miércoles, 31 de octubre de 2012

Tarde de Miedo


Ignoro qué clase de infancia habéis tenido, si estas cosas sólo pasaban en mi colegio, o si lo que voy a contar también te ha sucedido a ti, en otros tiempos, en otros escenarios, con otros elementos. Pero supongo que a todos os habrán llevado de excursión en vuestras escuelas.
En mi colegio, íbamos en autobús hasta el monte una vez al año; desde primera hora de la mañana, nos bajábamos en algún parque natural, de los que frecuentan senderistas, familias domingueras o amantes furtivos. 
Ese día, era para nosotros solos.
Hacíamos casetas, jugábamos y, a la hora indicada, comíamos de tuppers y papeles de aluminio. Los profesores cuidaban a lo lejos y decían "nononono" cuando algún chaval se ponía especialmente temerario.
Por la tarde, volvíamos a casa, excitados y llenos de tierra, pidiendo a nuestros padres volver pronto al monte y así recuperar las casetas que habíamos hecho. 
Nunca volvíamos.


Era un día extraño, donde lo cotidiano se rompía y, de enseñarte a ser una persona civilizada en el aula, te soltaban en el bosque. Nosotros corríamos como perros; con la lengua fuera, confiados, asustados.
Aquella tarde, en lo alto, divisamos una casa. 
Más bien, era una casucha y, ahora que la recuerdo, debía ser muy pequeña. Tal vez, sólo un abandonado puesto para los guardabosques.


Recuerdo las grietas de las paredes, la pintura vieja, todo sucio, abandonado desde antes que existiera ninguno de nosotros.
Y recuerdo la herrumbre de los barrotes de la ventana. La ventana, aquella ventana. Tan alta que sólo el más trepador, el que no tenía miedo, pudo subirse y mirar hacia el interior. Lo llamaré Niño Fantasioso.
El Niño Fantasioso aseguró que, dentro de la casa, había una mujer ensangrentada en una bañera y un hombre muerto. O que la mujer estaba loca, con los ojos inyectados en sangre, y él estaba afilando cuchillos. 
No me acuerdo bien de la historia, pero sé que la cosa estaba entre un hombre y una mujer y que había locura, sangre, muerte y una bañera sucia.
Los demás dijimos que se lo estaba inventando. Pero la duda es poderosa en los niños, sobre todo, cuando alguien intenta convencerles de algo, como cuando se les dice que existen los Reyes Magos o que siempre serán felices.


Avanzábamos y retrocedíamos ante la sombra de la casa, mirando la ventana herrumbrosa, a cuya altura nadie podía llegar sin trepar. Tirábamos piedras, intentábamos oir a través de la pared, aunque nadie se atrevía a tocar el pomo de la puerta.
El Niño Fantasioso aseguró que debíamos permanecer en silencio, porque quienquiera que estuviera dentro - ensangrentado, con sus ojos de locura, muerto, vivo, hombre, mujer -, saldría a por nosotros. Lo llamamos mentiroso, tiramos más piedras, corrimos hasta los profesores.
Un profesor se acercó, miró por la ventana y dijo que no había nada. Pero nuestro compañero siguió insistiendo, diciendo a nuestros oídos que sólo él podía verlo, que lo que ocurría dentro se había ocultado a los ojos del profesor. El profesor era el mismo que nos había soltado como perros en pleno bosque y debía ser el mismo que nos estaba mintiendo.
Al atardecer, el autobús arrancó, partimos y la casucha quedó atrás, entre el olvido y la memoria.
 La ventana herrumbrosa por donde jamás miré y nunca miraré. Ahora por tan alta, sino por lejana.


Tengo la teoría de que el cuento del Niño Fantasioso pudo nacer de la sensación respirada tras un suceso real.
En aquel monte, merodeó un asesino suelto que, aprovechó un permiso penitenciario para escapar y sembrar el pánico. 
Durante su fuga, mató a un matrimonio de turistas alemanes. A él lo golpeó con una piedra en la cabeza. A ella la estranguló con una media. 
Las noticias dijeron: "Ellos suplicaron por su vida, él no tuvo compasión".
Se escondió en cuevas, casi se muere de hambre y todos decían que lo habían visto, en patios traseros, trampeando por la carretera o disfrazado en Carnavales. O que habían divisado el humo de una de sus hogueras.
La policía lo cercó finalmente en un escondrijo. Él, un hombre que no tenía nada, ni compasión ni futuro, salió escopeta en mano, intentando suicidarse sin éxito, para ser abatido finalmente por la Guardia Civil.
Como esas cosas nunca ocurrían por allí, el suceso se vivió y contó como una crónica de patetismo, que daba cierta risa.
Pero fantasear con ese monte asesino, lleno de casuchas donde la sangre y la locura miraban a los niños, apareció en el alma de aquella tarde, mientras tirábamos piedras. 
Tirábamos piedras contra esas noticias que nos decían que este mundo no era un lugar seguro.


