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miércoles, 31 de diciembre de 2014

Sucedió En 2014


2014 empezó hace mucho tiempo. Sucedió en un amanecer frío, despertado en un parque, bajo la copa de un árbol, yo, escondido ahí, junto a otro chico con el que acababa de compartir algo más que una conversación. 
Primer drama: no era el hombre con el que quería estar. 
Sucedió en La Laguna, mi ciudad natal, de vacaciones navideñas para ver a la familia. Unos días y volvería a Madrid. 
Entonces todo era aquel chaval de Polonia, que había conocido en Chueca unas semanas antes de la Navidad. No paraba de pensar en él, porque era lo último que había sucedido en el año anterior. Y, allí, en aquel parque, en aquel frío, me prometí:
- No creo que vuelva mucho por La Laguna. Tengo que hacer un plan para no tener que volver. Tengo que irme de España.
En aquellos primeros días del año, vi una película que se titulaba como el brindis que hacía su actor protagonista, el incomparable Fredric March. Se prometía en matrimonio y, consciente de que iba a ser un desastre, decía:
- Alegremente, nos vamos al infierno.


Merrily, we go to hell. Go to hell significa irse a la mierda en una traducción más precisa. 
Así, que alegremente tomé muchas decisiones y levanté la copa, sin calcular dónde pisar el embrague y cómo pisar el freno para no cruzar la línea. En aquellos entonces, yo no sabía nada del freno ni del embrague. 
De vuelta a Madrid, volvieron las mismas complicaciones de siempre, el similar estrés y otro descorazón más a la abultada lista de descorazones. El chico polaco me volvió loco lo justo y necesario para que no hubiera grandes esfuerzos por mi parte por conocer a otro más en todo 2014. 
Agotado de los síes y los noes, los parece que síes y los parece que noes. Ducha de agua fría era el caballero de la Europa del Este en cada una de sus apariciones, pero igual de helado que su país era ese agua que caía en pleno enero en todas mis duchas. El termo, otra vez, roto. 


Comencé a soñar con una ciudad eficiente, limpia, dinámica, con trabajo para todos, que me sacara de la alienación en la que se había convertido mi vida madrileña. Y el sueño se hacía exponencial a medida que pasaban los días.
Días de 2014, cuántas cosas pasaron en ellos.
Me enteré que mi vecino era actor porno gay, que no había mejor manera de empezar el día que con las locas noticias de El Mundo Today o que servidor guarda un sospechoso parecido con el actor del cine mudo Richard Barthelmess. 


De pronto, 2014 se conjugó con Londres, con ilusiones, con sombras en la caverna, con pasos hacia adelante. Por fin, tras años de apatía, recibía el saludo de los demás ante mi propia acción. Oh, qué intoxicante fue, qué exacerbador de emociones. 
Si hay algo que he aprendido este año es que cuando todos estén de acuerdo en que es una buena idea, yo debería hacer exactamente lo contrario.
Mucha gente fue a la guerra por hacer caso a sus amigos.


Alegremente, borré todos los subtítulos de las películas para aprender más inglés, mientras regresaba el agua caliente, literal y figuradamente.
Por fin, llegó el día.
Ir a Londres y volver ha sido, sin duda, el acontecimiento de mi 2014, porque narré el antes, el mediante y el después con todo lujo de detalles en el Facebook; la ilusión, el desconcierto, la decepción. En realidad, fue sólo un mes y medio. Nada en comparación con más sucesos, más eventos del año.
Mientras estaba en Londres, me llegaban noticias de partidos políticos nuevos que llegaban para quedarse, de reyes que dejaban la corona en sus primogénitos, de fotos filtradas, de escandalosas revelaciones.
A través de esos parques que parecían producidos por David O. Selznick, caminando por esas calles llenas de comercios en cadena, pasé de la fascinación a la indiferencia en cuestión de una semana. Alegremente, me había ido a la mierda. Porque aquello era justo lo contrario a lo que yo estaba buscando. Y lo que buscaba, queridos seguidores de mi 2014, era detener el grado de estrés que llevaba arrastrando años. Ejem, ese lugar no es el indicado.
Lloré, pero no por nada de lo que me había sucedido - en realidad, nada malo pasó-, sino porque había caído en la trampa de cambiar de marcha sin pisar a fondo el embrague. 
Entonces, no sabía nada de marchas. Sólo que había saltado hacia delante sin saber y aquello era una Nada bien grande. 
Inservible como todas las nadas y agotadora como la peor de ellas.


