lunes, 30 de septiembre de 2013

Toby Stephens


Qué pasión la del pelirrojismo. Se resiste a morir y crece día a día.
Quién lo iba a decir años ha, cuando manifestar deseo hacia los hombres pelirrojos era poco menos que un atrevimiento. Sin duda, el huracán Fassbender ha sido decisivo en el seguimiento, aunque no debiera ser el único a adorar y recordar.
Hoy tenemos a uno de esos placeres escarlata que encantan, seducen y ya quisiéramos ver más a menudo. 
Él se hace de rogar, porque nació así de exquisito.


Para quien no lo conozca, se llama Toby Stephens y, como toda la devoción pelirrojística, ha pasado de ser señor de culto a gran favorito.
Toby es actor, porque, cuando naces del vientre de Maggie Smith y eres tan bello como ha sido ella - en realidad, luce como la versión masculina de la joven Maggie -, pues dedicarse a la ingeniería aeronaútica sería nada menos que aguar la fiesta.


Segundo hijo del matrimonio entre el también actor Robert Stephens - colorida personalidad, poco recordado hoy día - y la gran Maggie - ahora, de vuelta en "Downton Abbey", con la marcha intacta -, Toby Stephens ha demostrado un escrupuloso gusto en su carrera interpretativa. 
Tan escrupuloso que hay que vivir en Gran Bretaña para verlo con asiduidad. Lo suyo son las tablas teatrales, las emisiones radiofónicas, las puntuales citas con la BBC, para las que ha ofrecido todo tipo de papeles, algunos muy elogiados.


Los filtreos con Hollywood se vivieron a principios de este siglo y así pudo verse a Toby como el joven Clint Eastwood en "Space Cowboys" o como el súper villano de la entrega Bond "Muere Otro Día". 
Se vivieron como aldabonazos serios y Toby demostraba una asombrosa facilidad para imitar el acento norteamericano, hasta el punto de que consiguió el codiciado papel de Jay Gatsby en una adaptación televisiva de la obra de Scott Fitzgerald.
Pese a tener el viento a favor, Toby volvió a casa.


Igual de reacio que sus padres a boatos hollywoodienses, nuestro Stephens ha asegurado que no es hombre de glamour. 
Cuando regresaba, allá por 2005, se entendió como si nunca se hubiese ido. Fue entonces cuando daba una interpretación memorable en enésima versión de "Jane Eyre" para la BBC. 


Enésima, pero brillante. De hecho, una de las mejores traslaciones de la historia de Charlotte Brontë. Y él, en ese personaje bombón de Edward Rochester, estuvo sensacional y tan guapo que despertó toda una legión de fans entre los admiradores de los dramas de época.
Desde entonces, ha continuado su carrera, tal y como a él le gusta, de manera inquieta y discreta, aunque yo le pido que salga más y se descamise más a menudo.
Nunca olvidaré su pechipeludismo rojo cuando Bertha intentaba prenderle fuego por primera vez en "Jane Eyre", pero necesito que me refresque la memoria.

Como Edward Rochester en "Jane Eyre" (2006)

Quizá "Black Sails" sea la respuesta a mis plegarias. Es la próxima serie de Starz, de estreno pendiente para 2014. 
Por el trailer, la cosa tiene pinta de ser el típico festín basuresco que suele ofrecer esa cadena. Esperemos que sea un festín basuresco de los buenos, para que verla por Toby no sea mucho suplicio.
"Black Sails" lo devolverá a las retinas internacionales, aunque él no se baja de los augustos escenarios londinenses.
Ahí anda en la obra "Private Lives", según texto de Noel Coward.


Digo el dato de la obra teatral, porque sé de cierta señorita que anduvo por Londres, fue a ver la representación y esperó pacientemente por fuera para que el bello Toby accediese a hacerse una foto con ella. 
Hablo de nuestra amiga Athena, una de las fans acérrimas de este caballero desde siempre y hasta tal punto que suele llamar suegra a Maggie Smith.


Porque, ¿quién se puede resistir a esa aleación entre finura y virilidad, casi imposible de repetir, con esos ojos azules y esos labios?
¿Le has visto esos labios? Son perfectos. 


