jueves, 28 de noviembre de 2013

La Nada Perfecta


Hace años, curiosamente por estas fechas, todos me decían que estaba sordo.
- ¿Qué has dicho?
- Josito, estás como una tapia. Vete al médico.
Creíame sordo, al menos con un tapón en el oído bien hermoso que me impidiera escuchar las conversaciones.
- Perdona, ¿qué has dicho?
Sí, tenía que estar sordo. Casi lo sentía, mientras iba derecho al otorrinolaringólogo, que me hizo pruebas, cubrió un oído, me habló y pidió que repitiera sus palabras. Me hizo preguntas sobre mí, mientras él cerraba los ojos y tapaba el otro.
Miró a través del pabellón auditivo con sus aparatejos, hizo un gesto meditativo y concluyó:
- Tienes una audición perfecta.
El tapón había sido somático, la sordera, también. 
- Estás distraído, absorto. Es sordera selectiva, de la parte central, psicológica. No atiendes, te abstraes. - aseguró el médico.
"Sordera de la parte central", escribí en un sms a uno de los amigos que me habían acusado de Helen Keller de la vida. 
Quizá ellos necesitaban un logopeda para hacerse entender. Entonces recordé que el colega que tenía que repetirme las cosas con más frecuencia era precisamente aquel que mayor número de tonterías decía. 
De manera inconsciente, lo desoía.


El déficit de atención. Qué gran invento de nuestro tiempo. Siempre he pensado que está fuertemente vinculado con... Perdón, acabo de perder la concentración. Siempre he pensado que está fuertemente vinculado ¿con qué? 
En fin, con la generación Facebook, creo que esa era la idea general. Sí, muchas pantallas, mil mensajes y la incapacidad de dedicar la atención en una cosa concreta.
Si, al final del día, te pidieran un resumen de todo lo que has leído, recibido y aprendido en tu smartphone y en las redes sociales, dirías un simple:
- Nada, nada relevante.
Nada. La nada perfecta, ideal para la suspensión intensificada de los sentidos. Para acallar todo aquello que debes hacer. Es la amiga íntima de la procrastinación, la amante bandida de la vagancia.
Yo, como gran sordo selectivo, sé de lo que hablo.
Cuando consigo romper el déficit de atención, en el momento en que dejo de contemplar la pantalla, miro a mi alrededor y me encuentro con la nada perfecta. 
Es tan terrorífica que vuelvo la vista al teclado. Es el modo de desoír el vacío que me rodea y desatender las cosas pendientes, mientras retroalimento mi creciente aislamiento. 
El autoengaño es tan desproporcionado que, igual que me creía con un tapón en el oído, ahora pienso que esta nada es simplemente perfecta. Trato de convencerme que estoy bien así, sin trabajo, sin gente alrededor.
Sólo con la compañía de televisiones que se encargan de vivir por mí. Solo.


Hace un año, curiosamente por estas fechas, me miraba al espejo, me escribía una carta desde el futuro y confesaba el tiempo que llevaba sin trabajar.
Confiaba en el mañana; a estas alturas, la dinámica habría cambiado, pensaba. ¡Já! Añade un año al desempleo.
Hoy me vuelvo a mirar en el espejo, pero no contaré los años ni los meses, ni mucho menos los confesaré, porque no tengo ganas. Sólo siento rabia.
No le voy a echar la culpa a la crisis, porque sé muy bien que es cosa mía. Es la sordera selectiva y el autoengaño motivado, que se excusa, se culpa y se perdona. En esa espiral, siempre, una y otra vez.
Frente al espejo que dice la verdad, me veo sin nada decisivo que hacer, sin energía para cambiarlo. Esperando que pasen los días, los meses, los años. A la espera de quién sabe qué. Horas muertas, mando a distancia y rutinas que simulan profesión, dedicación, oficio. Día tras día. El tiempo vuela, joder.
Podré sedarme todo lo que quiera con películas y paseos, pero me conozco bien. Sé analizarme, conozco mis resortes, mis argucias, mis enemigos interiores. Sé lo que estoy haciendo, hacia dónde me dirijo, de qué lugar estoy huyendo.
Si hoy dijera la verdad, aseguraría que odio el trabajo. Aunque no odio trabajar exactamente. Es más, ahora mismo lo necesito más que cualquier otra cosa. Una ocupación que me deje exhausto y me impida comerme el tarro.
Lo que detesto es la espantosa parafernalia: las relaciones laborales, simular que soy una persona diferente, sonreír, callar, acatar órdenes de gente más tonta que yo, soportar compañeros. 
La fuerza de la gente ante las situaciones que viven cada día en sus ocupaciones me parece increíble. La envidio y también me atemoriza.
Temo que el trabajo me haga duro como ellos. Me cambie, me haga una persona triste. En cierta manera, ya lo consiguió. El tiempo que he estado trabajando es cuando me he sentido más solo y más inútil.
Y también odio trabajar en cosas para las que no sirvo. Porque no sirvo para gran cosa. 
En realidad, sólo sé besar y escribir. Lo apuntaré en el currículum, sí. Besos y posts. El resto, sordera. 


