, está manufacturada. Es todo corazón y, a la vez, es puro pop.
También es un melodrama. Tardío y no demasiado arrebatado, pero melodrama. Desde que muchos entienden todavía que llamar melodrama es descalificar, pues ahí estará la disyuntiva.
Yo quiero a "Love Story". Sin mucha pasión, pero sí, la quiero. Debe recordarme a las historias de amor que nunca he vivido o a los cuellos de borreguito que jamás he abrazado. Quizá simplemente es una película, un icono, una sucesión de imágenes con intención, emitidas un día a mis sugestionables retinas adolescentes y repetidas ayer a mis nostálgicas neuronas treinteañeras.
Ya lo dije en cierta ocasión: el cine es el amor de mi vida. Y él y yo jamás tendremos que decirnos lo siento.
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