jueves, 31 de julio de 2014

Obsesión


Obsesión:

1. Perturbación anímica producida por una idea fija.
2. Idea que con tenaz persistencia asalta la mente.


Mira. ¿No las ves? Te hablo de esas luces de entre las copas de los árboles, las que brillan al colarse por las hojas, las que llegan limpias hasta nuestros ojos. Desde tan lejos. 
Son hermosas, ¿verdad? ¿De dónde vendrán? 
Tal vez, de una hoguera, a cuyo calor se reúnen unos hombres para trazar un diabólico plan. O son las luces que vigilan una fiesta terminada, en la que queda una sola pareja, bailando después de que la orquesta se marchase. 
¿O serán esas luces el brillo de las luciérnagas tristes que arrullan la noche? ¿De dónde vienen esas luces?
Agudicemos el oído, entremos en el oscuro bosque, sin miedo, con prisa, porque, amigo mío, estamos oficialmente obsesionados con las malditas luces.
Ay, la obsesión. Tengo tanta obsesión por la palabra "obsesión". Pocas palabras proporcionan lo que significan. 
Ob-se-sión. Empieza elevada y arrogante, continúa susurrante y termina a lo grande, con acento, abierta. Ob-se-sión.
Pronunciar esa palabra es como conocer a alguien que nos resulta antipático al principio, luego nos convence entre suspiros que suenan a verdades y, al final, todo explota.
Como una O. Como la o de obsesión. La obsesiva palabra que se define a sí misma.


Tengo obsesión por la palabra obsesión.
Desde que tengo noción del mundo, me han dicho que me obsesiono con facilidad.
Cuando me gusta algo, me gusta de verdad y muevo Cielo y Tierra hasta que lo conozco, lo agoto, lo amo con desesperación.
Como la mayoría de las obsesiones, no significa más que la búsqueda continua de la satisfacción y la renovación de la fe.
Ande yo obsesionado, ríase el fantasma de Chesterton, ese que decía aquello de:
- Cuando el hombre dejó de creer en Dios, empezó a creer en todo lo demás.
¿Creo en todo lo demás? ¿Hay algo de ingenuidad en el obsesionado?
Busqué en los diccionarios el verdadero significado de la palabra obsesión y me remitieron a tratados psicológicos, donde mi pobre palabra aparece maltratada y considerada como un trastorno digno de terapia.
La obsesión viene de asedio, aseguran los etimólogos, y se cuenta terrible en aquellos que limpian mucho, que piensan en el sexo de manera continua o se enamoran locamente de la idea antes que de la persona.
Todos los obsesivos debieran ir al psicólogo, aseguran los tratados, porque su autoestima es baja, porque se engañan a sí mismos, porque la idea fija les impide superarse.
Conociendo al personal como lo conozco, deduzco que las consultas debieran estar abarrotadas a estas alturas.


La obsesión es nuestra historia y es la Historia.
Los conquistadores estaban obsesionados con poner la bota en terrenos nunca explorados, aunque significase prevalecer sobre las mil caricias de la Muerte.
Los científicos más alocados probaban sus propios bebedizos o se sometían a las radiaciones para refutar sus hipótesis. Grandes nombres del cine perdieron la razón en más de un rodaje.
Los vengativos, los héroes, los aficionados, los eruditos, los exploradores. Todos querían saber de dónde venían esas luces.
El asedio fue el precio, o esa fiebre consumidora que habla de nuestras fijaciones, de la simple necesidad de amar o de la convicción de que existimos por un motivo, para una llamada precisa, sea la de conquistar el mundo, curar la poliomelitis o contar las crónicas de nuestras derrotas.
La pasión, sí, esa con la que más te vale no cruzarte en esta vida si aspiras a la tranquilidad.


Yo tenía obsesión por escribir un post sobre la obsesión y tenía obsesión porque fuera emocionante, leído y comentado. Pero no puedo explicar nada sobre la obsesión, porque no se concreta en palabras, porque es la locura y, como tal, no tiene ningún sentido. No hay quien la ordene, no hay quien le ponga pies a esta cabeza. Tengo obsesión por terminar este post, tengo obsesión porque la sensación de que sea el peor que escribo en mucho tiempo.
¿Cómo pueden hablar los locos de la locura?
- Ya te dio por el color azul, ya te dio por las canicas, ya te dio por Walt Disney, ya te dio por los patines.
Ya me dio, sí. Eso es lo que me decía Lady Montez cuando era niño.
Aunque era señalado como un problema - y quizá lo sea -, siempre lo he considerado como una orgullosa prueba de apasionamiento. O lo amo o lo odio. No hay medias tintas ni breves recorridos. Si algo me gusta, piso a fondo y hasta el final.
- Ya te dio por el cine. - me dijo, cuando tenía catorce años.