La nariz, el ceño, la cabeza enorme, las cejas naranjas de tan rojo. Este tío está esculpido en mármol y jaspe, como mínimo.
Maggie Smith, eres una artista y no nos das sino alegrías.   

jueves, 26 de septiembre de 2013

Vida de Los Vecinos


Odio a mis vecinos. Los odio a muerte. Los odio tanto que hoy voy a contar lo que sé sobre ellos. 
Sí, te contaré todo lo que sé de mis vecinos, esos seres que nunca elegí, que me vinieron dados, que me acompañan sin pedirlo.
Que desvelan, no dejan dormir, atronan con su música hortera, tienen bebés berreantes, se ponen a cantar o echan unos gemidos sobreactuadísimos cuando follan. Viven, viven los muy cabrones.
Oh, cómo los odio. Los he odiado de siempre, en cualquier sitio en el que haya vivido. 
Sé que no soy el único. La gente tiene un miedo patólogico al vecindario. Será la cercanía del extraño, o quizá el complejo de que tenemos algo que esconder. Cierta vergüenza inexplicable, gran timidez. 
Con las ventanas cerradas, nos escondemos de miradas furtivas, bloqueamos las palabras mal dichas, amortiguamos sentencias proclives al malentendido. ¿Qué pensarán? En otros tiempos, en localidades pequeñas, ese terror a los vecinos, oh, ese terror lo ha sido todo. 
Hay ficción e imaginación dedicada al morbo vecinal. Aquello de pensar que detrás de una ventana, existen secretos familiares de mucha sordidez, viven famosos drogándose y/o en plena orgía o, bien, progresan unos cuantos asesinatos. 
Salvo excepciones, en la vida real, detrás de una ventana, no hay más que una persona viendo la tele. 


Yo vivo en el centro de una gran ciudad. 
Con lo cual, más que vecindario, hay todos los vecinos imaginables, de países variopintos, culturas de distinto volumen - cómo gritan algunos - y composiciones existenciales diferentes. 
Las viejas casonas del centro de Madrid se reconvirtieron en edificios de opulentos pisos hace siglo y medio y, desde entonces, se han ido fragmentando por mor de la economía. 
Los caseros lo tienen claro: donde hay un hueco, ahí hay apartamento. 
Los edificios son colmenas, en las que, a efectos de la crisis, cada vez vive más gente en menor espacio. Y las paredes son delgadas, rediós. Si te descuidas, lo sabrán todo sobre ti. Qué horror, qué terror. Odio a los vecinos.
A veces, fantaseo con irme a un lugar completamente aislado, una de esas casas fabulosas en lo alto de un acantilado, donde, al romper de las olas, mi máquina de escribir tipearía las palabras de maravillosas novelas que me hicieran muy rico. 
Con la compañía de un par de perros y ni un solo ruido, más que los de la majestuosa Naturaleza.
Sé que terminaría pegándome un escopetazo como Hemingway de puro aburrimiento, aunque lo haría con mucho orgullo y sin aguantar el camp vecinal.


Porque mis vecinos son muy camp. En el área, se puede oír de todo. 
Algún que otro bebé, un niño resabido dando el coñazo a sus padres, unos señores del Este de Europa discutiendo a gritos sobre vaya usted a saber qué - ¿Cuándo derrocamos a Putin? ¿Por qué te has bebido mi vodka? ¿Dónde has enterrado el cuerpo? ¿Te acostaste con mi mujer? ¿Cuánto detestas el final de "Dexter"? -, pero hoy querría extenderme especialmente sobre las casas folladoras. 
En los alrededores de mi morada, hay tres señoritas que, cuando son penetradas por sus galanes, deben buscar que todo el barrio se entere. Dos de ellas las tengo pared con pared. Una, escuchable desde el salón. Otra, atendible si estás en el dormitorio.
La tercera vive en un punto impreciso y gime dos veces por semana, con la ventana abierta y entonada hacia el patio. El otro día, se asomó otra vecina y la imitó para que se callara. 
Se oyó un cerrar de ventanas inmediato.


Las tres mozas tienen ese overacting follatil que puede indicar demostración de lo súperbien que se lo están pasando o, en mi opinión, un favor al machismo del novio. 
Cuanto más gime una mujer estilo actriz porno, él se siente más poderoso y reconfortado. Lo mismo hasta se corre rápido y se acaba antes la comedia.
Una de ellas lo hace como si estuviera sufriendo; otra, como si se encontrara con Dios; y la de más allá, con un tono entre gatito y niña. 
Olvidemos la tercera e imprecisa y quedémonos con las dos que tengo al alcance de mis paredes, porque se pueden seguir sus respectivas historias de amor. 
La relación que se escucha desde mi dormitorio está comenzando, porque se ríen todo el rato y follan tres veces al día. 
Se ríen a las cuatro de la mañana y los muelles de la cama entonan un ruido alienante. Ñic, ñic, ñic, ñic.
Yo les he golpeado en la pared y me han hecho caso relativamente. 
El otro día, me compré tapones para los oídos. No sé si será esquivar el problema o, tal vez, evitar verme en el papel de un viejo amargado que interrumpe la felicidad ajena. 
En fin, ya se irán. Todos se van. Y, si hacen ruido por la noche, yo también puedo hacerlo. Televisión al volumen que me guste. 
Tiros, violines y fanfarrias de la Century Fox. No habrá paz para los enamorados.


