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martes, 7 de enero de 2014

El Legado de Fredric March


A lo largo de la extraordinaria carrera de Fredric March, bastó el tiempo para incorporar a todos los personajes, en cualquier género, para las más variadas aventuras. 
Hubo una constante: nadie dudó ni un solo día de que Fredric March era un gran actor. Fue lo que siempre se escribió en la prosa que le dedicaron, lo que adosaron a su imagen y también lo que aún puede decirse de él. 


El trabajo primero, el estrellato después, se dijo corazón y guía para este incansable de escenarios. Meticuloso como pocos, profesional hasta la médula, Fredric March esquivó vulgares etiquetas, huyó de herméticos contratos con estudios y casi siempre se salió con la suya.
Durante la primera época de su carrera, allá por los primeros años treinta, fue uno de los actores más deseados de Hollywood, tanto por su versatilidad como por su avasallante atractivo. 
Fredric, el de la frente ancha, la mirada intrigante, la voz exquisita y la sonrisa para derretir plateas. 
Un hombre con clase, un caballero, un actor distinguido, que sería premiado en tantas ocasiones, aplaudido en teatros, visto en más de noventa películas.


De manera cruelmente irónica, esa imposición del talento propio sobre los aderezos de la industria hicieron de Fredric March una personalidad poco excitante a niveles show-business y, como resultado, su figura ahora sea injustamente omitida en desinformadas antologías sobre lo mejor del Hollywood clásico. 


Cualquiera que lo conozca, sabe que fue uno de los pesos pesados de la interpretación masculina durante tres décadas del cine norteamericano, y actores como Marlon Brando y William Holden confesaron que habían crecido a su camaleónica sombra.


Nadie como Fredric March para interpretar a los hombres del cine, desde los más brillantes héroes a los más desazonadores fracasados, desde el Doctor Jekyll hasta Jean Valjean, desde caballeros de época hasta intrépidos periodistas, desde pavorosos patriarcas hasta la mismísima Muerte. Su sensibilidad concedía singular magnetismo y siempre asomaba un destello de humor, de aquel que se atreve a hacer reír hasta a los más dolientes.
Quedó un actor en letras capitales que, de manera fascinante, tuvo otra ambición profesional previa a la interpretación.


Nacido en Wisconsin, de madre inglesa y padre devotísimo de la Iglesia Presbiteriana, Fredric recibió una buena educación, mientras el camino lo dirigía a las finanzas.
Banquero fue hasta que cayó enfermo de una grave apendicitis y, durante la convalecencia, una de sus cuidadoras le contó cautivadoras historias sobre el teatro, mientras algo en Frederick McIntyre Bickel cambiaba. 
Porque no hay nada como una enfermedad para pensar qué queremos realmente en la vida.


En 1920, trabajaba como extra en las películas bajo el nombre de Fredric March, era requerido como modelo publicitario y, seis años después, debutaba en Broadway. 
La suerte se llamó "The Royal Family of Broadway", sátira sobre el mundo del teatro, para la que Fredric parodió a John Barrymore.
Los ojos se dejaban en el joven March y la adaptación cinematográfica intensificó la bien ganada atención:, con primera nominación al Oscar y una carrera en el cine.
Por entonces, se casó con su segunda y definitiva mujer, la también actriz Florence Eldridge, con quien trabajaría en un puñado de ocasiones y a cuyo lado estaría unido hasta el último día.
El éxito en Hollywood se unió a la necesidad de crear familia y los March adoptaron dos hijos y establecieron su hogar en Connecticut. 

Con Florence Eldridge

El cine volvía a vibrar con Fredric y de qué manera, cuando interpretó al Doctor Jekyll que, bebedizo mediante, se convierte en Mr. Hyde en la gran adaptación de Rouben Mamoulian.
Increíblemente bello como Jekyll y delirante por simiesco como Hyde, supondría su primer Oscar.

"Dr. Jekyll & Mr. Hyde"

A partir de entonces, es imposible resumir la cantidad de papeles, interpretaciones y películas de Fredric que se acumulan en aquellos primeros años treinta, los mismos que también supusieron los pasos iniciales del cine sonoro. 


Como actor emblemático de la época, la voz de Fredric fue esencial, su belleza, también. El talento jamás cesó de sorprender y, sobre todo, la manera en que transitaba por las eras conocidas, por los escenarios imaginarios, por todos los universos posibles del cine.

