Odio a mis vecinos. Los odio a muerte. Los odio tanto que hoy voy a contar lo que sé sobre ellos.
Sí, te contaré todo lo que sé de mis vecinos, esos seres que nunca elegí, que me vinieron dados, que me acompañan sin pedirlo.
Que desvelan, no dejan dormir, atronan con su música hortera, tienen bebés berreantes, se ponen a cantar o echan unos gemidos sobreactuadísimos cuando follan. Viven, viven los muy cabrones.
Oh, cómo los odio. Los he odiado de siempre, en cualquier sitio en el que haya vivido.
Sé que no soy el único. La gente tiene un miedo patólogico al vecindario. Será la cercanía del extraño, o quizá el complejo de que tenemos algo que esconder. Cierta vergüenza inexplicable, gran timidez.
Con las ventanas cerradas, nos escondemos de miradas furtivas, bloqueamos las palabras mal dichas, amortiguamos sentencias proclives al malentendido. ¿Qué pensarán? En otros tiempos, en localidades pequeñas, ese terror a los vecinos, oh, ese terror lo ha sido todo.
Hay ficción e imaginación dedicada al morbo vecinal. Aquello de pensar que detrás de una ventana, existen secretos familiares de mucha sordidez, viven famosos drogándose y/o en plena orgía o, bien, progresan unos cuantos asesinatos.
Salvo excepciones, en la vida real, detrás de una ventana, no hay más que una persona viendo la tele.
Yo vivo en el centro de una gran ciudad.
Con lo cual, más que vecindario, hay todos los vecinos imaginables, de países variopintos, culturas de distinto volumen - cómo gritan algunos - y composiciones existenciales diferentes.
Las viejas casonas del centro de Madrid se reconvirtieron en edificios de opulentos pisos hace siglo y medio y, desde entonces, se han ido fragmentando por mor de la economía.
Los caseros lo tienen claro: donde hay un hueco, ahí hay apartamento.
Los edificios son colmenas, en las que, a efectos de la crisis, cada vez vive más gente en menor espacio. Y las paredes son delgadas, rediós. Si te descuidas, lo sabrán todo sobre ti. Qué horror, qué terror. Odio a los vecinos.
A veces, fantaseo con irme a un lugar completamente aislado, una de esas casas fabulosas en lo alto de un acantilado, donde, al romper de las olas, mi máquina de escribir tipearía las palabras de maravillosas novelas que me hicieran muy rico.
Con la compañía de un par de perros y ni un solo ruido, más que los de la majestuosa Naturaleza.
Sé que terminaría pegándome un escopetazo como Hemingway de puro aburrimiento, aunque lo haría con mucho orgullo y sin aguantar el camp vecinal.
Porque mis vecinos son muy camp. En el área, se puede oír de todo.
Algún que otro bebé, un niño resabido dando el coñazo a sus padres, unos señores del Este de Europa discutiendo a gritos sobre vaya usted a saber qué - ¿Cuándo derrocamos a Putin? ¿Por qué te has bebido mi vodka? ¿Dónde has enterrado el cuerpo? ¿Te acostaste con mi mujer? ¿Cuánto detestas el final de "Dexter"? -, pero hoy querría extenderme especialmente sobre las casas folladoras.
En los alrededores de mi morada, hay tres señoritas que, cuando son penetradas por sus galanes, deben buscar que todo el barrio se entere. Dos de ellas las tengo pared con pared. Una, escuchable desde el salón. Otra, atendible si estás en el dormitorio.
La tercera vive en un punto impreciso y gime dos veces por semana, con la ventana abierta y entonada hacia el patio. El otro día, se asomó otra vecina y la imitó para que se callara.
Se oyó un cerrar de ventanas inmediato.
Las tres mozas tienen ese overacting follatil que puede indicar demostración de lo súperbien que se lo están pasando o, en mi opinión, un favor al machismo del novio.
Cuanto más gime una mujer estilo actriz porno, él se siente más poderoso y reconfortado. Lo mismo hasta se corre rápido y se acaba antes la comedia.
Una de ellas lo hace como si estuviera sufriendo; otra, como si se encontrara con Dios; y la de más allá, con un tono entre gatito y niña.
Olvidemos la tercera e imprecisa y quedémonos con las dos que tengo al alcance de mis paredes, porque se pueden seguir sus respectivas historias de amor.
La relación que se escucha desde mi dormitorio está comenzando, porque se ríen todo el rato y follan tres veces al día.
Se ríen a las cuatro de la mañana y los muelles de la cama entonan un ruido alienante. Ñic, ñic, ñic, ñic.
Yo les he golpeado en la pared y me han hecho caso relativamente.