La pareja que puedo oír desde mi salón lleva un año en el edificio y he seguido su romance como quien pone una telenovela de fondo y, al final, acabas enganchado y quieres saber más.
Se siente lo que dicen, pero no todo se descifra. Es una mierda, porque si tengo que aguantar el ruido, al menos podría saber de qué pollez están hablando.
Pero algo se entiende, sí.
Estos dos se llaman "amor" todo el rato. Amor, pásame la toalla. Amor, no te olvides de comprar tomate. Amor, por fin estás aquí. Aaamoooor. 
En sus tiempos, estaban todo el día zascando. 
Esta muchacha es la que parece que está frente a Dios mientras se la están metiendo y también es famosa en mi casa por decirle "Te quiero" a su machote en pleno orgasmo. 
Es tan boba que es entrañable. Él es bobo y tonto, porque nunca me devuelve el "Hola, buenas" en el pasillo. 
Los dos ponen una música de mierda cuando cocinan o limpian, aunque la suya no es la peor que se puede oír en el vecindario. 
Cuando menos te lo esperas, un petardo que tiene el día emocionado, enciende el remix y ataca con cosas como: "Hoy haremos el amor bailando, mi cuerpo es tuyo, tuyo es mi corazón". Cuanto peor es la música, más alta la ponen. Es así.
Si algo sé de mis vecinos es que buscan el placer más básico. Follar, festejar, cantar, oír música, socializar. Cuando viven, es cuando son oídos.
Sí, viven y odiaba tanto a la pareja de "aaaamor" que me dije: estás envidioso, Josito. 
Es probable. Aunque no me molestaría lo mismo si fuese un poco de homosexual action  - como aquel vecino cachas, oh, dónde andará - en lugar de estas estrellas del porno hetero.

Esto sí

Un día, a nuestra chica de "aaamor", la que fornica como si viera a Douglas Sirk, no la oí gemir ni reír ni decir tonterías. 
La oí gritar y llorar, histérica, desesperada. Fue una mañana de domingo. Me despertó, por supuesto. Ese es su cometido. Cuánto odio a los vecinos.
Y yo, antes reacio a enterarme de su existencia, corrí a pegar la oreja a la pared para saber qué ocurría. Pensé que a su enamorado le había pasado algo, nivel desmayo, infarto o muerte, pero era más sencillo y más terrible. Tanto aaaamor y él la estaba dejando. Por teléfono.
- No te rías de mí, no te rías de mí. - repetía ella, mi pobrecita.
Se la oyó llorar como un pajarito, en silencio, quizá también a oscuras, durante aquel día. Y luego desapareció por un par de semanas. Tal vez no podía soportar la soledad y fue a quedarse en casa de algún alma amiga.
Al tiempo, regresó. Se la oía en la cocina, ponía su música horrenda, tarareaba. Sonreía otra vez, sin duda.
Y, transcurridos dos meses, él también volvió, sabido del error cometido, perdonado por ella, porque, al fin y al cabo, eso era aaaamor. 
De detestarlos, sinceramente me alegré por ellos. 
Y hoy, cuando esperaba por una conclusión para su historia, mientras intentaba inventarla, ellos me la dieron sin pretenderlo.
Salí al descansillo y vi su puerta abierta. Sobre el suelo, descansaban cajas de mudanza.
Se van. El silencio que quería. Malditos, ya no sé si me gusta.


Oh, cuánto odio a mis vecinos. 
Hay uno que nunca he odiado. Toca el violín. Sí, y lleva mucho tiempo aquí, porque lo recuerdo desde la tarde que llegué a esta casa. 
Se le oye por la mañana y al acabar la tarde. Practicando como los artistas de verdad, todos los días, cual rutina, venga a sonar el violín.
Nunca he sabido a ciencia cierta dónde vive, pero siempre he imaginado que será esa ventana con persianas negras, allá arriba, y me lo imagino de pie, sujetando el instrumento, cerrando los ojos, tocando para el mundo.
Recordándome con su música sublime que no tengo verdadero miedo a los vecinos, sólo el temor a las certezas que me da la vida de los otros.
Cuando se acaban los ruidos, entiendo porqué el destino los puso ahí, para mí. Es cuando descifro lo que han buscado decirme, sin querer, como un susurro repetido en mis oídos:
- Vive, vive, vive.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

El Valle del 'Camp'