Algo sucedía allí dentro, nos dijo el Niño Fantasioso. 
Quizá, pensaba en el asesino del monte. Quizá, había visto la escena que describía en alguna película de terror, alquilada en el vídeoclub por un hermano mayor. 
Él no era como yo; no tenía miedo a las películas de miedo, no pasaba por sus imágenes con los ojos cerrados, ni siquiera tenía miedo a inventarse el miedo. Pero algún temor debía tener para querer transmitirlo a los demás e insistir tanto.
Pocos años más tarde, el Niño Fantasioso fue el primero que vio películas porno, el primero que se masturbó, el primero que fumó. Y, además, era el que tenía la polla más grande.
Se buscaba todos los problemas y pudo acabar muy mal, quizá como el asesino del monte. 
El Niño Fantasioso hoy es policía y lo tengo agregado al Facebook.


Si le preguntara ahora por la bañera, la loca y la sangre, él me diría que se lo inventó todo. Que no había nada ni nadie dentro de la casa. Pero yo no quiero respuestas. Me vale así, me gusta de ese modo, en el misterio, tal y como quedó cuando el autobús arrancó y nunca volvimos.
¿Será que me gusta tanto la ficción porque me mantengo en contacto con mi niñez? La infancia era aquel lugar donde las cosas que no existían o nunca sucedieron tenían el mismo valor que las demás.
Hoy le preguntaría al Niño Fantasioso si se hizo mayor y si tiene miedo de lo mismo que yo. 
Le preguntaría si ha hecho la lista de Raymond Carver, el gran escritor que escribió el famoso poema "Miedo", desgranando todo aquello a lo que temía. 
Muchos escritores solemos imitar ese poema, como ejercicio. 


Así, yo podría decir que tengo miedo a las ratas, a mi hermana, a los locos, a volverme loco, a la pobreza, a que me corten la polla.
Miedo a cada línea de este post, a no gustarte hoy, a no gustarte mañana. Miedo al día que considere que el suicidio es una buena idea.
Miedo a la revolución, a que las cosas no cambien, a demostrar cobardía. Miedo a la violencia, a que ésta llegue a parecerme oportuna. Miedo a que ahora toquen a mi puerta.
Miedo a no encontrarte nunca, my love. Miedo al día en que vea la vejez en el espejo, miedo a esa cara del médico. Miedo a tu funeral.
Miedo a la muerte. Miedo a perder el control, la memoria, el sueño, la esperanza.
Miedo a la muerte.


Mi amigo, mi inolvidable Niño Fantasioso, donde quiera que estés, tal vez de patrulla por alguna ciudad, en busca de asesinos, mujeres ensangrentadas y gente que no dice la verdad. 
Refresca ahora tu Raymond Carver, porque crecimos desde aquella tarde de miedo, porque seguimos siendo los mismos, porque tú y yo no hemos parado de temblar en esta vida.
Como niños, como perros, con la lengua fuera, confiados, asustados.

martes, 30 de octubre de 2012

El Dios y El Hombre


Genial, ególatra, perfeccionista hasta la pura obsesión, Laurence Olivier se convirtió en el actor más aclamado del siglo XX.
Lo cambió todo en la profesión, a fuerza de pisar las tablas de los teatros, de mirar hacia el alma de las cámaras y de reflejarse en espejos de trágicos, cómicos y tragicómicos.
Con la belleza de los hombres del ayer, esos cuya presencia, voz y elegancia enamoraban para siempre, Laurence Oliver seducía desde la profundidad de su mirada hasta el inconfundible hoyuelo de su barbilla. 
Su estilo intrasferible se encontraba en algún lugar entre la calma y la pasión, entre la elegancia y la furia. Pero el verdadero secreto de su talento permaneció inasequible para sus compañeros de profesión, para sus alumnos, para sus espectadores.
Como toda grandeza, otorgada, conseguida, discutida, arrancada a mordiscos, dilatada durante tantísimas décadas, al final siempre reinó la insatisfacción de aquel que sólo quería más y más.
En sus últimos años, le confesaría a su hijo Tarquin que consideraba su carrera como un fracaso. "Mira a Cary Grant, él sí es un ejemplo de triunfo".