De esa obsesión no me he curado nunca, quizá por retroalimentable.
- No sé si lo sabes, pero llevo un año súper enamorado de Errol Flynn - dije el otro día. 
La obsesión es una enfermedad, y yo he sentido sus fiebres, sus convulsiones, pero no se manifiestan explícitamente, ni nadie las ha visto ni las ha medido. A simple vista, si llegaran a mi puerta los hombres vestidos de blanco sólo verían a un tipo que ve mucho la televisión.
- No hay problema por aquí - dirían y se marcharían.
El tiempo pasa fuera, pero la mirada se fija en las pantallas del amor y la muerte, esas que seducen con la promesa de la vida.
Las buenas historias me obsesionan. Ocultan sus sorpresas para empezar a contarse, enseguida imponen una sensación de tranquilidad y, de repente, ¡pum! Galvanizan de manera canalla con el destapar de sus ebullentes ollas. 
Las buenas historias son casas oscuras con las ventanas cerradas en hermetismo, donde los cortinajes insinúan vidas privadas. Un grito en la noche será suficiente para obsesionarse.
¿Cuáles son tus obsesiones, amigo mío? Son las que te obligan a pintar lo que contemplas, esas que te llevan a coleccionar fotos de un actor hermoso, aquellas que te fuerzan a buscarte la vida desde tus propósitos, desde tu emprendeduría, desde tus simples ansias de mejorar.
Ojalá sean válidas, ojalá te hagan feliz.


Toca la pantalla, siente sus cosquillas. Esas cosquillas son lo único material de mis obsesiones. Lo demás, existe en mi cabeza.
¿A dónde me llevan mis obsesiones? La fijación, el engaño, las sombras en la cueva, las luces en la lejanía. Ojalá pronto me obsesione con algo productivo. Porque dudo que ver tantas películas y saber tanto de ellas sea igual que someterse a una radiación y propiciar una epifanía que haga sacudir al mundo.
Mis obsesiones son pasivas, cobardes, aunque se vistan con caros trajes y frases hermosas. Son luces que expresan oscuridad, representan el enigma de la vida que no entiendo, la misma que sólo encuentra el significado deseado por mí si viene imbricada en una historia congruente. 
Ojalá me obsesione mañana por algo más, ¿será posible? ¿Será bueno?


- Ya me dio por él - dije para mis adentros la primera vez que me enamoré, hace tantísimas lunas.
Lo buscaba en las listas de las notas, allí donde estaba él, inscrito en la clase a la que asistía en la universidad. Su nombre y sus apellidos.
Oteaba por las ventanas del aula sólo para mirarlo, para no olvidarme de su cara. Porque la obsesión era tal, que me costaba recordar su cara con exactitud. Fragmentos. El pelo caído sobre la frente, él sobre mí aquella noche. 
A partir de esa noche, habían llegado las otras noches, insomnes de necesidad, fantaseando con la relación, el amor, el matrimonio, la historia futura, respondiendo a una improbable entrevista, donde me harían las preguntas sobre la felicidad eterna que encontré. Oh, su cara, cómo era su cara. No podía dormir de la fuerza que hacía por recordarla.
Sucedió cuando me obsesioné por una persona y no por un actor, cuando me obsesioné por la vida y no por su imitación. 
Con nombre y apellidos de verdad, los mismos que buscaba en la guía telefónica y encontré. Sabía de memoria ese número del teléfono al que nunca llamé. 
Oh, la obsesión por descubrir al otro. Oh, la realidad de hacerlo. Ahí quedo, sin corresponder, para aprender, como el testigo de mi ingenuidad. En cualquier caso, significó más que las putas cosquillas del televisor.
Me he obsesionado con otros hombres, otros nombres, otras caras y cierta ceguera ha sido el indiscutible diagnóstico de la fijación, pero la realidad es tan temible que he aprendido a disimular un poco y dudar un mucho de la benignidad de los resultados.
 - Si no desea usted dolor ni ridículo, es mejor enamorarse de un actor o un personaje o un libro o cualquier cosa que no implique sangre de verdad - aconsejan los expertos.
Será por eso que siempre vuelvo a las cosquillas del televisor. Son infinitamente más cómodas, cómodamente más lejanas, lejanamente más sedantes. Ese plástico que evita contaminantes naturales.
- ¿Son esas cosquillas todo lo que tengo derecho a sentir? - pregunto, mientras baja el telón con pesadez sobre esta obra de teatro.
Ojalá me obsesione mañana con algo bueno, con algo productivo, con alguien con nombre y apellidos, con quien bailar cuando la orquesta se marche.
Y él devuelva la obsesión, y yo pronuncie la palabra obsesión sobre él. Que empiece elevada y arrogante, que luego susurre, que explote al final. Ob-se-sión.