De manera tradicional, la Historia del Cine se ha escrito desde sus logros artísticos y sus hazañas industriales.
Sólo en contadas ocasiones se ha indagado rigurosamente en el lado frustrado y basuresco de la inmensa mayoría de los productos audiovisuales que salen a la luz. 
Más que la exclamación de qué grande es el cine, hoy se impone otra apreciación: ¡qué horrendo es el cine!.
La ineptitud o los efectos perniciosos del paso del tiempo suelen ser la respuesta a que muchísimas películas no resistan un análisis serio. Y lo dicho: no son pocas, son casi todas.
El cine es arte y cultura, sí, pero también es ese vertedero donde se reflejan los dudosísimos valores estéticos y morales de la sociedad.
El mal gusto del cine comercial se etiquetaba en su día bajo el término "kitsch", que viene a definir la cultura de masas: barata, derivativa, pretenciosa, chillona.

Doris Day en "Calamity Jane"

Si el kitsch es el objeto, el camp es la postura que hay detrás de ese objeto.
¿Qué es el camp?.
Las definiciones normativas lo establecen como una actitud enfática, que se fuerza a sí misma y se sale de los límites establecidos. 
Camp es ser excesivo, escasamente sutil, afeminado, amanerado, histriónico, sobreactuado. Y risible.
Por actitud camp, se entiende la desvergüenza propia y la risa ajena.

Carmen Miranda

El camp ha tenido tal presencia en las imágenes y sonidos de las películas norteamericanas que ha definido toda una estética propia, rastreable a lo largo de la historia de Hollywood y, más tarde, reivindicada por el posmodernismo.
El camp suele ser una aplicación hecha en retrospectiva, porque muchas poses y estilos de épocas pasadas se tornan especialmente afectados con el transcurrir de las modas.
Así, las interpretaciones súperemocionales de las actrices del viejo Hollywood se señalaron como la perfecta definición del camp.
El esfuerzo dramático de esas intérpretes no soportó la prueba del tiempo y las hizo parecer excesivas, amaneradas y tan parodiables en cuestión de un par de décadas.
De ganar el Oscar a que las imitara una drag-queen, fue un abrir y cerrar de pestañas.

Joan Crawford y Bette Davis en "¿Qué Fue de Baby Jane?"

Para los grandes actores, ser llamados camp se vivió como un insulto.
Ahí está Boris Karloff en "Targets" lamentando que sus clásicas incorporaciones de monstruos habían envejecido hasta el punto que las nuevas generaciones las encontraban desternillantes.
Sólo hay que ver un clásico del camp no intencionado como "The Black Cat", donde Karloff y Bela Lugosi se enzarzan en un recital de histrionismos y muecas que hoy da mucha risa.
El recargado argumento de la película también lo da. Es una cinta de terror que mezcla sadismo, incesto y satanismo y, a la vez, se mueve con el pudor propio de la época.
Ese desfase entre contención obligada y sobrecarga argumental, entre represión y desmadre, es uno de los efectos propiciadores del camp.
Querer y no poder.

Boris Karloff y Bela Lugosi en "The Black Cat"

Asociado con la entidad derivativa del cine industrial, los camp classics se encuentran particularmente en producciones de postín con ideas de serie B. Es decir, en la basura de lujo.
De manera esclarecedora, ahí están las películas de Maria Montez, exóticas aventuras en Technicolor, con apariencia chillona, decorados de cartón piedra y ademanes de exceso. 
"La Reina de Cobra" es el mayor ejemplo y también la pista de que sus responsables quizá sabían el pelaje de lo que estaban produciendo. El director es el talentoso Robert Siodmak y es evidente que usa el decorado con un efecto parodístico.
En ella, Maria Montez ofrece una interpretación emblemáticamente camp. Como mi prima no tenía ningún talento interpretativo reconocible, lo suplía con artificio: gestos, poses y el obligado momento baile, tan absurdo como para mearse de la risa.

Maria Montez en "La Reina de Cobra"

La caída en el camp fue variable durante la historia de Hollywood, aunque se hizo cada vez más frecuente a lo largo de los años sesenta.
Por un lado, la crisis de la maquinaria, que había perdido el Norte y gran parte de su escrupuloso sentido del gusto. Por otro, la contradictoria necesidad de abrirse y explicitarse en torno a asuntos que había evitado directamente en épocas previas, como el sexo, las drogas y demás cosa escandalosa.
Una película camp a todos los niveles es "The Oscar", desastre inmitigable que se vestía de desvelador backstage drama.
En "The Oscar", Stephen Boyd - en una interpretación terrible - es un canalla que se las arregla para convertirse en actor de Hollywood y destruir todo lo destruible a su paso.
El dialogado de la película resultó tan chirriante como carcajeante en 1966 y "The Oscar" se hizo clásico del camp instántaneo.
En "The Oscar" lo camp no es intención, sino el yugo que le cae encima por su propia delicuescencia.