Con Gary Cooper y Miriam Hopkins en "Design For Living"

Fue general romano enamorado para "El Signo de la Cruz", formó parte del trío de la comedia lubitschiana "Design For Living" o irrumpía como un principesco Parca con monóculo en la irrepetible "La Muerte de Vacaciones". 

"La Muerte en Vacaciones"

En adaptaciones literarias, era el hombre a llamar, especialmente querido por productores independientes  y amantes del prestigio como Samuel Goldwyn o David O. Selznick.
Después de sus años en Paramount y aun tentado en más de una ocasión, Fredric rechazaba firmar contratos en exclusiva con ningún estudio, operación riesgosa que le daría buenos frutos, al poder moverse con libertad entre los proyectos de su ecléctico interés.

Con Greta Garbo en "Anna Karenina"

Aunque se vistiese de Jean Valjean, el Conde Vronsky o el caballero Adverse, la década de los treinta lo veía más cómodo en trajes y personajes de urbana energía, menos encorsetados, más desenfadados y originales.

Con Carole Lombard en "Nothing Sacred"

La screwball comedy lo colocó en hilarante duelo a puñetazos con Carole Lombard en "Nothing Sacred" y el melodrama lo llamaba el primer Norman Maine para "Ha Nacido Una Estrella", prístino ejemplo de su habilidad para interpretar a caballeros bien hidratados de alcohol.

Con Janet Gaynor en "Ha Nacido Una Estrella"

Guapo que emparejar a las más postineras damas del cine, se llamaran Greta Garbo, Joan Crawford o Veronica Lake, fue bien conocido por intentar seducirlas a todas en plató como regla general.
Los años lo encontrarían tan intenso como siempre, pendiente de augustas representaciones teatrales e incluso la televisión, medio que confesó detestar.
Un refrendo de su reputación vendría con el veterano maduro que regresaba del conflicto bélico y, entre copas y resacas, entendía pronto que habían pasado "Los Mejores Años de Nuestra Vida". 
En una secuencia, miraba el retrato de su juventud. Personaje y actor quedaban identificados más que nunca.
Se le daba un segundo Oscar, aldabonazo de otra etapa en la admiración por Fredric March.

"Los Mejores Años de Nuestra Vida"

Había pasado la época de los bellos galanes y se le ofrecían papeles de rival y de segundo de a bordo, donde la edad lo haría más sutil.
En películas como "La Torre de los Ambiciosos" o "Siete Días de Mayo" se afirmaba su flamante estatus de actor secundario y se decía imposible obviar su fuerte presencia.
Los años cincuenta lo ponían en guardia ante la "caza de brujas" de McCarthy. Demócrata convencido de toda la vida, sus presuntas simpatías por izquierdismos más calientes lo hacía digno de investigación por el anticomunismo imperante, aunque se salvaría finalmente de la lista negra.


Seguían los aplausos, en representación teatral y posterior adaptación cinematográfica de "Muerte de un Viajante", mientras se enfrentaba a Humphrey Bogart cuando éste invadía su casa en "Horas Desesperadas".
La década no terminaba sin otro duelo a cuartel con otro actor exuberante: Spencer Tracy. 
Stanley Kramer aseguraba el choque de trenes en "La Herencia del Viento", donde un casi irreconocible Fredric incorporaba a un fanático congresista republicano.
Aunque suele ser actualmente el papel más renombrado de March, es, en realidad, una de sus interpretaciones más histriónicas, lejos de su habitual finura. 

Frente a Spencer Tracy en "La Herencia del Viento"

Fredric March se entendía imparable y sólo la salud tendría el veredicto del final. Sucedía en 1970, cuando el cáncer de próstata parecía echar el telón.
Se recuperaba para un último paseo de la victoria, de la mano de John Frankheimer en "The Iceman Cometh", necesario canto del cisne para semejante titán.
Frankenheimer lo llamó entonces "el mejor ser humano que he conocido y también el mejor actor con el que he trabajado".
Era 1975 cuando la despiadada enfermedad terminaba por despedir a Fredric March de la vida, a los setenta y siete años. 
Su viuda, Florence Eldrige, se encargaría de llevar sus restos al abrigo de su casa de Connecticut, aquella que erigieron cuando los mejores años habían comenzado.


Hablar de Fredric March es nombrar su legado, más importante que cualquier averiguación sobre su vida privada o su camino al estrellato. 
Es en sus mejores películas donde se puede apreciar un actor de técnica depuradísima que, al mismo tiempo, se las arregla para resultar entretenidísimo. Y es en ellas donde se puede concluir, sin temor a error, que Fredric March es uno de los mejores actores de todos los tiempos.
Conocerlo - o redescubrirlo - significa adorarlo y aparece en tantísimos títulos, muchos más que recuperables, que el idilio se las presta eterno.


