Ignoro qué clase de infancia habéis tenido, si estas cosas sólo pasaban en mi colegio, o si lo que voy a contar también te ha sucedido a ti, en otros tiempos, en otros escenarios, con otros elementos. Pero supongo que a todos os habrán llevado de excursión en vuestras escuelas.
En mi colegio, íbamos en autobús hasta el monte una vez al año; desde primera hora de la mañana, nos bajábamos en algún parque natural, de los que frecuentan senderistas, familias domingueras o amantes furtivos.
Ese día, era para nosotros solos.
Hacíamos casetas, jugábamos y, a la hora indicada, comíamos de tuppers y papeles de aluminio. Los profesores cuidaban a lo lejos y decían "nononono" cuando algún chaval se ponía especialmente temerario.
Por la tarde, volvíamos a casa, excitados y llenos de tierra, pidiendo a nuestros padres volver pronto al monte y así recuperar las casetas que habíamos hecho.
Nunca volvíamos.
Era un día extraño, donde lo cotidiano se rompía y, de enseñarte a ser una persona civilizada en el aula, te soltaban en el bosque. Nosotros corríamos como perros; con la lengua fuera, confiados, asustados.
Aquella tarde, en lo alto, divisamos una casa.
Más bien, era una casucha y, ahora que la recuerdo, debía ser muy pequeña. Tal vez, sólo un abandonado puesto para los guardabosques.
Recuerdo las grietas de las paredes, la pintura vieja, todo sucio, abandonado desde antes que existiera ninguno de nosotros.
Y recuerdo la herrumbre de los barrotes de la ventana. La ventana, aquella ventana. Tan alta que sólo el más trepador, el que no tenía miedo, pudo subirse y mirar hacia el interior. Lo llamaré Niño Fantasioso.
El Niño Fantasioso aseguró que, dentro de la casa, había una mujer ensangrentada en una bañera y un hombre muerto. O que la mujer estaba loca, con los ojos inyectados en sangre, y él estaba afilando cuchillos.
No me acuerdo bien de la historia, pero sé que la cosa estaba entre un hombre y una mujer y que había locura, sangre, muerte y una bañera sucia.
Los demás dijimos que se lo estaba inventando. Pero la duda es poderosa en los niños, sobre todo, cuando alguien intenta convencerles de algo, como cuando se les dice que existen los Reyes Magos o que siempre serán felices.
Avanzábamos y retrocedíamos ante la sombra de la casa, mirando la ventana herrumbrosa, a cuya altura nadie podía llegar sin trepar. Tirábamos piedras, intentábamos oir a través de la pared, aunque nadie se atrevía a tocar el pomo de la puerta.
El Niño Fantasioso aseguró que debíamos permanecer en silencio, porque quienquiera que estuviera dentro - ensangrentado, con sus ojos de locura, muerto, vivo, hombre, mujer -, saldría a por nosotros. Lo llamamos mentiroso, tiramos más piedras, corrimos hasta los profesores.
Un profesor se acercó, miró por la ventana y dijo que no había nada. Pero nuestro compañero siguió insistiendo, diciendo a nuestros oídos que sólo él podía verlo, que lo que ocurría dentro se había ocultado a los ojos del profesor. El profesor era el mismo que nos había soltado como perros en pleno bosque y debía ser el mismo que nos estaba mintiendo.
Al atardecer, el autobús arrancó, partimos y la casucha quedó atrás, entre el olvido y la memoria.
La ventana herrumbrosa por donde jamás miré y nunca miraré. Ahora por tan alta, sino por lejana.
La ventana herrumbrosa por donde jamás miré y nunca miraré. Ahora por tan alta, sino por lejana.
Tengo la teoría de que el cuento del Niño Fantasioso pudo nacer de la sensación respirada tras un suceso real.
En aquel monte, merodeó un asesino suelto que, aprovechó un permiso penitenciario para escapar y sembrar el pánico.
Durante su fuga, mató a un matrimonio de turistas alemanes. A él lo golpeó con una piedra en la cabeza. A ella la estranguló con una media.