Fue Laurence, Larry, o Kim, como lo llamaba su padre, el estricto sacerdote anglicano, que le procuró una dolorosa educación en la religión y la represión para luego lanzarlo al mundo. 
El padre de Laurence Olivier asumió enseguida que su hijo era un gran actor y lo animaría con decisión.
Durante los primeros años treinta, la carrera del joven Laurence empezó a cuajar en las tablas londinenses, si bien los entusiasmos se harían esperar.
Quizá sólo hizo falta ese espinazo de envidia que permite a los grandes hacerse mejores. Sucedía en una producción de "Romeo y Julieta". Se alternaba los papeles de Romeo y Mercucio con John Gielgud; éste recibió mejores críticas que Laurence.
Fue el primer estallido de divismo de Olivier, que irritado, criticó el estilo de interpretación de su compañero, una costumbre que mantendría durante toda su carrera profesional.
Entre el Broadway neoyorquino y el Old Vic londinense, continuarían las obras, se sucederían los éxitos, se escribirían las críticas, cada vez más unánimes, cada vez más seguras de la llegada de un shakespeariano de pro.


Por aquel entonces, Laurence estaba casado con Jill Esmond, también joven talento en ciernes.
El matrimonio, condenado por la infelicidad y la decepción, apenas fue una nota triste en la biografía de Olivier. Ella se diría resentida y abandonada, ese vestíbulo ignorado en la carrera de un astro.
Sin embargo, su hijo en común, Tarquin, y el respeto mutuo los mantuvo unidos por un hilo, delgado pero fuerte, durante todas sus vidas. Ella nunca lo olvidó y no faltó a su funeral.
Pero la mujer decisiva en la vida de Laurence aparecía en las bambalinas, con su mirada fuerte y distraída. Una criatura felina y frágil: la loca, la maravillosa Vivien Leigh.

Con Vivien Leigh

Cuando ambos se encontraron y se enamoraron, entre telones y estrenos, con la promesa del éxito más cerca que nunca, fue entonces cuando comenzó todo para Larry.
Él decía odiar el cine, pero Samuel Goldwyn se las apañó para que Laurence corriera a la llamada de "Cumbres Borrascosas", donde interpretaría, por supuesto, a Heathcliff.
Con Merle Oberon en "Cumbres Borrascosas"

Vivien hizo las maletas y se presentó en Los Angeles. Quería a Larry, pero también quería el papel de Escarlata O'Hara. Consiguió las dos cosas.
Al año siguiente, Laurence Olivier y Vivien Leigh eran celebridades conocidas internacionalmente. Ella se alzaba con el Oscar, mientras él era el misterioso, bellísimo Maxim de Winter para la "Rebeca" hitchcockiana.

En "Rebeca"

Olivier le pedía el divorcio a Jill Esmond. Ésta se lo negó, aferrada a su dignidad, pero finalmente cedió. Laurence se casó con Vivien Leigh, inaugurando veinte años de amor, infelicidad y locura.
Los brutales cambios de humor de Vivien, sus inexplicables arrebatos, sus larguísimas depresiones; todo tenía el diagnóstico del desorden bipolar. En aquellos tiempos, ese trastorno no recibía ningún tratamiento efectivo, por lo que Vivien aseguraría tormentas, infidelidades y la necesidad de ser continuamente cuidada.
"La perdí en Australia", diría él, país donde se embarcaron en una gira ruinosa y ella acabó encaprichada de Peter Finch.
Un día, le decía a Larry que lo quería sólo como un hermano. Otro, que no podía vivir sin él. Al siguiente, no se acordaba de nada.
"A pesar de todo, todavía le quedaba la inteligencia de ocultar su enfermedad mental de todo el mundo, menos de mí", escribiría él en su autobiografía.
Laurence se llevó la peor parte y la acabaría abandonando en 1960. Ella quedó destrozada, él lleno de culpa de por vida.


Y mientras transcurría la vida, o a costa de ella, Laurence Olivier encadenaba noches de estreno, ovaciones y reputaciones delante y detrás de las cámaras.
Su habitual reticencia por el cine, que le llevó a rechazar muchos papeles y boatos de estrella, se terminaba cuando dirigía tres adaptaciones del Bardo: "Enrique V", "Hamlet" y  "Ricardo III", protagonizadas por él, cómo no.

