Dicen los sabios que toda historia merece una conclusión.
Tantas noches, buscaba esta segunda parte, este regreso, este final. Lo buscaba a él, sin querer, sin atreverme a confesarlo.
Oh, Dios, sí que lo buscaba. Y, cuando había perdido la esperanza - ¿se pierde alguna vez? -, en el momento en que me había resignado a otra noche de copas, de bares, de empujones, de mirarlos a todos, de no mirar a ninguno, allí reapareció.
El chico de la habitación de hotel, casi un mes después de conocerlo.
- Hola, Jose - me dijo.
Si lees con suficiente atención este blog, sabrás quién es el chico de la habitación de hotel. Si no, podría hacerte un rapídisimo Previously, on Montez' Anatomy.
Tenía su vida en tres o cuatro maletas, venía de Panamá, pero era español. En realidad, no se consideraba de ningún sitio, porque jamás había vivido demasiado tiempo en algún lugar para considerarse de allí. Qué triste, ahora que lo pienso.
Nos conocimos, nos gustamos, nos besamos, fui a su habitación de hotel en Gran Vía.
Nos acostamos, me mordió la oreja para desayunar y yo no le di el teléfono con la intención de darle un final redondo a la historia, sin una segunda parte que desbaratase el encanto.
Pero las historias de la vida se resisten a que uno las escriba con la destreza de un autor.
Y yo, que había decidido no ir más allá de aquella mañana, me encontré pensando en él a la semana siguiente, dónde estaría, qué tal andaría por Madrid, si querría volver a verme.
Esa historia merecía una conclusión. Merecía otra conclusión.
Pasó un mes, decaída la esperanza, invadida la resignación, y las noches se sucedían sin ton ni son. Negaré que lo buscaba con la mirada y mentiría. Mentiría como un bellaco.
Y, de repente, va el tío y aparece.
Cuando cruzamos las miradas, cuando me dijo "Hola, Jose", disimulamos la alegría, quizá la satisfacción. Él olvidó con quién estaba hablando en ese momento. Yo no supe de nadie más, sólo él, él, él. Por fin, por fin, joder, por fin.
- Estoy en otro hotel ahora - me contó - Pero mañana me mudo a un piso.
Dijo que apenas había salido de noche, que se estaba habituando a Madrid y no le era fácil. Problemas, estrés, la búsqueda de casa, toda la mierda cuando aterrizas en un lugar extraño.
Él me contaba, yo preguntaba, pero sólo pensaba en si podía besarlo o era muy pronto. Las distancias de la educación agotan la vida.
El bar cerró a eso de las tres y caminamos en busca de otro. Paseamos, fumamos y me preguntó porqué me fui la otra mañana sin darle mi número de teléfono.
Todas las veces que me imaginé el reencuentro, había pensado en responderle a esa pregunta con una media sonrisa, decirle que nunca daba mi número. Vestirme así de conquistador de bellos donceles, nada fácil de conseguir y ponerse de reto, que es lo que les gusta a los hombres, lo que les despierta interés.
En cambio, me rendí, fui sincero y le confesé que me arrepentí en el instante en que salí por la puerta.
Llegamos a la entrada de un local abierto, pero prefirió mirarme y me preguntó si quería ver su nueva habitación de hotel. Ahí sí le respondí con una media sonrisa.
Nos subimos a su coche, puso el último de The Killers en la disquetera y todo era un a pedir de boca de los que bajan del Cielo.
Motivado y tranquilo me sentía. Dejarse llevar, nada que preocuparse. A disfrutar.
El vestíbulo del hotel se recorría a sí mismo con recepciones, sofás de una pieza y ascensores que brillaban como si fueran la plata que mueven esos ejecutivos que lo pisan una y mil veces. Allá en Azca se erigía, donde están los negocios y el entretenimiento de los trajeados.
Me miré de reojo en el espejo del ascensor, mientras nos besábamos. Calma, Josito, estás delgado, estás radiante, estás guapo.
Y también pensé: De hecho, eres mucho más guapo que él.
En la habitación, él se desabrochaba los puños de la camisa con pulcritud. Doblaba la camisa tras quitársela y la ponía con sumo cuidado sobre la cómoda.
Entonces pensé que haría ese proceso suave y lento también para peinarse.
- Pocos chicos se peinan con tanto ahínco y les queda tan mal, mi pobre - me dije.
La habitación era el doble que la anterior, como dobles eran las esperanzas.
La cortina cubría el gran ventanal, que daba a un triste aparcamiento. Mejor no descorrer la cortina, sólo la habitación.
Mientras él estaba en el baño, me tendí en la cama como si fuese mía.
Regresó desnudo, se puso encima y los caballeros de verdad no dan detalles de lo que pasó a continuación.
Él terminó, yo no tanto.
Me quedé en la cama, mirando a algún punto impreciso de la habitación, mientras oía el agua corriendo en el váter.
La música de fondo se arrancaba por Adele.
"¿Adele? ¿En serio?", pensé, "Esto parece una película sobre Josito Montez, más que mi vida de verdad".
Yació a mi lado y, tal como lo recordaba, se quedó dormido como un tronco, mientras una chispa de duda mordió mis labios.
No podía conciliar el sueño, y en el duermevela, lo busqué entre las sábanas y las horas para refutarlo como aquel quien había reimaginado durante un mes.
- Quiero dormir un poco más - me dijo.