Las noticias dijeron: "Ellos suplicaron por su vida, él no tuvo compasión".
Se escondió en cuevas, casi se muere de hambre y todos decían que lo habían visto, en patios traseros, trampeando por la carretera o disfrazado en Carnavales. O que habían divisado el humo de una de sus hogueras.
La policía lo cercó finalmente en un escondrijo. Él, un hombre que no tenía nada, ni compasión ni futuro, salió escopeta en mano, intentando suicidarse sin éxito, para ser abatido finalmente por la Guardia Civil.
Como esas cosas nunca ocurrían por allí, el suceso se vivió y contó como una crónica de patetismo, que daba cierta risa.
Pero fantasear con ese monte asesino, lleno de casuchas donde la sangre y la locura miraban a los niños, apareció en el alma de aquella tarde, mientras tirábamos piedras.
Tirábamos piedras contra esas noticias que nos decían que este mundo no era un lugar seguro.
Algo sucedía allí dentro, nos dijo el Niño Fantasioso.
Quizá, pensaba en el asesino del monte. Quizá, había visto la escena que describía en alguna película de terror, alquilada en el vídeoclub por un hermano mayor.
Él no era como yo; no tenía miedo a las películas de miedo, no pasaba por sus imágenes con los ojos cerrados, ni siquiera tenía miedo a inventarse el miedo. Pero algún temor debía tener para querer transmitirlo a los demás e insistir tanto.
Pocos años más tarde, el Niño Fantasioso fue el primero que vio películas porno, el primero que se masturbó, el primero que fumó. Y, además, era el que tenía la polla más grande.
Se buscaba todos los problemas y pudo acabar muy mal, quizá como el asesino del monte.
El Niño Fantasioso hoy es policía y lo tengo agregado al Facebook.
Si le preguntara ahora por la bañera, la loca y la sangre, él me diría que se lo inventó todo. Que no había nada ni nadie dentro de la casa. Pero yo no quiero respuestas. Me vale así, me gusta de ese modo, en el misterio, tal y como quedó cuando el autobús arrancó y nunca volvimos.
¿Será que me gusta tanto la ficción porque me mantengo en contacto con mi niñez? La infancia era aquel lugar donde las cosas que no existían o nunca sucedieron tenían el mismo valor que las demás.
¿Será que me gusta tanto la ficción porque me mantengo en contacto con mi niñez? La infancia era aquel lugar donde las cosas que no existían o nunca sucedieron tenían el mismo valor que las demás.
Hoy le preguntaría al Niño Fantasioso si se hizo mayor y si tiene miedo de lo mismo que yo.
Le preguntaría si ha hecho la lista de Raymond Carver, el gran escritor que escribió el famoso poema "Miedo", desgranando todo aquello a lo que temía.
Muchos escritores solemos imitar ese poema, como ejercicio.
Así, yo podría decir que tengo miedo a las ratas, a mi hermana, a los locos, a volverme loco, a la pobreza, a que me corten la polla.
Miedo a cada línea de este post, a no gustarte hoy, a no gustarte mañana. Miedo al día que considere que el suicidio es una buena idea.
Miedo a la revolución, a que las cosas no cambien, a demostrar cobardía. Miedo a la violencia, a que ésta llegue a parecerme oportuna. Miedo a que ahora toquen a mi puerta.
Miedo a no encontrarte nunca, my love. Miedo al día en que vea la vejez en el espejo, miedo a esa cara del médico. Miedo a tu funeral.
Miedo a la muerte. Miedo a perder el control, la memoria, el sueño, la esperanza.
Miedo a la muerte.
Miedo a la muerte.
Mi amigo, mi inolvidable Niño Fantasioso, donde quiera que estés, tal vez de patrulla por alguna ciudad, en busca de asesinos, mujeres ensangrentadas y gente que no dice la verdad.
Refresca ahora tu Raymond Carver, porque crecimos desde aquella tarde de miedo, porque seguimos siendo los mismos, porque tú y yo no hemos parado de temblar en esta vida.
Como niños, como perros, con la lengua fuera, confiados, asustados.