Alegremente, a la mierda. El plan abortado como la ley del ministro dimitido. 
Is it alright, now that you got what you want?, me cantaba la ELO en los auriculares, allí en el metro, en el autobús y en todos aquellos eternos, adocenantes viajes en el transporte público. La realidad es igual en todas partes, concluí, pero hay sitios en los que es más coñazo que nunca.
Me cansé de dar explicaciones, de pedir afirmaciones ajenas que jamás llegaron y, en el momento más crítico, me pasé los dedos por el cabello mientras me duchaba y oh, terror, se me estaba cayendo el pelo.
Hice las maletas y volví a La Laguna, porque no tenía ganas de hacerme viejo. 
- No creo que vuelva por aquí. - había dicho en enero. En junio, me tragué las palabritas, una a una.
En 2014 me tragué más palabras. Dije que no necesitaba un smartphone y ahora me cuesta entender cómo pude vivir tanto tiempo sin uno. Repudiaba los ebooks y ese Kindle me ha acompañado tantas y tantas veces.
Los subtítulos volvieron, las lecturas regresaron en español. Cuando subí al avión y oí nuestro idioma, por fin, la calma. De vuelta a casa. Sin pensarlo, porque sí.


"Llego con muchos planes, muchos objetivos, muchas cosas que contar", dije al aterrizar. En realidad, estaba pendiente de lamerme las heridas y ordenar la testa. 
Entonces me di cuenta que no sólo tenía que curar ese mes y medio en Londres, sino los diez años en Madrid.
Había pasado mucho tiempo fuera. La salud regresó, el pelo paró de caerse. En verano, encontré la paz necesaria, la comodidad después de años de caminar, caminar, jamás llegar a fin de mes y frustrarme, frustrarme. 
La vida en las grandes ciudades es morderse la cola, es aislarse, es ponerse triste porque sí. Y, en estos tiempos que corren, más que nunca.
Tal vez, un tiempo había terminado. Probablemente, no me quedó otra.


El terror a volver a meterme en una casa con mi familia se disipó pronto, quizá por armarme de paciencia como reflejo instintivo. 
Ahí siguió veloz el 2014, con sus imputaciones por las mañanas, con sus violaciones falsas al alba, con las caras comparadas de Renée Zellweger por las tardes, con la tristeza profunda del perro que asesinaron por aquello del Ébola y la enfermera en las noches de desvelo.
Dimisiones, famosas en la cárcel, una lista inacabable de fallecimientos. Se murió la Temple, se murió el Rooney, se murió la Bacall, se murió la Rainer. Y también el gran maestro de todos, Gabriel García Márquez, y el pequeño maestro mío, Juan Miguel Lamet. 
El año era intenso, lo sabía mientras lo estaba viviendo. Semanas que parecían vidas, donde aprendía y rectificaba al mismo tiempo. En las que creía tener la solución y luego hacía un pfff de contrariedad.
No ha habido recetas que funcionaran ni conclusiones de las que vanagloriarse en este 2014. 
Sólo lo he bailado y ahora saludo al final, con el sombrero de copa al aire.


Dos cosas fueron decisivas a lo largo del verano. Leyendo "El Manantial", de Ayn Rand, comprendí la importancia que le estaba dando a la opinión y aprobación de los demás. No sé si lo he conseguido por completo, pero aseguro que es donde más lejos he llegado en este año. Me importa un huevo como norma general.
Y, en "Mamma Roma", esa frase que dice la Magnani: "Como acabes, es culpa tuya". De nada ni de nadie más. 
Contó mi existencia y la de tantísimos. Años elaborando listas de a quiénes echar la culpa, cuando sólo hay que hacer listas de maromos, películas por ver y nuevas heridas que lamer.