Hoy puedo poner mil excusas para obviar al resto del mundo.
Puedo poner excusas para no salir este viernes, o el pasado, o el siguiente.
Diré que es el frío, el dinero, el hecho de que los bares están medio vacíos, que hace frío, mucho frío, que se ha descargado una película de Kobayashi, que estoy mejor en casa, que mañana empiezo la novela, que no es cuestión de resaca. 
El otro día, encontré otra disculpa. Quiero evitar el momento en que alguien me pregunta: 
- ¿A qué te dedicas?
Durante estos años, he respondido de las más imaginativas maneras.
He llegado a decir "guionista", porque es lo último que estudié y la supuesta profesión. Pero ¿puedes decir que eres guionista cuando hace años que no escribes una secuencia y, aún más tiempo, del que te pagan por ello?
Otras he dicho "escritor". Es la respuesta más de tirarse el rollo, aunque quizá sea la más acertada. Eres artista y, por tanto, vives del cuento. Entendible. "Escritor". Pocos escritores comen de lo que escriben y bien se conoce que esto lo estás leyendo de gratis.
Algunas ocasiones he contestado: 
- ¿Yo? A la prostitución. Serán sesenta euros.
Los chicos listos entienden que es una broma y quieren saber más. 
Si digo que soy guionista, puedo añadir remates. Preparando proyectos, escribiendo un blog, esperando que pase la crisis. Cosas así, que no dicen nada, aunque simulan movimiento, acción, motivación.
Lo malo es cuando se ponen curiosos y quieren saber la dirección del blog. O, peor, cuando me preguntan de qué vivo. Esos últimos me van a juzgar necesariamente con la mirada, así que contesto entonces:
- De la prostitución. Serán sesenta euros.
A veces, desmadejo la madeja y digo simplemente: 
- ¿Yo? A nada. 
Sí, a la nada perfecta. Es mi profesión, mi oficio y mi beneficio. Este paraje insólito, donde el que tendrá que adivinar su futuro debe ser otro. Yo, no. 
Todos los días me repito que he de encontrar la manera de romper hábitos y buscar fuerzas para salir de la nada perfecta.
Mientras, veo al resto de la gente, corriendo por la vida, relacionándose, encontrando cosas nuevas que hacer, engordando currículums, navegando a viento y marea en un inclemente paisaje laboral.
Y yo, helado, petrificado en la orilla, con la mirada perdida, demasiado miedoso para meter un solo dedo del pie en el agua fría.
Soy un maldito Peter Pan.


Me disculparás hoy, me juzgarás, llorarás por mi talento desperdiciado, me darás ánimos. Y yo escribiré otro post emocionante dentro de cierto tiempo, donde te contaré que todo sigue igual o que todo ha cambiado. 
No es cuestión de mirar atrás ni de pensar en futuros mejores. Tal vez, hartarme de mi perfecta nada en este mismo segundo sea la posible respuesta.
Aunque, sinceramente, no tengo ni puta idea de cómo salir del embrollo de mi dudosa madurez como persona. Este post, como yo, no encuentra conclusión.
Hace muchos años, por estas fechas, todos me decían que estaba sordo. Ahora, hoy, sólo sé que estoy tonto, tonto, tonto.


miércoles, 27 de noviembre de 2013

Baratijas de Oro


La Historia del Cine se compone de los grandes éxitos, de los más sonoros fracasos y de las visionarias obras de los mejores directores, escribiríamos como conclusión si buscáramos la simpleza.
Un análisis más profundo e informado del fenómeno que representan las películas en nuestra cultura no podría quedarse en esa superficie del cine divulgado.
Tendríamos que indagar forzosamente entre el variopinto consumo que ha disfrutado el séptimo arte desde sus inicios.

"T-Men"

Hoy nos colamos por la puerta de atrás del cine, en busca de las películas de bajo presupuesto, nunca tomadas en serio en su momento de estreno, vindicadas por la posmodernidad y siempre curiosas reliquias de un tiempo y un modo de producción. 
Navegaremos por la serie B americana, los terrores de la británica Hammer y los mediterráneos spaghetti-western, para arribar a la conclusión de que esas películas, que suplían grandes presupuestos con estrategias de promoción, han sido, en muchas ocasiones, más decisivas e influyentes que cualquier otra.