Eleanor Parker y Stephen Boyd en "The Oscar"

Detrás de lo camp, hay siempre un género en decadencia.
En aquellos tiempos, era el melodrama, ya de por sí afecto a la cursilería, por aquello del estallido de emociones femeninas que se amariconan fácilmente si la cosa no está bien medida.
Y, en todos los estudios sobre el camp fílmico, surge el mismo nombre, la quintaesencia de lo dicho. Es decir, "El Valle de las Muñecas".

Barbara Parkins, Sharon Tate y Patty Duke en "El Valle de las Muñecas"

En este caso, el desastre venía del encuentro entre un director sobrio como Mark Robson y el argumento extraído de la novela de Jacqueline Susann, best-seller sobre los pecados, sexos y adicciones de los ricos y famosos. 
La adaptación cinematográfica venía a tratar la sordidez cotilla y trashy del texto original de una manera (presuntamente) elegante. Decirle amorfo al resultado es quedarse corto.
"El Valle de las Muñecas" es una película hecha en serio y firmada por reputados profesionales del medio, aunque ni una sola escena funciona y unas cuantas son tan malas que, del desconcierto, se pasa a la carcajada.
"El Valle de las Muñecas" simbolizó la caída del Hollywood clásico como ninguna otra película de su tiempo.

Patty Duke como Neely O'Hara en "El Valle de las Muñecas"

Toda esta incompetencia se toparía con la inesperada fascinación de muchos espectadores, especialmente las nuevas generaciones, que veían esos camp classics como alucinantes vestidos viejos, alienados en sí mismos, horteras sin saberlo, cursis sin remisión, hundidos en su ruina estética.
Y el camp se convertía en acto contracultural durante los años setenta. 
Porque el camp también era la vindicación de las amaneradas poses de los gays, la ruptura de los límites canónicos y el abrazo de la posmodernidad. Surgió la verdad: el mal gusto vende, mueve y simboliza.
El chef fue, obviamente, John Waters, que, nostálgico e irreverente, asumía la ineptitud ajena y añeja como estilo propio.

Divine en "Pink Flamingos"

En todo caso, el camp empleado como sátira es muy anterior a Waters. 
Se evidenciaba ya en Robert Aldrich, que usaba la estridencia como crítica de las poses hipersentimentales del star-system - por ejemplo, en "¿Qué Fue de Baby Jane?" -, y sería aún mejor sintonizado en la novela de Gore Vidal, "Myra Breckinridge", que diseccionaba la mitomanía popular ante las formas básicas, repetitivas y kitsch de las películas de Hollywood.
La reivindicación del camp en los setenta lo hizo grito de guerra, señal de divismo y opción para muchos cineastas, que lo incluyeron de fondo y forma en sus obras. Empezamos por Fassbinder, seguimos por Almodóvar y no terminamos ni con Luhrmann.
Podría decirse que el camp intencionado ha sido una respuesta a un modo heterocéntrico de entender el cine, donde se había supervalorado lo sereno, lo equilibrado y lo viril.
Hoy es un estilo que triunfa en televisión, en música, en cine. La sobrecarga voluntaria, el camp deliberado. 
La cultura de masas ya no pide permiso, se imbrica en el celuloide y hasta se viste de arte en la paleta de creadores.


Sin embargo, las clásicas definiciones de camp chocan ante estas prácticas deliberadas. Porque el camp verdadero era el que salía sin querer, expresaba ineficacia y ejemplificaba un modo de producción en caída libre hacia el desastre.
El camp de moda no desborda límites, sólo se apunta a corrientes de exceso, cada vez más establecidas. 
Ante ello, y revisando la canónica definición de Susan Sontag, se han propuesto discriminaciones y relecturas. 
Una de las más lúcidas la ha dado el cineasta Bruce LaBruce, que separaba y redefinía, mientras encontraba un ejemplo reciente de camp no intencionado bastante curioso: "J. Edgar", de Clint Eastwood.

Armie Hammer y Leonardo DiCaprio en "J. Edgar"

LaBruce observaba camp tanto en el estilo de la película como en las interpretaciones de Leonardo DiCaprio y Armie Hammer. 
Sin duda, porque la película resume dos motivos clásicos para que se produzca el camp sin quererlo: el declive de un modo de hacer cine y la contención del producto ante la temática abordada.
En "J. Edgar", quedó en evidencia, más que nunca, el hartazgo de las películas biográficas con pretensiones testimoniales, risibles caracterizaciones y el ansia del Oscar. Un género agotado, con poco que ofrecer y sin tracción genuina.
Y también aparece la timidez en cuanto a una realidad aún incómoda como la homosexualidad, más en Hollywood y entre manos heterosexuales. Así, Clint Eastwood, Leonardo y Armie no se atreven a llegar al meollo del tema y se abotargan en una ridícula y afectada superficie.
Como sucedía en "El Valle de las Muñecas" o "The Oscar", la escasa profundización en el tema calentito se suple con sobreactuación. Ergo, camp.