Será por Ayn Rand pero acabó mi verano con la victoria de los objetivos, eso que está tan de moda ahora. 
No hay trabajo, así que márcate objetivos tales como saltar a la comba o recitar el alfabeto cirílico con un chupa-chups en la boca. Qué triste evangelio ese. Oh, dame trabajo y acaba con este sufrimiento.
Mis objetivos han sido aprender a conducir e ir al gimnasio, dos cosas que nunca pude hacer en Madrid, porque era altamente improbable que agarrara un coche en plena metrópolis y altamente imposible que me llegara el dinero para costearme autoescuelas y centros del culticuerpo. 
Los imaginé como los dos objetivos a cumplir para salvar el honor de este 2014, pero me ha dado por pensar que lo hago porque lo hago, porque está bien y porque sí, y no para colocarme medallitas, ni decir "mira, mira, con lo inútil que era, ahora cambio a tercera con soltura y hago lumbares desafiando el vértigo".
Como dije el otro día en Facebook, este año brindo porque demostré mi propia incapacidad para hacer muchas cosas y me alegro, porque no me perdí a mí mismo ni caí preso de los cantos de sirena. Brindo por lo que no hice, porque lo que no empecé y por lo que dejé a medias. Detesto el "tú puedes", sí.
Cuán de moda ha estado el podemos y otras formas de posibilismo en 2014. Yo puedo hacer unas cosas, y otras, no. Es la certeza en un año sin verdades absolutas.


Y, oh, los dos empujones que he recibido este 2014.
Uno, de un tipo que estaba de jefe de voluntarios en un festival al que me apunté en Londres, y el segundo, del brutísimo monitor de mi primer gimnasio.
En las dos ocasiones, fue como salirse de la escena y mirarla atónito. En las dos ocasiones, sonreí por no llorar, me di la vuelta y no volví. Lo que me arrepiento es haber dudado de si debía haberlo aguantado.
Sucedió en 2014, cuando pensaba que estaba en el camino y, algo, de repente, me decía que no andaba bien situado. Me volví loco un segundo, lo resolví al siguiente, regresé a mi carril.
No está mal dejar las cosas, abandonarlas, decir que no las vas a hacer porque no quieres, porque no son lo tuyo, porque no te dan la puta gana, pero lo apropiado es saltar de inmediato a otro quehacer, sin perder el empuje, sin dormirse. Y, así, me falló el primer gimnasio, acerté de lleno con el segundo.
Me fallaron muchas ciudades, pero caí en una que es mi casa, con todo lo que significa. Y volver ha sido bueno, ha sido triste, ha sido alegre. 
Alegremente, guardé la maleta y dejé que cogiera polvo. 
Volver a casa ha sido reencontrarme con muchas cosas, claro. Algunas que no puedes recuperar porque el tiempo pasó, otras que hablan de las limitaciones de este lugar - ¡¿dónde coño están los bares de maricones?! -, aunque el regreso ha sido beneficioso para mi salud, mi tranquilidad y el inevitable ajuste de cuentas conmigo mismo.
Y siempre he tenido el cine y las series, desde "Lo Importante es Amar" hasta "Johnny Apollo", desde "House of Cards" hasta mi maravillosa revisión de "Doctor en Alaska". Pantallas hermosas de mi vida.