Te amo, Fredric.

martes, 26 de noviembre de 2013

Encuentro Con Myrna Loy


Gran favorita de los años treinta, Myrna Loy luce hoy tal como fue: una criatura imposiblemente exquisita, mirada en ojos almendrados, naricita respingona y clase sin afectación.
Como personalidad y luz, es una de las mejores definiciones del glamour fílmico al viejo estilo, si bien ella restaría importancia a la hipnosis que propiciaba. Aseguró que todo fue cosa de los directores de fotografía, mientras nunca le habían quitado el sueño ni la riqueza ni los vestidos ni la ostentación.


Myrna, rebautizada "reina de Hollywood" en un tiempo, "esposa perfecta" en otro, comparaba su vivencia de la fama con la de Joan Crawford. 
Si Joan era estrella desde que entraba en la limusina para acudir al estudio, Loy nunca perdió cierta modestia, que se traducía públicamente en una profunda preocupación por lo que sucedía en el mundo.
Su inquietud por la política, el activismo y las buenas causas sería tan importante como su carrera artística, esa que, pese a asegurar su nombre en el Olimpo hollywoodiense, dio menos frutos destacables de los que mereciera una mujer de su categoría.


Sofisticada, urbana, ingeniosa, alérgica a la pretensión, el público amaba a Myrna Loy en imágenes porque no había otro sentimiento posible ante ella. 
Pero los espectadores perdieron la oportunidad de descubrir la doblez de esos personajes, la nunca contada complejidad que, como bien sabemos, no solían encontrar muchos seres femeninos en las películas norteamericanas.
Sin embargo, aunque la calidad de películas y personajes no estaba siempre asegurada, la diversión, sí. 
Y Myrna, con su mirada inteligente y sus delgados labios que esbozaban la justa sonrisa, era llamar a toda la fiesta posible.


Myrna Williams fue bautizada cuando nació en un rancho de Montana, allá por los principios del siglo pasado. Su madre soñaba con mudarse a Los Ángeles e instó a la bella Myrna a tomar clases de danza e interpretación desde muy joven.
La mudanza se cumplió a un precio; el padre murió de gripe española y fue cuando la familia tuvo la oportunidad de moverse hacia la tierra de las promesas.
Para ayudar a su familia económicamente, Myrna comenzó a trabajar en su adolescencia y sus rasgos y figura la hicieron muy demandadas por fotógrafos y artistas. 
Una fuente de California llamada "Inspiration" aún recoge una escultura modelada según la joven Myrna.


En pequeñas representaciones y vivida en fotografías, Myrna llegó hasta los ojos del mismísimo Rodolfo Valentino, quien la introdujera en las películas, a razón de pequeños papeles.
El camino fue largo y tortuoso para Myrna Loy, que empezó pronto, si bien no encontraría película a medida hasta mucho tiempo después. 
Sus rasgos exóticos, poco americanos, la hicieron vampiresa y/o malvada oriental en las demandas de casting hasta el punto del encasillamiento.


Aún con la llegada del sonoro, Myrna Loy era encontrable, ante todo, como la hija de Fu-Manchú o interpretando sexualizadas liantas en musicales y comedias.
La Metro Goldwyn Mayer le firmaba un contrato y, en un salto de fe, depositaba a Myrna en su año de gloria: 1934.
En "Manhattan Melodrama", se las veía por primera vez con Clark Gable y William Powell, incorporando a una mujer dividida entre un gángster y un político. 
La película, saga thirties donde las haya, fue un éxito, mientras el nombre de Myrna se hacía popular gracias a un suceso criminal.
El atracador de bancos John Dillinger era abatido a tiros por la policía al salir de un pase de "Manhattan Melodrama" y contaron los periódicos que, para Dillinger, Myrna Loy había sido su actriz favorita.
La Loy odió esa clase de publicidad, aunque, en retrospectiva, la hizo santo y seña de semejante época de furia.
Sin embargo, la verdadera ecuación dorada estaba en William Powell, "un auténtico caballero", como lo definiría la propia Myrna.