Las obsesiones matan, debilitan, fagocitan, mierdean, son la locura que soy incapaz de explicar, yo, loco de mí.
Pero no renunciaré a ellas, porque es la única manera que concibo de entender la vida, de vivirla. Es lo esplendoroso y lo terrible. Que sólo sentir una verdadera fiebre inicie mis caminos. 
 - Ojalá mañana me obsesione otra vez - digo y apago la luz.
El conquistador, el científico, el cinéfago, el enamoradizo, todos nos preguntamos lo mismo, antes de dormir, para contar las cuentas de nuestra incurabilidad. 
A dónde vamos, qué significa todo esto, de dónde vienen esas malditas luces, hombre ya.

miércoles, 30 de julio de 2014

Grandes Pantallas y Cajas Tontas


El cine, ese lienzo poderoso, ha vivido asediado por enemigos y amenazas, diríase dos tardes después del día de su misma invención y a rebufo de los avances tecnológicos que traerían las imágenes hasta nuestras casas.
Sucedía cuando ir al cine había terminado con las primeras arrogancias sobre el invento de los Lumiére y devenía en ritual, en el go to the movies y, durante oscuros períodos, en el único lugar donde refugiarse y olvidar la tristeza.
Los cines eran palaciales y llenos de mística, testigos de un imperio que creció entre lo asequible de las entradas y la primacía que alcanzaron en el ocio de la sociedad.


El cine superaba al teatro, porque rompía sus límites. Superaba a la radio, porque daba imágenes a las voces. Los ganó a ambos, pero, cuando llegó a lo más alto, se encontró con la duda de su reinado: el audiovisual portátil, a la carta.
Fue entonces cuando el cine conoció a su enemigo íntimo: la televisión. 


Desde el día que se tropezaron y se declararon batalla sin cuartel, quedaron definidos dos universos que se complementan tanto como se repelen. 
Se dice que hay cosas que son cinematográficas, porque son artísticas, complejas, opulentas, del mismo modo que se señala que hay sensaciones que son puramente televisivas, porque son furiosas, directas, populacheras. 
Así, una periodista del corazón es muy televisiva cuando grita mucho y se le hincha la vena, y una secuencia es muy cinematográfica porque los dos personajes se han detenido en su conversación, han sostenido sus miradas y, entre detalles captados por el director de fotografía, nos han dejado entender que están enamorados.


El cine ha luchado contra lo que significaba la televisión, nada menos que el robo de su público, y ésta ha pugnado por hacerse un hueco indiscutible en el menú cultural de la sociedad de masas. 
El cine ha sobrevivido, la televisión ha prevalecido; ambos han tenido que cambiar y, en esas transformaciones, se han endeudado entre ellos, prestándose estrellas, formatos, sensaciones. 
Y, finalmente, llegó el día en que el cine se volvió televisivo y la televisión, cinematográfica. 

"Twin Peaks"

Desde sus períodos de prueba, la televisión significaba el paso definitivo en la emisión y recepción de imágenes y sonidos, pero su condición de aparato encendible y apagable haría su programación más similar a lo que se producía en la radio que lo contemplado en el cine. 
Aunque se dudase de la prosperidad del invento, la idea incomodaba en Hollywood. ¿Saldrían los habitantes de sus casas ahora que tenían una radio que emitía imágenes? ¿Comprometería los babilónicos esfuerzos de producción del cine norteamericano? La respuesta sería un pavoroso no y un evidente sí.
En 1946, recién terminada la guerra, se estrenó "Ziegfeld Follies", que contenía números musicales y sketches cómicos. 
Uno de éstos se llamaba "When Television Comes", gag motivado por el temor a la novedad, que hoy luce como una simpática predicción de lo que significaría. 

Red Skelton en "Ziegfeld Follies"

El sketch, donde Red Skelton interpreta a un presentador que anuncia ginebra y acaba borracho tras tanto catarla, avanza las dos bases de la televisión: la publicidad y el compromiso con la emisión en directo.
Y así ha sido, porque la televisión se puede resumir en muchos anuncios y gente que hace el ridículo delante de todos, sin que un montador pueda hacer nada por corregirlo.
La televisión desnudaba gran parte del proceso falseador de producción, al menos cuando se trataba de emisiones en vivo. 
Traía inmediatez, en función de informativos, entrevistas o concursos donde se requería la participación de la audiencia aunque fuera por simple contemplación.

Paul Newman, Joanne Woodward y el presentador de "What's My Line?"

Los años cincuenta significaron la efervescente llegada de la pequeña pantalla a los hogares de medio mundo. Toscas cajas, cuyas emisiones duraban pocas horas del día, y ocupaban lo justo en la vida de sus espectadores. 
Muchos barrios compartían un mismo receptor televisivo, porque la cosa era el regalazo navideño que se permitían los adinerados. Esa televisión que aparece en "Sólo el Cielo lo Sabe", escena que ya anticipa lo que significaría el invento: el definitivo instrumento de alienación.
Los programas de entonces prefiguraron la primera edad dorada de la televisión que, en cuestión de unos años, se hizo la cara B de Hollywood y su mayor dolor de cabeza. 
El cine perdía espectadores. Era evidente y flagrante. La televisión ganaba influencia, consagraba estrellas o recuperaba actores. 

Joan Crawford

En ese sentido, la reina mitocondrial se llamó Lucille Ball, pionera en arreglar una carrera en el cine sin demasiadas emociones con una serie para ella sola. La cosa se llamó "I Love Lucy" y todos compartieron el amor. 
Así, series duraderas convertidas en instituciones, para que personajes como Lucy se concibieran como parte de la vida doméstica de la sociedad y trascendieran en iconos culturales.

