miércoles, 30 de julio de 2014

Grandes Pantallas y Cajas Tontas


El cine, ese lienzo poderoso, ha vivido asediado por enemigos y amenazas, diríase dos tardes después del día de su misma invención y a rebufo de los avances tecnológicos que traerían las imágenes hasta nuestras casas.
Sucedía cuando ir al cine había terminado con las primeras arrogancias sobre el invento de los Lumiére y devenía en ritual, en el go to the movies y, durante oscuros períodos, en el único lugar donde refugiarse y olvidar la tristeza.
Los cines eran palaciales y llenos de mística, testigos de un imperio que creció entre lo asequible de las entradas y la primacía que alcanzaron en el ocio de la sociedad.


El cine superaba al teatro, porque rompía sus límites. Superaba a la radio, porque daba imágenes a las voces. Los ganó a ambos, pero, cuando llegó a lo más alto, se encontró con la duda de su reinado: el audiovisual portátil, a la carta.
Fue entonces cuando el cine conoció a su enemigo íntimo: la televisión. 


Desde el día que se tropezaron y se declararon batalla sin cuartel, quedaron definidos dos universos que se complementan tanto como se repelen. 
Se dice que hay cosas que son cinematográficas, porque son artísticas, complejas, opulentas, del mismo modo que se señala que hay sensaciones que son puramente televisivas, porque son furiosas, directas, populacheras. 
Así, una periodista del corazón es muy televisiva cuando grita mucho y se le hincha la vena, y una secuencia es muy cinematográfica porque los dos personajes se han detenido en su conversación, han sostenido sus miradas y, entre detalles captados por el director de fotografía, nos han dejado entender que están enamorados.


El cine ha luchado contra lo que significaba la televisión, nada menos que el robo de su público, y ésta ha pugnado por hacerse un hueco indiscutible en el menú cultural de la sociedad de masas. 
El cine ha sobrevivido, la televisión ha prevalecido; ambos han tenido que cambiar y, en esas transformaciones, se han endeudado entre ellos, prestándose estrellas, formatos, sensaciones. 
Y, finalmente, llegó el día en que el cine se volvió televisivo y la televisión, cinematográfica. 

"Twin Peaks"

Desde sus períodos de prueba, la televisión significaba el paso definitivo en la emisión y recepción de imágenes y sonidos, pero su condición de aparato encendible y apagable haría su programación más similar a lo que se producía en la radio que lo contemplado en el cine. 
Aunque se dudase de la prosperidad del invento, la idea incomodaba en Hollywood. ¿Saldrían los habitantes de sus casas ahora que tenían una radio que emitía imágenes? ¿Comprometería los babilónicos esfuerzos de producción del cine norteamericano? La respuesta sería un pavoroso no y un evidente sí.
En 1946, recién terminada la guerra, se estrenó "Ziegfeld Follies", que contenía números musicales y sketches cómicos. 
Uno de éstos se llamaba "When Television Comes", gag motivado por el temor a la novedad, que hoy luce como una simpática predicción de lo que significaría. 

Red Skelton en "Ziegfeld Follies"

El sketch, donde Red Skelton interpreta a un presentador que anuncia ginebra y acaba borracho tras tanto catarla, avanza las dos bases de la televisión: la publicidad y el compromiso con la emisión en directo.
Y así ha sido, porque la televisión se puede resumir en muchos anuncios y gente que hace el ridículo delante de todos, sin que un montador pueda hacer nada por corregirlo.
La televisión desnudaba gran parte del proceso falseador de producción, al menos cuando se trataba de emisiones en vivo. 
Traía inmediatez, en función de informativos, entrevistas o concursos donde se requería la participación de la audiencia aunque fuera por simple contemplación.

Paul Newman, Joanne Woodward y el presentador de "What's My Line?"

Los años cincuenta significaron la efervescente llegada de la pequeña pantalla a los hogares de medio mundo. Toscas cajas, cuyas emisiones duraban pocas horas del día, y ocupaban lo justo en la vida de sus espectadores. 
Muchos barrios compartían un mismo receptor televisivo, porque la cosa era el regalazo navideño que se permitían los adinerados. Esa televisión que aparece en "Sólo el Cielo lo Sabe", escena que ya anticipa lo que significaría el invento: el definitivo instrumento de alienación.
Los programas de entonces prefiguraron la primera edad dorada de la televisión que, en cuestión de unos años, se hizo la cara B de Hollywood y su mayor dolor de cabeza. 
El cine perdía espectadores. Era evidente y flagrante. La televisión ganaba influencia, consagraba estrellas o recuperaba actores. 

Joan Crawford

En ese sentido, la reina mitocondrial se llamó Lucille Ball, pionera en arreglar una carrera en el cine sin demasiadas emociones con una serie para ella sola. La cosa se llamó "I Love Lucy" y todos compartieron el amor. 
Así, series duraderas convertidas en instituciones, para que personajes como Lucy se concibieran como parte de la vida doméstica de la sociedad y trascendieran en iconos culturales.