Con William Powell

El director W.S. Van Dyke buscaba a la actriz perfecta para interpretar a Nora Charles y, en una fiesta de Hollywood, decidió tirar a Myrna Loy a la piscina. 
El aplomo con el que la actriz reaccionó fue lo que Van Dyke buscaba para Nora y así, Myrna cayó en la película que la hizo estrella: "The Thin Man".
"Fue la que finalmente me consagró... después de más de ochenta películas", diagnosticaría ella misma.
La aleación se dijo química con William Powell y juntos fueron el matrimonio detectivesco, demasiado cool para este mundo, que resolvía asesinatos entre copichuelas, sonrisas y veladas con el perrito Asta.
Myrna y William iniciarían toda una saga de Nick y Nora, además de coincidir en otras películas, como la oscarizada "El Gran Ziegfeld".

Con William Powell y Asta

Pero fue Nora Charles el personaje que haría de Myrna Loy el ideal femenino de la época, vestida en pieles, esculpida en ligereza.
La Metro se plegaba ante ella y le daba toda clase de aventuras, comedias y dramas, al lado de los actores más reconocibles de entonces.
En una famosa encuesta de una revista, los lectores eligieron a Myrna Loy como reina de Hollywood, mientras proclamaban rey a Clark Gable. No había duda de que los años treinta se conjugaban con naricita y orejotas.

Con Clark Gable

Con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, Myrna aplazó su agenda cinematográfica, dedicando energías por completo a ayudar en el conflicto. Fue tal la determinación que llegaría a oídos de Hitler, quien no dudó en apuntar a Myrna Loy en su lista negra.
El público no volvería a verla en pantalla hasta terminada la guerra, cuando sería especialmente aplaudida en la película que contó la resaca bélica como ninguna otra: "Los Mejores Años de Nuestra Vida".
Quizá sea la mejor donde intervino Myrna; en ella, interpretaba a la paciente mujer de Fredric March. 
La aparición de personaje tan doméstico y confortable rebautizó a la actriz como "la esposa perfecta".

Con Fredric March en "Los Mejores Años de Nuestra Vida"

El encanto devino en furor y se fundaron clubs a lo largo del país, con el nombre de "Los hombres deben casarse con Myrnas". 
A ella no le gustó la idea. "Las etiquetas te limitan, porque limitan tus posibilidades. Así es como piensan en Hollywood", aseguró. 
Y basta ver la película para entender que, nuevamente, Myrna era una hermosa segunda de a bordo, con un personaje sin misterio insinuado, mientras ellos eran los que se lucían. 
Podría decirse que fue una tónica dentro de su carrera y, si bien tiene intervenciones memorables, Myrna Loy nunca consiguió un papel de envergadura ni jamás fue nominada a ningún premio. 
Siempre estuvo bien, con un timing perfecto para la comedia y un estilo de actuación de naturalidad impactante aún hoy en día, pero los tour-de-force y las fanfarrias de valía nunca aparecieron. Sucumbieron a la "esposa perfecta", rol que repetiría durante los años cuarenta y cincuenta.
"Qué perfecta esposa debo ser. Me he casado cuatro veces, no tengo hijos y no sé freír un huevo".


Papeles de mayor voltaje dramático irrumpieron a última hora  - "Lonelyhearts" o "Desde la Terraza" - donde se la vio más trágica que nunca, aunque sus actuaciones se dispersaban y enrarecían hasta el punto de la anécdota.
Los intereses políticos y su alergia al glamour pueden ser la respuesta. Demócrata convencida, Myrna Loy fue también la primera actriz en ocupar un puesto de consejera en la UNESCO, mientras habló pestes de lo que tramaba Ronald Reagan.
Pero Myrna no era mujer de hablar mal y bien lo sabían todos sus compañeros de profesión, que aseguraban adorarla. 
William Powell era su favorito, por supuesto, aunque tuvo buenas palabras para todos, incluyendo a Joan Crawford, a quien llamó "amiga de por vida", justo cuando la hija adoptiva la puso a caldo en la famosa biografía.
Por entonces, Myrna ya estaba retirada, concedía puntuales entrevistas y permanecía como ese baluarte de toda una época de cigarrillos bien fumados y atmósferas art-decó, aquel universo donde su naricilla parecía un desafío a tanta perfección.


Su falta de premios indignó a muchos, que conformaron una petición para que la Academia le concediera un Oscar honorífico. Sucedía finalmente en 1991. Myrna apareció desde su apartamento neoyorquino, vía satélite, y dio unas sinceras y breves gracias. 
Fue la última vez que se la vio. 
Tres años más tarde, moría en Nueva York durante una operación, marchándose de una vida bien vivida con ochenta y ocho años de edad. 
Sus restos descansaron en Montana, como si todo volviera a empezar otra vez.