Simone Simon en "La Mujer Pantera"

Hay que destacar que, en todo caso, el bajo presupuesto no significa necesariamente ni sinceridad ni valía ni interés. 
Encontramos en la serie B la misma variedad que en cualquier estrato, país o gama de producción: hay películas magistrales, otras, buenas, unas, regulares, y otras, para pegarse un tiro.


Sí es cierto que el cine de serie B tiene una importancia retrospectiva, desde su simple estética. Vivía más apegado a la calle, era más inmediato en su abordaje sensacionalista de la violencia y el sexo, y no se hipotecaba tanto al glamour, las estrellas o las fórmulas de sonrisas. 
Muchas películas de serie B dan una imagen más realista y exacta de su tiempo. Se conocen y estudian mejor las paranoias, modas, protocolos y maneras sociales por una película barata que por la más postinera y multioscarizada superproducción.


Para rastrear los orígenes del cine de bajo presupuesto, hay que llegar a Hollywood. 
El cine sonoro trajo la consolidación de los grandes estudios, esos que monopolizaron el mercado, se atiborraron de estrellas y pagaban peaje en Wall Street. La exhibición estaba en sus manos, por lo que dedicarse al medio en aquellos tiempos requería traspasar las verjas sagradas de la Metro, la Warner, la Fox, la RKO o la Paramount.
Por aquel entonces, no existía ni el cine independiente ni quedó ninguna alternativa rastreable a ese modelo; el cine underground era anecdótico y, como su nombre indica, estaba bien enterrado.
La serie B nació como consecuencia de ese monopolio. Desde entonces hasta ahora, Hollywood ha desplegado una táctica comercial infalible. ¿Quiere usted, señor exhibidor, una película lujosa y revientasalas? Muy bien, la tendrá, pero habrá de exhibir necesariamente estas tres mierdas como accesorio. 
El cine norteamericano todavía sigue aplicando esa política de lotes, que derrota de entrada a la competencia.


En aquellos años treinta, se implantó la tradición de la doble sesión. 
El double feature se componía de una película de serie A, registrada en grandes estudios, y, a continuación, una película de serie B. 
Ésta solía responder a seriales de aventuras, westerns baratos, pseudocumentales moralistas, intrigas policiacas o entregas de ciencia ficción; la proliferación de cada género dependió de década y modas.


La serie B norteamericana se fundamentaba en la rapidez y podría entenderse como la mirada capitalista que Hollywood ha aplicado al cine; un mercado donde usted encontrará artículos de lujo y otros de gama blanca.
En cualquier caso, es difícil distinguir a veces esa frontera entre lo A y lo B. 
Por ejemplo, súperproducciones como "La Reina Cobra" parecen de serie B hoy en día; sus ideas eran de derribo y su espectacularidad de antaño no ha resistido el paso del tiempo. 
Otras, como "The Man I Love", aparecen como una región intermedia; es una producción Warner, aunque todo en ella tiene un aspecto B, desde los actores elegidos hasta los ambientes, pasando por la condición derivativa y mixta del resultado final.

Ida Lupino y Robert Alda en "The Man I Love"

El aspecto B pasa por el ambiente vulgar, los actores poco conocidos y la modestia general.
Monogram Pictures fue uno de los lugares emblemáticos de producción de las películas baratas de entonces.
Algunas fueron grandes éxitos, como "Dillinger", que recogía la historia del famoso atracador de bancos con ese estilo documental tan propio del bajo presupuesto.

Lawrence Tierney en "Dillinger"

"Dillinger" hizo de Lawrence Tierney una estrella inesperada y también inusual. Era el protagonista antiheroico, malvado sin remisión y duro como una piedra, que aparecería en otros clásicos de la serie B como "Born to Kill" o "The Devil Thumbs A Ride". 
Tierney es una de las muestras de lo mejor de esas películas, que daban un lado más canalla, afilado y sin concesiones a las pantallas cinematográficas.

"The Devil Thumbs A Ride"

Otro gran éxito de la serie B se llamó "El Demonio en Las Armas", que aprovechaba la leyenda de Bonnie & Clyde y la transfería a un universo contemporáneo. 
Dirigida por Joseph H. Lewis, aclamado director de estos terrenos, sus imágenes ahorradoras y tremendamente eficaces revelarían un nuevo estilo de abordar el policiaco.


Y no hay película que simbolice mejor el año 1945 que "Detour", ultrabarata cinta de Edgar G. Ulmer, donde el tono desencantado y amargo calibraban el final de la guerra y el principio del desconcierto atómico.