Lucille Ball

Concursos como "What's My Line?" prestaban glamour hollywoodiense y terminaron por ser una buena pasarela para venderlo.
Por su sección del invitado sorpresa, se paseó todo el estrellato de entonces, que aprovechaba para promocionar película, sonreír mucho y confiar en que nadie de la audiencia los olvidase.
La televisión los hacía más populares. 
Ganar un Oscar significó menos para la fama de Patty Duke que su serie semanal y gran parte del seguimiento de futuras estrellas del cine como Barbra Streisand o Clint Eastwood se inició en Catodia.


Hollywood, de los nervios. 
Se comenzó a buscar el truco para atrapar a las audiencias, para distinguirse de la televisión, no sólo a niveles artísticos, sino comerciales. 
¿Qué tenía el cine como particularidad? La hipnosis de sus imágenes, algo que un electrodoméstico de periódica distracción no consigue siempre.
Por tanto, doblar la hipnosis y potenciar la grandeza de las pantallas dio lugar a los hiper formatos. 
El primero y más decisivo fue el Cinemascope, estrenado con "La Túnica Sagrada", donde la pantalla rompía el canónico tres cuartos, se hacía más larga y obligaba a una remodelación de los cines.


El Cinemascope y sus derivados venían a condimentar las épicas en color hollywoodiense, aunque se adueñaron de todos los géneros y, durante años, se declararon como la opción habitual de las majors de Tinseltown.
Los directores más interesantes aborrecieron el invento, porque la imagen se dispersaba y el foco se alejaba. Era un formato que parecía contradecir el cine, porque distanciaba del objeto, del detalle, de la cara y expresiones de los actores. 
Las soluciones fueron creativas y las escenografías se complicaron hasta el punto de lo fascinante.


Fue la victoria decisiva del cine lujoso, que se imponía sobre la doméstica televisión, la cual que no podía permitirse epoyeyas como "Los Diez Mandamientos", una película que define el temor a la pequeña pantalla a través de la simple acumulación de efectos especiales y actores conocidos. 
El cine se ponía fiero y, de paso, anteponía el impacto a la coherencia, el efecto especial al retrato íntimo. En su pelea privada con la televisión, perdería mucho de lo que definía su calidad clásica, al menos en coordenadas hollywoodienses.
La sucesión de gimmicks y formatos para atraer a las salas estuvieron detrás de los negocios cinematográficos durante tres décadas, desde el primitivo 3-D de "Los Crímenes del Museo de Cera" hasta el Sensurround de "Terremoto". 
De paso, cambiaron las salas. De grandes palacios a multisalas palomiteras, pasando por cines al aire libre donde se veía la película desde el coche. 
Recordaban que, mientras la televisión sólo emitía, el cine vibraba y hacía vibrar. La tele se veía con los padres; en el cine se imponía una prometedora y erótica oscuridad.


Como cara B de Hollywood, la televisión ha sido refugio, y también diagnóstico del fracaso. 
Judy Garland fue una de las primeras convencidas en entender la pequeña pantalla como una recuperación profesional, aunque el rodaje de su show se le hizo infernal. 
En la televisión, se trabaja mucho e incansablemente, con economía de medios y sin la posibilidad de ocultarse bajo las favorecedoras lentes de las películas.
Para muchas estrellas, caer en la televisión era volver a un estatus de abejita obrera y vivir sometidos a un escrutinio peor que la taquilla: los cambiantes, fulminantes ratings.

Dean Martin, Judy Garland y Frank Sinatra en "The Judy Garland Show"

La pequeña pantalla se decía indiscutible, tanto en su espacio en la sociedad como en su creativa de artísticos. 
Fue el primer paso de una serie de directores jóvenes, a los que llamaron "la generación de la televisión", eficaces, directos, economizadores, francos, preocupados por los grandes temas que alumbraban los informativos y los docudramas. 
Esa generación la componen hombres como Sidney Lumet, John Frankenheimer, Martin Ritt, Robert Mulligan y Arthur Penn.
Es cierto que en las primeras películas de estos señores se evidencia la preparación televisiva, pero, para trascender como directores de cine, debieron demostrar una y otra vez que habían superado el origen de su carrera, entendido como modesto. 
Así, se les pidió llenarse de imágenes elocuentes más que de palabras tendenciosas. La filmografía de cada uno de ellos ejemplifica que la transición fue perfecta.

Angela Lansbury y John Frankenheimer en el set de "El Mensajero del Miedo"

¿Al contrario? ¿Hubo directores de cine que se volvían un tanto televisivos? Antes muertos, dirían, aunque el gran desacomplejado de pequeñas y grandes pantallas se llamó Alfred Hitchcock, rareza de genio que desembarca en televisión y se la gana. 
De paso, Hitch se llevó algunas lecciones al cine.


Su gran éxito tras su paso por Catodia se llamó "Psicosis" y es el ejemplo de cómo cine y televisión pueden coexistir en armonía dentro de una misma pieza. 
La película tiene un aspecto televisivo en su producción, con ambientes mediocres, a pie de calle, para que enseguida la fotografía despliegue complicados planos expresionistas, puramente cinematográficos. 
"Psicosis" juega a la emoción del cine porque es un evento a contemplar a oscuras, pero también a la sensación televisiva, porque es una película directa, chismosa, llena de secuencias cliffhangers y con un final de faz docudramática, cual reportaje. 

