El primer día de clase, el Profesor se disculpó por el modo expeditivo con el que se dirigía a nosotros. Según sus propias palabras, nació y se crió en una casa cuartel durante el franquismo.
Yo, sentado, distraído, convencido de casi todo, no tenía ni idea de que me enfrentaba a lo más parecido al servicio militar que podría experimentar en mi vida.
El Profesor, protagonista de mi historia de hoy y protagonista de aquellos días, maestro y señor de un aula de Escritura Cinematográfica, me escogió como la diana de sus dardos desde el minuto cero.
Me dijo que era el peor de mis compañeros, me adornó con unos cuantos motes y no puedo recordar todos los insultos que me dedicó, pero lo de "cenutrio" y "loca" se me quedó grabado.
Si escribía algo y le parecía una mierda, lo manifestaba a voces y, además, lo recordaba durante toda la semana. Si una redacción le parecía pasable, respondía con un condescendiente: "No está mal, pero tampoco está bien".
Además de su voz ronca y su hostilidad verbal, también era un señor de imponente presencia física.
Por ahí aparecía en los pasillos, gordo y fuerte como un boxeador de los años veinte, con los brazos colgando estilo vaquero, bajo un sombrero negro y con un "Buenos días" en la boca que sonaba como un "Vete a tomar por culo".
Cada mañana, echaba una aspirina en su pequeña botella de agua, se rascaba la frente y empezaba a discursear.
Otras veces, decía que no tenía ganas de dar clase y ponía una película en blanco y negro.
Pese a la intensidad que me dedicaba día sí, día también - demasiada testosterona sin refinar para este glamouroso Montez -, nunca lloré ni me quebré ni abandoné el aula. Sí llegué a pensar para qué pagaba por sufrir en una clase.
Durante los primeros tres meses, todos los días tenía que ir al baño a cagarme vivo minutos antes de que entrara el Profesor por aquella puerta.
- ¿Cuánto tardas en escribir estas mamonadas, Montez? -. Era pregunta a las nueve de la mañana. - A ti te dijeron en el colegio que escribías bien y te lo creíste, ¿no?
Me llamó vago de mierda y cuando me dijo "tú no te enteras de nada" me hizo sentir más estúpido de lo que nunca me había sentido antes.
- Escribes con las piernas cruzadas, un pie pisando al otro. ¡Nunca he visto una cosa igual!
Ante el ataque, llegó la parálisis, pero preocuparme fue la manera de reaccionar. Luché por gustarle y, en el camino, lo conocí.
Era un hombre estridente y brillante, una colorida personalidad de un cine español que solía estar lleno de gente como él.
Alcohólico reformado, se confesaba un rotundo holgazán - "En eso nos parecemos, Montez" - y tenía follón para rato. Criticaba la escuela, la situación del cine español, la cultura, lo que aprendía la gente, lo que leía, lo que sabía de sí misma.
Al Profesor le gustaban las historias poderosas y amaba películas viriles como "On The Waterfront" o "El Hombre de Alcatraz".
Decía que el mejor cine era el cine mudo - "es acción pura, todo se inventó entonces" - y prefería pensar que el ser humano estaba más cercano al Elliot de Spielberg que al "Él" de Buñuel.
A veces, narraba cosas de su vida.
Recuerdo oírle un episodio horrible de su infancia en un colegio de curas. Uno de los curas le rompió una regla en la cabeza a un compañero suyo. El niño cayó al suelo, ensangrentado, con la expresión lívida, sin comprender el dolor.
- A lo largo de los años, todos los psicólogos me dijeron lo que debía hacer, pero nunca he sido capaz de perdonar ni olvidar a esos curas hijos de puta.
Después, el Profesor podía concluir muchas de esas historias con un simple:
- Todo lo que os he contado es mentira. Así se fabula, queridos. Esta es la lección de hoy.
Mañana tras mañana, la aspirina se disolvía y el Profesor la bebía, quizá lamentando que no fuera whisky.
Se miraba las uñas y, con esa voz pastosa y esa dentadura de malvado - es igual al Mike de "Breaking Bad" -, comenzaba sus clases.
- Hablando de manicomios, ahí es donde deberías estar tú - me dijo un día.
- ¡Y tú también! - le contesté.
- Yo ya estuve en uno, pero me echaron.
Oh, mi Profesor, éramos un dúo cómico, no me lo niegue.
Pasados los meses, intuyó que estaba trabajando duro y me dejó en paz, si bien sacaba el cuchillo de su verbalidad cuando lo consideraba oportuno. De reírse de mí, terminó por reírse conmigo.
Y trabajé tanto, que, bajo su mandato, desarrollé la mejor pieza de ficción que he escrito nunca. Trataba de un secuestro devenido en historia de amor. ¿Quizá una metáfora de lo vivido con mi Profesor?
Con mi Profesor, aprendí las lecciones que tenía que aprender. Si alguna vez quise correr en esto de la escritura, él fue la patada en el culo. Pagué por él y pagaría otra vez.
Aprendí que la única manera de mejorar es escribir todos los días. Que la escritura no es tanto cuestión de talento como de esfuerzo.
Un trabajo doloroso, un músculo a flexionar. Conformarse es el horror; revisar mil veces, lo justo y recomendable.
En la última clase, el Profesor hizo una ronda de opinión sobre el curso que habíamos hecho cada uno.
Ya nos llevábamos bien y hacía tiempo que no me imprecaba como un becerro, aunque nunca dejó de ser el mismo señor arisco y burlón.
- Y aquí está el canario que se atreve a decir que le gusta Douglas Sirk. Tu historia es muy buena.
Cuando llegué a casa, tenía un email suyo. Parco, pero sentencioso. En su estilo.
- Me ha gustado mucho verte trabajar este año - decía.
Aunque coincidiríamos un par de ocasiones después, siempre consideré ese email como el final de nuestra relación de maestro y alumno.
Un final relativo, porque todavía sigue presente, cuando escribo a lo cenutrio, cuando escribo a lo loca, cuando escribo como un vago de mierda, cuando escribo todos los días, bien abierto de piernas, bebido de esfuerzo.
Cuando escribo, el terrible y maravilloso Profesor está en mi mente y veo su linterna, en plena oscuridad de la escritura.
Ignoro qué opinaría de lo que escribo ahora, desconozco lo que pensaría ante lo que he escrito hoy sobre él, pero no esperaría menos ni desearía más que oirle farfullar:
- ¡Vaya mierda, Montez!
BRAVÍSIMO
ResponderEliminar¿Cómo se me pudo pasar este post? ¡Fantástico!
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