Stephen Boyd en "The Oscar"

Encontrar camp no deliberado se cuenta como toda una labor de caza mayor, porque siempre ha sido un raro placer encontrarse con algo lo suficientemente pretencioso, saturado o delicuescente para caer en el más inesperado de los despropósitos.
La pregunta es el porqué del eterno cautivo por esos muestrarios de incapacidad y afonía.
Quizá porque nuestra realidad nunca fue armónica ni una plétora de buen gusto, sino, más bien, desequilibrada, chillona y tontorrona.
Nuestra es también esa lucha por conseguir algo sublime y desafinar como burros en el entretanto.
En definitiva, más veces de las admitidas, el cine malo nos ha contado muchísimo mejor que el bueno.

martes, 24 de septiembre de 2013

El Espejo de Gene Tierney


Ante ella, como norma nunca escrita, por reverencia debida, sin explicación pedida, hay que empezar y terminar con su belleza, esa que se contó leyenda desde el primer día.
Sus ojos, sus labios, sus rasgos, su delicadeza. Gene Tierney tenía una hermosura natural tan profunda que mirarla significaba conmoverse. Todavía hoy emociona.
Darryl Zanuck, el jefe de la Fox, el que la convirtió en estrella de Hollywood, sentenció que Gene había sido la mujer más hermosa que conociera cámara cinematográfica.
El secreto se vivió en ese encuentro alquímico entre la sensualidad irrebatible y la clase personal.
Gene, como las mejores guapas, era una tía buena con alma, una promesa de fiereza femenina con un toque de sofisticación.


Su estilo interpretativo consistía en valerse de esa belleza, en usarla como arma arrojadiza dramática. 
Sin ser la mejor actriz del mundo, era minuciosa y sensible en todas sus apariciones. Y cuando estuvo bien dirigida o en el momento en que alcanzó un papel copernicano con su imagen, incluso se las dijo brillante.
Gene, oh, pobre Gene. Era rica desde niña, lo tenía todo, incluso los sueños. El mundo y la vida se los arrebataron. 
La suya es una de las historias más trágicas de Hollywood, porque, a diferencia de la mayoría, no se buscó ninguna de sus desgracias. Le cayeron encima, a golpe de los brutales azares de la enfermedad y la locura.  
Su primer marido, Oleg Cassini, dijo que Gene Tierney era la "más afortunada de las desafortunadas; todos sus sueños se cumplieron, a un precio".
Sí, la belleza tenía un precio. También la gloria y Gene, la esplendorosa, tropezó con la oscuridad demasiadas veces.


Gene Eliza Tierney nació en una próspera familia de Nueva York. Su padre se había hecho de oro como corredor de seguros y era nombre repetido entre la alta sociedad.
A Gene no le faltó todo lo que una familia venida a más podía ofrecer: clases de francés, exquisita educación, baile de debutantes y la sensación de que la vida estaba allí, a la vuelta de la esquina, para obtenerla.
La joven Gene, que había demostrado inquietudes artísticas desde niña, se aburrió pronto de las fiestas y los cócteles y comunicó a sus padres que quería ser actriz.
Su padre entendió que la interpretación sólo era honrosa si se vivía en un teatro y, mientras costeaba los estudios dramáticos de su amada y hermosa hija, se preocupó en promocionarla hasta la saciedad. A Gene le costaría quitarse esa vigilancia durante los años siguientes.
Sus primeros papeles en Broadway llamaron la atención por su exótica hermosura, que lucía desaprovechada en segundas filas. 
En poco tiempo, todos hablaban de Gene Tierney en Nueva York y las promesas valían el módico precio de un billete de avión. Ese que Zanuck compró para ir a su encuentro.


Su primera película fue "El Regreso de Frank James", donde Gene apareció en Technicolor, al lado de Henry Fonda. 
A continuación, la Fox se plegó ante ella y la mimaría durante la década de los cuarenta hasta convertirla en una de las más reconocibles actrices de la época.
Su estilo se puso de moda. Como Ingrid Bergman, era señorita delicada y libidinosa Venus por el precio de una. Era, como Ingrid, un ideal de hembra.
Su papel emblemático se llamó "Laura", película que resumía a Gene y al estilo de toda una época. En ella, era la chica de sociedad que aparece muerta una mañana y sus amistades son los sospechosos.

