Diez de la mañana en la ciudad sentimental y entro en la Oficina de Objetos Perdidos.
- Hay cosas muy curiosas. Un cortacésped, una dentadura postiza. Incluso una lavadora que alguien olvidó en un taxi.
Todos los objetos perdidos esperan por alguien. Los juguetes, las maletas, los bolsos, los cascos de las motos, los móviles, las gafas, los paraguas.
- Sólo un 30% vuelve a sus dueños. El resto se destruye al cabo de los dos años.
La encargada leía una revista con el mentón apoyado sobre la palma de la mano. No levantó la vista al oírme entrar y su "buenos días" fue extensión natural de su aburrimiento.
Miré al atestado alrededor, que desprendía el olor de lo cerrado, lo envasado, lo olvidado, lo que se resiste dignamente a la podredumbre.
- Debería rendirse y pudrirse todo. Es donde está la dignidad definitiva. En saber morir.
Pero los objetos se saben perdidos, no olvidados. Alguien vendrá a por nosotros, se dicen así mismos, antes de que nos destruyan al cabo de dos años.
La encargada leyó mi carta, aquella que la Oficina envió.
"Le escribimos para informarle que documentación suya se encuentra en nuestro poder...", decía la carta.
La encargada se puso las gafas, mientras se daba la vuelta y caminaba entre las columnas de estanterías.
Al cabo de un minuto - uno de esos minutos inútiles que se sienten como horas -, apareció con mi objeto perdido, ahora devuelto a su dueño, un ítem que añadir al 30%.
- Aquí lo tienes - dijo, dejándolo como quien resopla sin ganas, mientras volvía a su revista, sin mirarme.
La cartera, envuelta en plástico, tres meses después de que me la robaran o la perdiera en la ciudad sentimental.
- Si supieras todo lo que ha pasado, querida cartera. Joder, la última vez que te vi fue la última noche que bebí alcohol. El próximo 9 de diciembre se cumplirán 4 meses de sobriedad... Quiero confesarte que recibí la notificación de que te habían encontrado hace 3 meses. No he venido porque he estado muy ocupado. Bueno, en realidad, porque esta Oficina sólo abre por la mañana y yo, a estas horas, no existo... Mejor volvamos a casa.
En el metro, sentado, desenvuelvo la cartera buscando la mancha de sangre reseca. Ahí está, ahí sigue. Debería lavarla, pienso.
La grabación megafónica anuncia las próximas estaciones de parada. Por primera vez en muchos años, la escucho. Cuando llegué a la ciudad sentimental, me parecía tan curiosa, me hacía gracia, la oía siempre. Ahora tengo que hacer un esfuerzo, el mismo que para mirar a la gente por la calle. Sólo camino y camino hacia delante, absorto, pensando en lo que voy a almorzar, la película que debo ver o las líneas que he de escribir.
Salgo del metro, calle arriba, a contracorriente, andando más deprisa que nunca.
Mi mirada evita la basura sin recoger - la huelga, dicen -, la gente que hace cola para el boleto de lotería, la que baja la cabeza, la que usa los carritos de sus hijos como escopetas para abrirse paso.
La que mira los escaparates sin entrar en las tiendas, la que pasa por las tiendas sin mirar los escaparates.
La que mira los escaparates sin entrar en las tiendas, la que pasa por las tiendas sin mirar los escaparates.
Tanta gente, quiero volver a casa. ¿Dónde está la tranquilidad? Necesito salir de esta ciudad.
Tantos años después, me he quedado sin aliento de pasearla, ya no oigo sus voces, ya no contemplo sus casas, ya sorteo sus caras.
La ciudad sentimental me parece una cuestión de cursilería, una enorme Oficina de Objetos Perdidos, donde yo soy un ítem, esperando que vengan a por mí, dos años antes de mi destrucción.
Ahora, en la calle, podría escribir mentalmente:
- El pueblo apresaba mi corazón. Esta ciudad me lo rompió en pedazos.
Pero soy justo y los músicos callejeros se muestran generosos con el lamentado corazón.
Suena el Canon de Pachelbel en plena calle ajetreada, como la mayor de todas las incongruencias. Como si la ciudad sentimental se mirase en el espejo y se viese bella, de un modo discreto pero innegable.
El sol se decide a asomar por el cielo, desafiando la bruma, retando la tristeza, y yo encuentro la tranquilidad dentro de la inquietud.
Reconozco todas las deudas que tengo con la ciudad sentimental, con la ciudad que amo y odio. Es el lugar donde me he hecho mayor, donde he aprendido a sangrar y cicatrizar.
La ciudad por la que paseo sin mirarla, intuyendo que es ella quien me mira a mí, cómo crezco, cómo la repudio a fuerza de haberla querido tanto.
Me reconcilio con la ciudad sentimental en la calle que se dirige a mi casa. Y sé que la reconciliación suena a despedida. La ciudad también lo sabe, pero se resigna. No tiene nada más que ofrecer. Me iré mañana o el año que viene. Antes de dos años, antes de que me destruya. ¿A Canadá? Últimamente, sólo pienso en Canadá.
En casa, saco la cartera del bolsillo y miro la gota de sangre reseca. Cayó de mi nariz frenética, en el baño de aquel bar, en una de tantas noches de desvelo. Cosas que cicatrizaron. Para que queden atrás, mejor destruirla. El objeto perdido acaba en la basura.
- Adiós, cartera. Lo siento.
Ya me compraré una nueva y procuraré no perderla en otra ciudad sentimental.
Me siento y redacto:
- El pueblo apresaba mi corazón. Esta ciudad me lo rompió en pedazos.
Pero soy justo. Lo borro inmediatamente y prefiero escribir la verdad.
- La realidad, como yo, es igual en todas partes.
Siempre tan justo en lo que se siente, en este caso, sobre la ciudad.
ResponderEliminarGracias, ¡¡¡saludos desde ciudad de México!!!
Precioso, dan ganas de seguir leyendo. Se hizo el miercoles mi dia favorito ^^ Besos
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