Lucille Ball

Concursos como "What's My Line?" prestaban glamour hollywoodiense y terminaron por ser una buena pasarela para venderlo.
Por su sección del invitado sorpresa, se paseó todo el estrellato de entonces, que aprovechaba para promocionar película, sonreír mucho y confiar en que nadie de la audiencia los olvidase.
La televisión los hacía más populares. 
Ganar un Oscar significó menos para la fama de Patty Duke que su serie semanal y gran parte del seguimiento de futuras estrellas del cine como Barbra Streisand o Clint Eastwood se inició en Catodia.


Hollywood, de los nervios. 
Se comenzó a buscar el truco para atrapar a las audiencias, para distinguirse de la televisión, no sólo a niveles artísticos, sino comerciales. 
¿Qué tenía el cine como particularidad? La hipnosis de sus imágenes, algo que un electrodoméstico de periódica distracción no consigue siempre.
Por tanto, doblar la hipnosis y potenciar la grandeza de las pantallas dio lugar a los hiper formatos. 
El primero y más decisivo fue el Cinemascope, estrenado con "La Túnica Sagrada", donde la pantalla rompía el canónico tres cuartos, se hacía más larga y obligaba a una remodelación de los cines.


El Cinemascope y sus derivados venían a condimentar las épicas en color hollywoodiense, aunque se adueñaron de todos los géneros y, durante años, se declararon como la opción habitual de las majors de Tinseltown.
Los directores más interesantes aborrecieron el invento, porque la imagen se dispersaba y el foco se alejaba. Era un formato que parecía contradecir el cine, porque distanciaba del objeto, del detalle, de la cara y expresiones de los actores. 
Las soluciones fueron creativas y las escenografías se complicaron hasta el punto de lo fascinante.


Fue la victoria decisiva del cine lujoso, que se imponía sobre la doméstica televisión, la cual que no podía permitirse epoyeyas como "Los Diez Mandamientos", una película que define el temor a la pequeña pantalla a través de la simple acumulación de efectos especiales y actores conocidos. 
El cine se ponía fiero y, de paso, anteponía el impacto a la coherencia, el efecto especial al retrato íntimo. En su pelea privada con la televisión, perdería mucho de lo que definía su calidad clásica, al menos en coordenadas hollywoodienses.
La sucesión de gimmicks y formatos para atraer a las salas estuvieron detrás de los negocios cinematográficos durante tres décadas, desde el primitivo 3-D de "Los Crímenes del Museo de Cera" hasta el Sensurround de "Terremoto". 
De paso, cambiaron las salas. De grandes palacios a multisalas palomiteras, pasando por cines al aire libre donde se veía la película desde el coche. 
Recordaban que, mientras la televisión sólo emitía, el cine vibraba y hacía vibrar. La tele se veía con los padres; en el cine se imponía una prometedora y erótica oscuridad.


Como cara B de Hollywood, la televisión ha sido refugio, y también diagnóstico del fracaso. 
Judy Garland fue una de las primeras convencidas en entender la pequeña pantalla como una recuperación profesional, aunque el rodaje de su show se le hizo infernal. 
En la televisión, se trabaja mucho e incansablemente, con economía de medios y sin la posibilidad de ocultarse bajo las favorecedoras lentes de las películas.
Para muchas estrellas, caer en la televisión era volver a un estatus de abejita obrera y vivir sometidos a un escrutinio peor que la taquilla: los cambiantes, fulminantes ratings.

Dean Martin, Judy Garland y Frank Sinatra en "The Judy Garland Show"

La pequeña pantalla se decía indiscutible, tanto en su espacio en la sociedad como en su creativa de artísticos. 
Fue el primer paso de una serie de directores jóvenes, a los que llamaron "la generación de la televisión", eficaces, directos, economizadores, francos, preocupados por los grandes temas que alumbraban los informativos y los docudramas. 
Esa generación la componen hombres como Sidney Lumet, John Frankenheimer, Martin Ritt, Robert Mulligan y Arthur Penn.
Es cierto que en las primeras películas de estos señores se evidencia la preparación televisiva, pero, para trascender como directores de cine, debieron demostrar una y otra vez que habían superado el origen de su carrera, entendido como modesto. 
Así, se les pidió llenarse de imágenes elocuentes más que de palabras tendenciosas. La filmografía de cada uno de ellos ejemplifica que la transición fue perfecta.

Angela Lansbury y John Frankenheimer en el set de "El Mensajero del Miedo"

¿Al contrario? ¿Hubo directores de cine que se volvían un tanto televisivos? Antes muertos, dirían, aunque el gran desacomplejado de pequeñas y grandes pantallas se llamó Alfred Hitchcock, rareza de genio que desembarca en televisión y se la gana. 
De paso, Hitch se llevó algunas lecciones al cine.


Su gran éxito tras su paso por Catodia se llamó "Psicosis" y es el ejemplo de cómo cine y televisión pueden coexistir en armonía dentro de una misma pieza. 
La película tiene un aspecto televisivo en su producción, con ambientes mediocres, a pie de calle, para que enseguida la fotografía despliegue complicados planos expresionistas, puramente cinematográficos. 
"Psicosis" juega a la emoción del cine porque es un evento a contemplar a oscuras, pero también a la sensación televisiva, porque es una película directa, chismosa, llena de secuencias cliffhangers y con un final de faz docudramática, cual reportaje. 