"Enrique V"

Aclamadas como una lectura tan rigurosa como innovadora de las obras de Shakespeare, Olivier trasladó la tramoya teatral hasta unas películas de gran hermosura, donde hoy se puede recuperar aquello que decía cierto crítico: "Olivier dice las palabras de Shakespeare como si las estuviera pensando".
Sin embargo, nada fue fácil para Laurence Olivier. Tanto por su legendario carácter como por la escasa confianza que suscitaba su figura en muchos empresarios, se las vio y deseó para financiar sus proyectos más ambiciosos.

Con Claire Bloom en "Ricardo III"

Pauline Kael aseguró que el fracaso de su proyecto de trasladar "Macbeth" al cine demuestra a la perfección la perversidad de Hollywood. Quizá, lo demuestre más que los productores decidieran que no era un protagonista con el suficiente caché estrellístico para "Seconds" y lo reemplazaran por Rock Hudson.
Laurence Olivier era una estrella extraña; un hombre venerable del que nadie dudaba, pero nunca suscitó los histerismos del más tradicional star-system. Quizá, porque no había nada vulgar en Larry, ese lado terreno, sencillo en que el público del cine gusta de asirse.
El ejemplo de la inadecuación hollywodiense de Olivier aparece prístinamente en "El Príncipe y La Corista", donde Marilyn Monroe le roba la función desde el primer momento.

Con Marilyn en "El Príncipe y La Corista"

En Londres, más indiscutible, Olivier sería llamado como fuerza viva en la creación del National Theatre, donde vetó a los que envidiaba y tuteló a nuevas generaciones, que, aterrados y hechizados por él, crecieron artísticamente al ritmo que marcaba. Entre ellos, se encontraban nombres tan queridos como Maggie Smith o Anthony Hopkins.
Para el cine, todavía cumpliría el sueño de trasladar uno de sus éxitos teatrales más resonantes, "The Entertainer", donde había coincidido con Joan Plowright, tercera mujer, madre de sus tres hijos menores y finalmente, su viuda.

Con Joan Plowright

Su relación con los nuevos actores fue previsiblemente tensa y criticó duramente el Método que popularizaría el Actors Studio. Sonoras fueron sus burlas en el rodaje de "Marathon Man", al presenciar la ordalía de preparación a la que se lanzaba Dustin Hoffman.
"La interpretación es una técnica... ¿Pero un método? Creía que cada uno teníamos nuestro propio método", aseguró.
La interpretación, la interpretación, ¿acaso hubo algo más, algo mejor para Olivier?
Todos sus hijos lo llamaron distante, indiferente, un hombre al que se veía más afectado cuando no tenía trabajo que cuando sucedía algo en la familia.

Oscarizado "Hamlet"

Hacia los años setenta, cundió la preocupación por sus finanzas y heredades, y Laurence comenzó a aceptar papeles que, en otros tiempos, hubiese rechazado de plano. 
Se le vio en todo tipo de empeños cinematográficos y televisivos, junto con aplaudidas, aunque puntuales, vueltas a sus amados teatros. 

Con Dustin Hoffman en "Marathon Man"

Se hacía el momento de dejar paso, de recibir todos los jubileos, de oír las palabras de aquellos que se prestaban a calibrar su importancia. 
Recibió un Oscar honorífico entre los aplausos de aquella industria hollywoodiense con la que siempre mantuvo una relación fría y poco fluida. Dio un discurso extraño y balbuceante, como si el gran actor de repente sufriera de pánico escénico. Pero ya no tenía nada que demostrar. 
Brillante, digno y respetable en todo lo que hizo, Olivier fue despidiéndose de la vida. 
Murió en 1989, a los 82 años.


Su autobiografía se consideró incompleta, censurada y aligerada ante las súplicas de Joan Plowright, así que restó vía libre para el escrutinio y la opinión sobre la vida personal del insuperable papá de la dicción exquisita y la emoción segura.