Desde su aparición en "The Thin Man" hasta su agradecimiento en los Oscars, quedó en nuestra apreciación de Myrna esa generosa ración de incógnita que se guardaron para sí muchas estrellas del ayer.
Ese proverbial "quiénes eran en realidad", que, a veces, se responde con un simple "gente trabajadora y exitosa".
Así fue Myrna Loy, quien complementara su poderosa imagen con un esfuerzo de honestidad que permaneciera junto a ella hasta el último día.
Cierto que nunca hubo suficiente Myrna para saciar nuestra sed por esta mujer sexy, inesperada y cálida, aunque sólo un segundo con ella se contó siempre más delicioso que una vida entera con cualquier otra.

martes, 10 de septiembre de 2013

Misterios de Dana Andrews


A la luz de las sombras, Dana Andrews, reconocible hombre del Hollywood de los años cuarenta y cincuenta, vendría a representar una clase de héroe en sintonía a inquietudes nuevas, verdades dolorosas y guerras que habían terminado sólo para destrozar la calma.
En sus interpretaciones más memorables, Dana irrumpía con el cigarrillo en los labios, mientras soltaba los diálogos como si le molestaran, insolente e indolente, ataviado de sombrero, pelo brillante y destello de reprimida neurosis.
Todo para contar al mundo la crónica de una impulsiva amargura.
Impulsiva amargura de los hombres desesperados, que vivían en ciudades nocturnas, sin conciliar el sueño y con un serio problema para controlar su agresividad.
Así era el referente que dio Dana a toda una generación. La de un hombre cuya actitud cínica era la fachada de un sufrimiento introvertido, vivido con el pudor emocional de los machos.


"No es difícil esconder emociones en pantalla, dado que lo he hecho toda mi vida", dijo Andrews.
Un actor vergonzosamente infravalorado, que jamás optó a ningún premio importante, Dana es de la raza de los intérpretes más exquisitos; minimalistas, intuitivos, seductores, hijos de la Garbo, que lo dicen todo con la voz, la mirada, los labios que aprietan sonrisa y los lacrimales que se niegan a humedecer más de la cuenta.


Dana fue también querido y demandado porque era guapo, guapísimo, con esos ojos fuertes y oscuros, esos labios finos y firmes y esa voz de duermevela como para lanzarte al dormitorio sólo por asociación.
De sensualidad avasallante, Dana Andrews era el saludo a una masculinidad sin ingredientes adicionales, como gustaban de construirse iconos varoniles en aquellos tiempos.
Y aunque se conocieron muchas de sus desgracias personales, Dana permaneció en el imaginario colectivo como un misterio en muchos sentidos.
Todavía hoy, la palabra "enigmático" sirve para definirlo.


Carver Dana Andrews había sido uno de los 13 hijos de un sacerdote baptista, y de Mississippi a Texas, se contaría la historia de esta familia a principios del siglo XX.
Fue durante la Depresión cuando Dana hizo las maletas, levantó el pulgar y las carreteras se decían favorables para su llegada a Los Ángeles.
Quería ser actor y así lo manifestaba mientras trabajaba en una gasolinera a las afueras de la gran ciudad.
La leyenda cuenta que fue su jefe quien creyó en el potencial de Dana y le prestó dinero para costearse estudios artísticos.


Diez años después, Dana Andrews firmaba un contrato con Samuel Goldwyn, si bien fue desaprovechado en un principio.
Fue, no obstante, bajo Goldwyn cuando obtendría un primer papel de notoriedad: el gángster Joe Lilac, novio peligroso de Barbara Stanwyck en "Bola de Fuego".
Aunque no era el simpático de la función, se puede intuir el principio de la importancia Dana, aunque sólo sea por el sombrero, el fijador y la pose chulesca.
Para verlo con el pelo suelto y ensortijado, rara vez fue aquella de "Incidente en Ox-Bow", película de tal impacto que lo lanzaría inmediatamente como actor de primera línea y favorito de la Fox, que lo compró a Goldwyn.
En "Incidente en Ox-Bow", Dana era una de las víctimas inocentes de un linchamiento en el Oeste.
Aunque protagonizada por Henry Fonda, tanto la temática como el personaje de Andrews quedaron con mayor decisión en la memoria.

"Incidente en Ox-Bow"

La Fox lo preparó a conciencia y sería a mediados de los cuarenta cuando Andrews obtendría una sucesión de papeles y éxitos ininterrumpidos.