Vera Miles en "Psicosis"

A partir de entonces, la historia de la rivalidad es también la historia de los préstamos entre cine y televisión. Un ejemplo a lo largo de los años. 
Joan Crawford, estrella del viejo Hollywood, llega a la televisión a finales de los sesenta para protagonizar un capítulo de la serie de terror "Night Gallery". El director es un joven Steven Spielberg.


Joan es la primera que señala el talento del joven maravillas, al que se le encarga una Tv-movie, género a caballo donde los haya.
Ninguna Tv-movie cabalgó como "El Diablo Sobre Ruedas" (Duel), cuyo uso del montaje es tan cinematográfico como su impacto es televisivo. La Tv-movie tiene tanta calidad que asegura el paso de Spielberg al cine y su victoria irrebatible.

"El Diablo Sobre Ruedas"

Muchos años después, Steven Spielberg firma como productor ejecutivo de la serie "ER" (Urgencias), que no sólo revela a George Clooney, sino también el uso de la cámara en mano. 
La cámara temblorosa y libre marea a la audiencia en un primer instante, pero esa utilización en una serie televisiva es la manera de acostumbrar al espectador.

"ER"

Así, técnica experimentada y perfeccionada para que Spielberg despliegue esa cámara en mano a unos niveles estratosféricos en la secuencia de apertura de "Salvar Al Soldado Ryan".
"Salvar al Soldado Ryan" inspira miniserie bélica en la HBO, cadena que comienza a imitar facturas cinematográficas con "Band Of Brothers". 
Si seguimos el hilo de influencias y préstamos, no terminaríamos.

"Salvar al Soldado Ryan"

Regresando a los años setenta, la televisión consolidó entonces su posición, no sólo como pasarela de consumismo, sino también como creadora nata de opinión pública. 
Curiosamente, Sidney Lumet, uno de los nombres de la "generación de la televisión", dirigió la película que más duramente criticaba el aparatejo.

Sidney Lumet

"Network" ponía en solfa la entidad mesiánica que adquieren los famosos de la televisión, que gritan mucho y, sólo por eso, se les concede la razón, aunque también predecía lo que ha ocurrido: la pequeña pantalla como la herramienta de la globalización.

Peter Finch en "Network"

Sociológicamente, la televisión comenzó a preocupar y se la estigmatizó como la prueba de la decadencia cultural de Occidente. 
Las condiciones atontantes de la caja fueron rastreadas desde entonces, con la caída en calidad de la programación y la irrupción de esa audiencia garrula, sedentaria, engordante, sin más opinión que la que expresan sus ruidosos favoritos. 
El cine se vestía entonces de alternativa, no sólo por su condición lujosa, artística y empresarial, sino porque, al menos en teoría, ofrecía un entretenimiento más complejo, que requería de alguna neurona del espectador. Pronto quedó en teoría y pretensión, y lo peor de cada casa se contagió con rapidez. La televisión se hizo hipnótica, el cine se hizo tonto.


Se señala la década de los ochenta como el momento decisivo, donde la intoxicación se pregonó indiscutible. 
La llegada de MTV trajo el impresionismo al aparato doméstico. Miríadas de imágenes con montaje a cuchillo, que disparaban marcas, músicas y artistas con rapidez. El detalle no era importante, sólo el impacto y las modas.


Los cineastas más populares y criticados de la época imitaban esas formas. Ahí está Adrian Lyne y "Flashdance"; en esencia, un vídeo musical largo, largamente influido por la televisión.
¿Por qué el éxito y por qué la crítica? El éxito se debió a la existencia de toda una generación que había nacido con la televisión puesta y no discriminaba. La crítica, porque el cine norteamericano se convertía en la definitiva pasarela de una publicidad sin alma.

Jennifer Beals en "Flashdance"

En cualquier caso, el montaje de videoclip y la cámara temblorosa debiera asustar a estas alturas a cuatro dinosaurios, porque hay grandes ejemplos donde el disparo de imágenes ha sido empleado con tanta astucia como creatividad. 
Y, aún enzarzados en un morreo violento y eterno, todavía el cine mira con desdén a la televisión, y ésta se intimida. 
Ahí está esa separación simbólica de los actores de cine y los de televisión en cada entrega de los Globos de Oro. Las estrellas de la gran pantalla van en primera fila y, en el gallinero, los adorables chicos de la televisión.
Sucede aún, cuando el trasvase de talentos es continuo y, en ocasiones, díficil de identificar. 

Christine Baranski en "The Good Wife"

Decía Bertolucci que ya se encuentra mejor provecho en la televisión norteamericana que en sus temibles blockbusters.
No ha sido nuevo y los que llevamos viendo series durante años lo sabemos, pero sí se cuenta más apreciable que nunca, a simple vista.
Las series ahora quieren identificarse desde su plástica, asunto netamente cinematográfico, así como manifiestan su descubierto gusto por el detalle, el tiempo muerto y la riqueza en la descripción de personajes ambiguos y universos amenazadores. 
Pese a esa victoria de la calidad, resta la sensación de que en estas nuevas súperseries se pierde frescura y ritmo. Suenan a películas largas y su antitelevisismo es, a veces, demasiado beligerante. 