La continua vivencia de experiencias no es tan decisiva como el provecho que se saque de ellas y me atrevo a decir que, en este 2014, tremendo él, el año y yo nos hemos entendido a la perfección en ese sentido. 
Lo empecé echando un polvo en el parque y lo termino aprendiendo a aparcar en cuestas. No sé si me gusta la progresión, pero me divierte muchísimo. Porque la vida me sorprende, tanto para bien como para mal, y. en todos los caminos que he recorrido, no he perdido la capacidad de llorar, ni de desesperarme y ni confiar en un mañana mejor, más emocionante, acompañado de un caballerete que me adore y un montón de dinero con el que disfrutar de lo lindo.
Lo único que me cuesta ajustar del 2014 es lo intermitente que se ha vuelto mi publicación bloguera. Los viajes y los súbitos cambios de horario han sido letales y seguros propiciadores de bloqueos creativos. Cuando vuelvo a estas letras, es cuando me doy cuenta de lo mucho que lo echo de menos y de lo tantísimo que hace por mí. 
Es un lujo que me entrego, es otra casa a la que no paro de volver. Y, en este último retorno, han regresado también las buenas visitas. Aquí y en El Tercer Secreto. Es el auténtico broche de oro de este 2014 de idas y venidas.


Escribir, escribir. Dudo de todo en este Fin de Año, pero escribir una novela sigue siendo el axioma. ¿Era ese el único objetivo? ¿Era ese el lugar al que tenía viajar? Claro que sí. Brindaré por más palabras, por mejores éxitos, brindaré por hacer lo que realmente quiero hacer. Lo que sí puedo. 
Amigo, me voy de 2014 sin planes laborales, sin encantos sentimentales y sin un duro en el bolsillo. Todo lo que le pedí al año no lo conseguí, pero logré tantísimo a cambio. 
Viví y no imité a la vida más de lo necesario. Conocí compañeros de piso que se convertían en amigos y me recordaban que ser sociable y encantador no me cuesta nada.
Lo conté todo en Facebook y lo seguiré contando. Todo sobre Madrid, Londres, La Laguna, las tres ciudades. Y todo sobre mi búsqueda, pasándome de la raya o quedándome corto, sin controlar el vehículo del futuro, mientras las cosas simplemente suceden y me enseñan el valor con el que me voy a otro año: la paciencia. 
Sucedió en 2014, el año en que conseguí despertarme antes de las doce todos los días, apretar el acelerador de mi existencia y echarme en el sofá a ver otra película sin temor de ser juzgado por nadie. 
A 2015 no le pido nada, sólo más vida. Como toda la que me ha ofrecido este maravilloso, terrorífico 2014. 
Alegremente, me fui a la mierda, pero, coño, qué gran año. 


Y, para ti, querido lector, mi amor por tus ojos atentos ha sido la constante, lo que permanece tal y como estaba hace doce meses.
Feliz Año Nuevo, y ahora alzo la copa por ti y por un saludable 2015 que nos mantenga juntos y, sobre todo, revueltos.

martes, 16 de septiembre de 2014

Retorno Al Pasado


Janine Turner es uno de mis temas de conversación favoritos. Hablo de la actriz que interpretó a Maggie O'Connell en "Doctor en Alaska", la serie que todos veíamos a mitad de los noventa en las tardías noches de La 2. 
Janine ha participado en muchas cosas antes y después de "Doctor en Alaska", pero es el único papel de renombre, quizá por demasiado memorable, tal vez porque la suerte no siempre se repite. 
Además, en aquella época ser una actriz venida de Catodia era una maldición difícil de quitarse si se quería transitar a prados más ambiciosos.


Si recuerdas a O'Connell, era aquella mezcla de Katharine Hepburn, Amelia Earhart y la novia perfecta de los noventa. Icono de feminismo de andar por casa, que agarraba un avión con la misma destreza que ponía a caldo al doctor Fleischman, tensión sexual de por medio.
Ahora, el susto. ¿Has visto a Janine Turner recientemente? Bien podría ser la peor pesadilla del personaje que le dio fama.
La cirugía ha sido terrible y su urgencia por convertirse en una muñeca rubia, cada vez más basta, se ha compaginado con su proclama como una de las voces mediáticas del rancio republicanismo de su país.
Ahí se la ve, vestida de vaquera, radiando su programa de opinión, fichando por el Tea Party o haciéndose íntima de Sarah Palin. Por lo alaskeña, tendrán mucho de que hablar.