Con Gene Tierney en "Laura"

Al público le encantaba verlo al lado de Gene Tierney, pero no podían imaginar cuánto les gustaría "Laura".
Dana era el detective MacPherson, que investiga el asesinato de la hermosa socialité y se queda dormido frente a su retrato, con la sospecha de que se ha enamorado de la occisa.
Tal mezcla de chic y fantasmagoria fue uno de los grandes éxitos de la época - aún maravillosa, imprescindible obra maestra -, y es la película donde Dana está de un guapo casi insoportable.
Se consolidaba su imagen canalla. Dana no era un bribón festivo-simplón al estilo Clark Gable, sino obedecía a una intentona más realista, más agria, más noir.

Como McPherson en "Laura"

En ese noir se sumergiría Dana con delectación, pero fue un drama postbélico el que motivó los más grandes aplausos.
Hasta para los reacios, nadie ha dudado nunca de que Andrews está soberbio en "Los Mejores Años de Nuestra Vida".
El brillante retrato de los hombres que vuelven a la guerra y se sienten tan inservibles como los desmantelados cazabombarderos dio pie a uno de los mayores esfuerzos de sinceridad del cine de entonces.
Dana fue una de las claves de la emotividad del resultado y es ridículo que su escena final en el avión no propiciase una nominación al Oscar.

Con Teresa Wright en "Los Mejores Años de Nuestra Vida"

Aún así, el mejor Dana Andrews, el que incorporó aquellos papeles para los que estaba destinado, fue cortesía de Otto Preminger. 
Más allá de "Laura", Dana incorporó al buscavidas de "Fallen Angel" y al policía que mata por accidente a un sospechoso en "Where The Sidewalk Ends".
Dos clásicos subestimados y las dos interpretaciones más meticulosas del actor.

"Where The Sidewalk Ends"

Se lo colocase al lado de Gene Tierney, Joan Crawford, Susan Hayward o Elizabeth Taylor, Dana no perdía ni el empuje de sus complejos personajes ni la capacidad de demostrar lo mejor de sí mismo, aunque los productores empezaron a preocuparse por su comportamiento detrás de las cámaras.
El alcohol era la respuesta y fue la condena a su carrera. Y a su físico, basta comparar "Laura" con "Más Allá de la Duda" para ver cómo, en poco más de diez años, su rostro se resintió de los excesos.
Se dijo que estuvo a punto de perder la vida al volante en más de una ocasión y, ante la triste evidencia, Hollywood lo condenó a la serie B a lo largo de los cincuenta.

"La Noche del Demonio"

Todavía fue requerido por Fritz Lang y Jacques Tourneur en títulos como "Mientras Nueva York Duerme", "Más Allá de la Duda" o "La Noche del Demonio", joyas en medio de la sensación de la ruina, de la verdad que aquello que había prometido en 1944 había terminado.
Dana prefirió dar voz a su problema. De hecho, fue una de las primeras personalidades que confesó su alcoholismo y vio en la publicidad de su adicción una buena manera de superarlo.


En los años sesenta, se le dio un voto de confianza cuando se le nombró director de la Screen Actors Guild, aunque ya había reemplazado la interpretación por una empresa inmobiliaria, que, según asegurara, le dio más dinero que toda su carrera en Hollywood.
Nunca abandonó las pantallas y se lo vería en apariciones televisivas, junto con alguna que otra película en los años siguientes, mientras uno de sus hermanos menores, Steve Forrest, ofrecía pelea en la profesión y se decía llamar Harrelson para la serie "S.W.A.T".
En los ochenta, el diagnóstico no ofrecía dudas y Dana ingresaba en un centro para enfermos de Alzheimer, allí donde olvidaría glorias y tristezas con la prisa del ocaso.
Fue donde murió, en 1992, a la edad de 83 años.


Restaron preguntas sobre quién fue, qué esperaba de la vida, cuál era el secreto detrás de su adicción - ni él se lo supo responder a sí mismo - y  qué había del verdadero Dana en los tipos que incorporaba en el cine.
Todos esos secretos que despierta un hombre de enigmas, gran ironía frente a la honestidad que parecía desprender con su presencia.
Conocer a Dana Andrews fue casi tal placer como es hoy redescubrirlo, entenderlo, calibrarlo, dejarse seducir por este smooth operator - tal y como lo definía Fredric March en "Los Mejores Años de Nuestra Vida" - y observar a un hombre emblema de ese género irrepetible como fue el oscuro y bello noir.
Para oscuro y bello, siempre Dana.