Con Dana Andrews en "Laura"

La película fue un duradero éxito y también la primera ocasión donde Gene Tierney se puso a las órdenes de Otto Preminger, oficioso director de cabecera a lo largo de su trayectoria.
Si "Laura" fue rol de leyenda, al año siguiente entregaría una interpretación sorprendente de puro sobrecogimiento en "Que El Cielo La Juzgue". 
Sus suaves y beatíficas facciones, de perfección angular, eran la irónica fachada de una psicópata enamorada cuyos celos son tan destructivos que riman con asesinato.

Como Ellen Berent en "Que El Cielo La Juzgue"

Fascinante melodrama noir en colorines, que impresionó a toda una generación, se convirtió en el mayor éxito de la Fox y todavía vale un escalofrío. 
Gene Tierney recibía su única nominación al Oscar por esa iniciática aparición del Mal en pantalla bajo una cara angelical.
Los años siguientes continuaron la buena racha y Gene se decía laboriosa. Por entonces, estaba casada con Oleg Cassini, diseñador de vestuario en nómina de la Fox y padre de sus dos hijas.

Con Oleg Cassini

Una crisis matrimonial abrió la brecha para un aluvión de pretendientes. Gene tuvo romances con Tyrone Power, con John F. Kennedy, con Aly Khan.
También fue lisonjeada por Howard Hughes pero, sin capacidad de sorpresa ante la riqueza ajena, le dio calabazas a cambio de una amistad de por vida.
A mediados de los cincuenta, se despertaron las alarmas en Hollywood. ¿Qué le pasaba a Gene Tierney? La chica dorada lloraba y sufría más de la cuenta.
Fue en el rodaje de "La Mano Izquierda de Dios" cuando Gene tocó fondo. Compartía protagonismo con Humphrey Bogart, que entendió lo que sucedía. 
"Bogey se dio cuenta, porque tenía una hermana con los mismos problemas", recordaría Gene.
¿Qué le había pasado a Gene?, se preguntaban mientras la llevaban a un psiquiátrico. 
Muchos decían que todo había empezado con Daria. 
Oh, Daria, su pobre Daria.
Una década antes, cuando América estaba en guerra, Gene Tierney acudió a Hollywood Canteen, lugar de refresco para soldados de permiso, donde las estrellas del cine solían echar una mano y servir a los pobres muchachos, para que se fueran a la batalla con la alegría de haber sido atendidos por actores famosos.
Gene sólo acudió en una ocasión y acabó contagiada de rubéola. Estaba embarazada y su hija, Daria, nació prematura, con problemas físicos y un severa minusvalía mental.
Se cuenta que los extremos cuidados que conllevó Daria fueron largamente costeados por Howard Hughes.

Con Daria

La desgracia avivó la crisis con Oleg Cassini  hasta terminar en divorcio y aseguró la ruina de su paz mental. Las depresiones eran frecuentes; el desorden bipolar, ese diagnóstico que nunca llegó.
Un día, un hombre se acercó a ella y le contó que se habían conocido en Hollywood Canteen. Que él había roto la cuarentena de su enfermedad y la había besado en la mejilla.
Ella lo oyó impasible, con el corazón destrozado, para decir mucho después:
- Fue entonces cuando ya no me importó ser la actriz favorita de nadie.
La historia - inspiración obvia para "El Espejo Roto", de Agatha Christie - se decía más triste que todas las que Gene pudo haber incorporado en el cine.
En el psiquiátrico, recibió electroshocks y perdió recuerdos. 
Le dieron el alta y todos esperaban por su vuelta, aplazada, siempre disculpada.
Un día la encontraron en lo alto de un edificio, en el borde, mirando al vacío. Tiempo después, un seguidor la reconoció trabajando en unos grandes almacenes y se lo contó a la prensa sensacionalista. Hollywood le ofreció una película entonces, pero Gene no era capaz de soportar el estrés.
Mientras luchaba por ponerse de pie, conocería a W. Howard Lee, magnate del petróleo, con quien se asentaría en Houston, entre prosperidad asegurada, partidas de bridge y promesas de retorno.


Su regreso en 1961 se decía en un papel secundario para Otto Preminger en el drama político "Advise and Consent". 
Demostró que todavía era la misma mujer de rompe y rasga y no había olvidado ninguna de sus lecciones interpretativas.
Se abría la posibilidad de una segunda carrera como actriz de reparto, aunque, si los fantasmas se habían disipado, el desinterés iba en aumento.
Se retiraría a finales de la década de los sesenta de manera definitiva, diciéndose cómoda en Texas. Sólo se la pudo ver en una miniserie allá por 1980.
Había pasado mucho tiempo desde "Laura", pero las reposiciones televisivas de sus clásicos todavía la elogiaban como magna exquisitez fílmica.
Fumadora empedernida, el vehículo a la otra vida se llamó enfisema en 1991.
Gene Tierney tenía 70 años y su nicho permanecería solitario y a la espera, hasta muchos años después, hasta el día que enterraron a Daria a su lado.