- Eres un aburrido - le contesté.
Y me dormí, en plena mañana. Dormí y soñé. Soñé tan profundamente que soñé que estaba en una cama.
Pero la cama de mi casa, sobre la que sonaba una música como un sonsonete lejano, repetitivo, acechante. Un latido extraño.
A mi izquierda, mi amiga Lidia, sentada, como velando mi sueño, tecleaba en su Iphone y me decía y repetía:
- Tarjetas de visita, Josito.
Me enseñaba sus tarjetas, pero no podía leerlas bien. Escudriñé los ojos.
- Creí que tu negocio era otro.
- ¡Es este! ¡Es este! - insistía ella, para volver a despistarse en su Iphone.
El hombre de la izquierda se desesperezó y dio la vuelta. No era el chico de la habitación de hotel. Era Woody Fox, que hizo un ronroneo, balbucéo algo en acento australiano y me besó.
- Eres tan, tan, tan guapo - le dije con desesperación, como si me quitara un peso de encima - No sé si es por el pelo. O por la manera en que cierras los ojos cuando besas. Besas como si, de verdad, lo sintieras.
El teléfono sonó como una alarma y me sobresaltó.
Me incorporé de la cama. Todavía soñaba.
Caminaba por el largo pasillo, mientras atendía la llamada. Era un señor que quería hablar conmigo, me llamaba por mi nombre completo.
- ¿Quién es usted?
- Ayer le fui a entregar un paquete a su domicilio - me decía - Y usted dudó de mis credenciales.
- Lo siento. Tenía que preguntar.
- Llevo muchos años en esta profesión para que duden de mí - reprochaba, imprecaba, demandaba mi atención.
Yo sólo quería volver a la cama.
- No le oigo bien. Lo siento.
No le oía bien, pero no lo sentía. Sólo oía la mañana, ya en el mediodía en la habitación de hotel.
Desperté. La luz de una mañana gris, casi opaca, se presentaba de entre las cortinas.
Una mañana fea. Y yo miré a mi compañero de cama, al chico de la habitación de hotel, tan recordado, tan añorado.
Entonces fue cuando pude decirme a mí mismo lo que no había sido capaz durante toda la noche.
- Este tío no me gusta nada.
Me preocupé, intenté volver a enterrar la certeza, me eché la culpa a mí mismo, por ser demasiado friki, por mi dificultad de sorprenderme ante los hombres de la vida real, por ver demasiado porno, por la frialdad crónica, por desear lo que quizá no exista.
Pero no habia mayor verdad que mi imitación, que las ganas de volver a verlo, que la necesidad del final feliz.
No me paré a mirarlo para comprobar si me gustaba. En cambio, sí que me detuve en mi reflejo en el espejo para averiguar si podía encantarle a él.
El error de siempre, la inseguridad del proverbio.
Me miré en el espejo también mientras me duchaba esa mañana, contemplando mi cuerpo con más atención de la que había prestado al suyo, casi enamorado de mí mismo.
Seguía imitando a la vida cuando lo besé a los buenos días.
Esa pulcritud. Algún día me colocaría como una de sus camisas. Para después, para mañana, ahí, callado, quieto, limpio, donde te vea.
Los hombres como él son un rollo. Sólo demuestran pasión en el mismo instante que van a calzártela. De resto, parece que nada les motiva lo suficiente, ni un plato de comida, ni un mísero partido de fútbol, nada. Sólo respiran, se peinan mal y doblan camisas.
Esa mañana era la prueba evidente, a mostrar en el juicio sumarísimo de mis existencias.
- Si era el hombre de mi vida, miembros del jurado, ¿por qué dormí hasta roncar cuando estaba a su lado? ¿Por qué me imaginé en otro sitio, con otro, en un hogar, lejos de allí, con el futuro impreso en tarjetas de visita, con el pasado sonado en llamadas por contestar?
El sueño me contó al oído que las habitaciones de hotel son imitaciones a las habitaciones.
Nadie puede hacerlas suyas jamás. Son estancias de paso, que se resisten a sí mismas, que viven inasequibles a cualquier tentativa de hogar. Lejanas, frías, con cortinas que tapan vistas a aparcamientos, esos otros emblemáticos lugares de tránsito.
La habitación del regreso era el doble de la anterior, más lujosa, más prometedora. Una segunda parte, con mayor presupuesto. ¿El resultado de la secuela? Decepcionante.
Miré por la ventana y, a lo lejos, vivía y soñaba la parada de metro.
Él se preparaba para la mudanza, colocando la ropa con esa pulcritud irritante y ese pelo de cursi.
Se acabó la habitación de hotel, pensé, mañana tendrá una casa, nunca volverá a ser el chico de la habitación de hotel.
Como la definitiva ironía, antes de irme, le doy mi número de teléfono. ¿Quién me entiende? Tal vez, fue por educación. Quizá, por vanidad, por mirarme al espejo una última vez.
El beso de la despedida y la puerta se cierra entre los dos para que él desaparezca.
Entro en el ascensor y busco el modo de contarlo todo en un miércoles de blog.
El recibidor me dice adiós, la calle me presenta a la mañana indecisa, la parada de metro es el destino tangible, cercano, sin ninguna duda. A casa.
Camino y tarareo: Without love, you're only living an imitation, an imitation of life...
Imprímase The End sobre esa imagen de la película de mi vida, porque dicen los sabios que toda historia merece una conclusión.
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