"The Entertainer"

Su presunta bisexualidad ha sido festín favorito de los biográfos no oficiales. 
Desmentida por su viuda y su hijo mayor, la chismología nos cuenta datos que apuntan a un Larry "excéntrico", socorrido adjetivo para definir a los artistas que mantenían esporádicas relaciones homosexuales en tiempos pretéritos.
Él había contado en sus memorias la traumática experiencia de su primera noche de bodas, donde fue incapaz de rematar la faena con Jill Esmond, lo que prácticamente asentó el tono amargo de ese matrimonio. Olivier dijo que su reprimida educación religiosa era la respuesta a esa dificultad sexual.
Pero levantar la ceja de escepticismo, como hacía Larry en sus interpretaciones, es lo apropiado.
Se cuenta que estuvo involucrado sentimentalmente durante muchos años con el actor cómico Danny Kaye, aun estando casado con Vivien Leigh.

Con Danny Kaye

Otra leyenda recurrente dice que su amigo David Niven lo sorprendió, desnudo en la piscina y besando a Marlon Brando.
Que los dos mejores actores del mundo y, además tan tíos buenos, se hubieran liado más que una cuestión de verdad o leyenda, parece un sueño erótico con el que dormirse todas las noches.
Sólo el Cielo lo sabe.
Laurence Olivier es de esas personalidades tan fuertes, de tantísimo alcance, pero rodeadas irónicamente por el simple enigma, por la verdad de que nunca se les conoció en absoluto como personas. Qué querían, qué deseaban, hacia dónde se dirigían; ni los que estaban a su alrededor podrían contestar.


Y el divo aún se sentía fracasado en el último momento, tal y como confesaba a su hijo Tarquin, como si todavía le faltara otro telón, otro aplauso, otro epíteto a su exacerbada gloria. 
Pero su legado se cuenta por sí solo. 
Sir Laurence Olivier dejó su propio nombre tallado en ese tótem que eleva su sombra sobre todos los que pisan las escaleras de los teatros con intenciones de gloria interpretativa.


Fuera el mejor o no, la corona siempre fue suya. Y quizá lo siga siendo.
Sospecho que estas excelencias tan rotundas son irrepetible cosa de otros tiempos.

lunes, 29 de octubre de 2012

Mejor Vendido


Toda vida encuentra su imitación en el arte. Y todo arte encuentra su imitación kitsch.
La literatura lo tiene en el bestsellerismo, o todos aquellos fenómenos editoriales donde la función del entretenimiento prima sobre el valor artístico de la obra.
Es difícil definir qué es un best-seller y qué no lo es; en cualquier caso, si aquel abogado de la Corte Suprema estadounidense dijo aquello de "Sé lo que es pornografía cuando la veo", podríamos decir que se sabe que es un best-seller cuando se lee.
Entre los habituales cocineros de best-sellers, se viven todos los matices del gris, desde aquel que sabe escribir y ofrecer novelas más que dignas hasta el fariseo al que podríamos cortar las manos para que no vuelva a tocar un teclado en su vida.
En todo caso, el bestsellerismo podría entenderse como la literatura de masas, que tiene la misma función para un lector que lo tendría una canción pop: la atracción inmediata a través de un mensaje pegadizo, sencillo, sexy.
El lenguaje asequible y un universo de identificaciones simples se encuentran entre las estrategias de éxito, pero el marketing desplegado será lo decisivo para ese triunfo.
En resumen, los best-sellers son las novelas recomendadas por la vecina, pero nunca avaladas por el crítico literario.

"Los Juegos del Hambre"

La literatura explotativa tiene su origen en el propio inicio del mercado editorial, y a ella, se adosa toda la tradición de folletines, pulp fictions, novelitas rosas, sensacionalistas y/o pornográficas, que consolidaron un submundo editorial sumamente atractivo para los cazadores de la cultura basura.
La sigilosa escalada de novelas trash a los más altos escalafones de venta tiene que ver necesariamente con la llegada del consumismo.
Las novelas trash se llenaban de lujo y excepción, cuando, en el fondo, han seguido siendo las mismas y cumpliendo su tradicional cometido.

"Gigante"

Para venderse, para confundir al público, los best-sellers suelen llenarse de presunción, de cursilería; así, muchos viven trufados de romanticismo barato, de filosofía de baratillo, de vano historicismo. Parecen oro, pero plata no son. 
Entre los vicios bestsellerescos, se encuentran sus excesivas longitudes - confundiendo tamaño con importancia -, su escasa sutileza y la vacuidad que desprenden.
En realidad, estas novelas no cuentan nada nuevo ni cambian al que lo lee, incluso aunque lo entretengan y lo emocionen. Por ello, serán olvidadas.