Tom Neal en "Detour"

Concebida como una oficina de empleo o una primera puerta hacia pastos más verdes, la serie B supuso el primer gateo de muchos directores, luego prestigiosos y absorbidos por la gran maquinaria, como Anthony Mann, Jacques Tourneur o Robert Wise. 
Sus primeras películas en esos márgenes modestos se nos revelan más personales e imaginativas que las súperproducciones que firmarían años después.
Ahí están "Raw Deal" o "T-Men", dirigidas por Anthony Mann en los años cuarenta, tan queridas por Martin Scorsese. 
El tono claroscuro de las imágenes, las miradas a la delincuencia y la agresividad callejera, el pesimismo ante la reinserción social o las odas al antiheroísmo se revelan modernas a nuestros ojos.

Dennis O'Keefe en "Raw Deal"

Para sombras y luces, las de Jacques Tourner a las órdenes del productor Val Lewton. 
Aventurados en cintas fantásticas, decidieron suplir la escasez de efectos creíbles por el desconcierto que provoca la oscuridad. 
La necesidad del ahorro fue lo que reveló que ocultar es más sugerente e inquietante que mostrar. 
Desde "La Mujer Pantera", una película de tensión psicosexual inaudita, se sentaron las bases de un cine de serie B con fisonomía artística.

"La Mujer Pantera"

Todas estas cintas apenas ocupaban espacio en las columnas de opinión de entonces, que relativizaban su importancia verdadera y, a veces, atacaban de lleno su desmedida agresividad o sus excesos melodramáticos.
Se diferenciaba por entonces el gran drama de la cosa génerica.
En ésta, estaba incluida la ciencia ficción, género condenado a la serie B y que no conocería tratamiento de lujo hasta la llegada de "2001, una Odisea del Espacio".

"Them!"

Hasta entonces, vivió en la doble sesión y en el drive-in, marcado en letras enormes, que metaforizaban los miedos generales de la época. 
Estamos en los años cincuenta: el temor atómico y la paranoia anticomunista se contaron, como nunca, bajo la excusa de invasiones alienígenas o monstruos devoradores.
El regusto camp ya se detectaba por entonces, aunque las mejores aún logran transmitir una escalada de tensión irrepetible. 
"La Invasión de los Ladrones de Cuerpos" jugaba, como "La Mujer Pantera", a la ocultación de lo que estaba pasando; todavía es increíblemente terrorífica.

Dana Wynter y Kevin McCarthy en "La Invasión de los Ladrones de Cuerpos"

Jack Arnold prefería jugar con el "si fuera..." y dar un tono cientificista a sus películas. 
La mejor de Arnold se llamó "El Increíble Hombre Menguante", que, tal y como el nombre indica, contaba el caso de un hombre que empequeñecía, por mor de los efectos de una nube tóxica. 
La premisa es de serie B, así como el ambiente y los actores, pero la película se introduce en todas las aristas del drama y termina por irrumpir un discurso existencialista insólito en otro film comercial de los años cincuenta. 
Como los melodramas de Douglas Sirk, dentro de un espacio acotado, aparece una navaja que rasga y pone en solfa el establishment de la era.

"El Increíble Hombre Menguante"

A finales de la década de los cincuenta, la doble sesión de los cines se nutrió de una tácita invasión británica, que renovó el interés por el terror. 
De nuevo, se volvía al impacto, a la agresividad, al sexo. Las sensaciones puramente cinematográficas, ahora a todo color.

"The Devil Rides Out"

Nacía la Hammer, productora inglesa, que sacó a los monstruos clásicos de la memoria - Drácula, Frankenstein, el Hombre Lobo - y los devolvió a las retinas. 
Las películas de la Hammer apenas fueron tomadas en serio en su momento de estreno, pese a que algunas fueron unos éxitos tremendos. 
Aunque daban una imagen lujosa, lo cierto es que gran parte del presupuesto prefería dedicarse a la promoción avasallante y los gimmicks publicitarios. No eran películas especialmente caras y las mejores recurrieron a la imaginación para parecerlo.

Christopher Lee como "Drácula"

Destacan, ante todo, las dirigidas por Terence Fisher, todo un maestro de la composición, que llenaba de intensidad estas miradas lascivas a mitos victorianos. 
Incluso las más disparatadas se llenan de colores arrebatados y feroz romanticismo; pocas de sus películas son enteramente satisfactorias, pero todas son brillantes, distintas. Un nuevo paraje que ofrecía un cine alternativo, bajo la coartada del género.

"Frankenstein Creó a la Mujer"

Renovar un género popular ha sido santo y seña del cine barato. Es donde se conecta con los espectadores de una manera básica, mientras relanza la sensación de novedad. 
Así apareció el western europeo, llamado spaghetti western, producido por el cine italiano y rodado generalmente en el sur de España.