Bryan Cranston en "Breaking Bad"

El cine, tras tanto correr por el desierto, llega sin aliento y agotado, porque ahora se las ve con una crisis mundial y la hegemonía de Internet. 
Como siempre, se hace la pregunta: ¿qué hacer para atraer al público? 
Recuperar la excepcionalidad de la gran pantalla, a través de títulos que sólo pueden ser disfrutados en su totalidad en las salas. 
Así, recurre nuevamente a la tridimensionalidad, las panorámicas de grandes espacios y las argucias del suspense para detener el aliento del público. 

George Clooney en "Gravity"

Lo consigue, se siguen vendiendo entradas, sobrevivirá. En todo momento, se preocupa de recordar que es el mejor lugar para ver sus creaciones y tiene razón.
Que su supervivencia no lo libre de sus deudas pendientes, de lo que ha olvidado por el camino y de que, en definitiva, la tontería no se justifica por contagio.

martes, 29 de julio de 2014

Glorias y Pecados de Shirley MacLaine


Ochenta años cumplía el pasado abril y cuentan las crónicas de la farándula que su longevidad es la única sorpresa que no guarda. Porque Shirley MacLaine es una dinamo, nacida para no detenerse ni un segundo. 
Marcaba el paso con decisión desde pequeña y todavía, distinta en tantos aspectos, vive decidida a mantener el baile al que retó a Hollywood hace seis décadas. 
Seis décadas desde que el mundo tuvo el gusto de conocer a la pícara, dulce, entusiasta Shirley MacLaine, la pelirroja que abría los brazos y gritaba de alegría entre abalorios con la misma fuerza que se ensoñaba, entornaba los ojitos y no había nadie en la audiencia que no deseara abrazarla y besarle los párpados.

 

Shirley, de nena a señora, amadísima por tantos espectadores, buena mujer de redaños, detrás de las cámaras y delante de sus mejores películas. 
La excitación por ella es variable, pero consistente; hay muchas MacLaines, algunas mejores que otras, pero en la profesión, nadie ha querido equivocarse con Shirley.
Don Siegel lo decía: "Cuesta sentir algún calor por ella. Es muy poco femenina y tiene demasiadas pelotas. Es dura, muy dura". 
"Es la actriz más desagradable con la que he trabajado", aseguró Anthony Hopkins, mientras hubo Dios y ayuda en plató cuando Shirley se cruzó con otra genuina complicada como Debra Winger.
¿Fue ese el secreto de su supervivencia? Comportarse como un hombre en los rodajes, ser una mujer con todas las letras sólo en pantalla, costearse enemistades, apañarse aliados.


Como artista, ha sido irregular, no siempre a la altura de sus talentos y a la satisfacción de sus pretensiones, aunque avasallante por regla suprema. 
Ha bailado, ha cantado, ha hecho reír, ha querido que su público enjugase lágrimas con ella, fuera con el pelo a lo garçon, despeinada, sobrepuesta de pelucas o súper maquillada. 
Lo de Shirley ha sido jugar y brillar, siempre brillar. Es una entertainer, decidida a no dejar indiferente desde que entra por la puerta hasta que la imagen funde a negro.


Además de su fama de señora de armas tomar, también ha sido una genial mordaz, con el piquito inteligente bien preparado, las risas del personal aseguradas y, de fondo y forma, una clara vocación para comunicar opiniones y experiencias. Como perpetradora de best-sellers, como diva entrevistada, como cotilla de su propia existencia, ha sido un hacha de efectividad.
Y, cuando ya tenía la sartén de su nombre y su caché por el mango, ahí que le llega la prueba definitiva de que es una diva de Hollywood: su hija la pone a caldo en jugosa biografía.
Porque todo lo que se conjuga con Shirley MacLaine es puro desenfreno y no hay pausa posible con esta señora.

Porque no hubo pausa desde que Shirley MacLaine Beaty nació en Virginia, de padres profesores y vida interrumpida por el fragor de los intereses deportivos y artísticos de la pequeña.
Tomaba clases de ballet o jugaba con los niños a baloncesto, con una competitividad que le valieron el adecuado nombre de "Powerhouse". Tanto la danza como la representación comenzaron a centrar sus ambiciones en la infancia, para finalmente decidirse por el teatro.
Antes de terminar el instituto, se presentó en Nueva York para conseguir un papel en Broadway, época que definiera como su decisiva curtidora.
Tras varios intentos, alcanzó el rol de suplente de la actriz Carol Haney en "The Pajama Game". Como una historia salida de un musical de Busby Berkeley, Carol Haney se torció un tobillo y los focos registraron el rostro de Shirley MacLaine por primera vez.
De Broadway llegó al Hollywood de mediados de los cincuenta y se topó con una sucesión de suertes que la hicieron señorita de renombre en cuestión de cinco años.
Su debut fue nada menos que a las órdenes de Alfred Hitchcock en su comedia negra "Pero, ¿Quién Mató a Harry?", donde irrumpía andrógina, tímida y encantadora como se la conociera en aquellos años.