"Imitación A La Vida"

Porque los best-sellers harán mucho ruido y se venderán como rosquillas, pero desaparecen.
Es el caso de autores como Harold Robbins o Fannie Hurst, vendídisimos en su momento; hoy nadie los recuerda y sus obras viven en la descatalogación, siempre pendientes de alguna anecdótica reedición.
Aún así, su carácter coyuntural les ha concedido un interés sociológico e histórico en retrospectiva.
En "Imitación A La Vida", pueden rastrearse antiguos modelos de género y raza, mientras "Los Insaciables" tuvo una importancia significativa en la "revolución sexual" de los sesenta, con su pionera descripción de una fellatio.

"Los Insaciables"

Para Hollywood, han sido un postre demasiado suculento para negárselo a sí mismo, y sus agendas de adaptación están bien al corriente de toda saga libresca que venda más de lo que la sensatez dicta.
En el fondo, adaptar el libro de moda siempre ha sido más fácil y menos riesgoso que abordar una venerable obra literaria. Y, de hecho, muchos de los esquemas profundos del cine norteamericano están impregnados de ese tipo de historias.
Por ejemplo, el romanticismo aligerado y basuresco de las novelas femeninas más exitosas de principios del siglo XX serviría de base a la tradición del melodrama de Hollywood, que importaba sus modelos argumentales fundamentados en el exceso y el estereotipo, sus protagonistas de nombres rimbombantes y sus básicas artimañas de emoción.
"La Calle del Delfín Verde"

El cine norteamericano escribiría muchas páginas de su Historia precisamente con la adaptación de un best-seller: nada menos que "Lo Que El Viento Se Llevó". 
La edulcorada visión de la Guerra de Secesión escrita por Margaret Mitchell supuso un impacto de largo alcance, al conectar su nostalgia de otros tiempos con una época tan transitoria y conflictiva como la década de los treinta. Fue la primerísima vez que el clamor popular pidió película expresa; Hollywood aceptó el reto y ganó.
"Lo Que El Viento Se Llevó" fue un fantasma de dedos alargados para ese mismo Hollywood, que buscaría sin tesón una novela parecida para crear una película parecida. 

"Lo Que El Viento Se Llevó"

Tras la colección de películas río, basadas en inacabables novelas de pioneros y damas sureñas, el cine dio la bienvenida al libro escándalo, iniciado y avivado al calor de la década de los sesenta.
Los favoritos a adaptar fueron Harold Robbins y Jacqueline Susann, confeccionadores de best-sellers picantes, horteras y chismosos. En esencia, solían ser una colección novelada de cotilleos de Hollywood y la jet-set internacional, con los nombres de los protagonistas convenientemente cambiados.
En los albores de la prensa rosa, supusieron todo un éxito, también por su lenguaje procaz a la hora de narrar coloridos actos sexuales.
Las adaptaciones hollywoodienses optaron por integrar los candentes argumentos en sus coordenadas de melodrama clásico. El resultado del híbrido fue tan explosivo como lamentable. 
Aún así, películas tan hilarantemente malas como "Los Insaciables" o "El Valle de las Muñecas" arrasaron. A los films se contagiaba el propio marketing editorial que implican los best-sellers, donde el autobombo está por encima de lo que realmente se vende. 
Otros dijeron aquello de que el público recibe justamente lo que se merece.

Jacqueline Susann y las chicas de "El Valle de las Muñecas"

La relación entre las novelas de entretenimiento y el cine ha sido irregular, pero generalmente fuerte y mutuamente beneficiosa.
El triunfo de una adaptación cinematográfica puede servir de dinamizadora a una carrera literaria, asunto que se ha vivido desde Stephen King hasta Anne Rice, pasando por J.K. Rowling. 
Por ello, y más en los últimos tiempos, los best-sellers se construyen implícitamente con la mira de ser convertidos en guiones para películas y series. Cualquier escritor con sentido del dólar sabe que debe labrar el camino para que la novela que redacta sirva de abono para Hollywood.
Se encuentra hasta en George R.R. Martin y su saga de "Canción de Hielo y Fuego", best-sellers fantásticos cuya calidad se encuentra por encima de la media, pero donde lo destacable es su condición, secreta pero evidente, de provechosa Biblia para una serie de televisión. Tal como ha sucedido.