Clint Eastwood en "Por Un Puñado de Dólares"

"Por Un Puñado de Dólares" no fue el primer spaghetti western, pero sí el inicial éxito, que atestiguó que el género sobre la Historia norteamericana había acabado convertido en tal cómic que podía ser manejado por cualquiera, hasta más allá del océano. 
La verdad es que Sergio Leone y otros chefs del western europeo dieron una mirada al Oeste más exacta, por sucia, agresiva y política, que cualquiera de los grandes clásicos del género. Leone habló de que el western se había vendido al psicologismo, mientras perdía su rudeza, su fuerza y todo aquello que caracterizaba a los pioneros del Viejo Oeste.
El spaghetti-western, otra moda manierista que aún abomina a muchos críticos, es una de esas corrientes que se inmiscuían en terrenos de profundidad e iconoclastia, precisamente desde su condición derivativa.
Las más distinguidas, firmadas por los dos Sergios - Leone y Corbucci -, mejoran con el paso del tiempo y sólo se las puede calificar de hipnóticas.

Jean-Louis Trintignant en "El Gran Silencio"

La victoria del cine rápido, barato, sexualizado, violento, fue observada con mucho detenimiento por un Hollywood que veía a sus amados estudios en la bancarrota, allá por los años sesenta. 
Sólo así se entiende que llamara a un cineasta de la sexploitation como Russ Meyer y lo llevara hasta la Fox para firmar "Más Allá del Valle de las Muñecas", apuesta de una major por el sensacionalismo, por el erotismo directo, por la parodia, por todo lo que buscaban los espectadores.

"Más Allá del Valle de las Muñecas" 

Roger Corman, controvertido productor de cientos de películas, se haría la voz contestona en aquellos tiempos por el interés que despertaron sus títulos. Algunos, muy interesantes; otros, demenciales. Corman es esa doble faz del cine de bajo presupuesto: puede ser puntero y distinto en ocasiones, pero majadero e inútil en otras.
Bajo la tutela de Corman, comenzarían directores como Peter Bogdanovich, Francis Ford Coppola o Martin Scorsese, aunque es cierto que nada de lo que hicieron para Corman se compara con lo que dirigirían después.
Los años setenta no sólo vivieron la proliferación del cine basura, sino también su vindicación como icono cultural. 
La mayor oda a la serie B aparece en "The Rocky Horror Picture Show", que, a su vez, se asumió como maldita para popularizarse entre una generación amante de la ironía.

Susan Sarandon y Barry Bostwick en "The Rocky Horror Picture Show"

Los viejos seriales de aventuras y ciencia-ficción eran añorados por George Lucas y Steven Spielberg.
"La Guerra de las Galaxias" y "En Busca del Arca Perdida" instigaban la cuestión sentimental de los héroes de la radio, las películas baratas y los cómics en un tratamiento hiperpresupuestado. El descomunal y duradero taquillazo de ambas es significativo.
El cine a la venta, a través del VHS y el DVD, ha dado la posibilidad de recuperar la serie B, las películas perdidas, los márgenes del catálogo, las nunca nombradas en las enciclopedias cinematográficas; esos títulos que alabaron muchos directores y críticos europeos, mientras otros norteamericanos las recordaban como parte de su educación sentimental.
Quentin Tarantino, ávido consumidor de cine de bajo presupuesto de todos los países, no para de declarar su amor por los productos explotativos, el western europeo y todo lo que se conjuga con B.
En "Reservoir Dogs", podíamos ver a Lawrence Tierney, el mítico "Dillinger" de la Monogram; en "Django Desencadenado", nos topábamos con Franco Nero, estrella de los mejores spaghetti western de Sergio Corbucci.

Franco Nero en "Vamos A Matar, Compañeros"

Quedaba la nostalgia. Aquel cine barato había muerto en los años ochenta, cuando se empezaron a producir menos películas para hacerlas más grandes.
Las películas destinadas al vídeo, los telefilms y las series de televisión han sido, desde entonces, la puerta de atrás de la producción audiovisual. 
Es ahí donde se encuentra ahora esa primera - o última - parada para actores, directores y resortes básicos audiovisuales, también apoyados en el sexo, las premisas fantásticas, el sensacionalismo o la descripción de la vida urbana.
Como hemos dicho, la valoración por el bajo presupuesto no debería rendirse al simple fetiche o a la hipervaloración de su estética desfasada.
Ha de aclararse que las intenciones de las películas baratas fue rendir beneficios de la manera más básica posible y mucha de su importancia simbólica se aplica en retrospectiva.

Digamos que la serie B es como un vasto yacimiento donde se encontrará el oro si se rasca entre la tierra con suficiente fruición.

martes, 26 de noviembre de 2013

Encuentro Con Myrna Loy


Gran favorita de los años treinta, Myrna Loy luce hoy tal como fue: una criatura imposiblemente exquisita, mirada en ojos almendrados, naricita respingona y clase sin afectación.
Como personalidad y luz, es una de las mejores definiciones del glamour fílmico al viejo estilo, si bien ella restaría importancia a la hipnosis que propiciaba. Aseguró que todo fue cosa de los directores de fotografía, mientras nunca le habían quitado el sueño ni la riqueza ni los vestidos ni la ostentación.


