Thriller de telequinesias adolescentes y paranoias conspiratorias, "La Furia" es una película fascinante, insólita, loca de atar, cuyo atractivo es tan indiscutible como complejo de explicitar.
Y también díficil de defender ante muchos opinadores, que suelen citar esta obra como inefable ejemplo del cine de su director, donde el estilo gana sobre cualquier otra consideración.
En cualquier caso, pocos triunfos del estilo son tan triunfos como "La Furia".
"La Furia" es compulsión a los sentidos y se vive como un sueño, bebida del doloroso suspense que sentimos mientras dormimos. Ese estado en que lo imprevisible destila el último terror para trocarse en pesadilla.
Amy Irving y Charles Durning |
Basada en una novela de John Farris, adaptada para la pantalla por el
propio escritor, "La Furia" es una de esas raras ocasiones en que el
argumento es un desastre incomprensible, hundiéndose en el despropósito en más de una
ocasión, pero la experiencia fílmica brindada es tan redonda que no importa. De hecho, su ilógica deviene en estímulo.
"La Furia" llena los ojos, resuena en los oídos, arrebata la respiración.
Es un asalto al espectador como los que suele perpetrar Brian de Palma en sus mejores obras, entendiendo que el cine es, ante todo, impacto, poesía, violencia y romance.
Andrew Stevens como Robin |
"La Furia" nos relata la historia paralela de Robin (Andrew Stevens) y Gillian (Amy Irving), dos adolescentes con poderes mentales, que son requeridos y perseguidos por una organización gubernamental estilo CIA, que proyecta utilizarlos como armas.
El padre de Robin (Kirk Douglas) trata de rescatar incansablemente a su hijo de los malévolos planes, mientras entra en contacto con Gillian, a punto de ser absorbida por la organización.
Imbricada en miles de corrientes y sensaciones de la década de los setenta y, a la vez, especie de refrendo lujoso del más tradicional cine trash, "La Furia" también aspiraba a quitarse la espina de la precedente obra de Brian de Palma: "Carrie".
Así, se hereda
el asunto de la telequinesia destructiva contada como una rebelión
juvenil.
En este caso, dos adolescentes, que se entienden y sienten como
hermanos espirituales, desarrollan sus poderes como una extensión
metafórica de su despertar a la vida.
Podría decirse que son un par de
reprimidos sexuales que, para sazonar los
terrores de padres y tutores, se entregarán a la violencia y a la venganza.
Amy Irving como Gillian |
Se simbolizaba uno
de los temores magnos de la década: la sexualización teen entendida como una muestra de agresividad intergeneracional.
De ese modo, los dos chicos de "La Furia" son el alma de la película.
Son los que vivieron su infancia como un sueño tranquilo y plácido, entendido en playas lejanas y dormitorios confortables, para hacerse mayores y encontrarse con la opresión que sienten y el desencanto que conocerán.
El argumento conspiratorio, muy de moda en la época de las desclasificaciones documentales y el Watergate, mueve al relato, pero acaba enterrado y no sirve para nada en el clímax.
Éste se impone en términos melodramáticos, se llena de clichés freudianos y opera estéticamente bajo el prototípico escenario de "Vértigo", de manera sorprendente y estupefaciente.
Kirk Douglas como Peter Sandza |
El reparto elegido concurre a la fascinación, porque todos los actores incorporan versiones irónicas de sus personajes tipo.
Kirk Douglas camina como un Espartaco ajado, cansado, pero aún borracho de audacia y honor, para que toda su odisea termine bajo la luz de la decadencia de los viejos héroes.
Amy Irving, sonambulizada, poseída de ese sopor eterno en la mirada que llevan los adolescentes, parece despertada en la cama en la que gritaba en "Carrie"; ahora la telequinésica es ella.
La habitación de la última escena es idéntica, con la variación de que no entra una madre a consolar, sino un villano a violar.
Éste incorporado por John Cassavetes, que recupera la formidable cara de póker de "Rosemary's Baby"; en esta ocasión, manco y todopoderoso.
El final que se le reserva lo entra a hombros en el panteón de la inmortalidad WTF.
John Cassavetes y Amy Irving |
En todo caso, dentro del reparto de "La Furia", el más inolvidable es el actor a priori menos distinguido: Andrew Stevens.
Su físico All-American se deforma en subversivo giro, maquillado de virulencia, con ese ceño fruncido y esa sonrisa mueca, que resumen toda la corrupción inherente a un modo de vida, a un modo de chico, a un modo de represión.
Su reaparición en el tercer acto pone en guardia, y la imagen imborrable de "La Furia" sucede cuando rasga el brazo del sofá mientras su padre y Gillian van acercándose.
Como película inconfundible de De Palma, la devoción a lo hitchcockiano borbotea, pero también aparecen, más que nunca, otras influencias que han llenado al director, sobre todo en esos primeros y fructíferos años.
En "La Furia",
están las deudas con Ken Russell, el cine de género italiano de los
setenta e incluso Ingmar Bergman, además de la citada reimaginación de
la tramoya del trash norteamericano.
La personalidad propia del cineasta se asiste en sus constantes básicas, casi prístinas en 1978, como la súbita entrada de esas largas secuencias a cámara lenta, donde la acción se desgrana, paso a paso, gesto a gesto, escalón a escalón, para hacerla más desgarradora e intensa.
La mirada de Brian encuentra la belleza en el rostro de los actores colocados a distinta distancia, en las escaleras mecánicas de los centros comerciales, en los paisajes urbanos y sus grandes edificios, en los ojos emocionales, en los contrapicados vulgarmente wellesianos.
Y en todas las formas de la violencia.
En su momento, "La Furia" era considerada un shocker de pronóstico, por sus buenas dosis de cuerpos sangrantes y sadismo fílmico.
Otra corriente a la que ampararse: el espectador es masoquista, bien lo habían expresado "El Exorcista", "La Profecía" o la misma "Carrie".
Como éstas, lo perturbador e innovador era otorgar la categoría de verdugos endemoniados a los personajes más jóvenes del drama.
Perturbador, innovador y también liberador.
Hoy "La Furia" no resulta el impactante gorefest de 1978, pero dotada de esa condición onírica, es aún aterradora.
Su cinematicidad es lo primordial, pero no es la única clave del atractivo. "La Furia" tiene dos ingredientes que se suelen olvidar en la creación de muchas obras artísticas: el enigma y la malicia.
He aquí pues una pieza muy enigmática y rebosante de malignidad y extraña hermosura, como si, antes que ejemplo de narrativa thriller, fuera insólita muestra de poesía thriller.
Hasta su título es poderoso, obsesionante, depredador.
Se aventurará que "La Furia" no es cosa de todos los gustos, pero sí asunto imprescindible para los que precien de ser atrapados por semejante espectáculo setentero de telequinesia, sueño y cine.
Tal como la cuentas, haces que le entren a uno ganas de verla...
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