Bien sabe Janine que la gran mayoría de sus fans lo siguen siendo por el legado de la inmarchitable "Doctor en Alaska" y ella, enterada, se presentó hace relativamente poco en el lugar de rodaje original de la serie, donde permanecen los icónicos letreros. 
Allí se grabó Janine, para volver al pasado. Ese donde la televisión nos la contó como otra mujer distinta.


Te preguntarás, ¿a qué viene ahora hablar de esta acabada? 
Yo también he vuelto al pasado. El otro día nombraron a Chris Stevens en el Facebook y, ay, me entró la nostalgia. 
Me puse el piloto de "Doctor en Alaska" y me la estoy viendo entera. Los que la hayan disfrutado saben que es difícil resistirse. Esa serie es un lugar especial en la memoria y es cosa del corazón: la atmósfera y el tono que tienen son tan únicos como narcóticos. Es una serie con la que apetece envolverse. Dan ganas de vivir en ella.
He vuelto a Cicely, con el doctor neurótico, la secretaria india, la Miss Paso del Noroeste, Holling Vincoeur, el astronauta retirado, el mestizo cinéfilo, la decidida aviadora y, sobre todo, el cañonazo de macho que se las gasta de locutor de radio.


La serie conserva la frescura y la transgresión que la hicieron célebre, aunque es tan inconfundible desde la sintonía de apertura que devuelve inmediatamente al tiempo en que la emitieron, a la programación de la cadena donde la pasaron y al niño de ojos abiertos que la veía en aquella época.
De repente, el pasado. 
En los últimos días, veo un capítulo de "Doctor en Alaska" a la noche y después una película que se emitió en Cine Club, ya sea "La Calle del Delfín Verde" o "The Band Wagon". 
Agudo ataque de nostalgia el mío.


Cualquiera pudiera verme como el Doctor Fleischman que llega desde una gran ciudad a un sitio pequeño y pintoresco y se resiste a avanzar. Quiere aferrarse al ayer, a su identidad, a lo que solía ser. 
Esa necesidad de conservar, en función de recrear lo vivido, ocupa todo un episodio, donde el Doctor Fleischman se agobia porque ya no recuerda Nueva York y empieza a recolectar cosas emblemáticas de la metropólis. Finalmente el tiempo está doblegando sus recuerdos y éstos se disipan. La vida presente pide paso. 


Recuerdo ver ese episodio de adolescente y ya entonces me sentí identificado con ese momento Peter Pan.
Eso de pensar que el año anterior había sido especial por algún motivo y querer recrearlo, oliendo los mismos aromas, oyendo las mismas canciones, poniendo las mismas películas. Nunca daba resultado. Las épocas pedían personalidad propia y terminaban por imponerse.
Ahora, tantos años después, he intentado hacer lo mismo. Pero no me aferro a la gran ciudad, ni a los tiempos inmediatamente anteriores a mi partida hacia ella. He intentado volver mental e instrumentalmente a las noches de cuando era un niño crecido, aquejado de los dolores del crecer y el sopor de la pubertad, con pocas obligaciones, responsabilidades y una despreocupación total por el futuro. Un televisor encendido, un montón de películas por descubrir y "Doctor en Alaska", claro.
También he buscado por las estanterías los viejos libros de entonces - aquellas ediciones maravillosas de Anaya de los mejores clásicos - y me he puesto a leer "Secuestrado", de Robert Louis Stevenson, colocándola al pie de la cama como hacía tantas lunas ha.


¿Con qué sentimiento he querido conectar? Al busca del tiempo perdido, queridos. La inocencia, la pureza, la susodicha despreocupación, la posibilidad de empezar de cero. 
Quizá enmendar todos los años que he pasado lejos de casa, haciéndome mayor, en remotos barcos pirata. Ahora necesitaba cuna y el abrigo de las cosas que me rodeaban entonces, esas que dejé atrás, algunas sin finalizar. Nunca acabé de leer "Secuestrado" y jamás he visto completa la última temporada de "Doctor en Alaska".
Con "Secuestrado" sobre mi pecho, ayer me quedé dormido en una siesta tonta. Cuando desperté, parecía tener la sensación de que lo había conseguido. Ahora La Laguna, la ciudad donde nací, era el mismo lugar de donde nunca me había ido. 
Era todo mi mundo, era grande, lleno de avenidas y posibilidades. Los once años que había permanecido fuera eran un sueño neblinoso, una interrupción que sencillamente desaparecía en el duermevela.
Ya no había miedo ni arrepentimiento. Ahora era yo, ahora era el ayer.