El público que la descubrió y se enamoró de ella en los años cuarenta la solía conjurar bajo la canción de "Laura", esa que rezaba que era "el rostro entre la niebla, los pasos que se oyen desde el vestíbulo".
Casi como una broma de tal desoladora beldad, aún se puede recuperar a Gene Tierney, la afortunada de las desafortunadas, la estrella fugaz, demasiado brillante y perfecta para durar.
Gene era, sencillamente, un reto a Dios.

lunes, 23 de septiembre de 2013

Scott Eastwood


Sucedió la última semana. La red saltaba hasta el techo con el gran descubrimiento y, aun sin recuperar el aliento, se imponía la pregunta, formulada como un clamar a los cielos: 
- Clint, ¿dónde narices lo tenías escondido?
Semejante bellezón de hijo ya había aparecido aquí y allá, aunque ha sido viral su reportaje cortalientos para la revista "Town & Country".
Ahí aparece Scott Eastwood, con fotos shirtless en todas las poses demandables y declaración de intenciones en cuanto a seguir al camino de gloria andado y trazado por su padre.


Y se parece tantísimo a él, especialmente cuando Clint tenía la misma edad - 27 años - y protagonizaba la serie "Rawhide". 
Basta buscar vídeos de Scott en Youtube; mientras habla, entorna los ojos como si le picara el sol y desvía la mirada en un segundo impreciso, del mismo modo distraído que hace Clint.
De tal palo, tal maromo.


En la entrevista de "Town & Country", Scott Eastwood dice todas esas cosas que suelen parlotear los hijos de celebridades. Que no lo ha tenido tan fácil, que lo quiere conseguir por méritos propios. 
Y también que no quiere ser un galán hollywoodiense de plástico, reemplazable y flojo. 


Scott Eastwood asegura que busca incorporar la figura de un man's man; es decir, un machote incuestionable.
Oh, my. Si se cumplen las promesas, ya nos podemos ir preparando para neowesterns, remakes de "Harry, El Sucio" y otros dramas de acción recia. 
Este mundo es copiar y qué mejor que el autoproclamado heredero.


Que tenga la misma suerte de papá, será difícil. Que posea la misma presencia escénica de él, estará por ver. 
Aunque hoy no queremos comparativas. Sólo descubrir a Scott, que es nuevo y joven, que ha nacido para la causa maromial, para Hollywood y para nosotros. 
Y es tan jodidamente guapo que este fresco idilio tiene visos de durar.


Nacido en Carmel, pueblo donde su padre fue alcalde durante dos años, Scott Reeves era hijo natural de la relación de Clint Eastwood con una azafata de vuelos, vivida a espaldas de los últimos tiempos de su convivencia con Sondra Locke.


La madre de Scott no exigió reconocimiento de paternidad y hasta se permitió tener otra hija con Clint.
Esos dos hijos, más o menos secretos y apellidados Reeves, no fueron públicamente vistos del brazo de su padre hasta 2002.


Fue cuando Scott comenzó a aparecer en películas de su viejo - entre ellas, "Banderas de Nuestros Padres", "Gran Torino" e "Invictus" - para, poco después, asumir el apellido Eastwood. 
En los últimos tiempos, a Scott Eastwood se lo puede rastrear en algún que otro episodio de "Chicago Fire", mientras el papel más relevante se halla en el remozado de "La Matanza de Texas". 


Scott tiene proyectos candentes y pendientes, aunque, sin ninguna duda, se acumularán más y mejores al ritmo y estímulo de la positiva reacción de su sexy reportaje en "Town & Country".


Es curioso, porque la portada de ese número la ocupa Hugh Jackman, que siempre ha sido entendido como una versión sonriente de Clint.
Parece que no sólo a uno le han robado el spotlight. Como siempre, el tiempo dirá.


Por el momento, con ese puro, esa camisa abierta, ese pelazo rubio, esos músculos finamente marcados, esos rasgados ojos azules y demás condimentos de su infartante físico de nene Marlboro, yo estoy que no duermo con Scott Eastwood.


Adoro a su padre desde que tengo uso de razón, por guapísimo y por maestro, y ahora, para colmo de colmados, sus habilidades paternalísticas nos regalan este lunes maromial, tan inesperado como indiscutible.


Qué cañonazo de pibe. Me muero, me muero.