Sea cual sea la canción, cántela usted bien, sea lo más sublime o lo más tonto. Y ahora nos irrumpen fenómenos editoriales cuyo atractivo es el magno misterio.
Ya no se ponen en juego las intenciones comerciales, sino la dudosa capacidad de dedicarse al oficio. En este mundo patas arriba, parece una nueva plaga biblíca que muchos escritores triunfantes no sepan ni escribir.
Es triste que la terrible Stephenie Meyer se haya convertido en lectura de cabecera para toda una generación de adolescentes, pero más que Dan Brown lo haya sido para tantos adultos. Y no sólo por su ínfima calidad, sino por lo ínsipidas, amorfas, nada sorprendentes, escasamente carismáticas, totalmente estafantes que resultan esas historias.
El cine, como los lectores, no ha discriminado y ha hecho sus habituales confecciones cinematográficas, taquilleras, plúmbeas, descartables.
En comparación, aquellos Robbins y Susann, tan cuestionados en otros tiempos, parecen unos literatos de mucho postín. Eran unos trileros, pero, al menos, tenían ese sentido de la prosa y esa perversión que ha de tener todo el que quiera dedicarse a la ficción.


Si hay que acercarse con curiosidad a toda manifestación cultural, independientemente de su trascendencia, bien es cierto que, en la cosa pop, no debería usted perder el tiempo. Una serie cuenta lo mismo que cualquier best-seller, quizá de manera más entretenida, y no hay dolor.
En otros tiempos, sin tantas ficciones televisivas, sin acceso directo a la pornografía, el consumo de best-sellers calentitos estaba más que justificado. Pero ahora es una total farsa, la imitación de la imitación, sobre todo, porque cada vez son peores, más cursis, más viles.
Inscribidlo en mi lápida: leer un pestiño no es leer.


Y todavía se da otro paso hacia al abismo con "Cincuenta Sombras de Grey", firmado por una tal E.L. James, señora que se está haciendo de oro con una saga que no satisface ni siquiera a los que suelen disfrutar con los best-sellers.
Bajo la apariencia de infalible erotizante femenino, se vende el best-seller definitivo: no sólo es una mierda, sino que encima aburre. Cincuenta toneladas de basura.
Es la victoria de la nada, repetida desde el instante en el que no se para de hablar del libro y se sigue vendiendo, a pesar de haberse demostrado probadamente que no sirve ni para matar el rato dignamente.

Borreguismo

Es el traje nuevo del emperador, con el que Hollywood también corre a vestirse.
Ya busca a Christian Grey como buscó a Escarlata O'Hara; quizá también se imponga la sorpresa con el candidato finalmente elegido, como ocurrió en 1939. 
En todo caso, ser el protagonista de la adaptación de una novela de éxito ya no es vía directa ni al Oscar ni a la inmortalidad, sino al encasillamiento, al descrédito y a un bonito Razzie. 
Para ser sincero, he escrito todo este post sólo para decir lo siguiente: mi querido Henry Cavill, mantente lejos de esa epidemia.

viernes, 26 de octubre de 2012

"Carrie"


 "Carrie" es una obra maestra.
Como toda obra maestra, es una pieza visionaria, de múltiples lecturas, llena de valores cinematográficos y de incalculable influencia en la ficción audiovisual posterior. Y, como emblemática película de los años sesenta, resulta difícil clasificarla.
En "Carrie", se agolpan el melodrama gótico, el cuento de miedo y la sátira social, para narrar la cautivadora historia de un personaje único: una niña marginada y humillada que encontrará la oportunidad de vengarse.
Basada en la primera novela de Stephen King, "Carrie" recurría a dos escenarios tan cotidianamente norteamericanos como absolutamente terroríficos: el high school y la casa de una fanática religiosa.


En ellos, se desarrolla el relato de Carrie White, la incomprendida, la sobrante, la pobre niña introvertida, que se pone el pelo en la cara, anda deprisa y pasa desapercibida, mientras su adolescencia parece no terminar nunca; en realidad, descubrimos que ni siquiera ha empezado.
Aunque se apellide "Blanca", su color será el rojo. Su pelo, su piel, su sangre menstrual y también el color favorito con el que teñir su primer y último baile de la promoción.

Sissy Spacek como Carrie White

Bajo la batuta de Brian de Palma, en la película irrumpen lo suntuoso y la devoción por lo hitchcockiano, motivos tan propios del director, que contrapuntean la evocadora historia y le otorgan toda la perversidad necesaria.