Myrna, rebautizada "reina de Hollywood" en un tiempo, "esposa perfecta" en otro, comparaba su vivencia de la fama con la de Joan Crawford. 
Si Joan era estrella desde que entraba en la limusina para acudir al estudio, Loy nunca perdió cierta modestia, que se traducía públicamente en una profunda preocupación por lo que sucedía en el mundo.
Su inquietud por la política, el activismo y las buenas causas sería tan importante como su carrera artística, esa que, pese a asegurar su nombre en el Olimpo hollywoodiense, dio menos frutos destacables de los que mereciera una mujer de su categoría.


Sofisticada, urbana, ingeniosa, alérgica a la pretensión, el público amaba a Myrna Loy en imágenes porque no había otro sentimiento posible ante ella. 
Pero los espectadores perdieron la oportunidad de descubrir la doblez de esos personajes, la nunca contada complejidad que, como bien sabemos, no solían encontrar muchos seres femeninos en las películas norteamericanas.
Sin embargo, aunque la calidad de películas y personajes no estaba siempre asegurada, la diversión, sí. 
Y Myrna, con su mirada inteligente y sus delgados labios que esbozaban la justa sonrisa, era llamar a toda la fiesta posible.


Myrna Williams fue bautizada cuando nació en un rancho de Montana, allá por los principios del siglo pasado. Su madre soñaba con mudarse a Los Ángeles e instó a la bella Myrna a tomar clases de danza e interpretación desde muy joven.
La mudanza se cumplió a un precio; el padre murió de gripe española y fue cuando la familia tuvo la oportunidad de moverse hacia la tierra de las promesas.
Para ayudar a su familia económicamente, Myrna comenzó a trabajar en su adolescencia y sus rasgos y figura la hicieron muy demandadas por fotógrafos y artistas. 
Una fuente de California llamada "Inspiration" aún recoge una escultura modelada según la joven Myrna.


En pequeñas representaciones y vivida en fotografías, Myrna llegó hasta los ojos del mismísimo Rodolfo Valentino, quien la introdujera en las películas, a razón de pequeños papeles.
El camino fue largo y tortuoso para Myrna Loy, que empezó pronto, si bien no encontraría película a medida hasta mucho tiempo después. 
Sus rasgos exóticos, poco americanos, la hicieron vampiresa y/o malvada oriental en las demandas de casting hasta el punto del encasillamiento.


Aún con la llegada del sonoro, Myrna Loy era encontrable, ante todo, como la hija de Fu-Manchú o interpretando sexualizadas liantas en musicales y comedias.
La Metro Goldwyn Mayer le firmaba un contrato y, en un salto de fe, depositaba a Myrna en su año de gloria: 1934.
En "Manhattan Melodrama", se las veía por primera vez con Clark Gable y William Powell, incorporando a una mujer dividida entre un gángster y un político. 
La película, saga thirties donde las haya, fue un éxito, mientras el nombre de Myrna se hacía popular gracias a un suceso criminal.
El atracador de bancos John Dillinger era abatido a tiros por la policía al salir de un pase de "Manhattan Melodrama" y contaron los periódicos que, para Dillinger, Myrna Loy había sido su actriz favorita.
La Loy odió esa clase de publicidad, aunque, en retrospectiva, la hizo santo y seña de semejante época de furia.
Sin embargo, la verdadera ecuación dorada estaba en William Powell, "un auténtico caballero", como lo definiría la propia Myrna.

Con William Powell

El director W.S. Van Dyke buscaba a la actriz perfecta para interpretar a Nora Charles y, en una fiesta de Hollywood, decidió tirar a Myrna Loy a la piscina. 
El aplomo con el que la actriz reaccionó fue lo que Van Dyke buscaba para Nora y así, Myrna cayó en la película que la hizo estrella: "The Thin Man".
"Fue la que finalmente me consagró... después de más de ochenta películas", diagnosticaría ella misma.
La aleación se dijo química con William Powell y juntos fueron el matrimonio detectivesco, demasiado cool para este mundo, que resolvía asesinatos entre copichuelas, sonrisas y veladas con el perrito Asta.
Myrna y William iniciarían toda una saga de Nick y Nora, además de coincidir en otras películas, como la oscarizada "El Gran Ziegfeld".

Con William Powell y Asta

Pero fue Nora Charles el personaje que haría de Myrna Loy el ideal femenino de la época, vestida en pieles, esculpida en ligereza.
La Metro se plegaba ante ella y le daba toda clase de aventuras, comedias y dramas, al lado de los actores más reconocibles de entonces.
En una famosa encuesta de una revista, los lectores eligieron a Myrna Loy como reina de Hollywood, mientras proclamaban rey a Clark Gable. No había duda de que los años treinta se conjugaban con naricita y orejotas.