Con John Forsythe en "Pero, ¿Quién Mató a Harry?"

Irreconocible y aún más decorativa se la ve en "La Vuelta Al Mundo en Ochenta Días", donde fue la princesa hindú Aouda en oscarizada e hinchadísima adaptación de la viajera novela de Julio Verne.
Congeniar con el "Rat Pack", panda de compadres liderada por Frank Sinatra y Dean Martin, fue esencial en esos años y, de hecho, fue la única mujer que podía seguir el ritmo de los fiesteros de Hollywood por excelencia.

Con Frank Sinatra y Dean Martin

Sucedía al ritmo de la participación de Frank y Dean en el melodrama "Como Un Torrente", donde también intervino Shirley y de qué manera.

"Como Un Torrente" 

Era la sensible, romántica y finalmente trágica prostituta; el primer papel que la veía en el lado triste de la vida y el primero que hacía llorar. 
Su nominación al Oscar por "Como Un Torrente" la firmaba como actriz a tener en cuenta y nadie le hizo la reverencia mejor que Billy Wilder, el director que prácticamente creó a Shirley como chica del cine.

Con Billy Wilder

¿Cuál es el secreto de "El Apartamento", esa comedia donde se sufre mucho? Un milagro cernido sobre una unión de talentos. Entre ellos, el de Shirley MacLaine que cautivó como la ascensorista que asegura que "las chicas que se acuestan con hombres casados no debieran llevar rímel". 
"El Apartamento", triunfo de triunfos, la apuntó decidida en todas las quinielas para llevarse la estatuilla de la Academia.

Con Jack Lemmon en "El Apartamento"

"Y Elizabeth Taylor sufrió una traqueotomía", aseguró para explicar por qué perdió esa noche, la misma que inauguró su legendaria obsesión por llevarse el premio.
"El Apartamento" la hizo estrella y personalidad, mientras recibía con los brazos abiertos a su hermano pequeño, el por entonces debutante Warren Beatty, formando enseguida la pareja fraternal más poderosa del momento.
Desde que se conociese la voracidad sexual de su hermanito, ella, preguntada al respecto, añadió:
- Soy la única actriz de Hollywood que no se ha acostado con Warren Beatty.
Dos décadas más tarde, cuando apareció por los Oscars la noche que él ganaría como mejor director por "Rojos", Shirley se confesó orgullosa de su pequeño Warren y bromeó:
- Ay, no quiero ni pensar lo que hubieras conseguido si hubieses abrazado la castidad.

Con su hermano Warren Beatty

Las suertes de los hermanos fueron distintas. 
Él lo tuvo todo a sus pies desde el primer día. Ella, pese a empezar antes, estuvo ante el precio del estrellato para muchas mujeres del cine y, así, fue cara de buenos papeles y cruz de desperdigados éxitos.

Con Audrey Hepburn en "La Calumnia"

Su aún infravalorada maestra lesbiana de "La Calumnia" (The Children's Hour) no suscitó particular emoción en su momento, mientras sí lo hizo el fenomenal éxito de "Irma la Dulce", donde repetía con Billy Wilder y Jack Lemmon.
Aunque para empeño definitivamente más tontorrón que "El Apartamento", volver a vestirse de adorable pilingui fue boleto para arrasar en taquilla.

Con Jack Lemmon en "Irma, La Dulce"

Sus talentos musicales centraron su atención durante los años sesenta y codició otro papel de corazonable prostituta: "Sweet Charity", musical de Broadway que reversionaba "Las Noches de Cabiria". 
Shirley le dio la oportunidad a Bob Fosse de dirigir la adaptación cinematográfica y ella se entregó a fondo en un rol hecho a medida.
De hecho, la canción "If My friends Could See Me Now" quedó identificada desde entonces con Shirley MacLaine y la acompaña en todas sus apariciones.

"Sweet Charity"

Pero "Sweet Charity" fue un colosal fracaso comercial y también la aparición de un interrogante en el potencial de una actriz que convencía a ratos.
Quizá escarmentada, se las vio más popular y relajada como la monja que se cruza con Clint Eastwood en "Dos Mulas y Una Mujer", divertido western revisionista, donde se conformaba una de las parejas más sexys de la Historia del Cine.