Puse otro episodio de "Doctor en Alaska". Ahí salieron Ron y Erick, los gays de la serie. 
Para el juicio de ahora, es una imagen bastante normal, pero me sobrevino el profundo impacto que significó ver a esa pareja por primera vez. 
Recuerdo que quería apartar de la mirada del televisor y taparme los oídos de lo que el reaccionario Maurice opinaba sobre ellos. 
La mayoría de los episodios los había olvidado. Ese estaba ahí, en la recámara, listo para ser disparado. 


Seguía con los vestidos viejos, retozando en la nostalgia, y recordé un reportaje de la serie en una revista de cine de 1994 ó 1995. 
De hecho, ese reportaje fue la primera vez que vi nombrada "Doctor en Alaska" en algún lado. 
Así que, esta tarde, busqué entre archivadores que olían a década y amarillo. La revista era Fantastic Magazine, una especie de alternativa desenfadada a Fotogramas. 


Lo que más me gustaba de ambas y leía con especial fruición eran las críticas y avances de las películas que iban a emitir en Televisión Española, porque eran las que más posibilidades tenía de ver. Y, sí, ya por entonces me gustaban más los clásicos que los últimos estrenos. 
En la sección televisiva, también se anunciaban las series que debías ver, como "Urgencias", "Expediente X" y, por supuesto, "Doctor en Alaska".
Esta tarde encontré el reportaje en la vieja revista y las fotos estaban ahí, tal y como las recordaba. 
Pasando las páginas hacia atrás, me encuentro con un test que hacía la revista. Una encuesta para enviar por correo y así conocer el perfil, gustos y opiniones de los lectores. Yo no la envié, pero sí la rellené. En edad, estaba escrito: "13 años".
Las respuestas eran las de un niño intentando ocultar que lo es. En esa edad, es lo acostumbrado. Otras eran sinceras. Yo era así cuando respondía "libros y compact-discs" cuando el test me preguntaba qué iba a pedir por Reyes.
Pero entonces leí la respuesta más tremenda, el auténtico viaje al pasado. El cuestionario decía "¿Y qué deseo muy especial le vas a pedir al nuevo año?".
Y yo contestaba: "Una novia".


La segunda reacción fue reírme, porque, pasando las páginas de la revista, vi muchas fotos de caballeretes a las que dediqué más de una masturbación por aquellos tiempos.
Pero la primera e inmediata reacción fue sentir lo que sentía con trece años escribiendo esa respuesta. La traición del que no sabe que se está traicionando. El niño, ahí, de verdad. 
El pasado glorioso nunca lo fue. Ahí estaba, en una simple respuesta que te cuenta lo doloroso, lo oscuro y lo indefenso que era el ayer. 
No hay que subestimar el tiempo, no hay que rechazar las experiencias, no hay que desvivirse por lo que ya se vivió. 
Los seres humanos colocamos nuestros recuerdos en un museo, donde ponemos lo bonito y lo valioso, lo favorecedor y lo heroico en primer plano, dando sentido a nuestras existencias en función de un relato ordenado y coherente.
Dejamos atrás aquellas torpezas, aquellas contradicciones, aquellos pasos en falso y aquellas cosas que olvidamos. El museo de lo hermoso y el desván de lo mohoso. 
No renegaré de los veinte años que han pasado desde que compré esa revista y contesté ese cuestionario, bien lejos debe quedar esa época donde Ron y Erick eran una cosa extravagante, imposible, misteriosa.
Porque la vida ha sido la luz para mí y no le cambiaría ni una coma. 
Bien lo enseña Gatsby, no se puede repetir el pasado. Sólo brindar porque fue quien nos trajo hasta aquí.