Con Clark Gable

Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, Myrna aplazó su agenda cinematográfica, dedicando energías por completo a ayudar en el conflicto. Fue tal la determinación que llegaría a oídos de Hitler, quien no dudó en apuntar a Myrna Loy en su lista negra.
El público no volvería a verla en pantalla hasta terminada la guerra, cuando sería especialmente aplaudida en la película que contó la resaca bélica como ninguna otra: "Los Mejores Años de Nuestra Vida".
Quizá sea la mejor donde intervino Myrna; en ella, interpretaba a la paciente mujer de Fredric March. 
La aparición de personaje tan doméstico y confortable rebautizó a la actriz como "la esposa perfecta".

Con Fredric March en "Los Mejores Años de Nuestra Vida"

El encanto devino en furor y se fundaron clubs a lo largo del país, con el nombre de "Los hombres deben casarse con Myrnas". 
A ella no le gustó la idea. "Las etiquetas te limitan, porque limitan tus posibilidades. Así es como piensan en Hollywood", aseguró. 
Y basta ver la película para entender que, nuevamente, Myrna era una hermosa segunda de a bordo, con un personaje sin misterio insinuado, mientras ellos eran los que se lucían. 
Podría decirse que fue una tónica dentro de su carrera y, si bien tiene intervenciones memorables, Myrna Loy nunca consiguió un papel de envergadura ni jamás fue nominada a ningún premio. 
Siempre estuvo bien, con un timing perfecto para la comedia y un estilo de actuación de naturalidad impactante aún hoy en día, pero los tour-de-force y las fanfarrias de valía nunca aparecieron. Sucumbieron a la "esposa perfecta", rol que repetiría durante los años cuarenta y cincuenta.
"Qué perfecta esposa debo ser. Me he casado cuatro veces, no tengo hijos y no sé freír un huevo".


Papeles de mayor voltaje dramático irrumpieron a última hora  - "Lonelyhearts" o "Desde la Terraza" - donde se la vio más trágica que nunca, aunque sus actuaciones se dispersaban y enrarecían hasta el punto de la anécdota.
Los intereses políticos y su alergia al glamour pueden ser la respuesta. Demócrata convencida, Myrna Loy fue también la primera actriz en ocupar un puesto de consejera en la UNESCO, mientras habló pestes de lo que tramaba Ronald Reagan.
Pero Myrna no era mujer de hablar mal y bien lo sabían todos sus compañeros de profesión, que aseguraban adorarla. 
William Powell era su favorito, por supuesto, aunque tuvo buenas palabras para todos, incluyendo a Joan Crawford, a quien llamó "amiga de por vida", justo cuando la hija adoptiva la puso a caldo en la famosa biografía.
Por entonces, Myrna ya estaba retirada, concedía puntuales entrevistas y permanecía como ese baluarte de toda una época de cigarrillos bien fumados y atmósferas art-decó, aquel universo donde su naricilla parecía un desafío a tanta perfección.


Su falta de premios indignó a muchos, que conformaron una petición para que la Academia le concediera un Oscar honorífico. Sucedía finalmente en 1991. Myrna apareció desde su apartamento neoyorquino, vía satélite, y dio unas sinceras y breves gracias. 
Fue la última vez que se la vio. 
Tres años más tarde, moría en Nueva York durante una operación, marchándose de una vida bien vivida con ochenta y ocho años de edad. 
Sus restos descansaron en Montana, como si todo volviera a empezar otra vez.


Desde su aparición en "The Thin Man" hasta su agradecimiento en los Oscars, quedó en nuestra apreciación de Myrna esa generosa ración de incógnita que se guardaron para sí muchas estrellas del ayer.
Ese proverbial "quiénes eran en realidad", que, a veces, se responde con un simple "gente trabajadora y exitosa".
Así fue Myrna Loy, quien complementara su poderosa imagen con un esfuerzo de honestidad que permaneciera junto a ella hasta el último día.
Cierto que nunca hubo suficiente Myrna para saciar nuestra sed por esta mujer sexy, inesperada y cálida, aunque sólo un segundo con ella se contó siempre más delicioso que una vida entera con cualquier otra.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Dylan McDermott


Pelo negro, ojos azules, pelo en el pecho y mayor que yo. ¿Es posible que dijera sin decir en el último post que mi tipo de hombre es Dylan McDermott? 
No sé si lo dije sin decir - o lo escribí sin escribirlo -, pero si tuviera algo que responderle a Dylan, sería que sí, siempre que sí.