Ahí está el siempre sátiro director, buscando la desnudez de la protagonista y la de sus compañeras en la primera secuencia del vestuario.
La sensualidad se rompe con la irrupción de la sangría. La teta y la sangre: obsesión de Brian de Palma y motivo recurrente del cine de terror.
Sin embargo, la mujer desnuda no será la víctima gritona y descartable de otros cuentos de horror. En esta ocasión, se revelará como la protagonista, la (anti)heroína, la superviviente, la final ejecutora. 


Con la telequinesis, la niña Carrie encuentra un catalizador para su alienación, destruyendo objetos sin tocarlos. 
Y, así, entre la ensoñación y la realidad, entre los terrores nocturnos y los soleados días del barrio residencial, se moverá el caminar de Carrie, desde la bajada de su primera regla hasta su paseo ensagrentado por los pickets fences.


En la casa de Carrie, aparece la madre, una horrenda puritana, tan marginada socialmente como su hija, que expía sus culpas a través de peglarias y maltratos.
Carrie, la tímida en busca de la rebeldía, encontrará la fuerza para enfrentarse a ella e ir al baile de la promoción sin esperar su permiso.

Sissy Spacek y Piper Laurie

El baile de la promoción resume el espíritu de "Carrie", donde el poema a la lucha de una niña deriva en una violenta galería de horrores.
Desde una suave balada pop, que adorna el primer y último beso de la protagonista, irrumpe el metálico clímax.
Carrie, empapada en sangre, como salida del útero materno, encuentra su definitiva humillación justo cuando creía haber conseguido la felicidad. 
Si todo adolescente siente que el mundo se termina, Carrie será la encargada de darle todo el sentido a ese sentimiento.
Y una pasarela de imagen y crueldad como el instituto encuentra su castigo ante Carrie, que fulmina el artificio y lo destroza con su mirada, ahora vacía e implacable.


Ya la madre de Carrie insistía repetidamente que el Diablo estaba entre ellas, en la casa, en todo.
Bien podría decirse que todos los seres de "Carrie" viven en el Infierno sin saberlo; sólo puede haber fuego para que se den cuenta.

El lanudo William Katt como Tommy

Y, mientras, la niña ignorada se convierte en la mujer infamous. Nadie le hablaba antes, nadie parará de nombrarla después de aquella noche. ¿Es "Carrie" también una irónica saga de fama?
En cualquier caso, la mirada de desconcierto y desastre de Carrie cuando le cae la sangre de cerdo bien podría resumir esa atmósfera de la década de los setenta, donde la sociedad del bienestar se despertaba a un letal desencanto.


Esa orgía de destrucción también toma el pulso a la vida y miserias de esas comunidades norteamericanas, presuntamente pacíficas, que alguna mañana aparecen en las noticias tras padecer el caos y la muerte.
"Carrie" habla de la mentira de la paz, que se viste de casas aseadas y limpios jardines, pero vive roída por la crueldad y la represión.


El súper susto final, célebre por adueñarse de muchas pesadillas desde 1976, insiste en la hipnótica mezcla entre placidez y gorefest; una combinación desarrollada de manera impecable a lo largo de una película inolvidable.
"Carrie" supuso un éxito tan tremendo como duradero, síntoma claro de las ganas del público de pasarlas canutas en la sala de cine, y convirtiéndose en una de las películas imprescindibles para disfrutar en cualquier noche de terror, sea Halloween o no.


Su goticismo suburb sería imitado en muchas ocasiones, mientras la realización intencionada e inquietantemente exagerada - con pantallas partidas y slow-motion como recursos de tensión - presentaría el estilo de Brian de Palma para el gran público. 
Puede decirse que el triunfo de "Carrie" abriría las aguas para el desarrollo de una carrera irregular, pero siempre sorprendente y muchas veces brillante.


Si el toque camp quedó bien asegurado con esa inspiradísima Piper Laurie, cuchillo y Biblia en mano, el secreto de "Carrie" siempre fue Sissy Spacek.
Gran culpa del encanto de esta película está en sus pecas, su mirada, su fragilidad, su voz de niña eterna y lo bellísima que está convertida en esa muñeca roja de ojos azules, que hace apagar las luces y desciende del escenario del baile, amenazante, deslumbrante, haciendo de su personaje una rock star del terror.

"If you've got a taste for horror, take Carrie to the prom"

Es inevitable sentirse identificado con el personaje, a pesar de temerla. 
Trae la imagen de una venganza que se sirve ardiendo; es la realización del deseo íntimo de destruir todo el sistema y andar tranquilamente entre los escombros de vuelta a casa.


Lo dicho: obra maestra.