Con Clint Eastwood en "Dos Mulas y Una Mujer"

Los años setenta abrían un vacío relativo, que se vivió en pocas películas, giras con una representación teatral y un breve escarceo con la televisión. 
En 1977, reaparecía como la bailarina retirada de "Paso Decisivo", enésimo esfuerzo dramático para que le dieran el Oscar y enésima vez que lo perdía.
A principios de los ochenta, anunciaba divorcio y cambio de ritmo. Una nueva Shirley MacLaine arribaba y lo hacía con el desafío de vender madurez y lecciones aprendidas.
Casada desde el principio de su carrera con el empresario Steve Parker, se decidía a ponerle fin en 1982, pero sería muchos años más tarde cuando Shirley confesaría que habían mantenido un matrimonio abierto casi desde el "sí, quiero".
No perdió el tiempo y ese mismo año de separación, Shirley ya vivía en el rodaje de "La Fuerza del Cariño", apuesta definitiva para trascender como actriz de edad apreciable. 
Tormentas se vivieron en el plató con Debra Winger, mientras se narraba en ficción la difícil relación de una madre y una hija a lo largo de los años.

Con Debra Winger en "La Fuerza del Cariño"

El melodrama - tosco, falsamente realista y manipulador, como todo lo que toca el fariseo de James L. Brooks - hizo llorar a la concurrencia y se convirtió en una de las películas del año, refrendada por un montón de Oscars.
Shirley, tras retahíla de nominaciones, se agarró finalmente a su premio y aseguró que esa noche le había resultado tan larga como su carrera. "Me lo merezco, adiós", dijo.


Se lo merecía por su carrera y sus proverbiales ovarios, pero la interpretación de "La Fuerza del Cariño" estaba muy lejos de sus empeños más sutiles y encantadores.
"La Fuerza del Cariño" inauguró la Shirley abrasiva, efectista, poseída de maquillajes y pelucas. La divona con sus papeles de madres devoradoras y viejas excéntricas, no tan irresistibles como sus luminosas prostitutas e irrefrenables casquivanas de los primeros tiempos.
Muchas actrices mejoran con el paso del tiempo. Shirley, en cambio, ha perdido de su bouquet original, pese a absorber tanto poder y mantenerse sólidamente en la profesión pasados los sesenta. 
En definitiva, cuesta reconocer a Fran Kubelik en obvios shows como "Madame Sousatzka" o "Magnolias de Acero". Incluso la voz ha cambiado por completo.

"Madame Sousatzka"

Durante los años que circundaron "La Fuerza del Cariño", Shirley comenzó a publicar una ingente cantidad de autobiografías y diarios personales, que contaban sus desventuras en Tinseltown y su descubrimiento de la filosofía New Age. 
Shirley MacLaine se hacía una de las voces del neo espiritualismo que vino a saciar la crisis existencial de tantos liberales de su edad y así ha querido narrarnos experiencias extracorpóreas, recuerdos de encarnaciones pasadas y avistamientos de OVNIS, desatando la hilaridad ajena, aunque, por el camino, haciéndose con un nuevo público y un nombre en las editoriales.


Sus damas de la pantalla han simulado reflectar tanto sus disparates privados como su deslenguada manera de proceder en la vida hasta el punto de ser indisociables.
En los últimos años, se ha prestado con gusto a papeles secundarios de abuela con el veneno preparado entre cóctel y cóctel, que, al mismo tiempo, resulta intensamente confortable.
Lo más reciente ha sido prometerse espectacular en su desembarco en "Downton Abbey" para duelo con Maggie Smith, aunque su cirugizado aspecto quedó en hierática decepción y victoria de la Smith.


Como miembro de la guardia demócrata del Hollywood sesentero, todavía cierra filas con su hermano Warren Beatty o con su infalible amiga Barbra Streisand, mientras mete la cabeza pelirroja en eventos benéficos o se presenta indiscutible en homenajes a los actores y actrices de su generación.


Responde a entrevistas, firma autógrafos, arrebata las atenciones y se fotografiaba hasta el otro día al lado de su hija, Sachi Parker, que, cómo no, tenía algo que decir sobre su celebérrima madre.

Con Sachi y su marido Steve Parker

En 2013, se publicaba la autobiografía de Sachi sobre Shirley MacLaine, donde hablaba de los motivos del distanciamento, fruto de la sucesión de acontecimientos devenidos de ser hija de una famosa y, para colmo, bastante dragona.


Sachi nos ha contado desde los destructivos celos que Shirley tenía ante la incipiente carrera artística de su hija hasta cuando su madre la echó de casa a los diecisiete años con el mandato de "búscate la vida". Sobreprotectora y distante, bien mediaba en la necesidad de que Sachi perdiese la virginidad cuanto antes, bien desaparecía durante temporadas de la vida de su hija. 
Sachi Parker ha brindado el retrato de una mujer difícil y alocada, cuya tambaleante carrera artística se ha compaginado fatalmente con el oficio de la maternidad.


Preguntada, Shirley MacLaine ha asegurado que todo lo escrito es ficción, aunque su nombre ya puede inscribirse en el registro de celebradas actrices con vástagos que lo cuentan todo con mucho detalle para cobrárselas, más tarde o más temprano.


Tormentas domésticas a un necesario lado, ¿hay interrogantes en la vida profesional de esta Powerhouse? Si hay alguna duda sobre ella, que esa jamás sea su energía, la verdadera responsable de mantenerla a flote, contra viento, marea, envidias y equivocaciones. 
Se cuenta en las crónicas de la farándula que, sin Shirley MacLaine, las luces de la fiesta hubiesen brillado con menor fulgor.