Desde que protagonizara un espectacular comeback a nuestros deseos hace dos años con "American Horror Story", la buena madurez de Dylan no ha pasado desapercibida por productores y públicos y, últimamente, se le ve con la frecuencia merecida.
Como muchos actores de su noventera generación, carreras irregulares y más bien decepcionantes se han solventado con eternos retornos a la televisión.


Antes de "American Horror Story", la televisión ya había tenido el placer.
La audiencia aún lo identifica como Bobby Donnell, el reluciente abogado de "The Practice", su papel más relevante, que lo mantuviera ocupado durante media década de los noventa.
El peligro de Catodia, bien lo sabe Dylan, sucede cuando un día las series se acaban y a ver cómo se supera el papel que se ha incorporado a lo largo de años, emisiones, reposiciones y países. 
¿La respuesta? "Hacerse un Julianna Margulies". Es decir, que venga otra serie.


A razón de títulos en pequeñas y grandes pantallas, el bello Dylan se mantuvo trabajando en un discreto, aunque sólido, margen, hasta que nos tropezamos con sus ojos, su pelazo y su torso, protagonistas indiscutibles de la primera temporada de "American Horror Story". 
Ligerito de ropa e hipercaliente aparecía McDermott por ese año inaugural de la serie de Ryan Murphy, que empezó por todo lo alto y acabó más bien fatal.
Nadie dudó de que incólume y digna de atención perduró la buenorridad de Dylan; además de los recitales de Jessica Lange, ver a McDermott en la ducha fue lo verdaderamente excitante del primer curso de "American Horror Story".


Quedó la sensación: quien tuvo, multiplica. Reconozco que siempre me ha gustado McDermott, pero ahora me encanta. 
Los años han endurecido si cabe esos rasgos tan fuertes, en magnífico contraste con los ojos hipnóticos, mientras que, como actor, ya no es el tremendo inexpresivo de otrora. 
Dylan McDermott mejora, debería inscribir en su carta de presentación, donde yo también subrayaría y pondría entre exclamaciones que ha cumplido 52 años el pasado octubre.


Tras pasar por la casa encantada, Ryan Murphy lo llamaría también para "American Horror Story: Asylum", en un papel más reducido, pero el doble de brillante.
McDermott estuvo sensacional por inusual como el trashy asesino en serie con complejo de Edipo, mientras todos admirábamos la capacidad de recuperación de la serie.
Capacidad de recuperación y también de superarse a sí misma, como confirma ahora su tercera y deliciosa temporada, bautizada "Coven".


¿Vendrá Dylan McDermott a pasearse por el Nueva Orleans de las brujas? Según parece, hay interés por ambas partes, pero habrá que despejar agendas y esperar que sea posible un hueco.
Que sea que sí, que sea que sí, rezo todas las noches antes de dormir.


Dylan ahora anda atareado con una nueva serie, la inefable "Hostages", donde incorpora a un agente del FBI involucrado en el secuestro de la familia de una importante cirujana, interpretada - terrorificamente - por Toni Collette.
La serie, que es un disparate de los que se estilan ahora, con Casa Blanca y paranoias conspiratorias de por medio, no ha convencido a la parroquia de los ratings, pese a tratarse de un placer culpable bastante potente.


Es de esas series que sabes bien en todo momento lo malas y derivativas que resultan desde su misma razón de ser, pero sólo puedes dejarte llevar por sus trucos, sorpresas y cliffhangers.
Y, al final, esta "Hostages" se revela más divertida que la bostezante "Homeland" y no tan antipática como "Scandal".


Dylan interpreta a un maloso con motivos personales, y ahí aparece con barba de tres días y vestido de inevitable chaqueta de cuero.
Como comprenderás, devoto de lo maromial, Dylan McDermott es la buena razón para engancharse a la intriga de "Hostages".
Muestra semanal de que el machote nunca muere.


Nunca muere y así lo expresa en sus cuentas de Facebook y Twitter, esas que McDermott escribe personalmente, bien dispuesto a contar cuáles son sus proyectos y, sobre todo, a transcribir citas inspiradoras.
En recientes entrevistas, Dylan ha hablado de los efectos beneficiosos de la terapia y las estrategias de superación personal; en su biografía, se cuenta que lleva veinte años sin probar gota de bebercio tras reconocerse alcohólico.
Quizá esa necesaria "ley seca" sea una de las explicaciones de que este hombre se conserve tan de puta madre.


Por lo que se deduce, es un tipo optimista y su desinteresada atención a los fans a través de las redes sociales habla bien de él como persona y personalidad.
Dylan McDermott no será el mejor actor del mundo, aunque ahora mismo no se me ocurre mejor plan audiovisual que ponerme otro capítulo de "Hostages".


Ni un segundo televisivo sin él, por favor.