El otro día, me compré tapones para los oídos. No sé si será esquivar el problema o, tal vez, evitar verme en el papel de un viejo amargado que interrumpe la felicidad ajena.
En fin, ya se irán. Todos se van. Y, si hacen ruido por la noche, yo también puedo hacerlo. Televisión al volumen que me guste.
Tiros, violines y fanfarrias de la Century Fox. No habrá paz para los enamorados.
La pareja que puedo oír desde mi salón lleva un año en el edificio y he seguido su romance como quien pone una telenovela de fondo y, al final, acabas enganchado y quieres saber más.
Se siente lo que dicen, pero no todo se descifra. Es una mierda, porque si tengo que aguantar el ruido, al menos podría saber de qué pollez están hablando.
Pero algo se entiende, sí.
Estos dos se llaman "amor" todo el rato. Amor, pásame la toalla. Amor, no te olvides de comprar tomate. Amor, por fin estás aquí. Aaamoooor.
En sus tiempos, estaban todo el día zascando.
Esta muchacha es la que parece que está frente a Dios mientras se la están metiendo y también es famosa en mi casa por decirle "Te quiero" a su machote en pleno orgasmo.
Es tan boba que es entrañable. Él es bobo y tonto, porque nunca me devuelve el "Hola, buenas" en el pasillo.
Los dos ponen una música de mierda cuando cocinan o limpian, aunque la suya no es la peor que se puede oír en el vecindario.
Cuando menos te lo esperas, un petardo que tiene el día emocionado, enciende el remix y ataca con cosas como: "Hoy haremos el amor bailando, mi cuerpo es tuyo, tuyo es mi corazón". Cuanto peor es la música, más alta la ponen. Es así.
Si algo sé de mis vecinos es que buscan el placer más básico. Follar, festejar, cantar, oír música, socializar. Cuando viven, es cuando son oídos.
Sí, viven y odiaba tanto a la pareja de "aaaamor" que me dije: estás envidioso, Josito.
Es probable. Aunque no me molestaría lo mismo si fuese un poco de homosexual action - como aquel vecino cachas, oh, dónde andará - en lugar de estas estrellas del porno hetero.
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Esto sí |
Un día, a nuestra chica de "aaamor", la que fornica como si viera a Douglas Sirk, no la oí gemir ni reír ni decir tonterías.
La oí gritar y llorar, histérica, desesperada. Fue una mañana de domingo. Me despertó, por supuesto. Ese es su cometido. Cuánto odio a los vecinos.
Y yo, antes reacio a enterarme de su existencia, corrí a pegar la oreja a la pared para saber qué ocurría. Pensé que a su enamorado le había pasado algo, nivel desmayo, infarto o muerte, pero era más sencillo y más terrible. Tanto aaaamor y él la estaba dejando. Por teléfono.
- No te rías de mí, no te rías de mí. - repetía ella, mi pobrecita.
Se la oyó llorar como un pajarito, en silencio, quizá también a oscuras, durante aquel día. Y luego desapareció por un par de semanas. Tal vez no podía soportar la soledad y fue a quedarse en casa de algún alma amiga.
Al tiempo, regresó. Se la oía en la cocina, ponía su música horrenda, tarareaba. Sonreía otra vez, sin duda.
Y, transcurridos dos meses, él también volvió, sabido del error cometido, perdonado por ella, porque, al fin y al cabo, eso era aaaamor.
De detestarlos, sinceramente me alegré por ellos.
Y hoy, cuando esperaba por una conclusión para su historia, mientras intentaba inventarla, ellos me la dieron sin pretenderlo.
Salí al descansillo y vi su puerta abierta. Sobre el suelo, descansaban cajas de mudanza.
Se van. El silencio que quería. Malditos, ya no sé si me gusta.
Oh, cuánto odio a mis vecinos.
Hay uno que nunca he odiado. Toca el violín. Sí, y lleva mucho tiempo aquí, porque lo recuerdo desde la tarde que llegué a esta casa.
Se le oye por la mañana y al acabar la tarde. Practicando como los artistas de verdad, todos los días, cual rutina, venga a sonar el violín.
Nunca he sabido a ciencia cierta dónde vive, pero siempre he imaginado que será esa ventana con persianas negras, allá arriba, y me lo imagino de pie, sujetando el instrumento, cerrando los ojos, tocando para el mundo.
Recordándome con su música sublime que no tengo verdadero miedo a los vecinos, sólo el temor a las certezas que me da la vida de los otros.
Cuando se acaban los ruidos, entiendo porqué el destino los puso ahí, para mí. Es cuando descifro lo que han buscado decirme, sin querer, como un susurro repetido en mis oídos:
- Vive, vive, vive.