Vera Miles en "Psicosis"

A partir de entonces, la historia de la rivalidad es también la historia de los préstamos entre cine y televisión. Un ejemplo a lo largo de los años. 
Joan Crawford, estrella del viejo Hollywood, llega a la televisión a finales de los sesenta para protagonizar un capítulo de la serie de terror "Night Gallery". El director es un joven Steven Spielberg.


Joan es la primera que señala el talento del joven maravillas, al que se le encarga una Tv-movie, género a caballo donde los haya.
Ninguna Tv-movie cabalgó como "El Diablo Sobre Ruedas" (Duel), cuyo uso del montaje es tan cinematográfico como su impacto es televisivo. La Tv-movie tiene tanta calidad que asegura el paso de Spielberg al cine y su victoria irrebatible.

"El Diablo Sobre Ruedas"

Muchos años después, Steven Spielberg firma como productor ejecutivo de la serie "ER" (Urgencias), que no sólo revela a George Clooney, sino también el uso de la cámara en mano. 
La cámara temblorosa y libre marea a la audiencia en un primer instante, pero esa utilización en una serie televisiva es la manera de acostumbrar al espectador.

"ER"

Así, técnica experimentada y perfeccionada para que Spielberg despliegue esa cámara en mano a unos niveles estratosféricos en la secuencia de apertura de "Salvar Al Soldado Ryan".
"Salvar al Soldado Ryan" inspira miniserie bélica en la HBO, cadena que comienza a imitar facturas cinematográficas con "Band Of Brothers". 
Si seguimos el hilo de influencias y préstamos, no terminaríamos.

"Salvar al Soldado Ryan"

Regresando a los años setenta, la televisión consolidó entonces su posición, no sólo como pasarela de consumismo, sino también como creadora nata de opinión pública. 
Curiosamente, Sidney Lumet, uno de los nombres de la "generación de la televisión", dirigió la película que más duramente criticaba el aparatejo.

Sidney Lumet

"Network" ponía en solfa la entidad mesiánica que adquieren los famosos de la televisión, que gritan mucho y, sólo por eso, se les concede la razón, aunque también predecía lo que ha ocurrido: la pequeña pantalla como la herramienta de la globalización.

Peter Finch en "Network"

Sociológicamente, la televisión comenzó a preocupar y se la estigmatizó como la prueba de la decadencia cultural de Occidente. 
Las condiciones atontantes de la caja fueron rastreadas desde entonces, con la caída en calidad de la programación y la irrupción de esa audiencia garrula, sedentaria, engordante, sin más opinión que la que expresan sus ruidosos favoritos. 
El cine se vestía entonces de alternativa, no sólo por su condición lujosa, artística y empresarial, sino porque, al menos en teoría, ofrecía un entretenimiento más complejo, que requería de alguna neurona del espectador. Pronto quedó en teoría y pretensión, y lo peor de cada casa se contagió con rapidez. La televisión se hizo hipnótica, el cine se hizo tonto.


Se señala la década de los ochenta como el momento decisivo, donde la intoxicación se pregonó indiscutible. 
La llegada de MTV trajo el impresionismo al aparato doméstico. Miríadas de imágenes con montaje a cuchillo, que disparaban marcas, músicas y artistas con rapidez. El detalle no era importante, sólo el impacto y las modas.


Los cineastas más populares y criticados de la época imitaban esas formas. Ahí está Adrian Lyne y "Flashdance"; en esencia, un vídeo musical largo, largamente influido por la televisión.
¿Por qué el éxito y por qué la crítica? El éxito se debió a la existencia de toda una generación que había nacido con la televisión puesta y no discriminaba. La crítica, porque el cine norteamericano se convertía en la definitiva pasarela de una publicidad sin alma.

Jennifer Beals en "Flashdance"

En cualquier caso, el montaje de videoclip y la cámara temblorosa debiera asustar a estas alturas a cuatro dinosaurios, porque hay grandes ejemplos donde el disparo de imágenes ha sido empleado con tanta astucia como creatividad. 
Y, aún enzarzados en un morreo violento y eterno, todavía el cine mira con desdén a la televisión, y ésta se intimida. 
Ahí está esa separación simbólica de los actores de cine y los de televisión en cada entrega de los Globos de Oro. Las estrellas de la gran pantalla van en primera fila y, en el gallinero, los adorables chicos de la televisión.
Sucede aún, cuando el trasvase de talentos es continuo y, en ocasiones, díficil de identificar. 

Christine Baranski en "The Good Wife"

Decía Bertolucci que ya se encuentra mejor provecho en la televisión norteamericana que en sus temibles blockbusters.
No ha sido nuevo y los que llevamos viendo series durante años lo sabemos, pero sí se cuenta más apreciable que nunca, a simple vista.
Las series ahora quieren identificarse desde su plástica, asunto netamente cinematográfico, así como manifiestan su descubierto gusto por el detalle, el tiempo muerto y la riqueza en la descripción de personajes ambiguos y universos amenazadores. 
Pese a esa victoria de la calidad, resta la sensación de que en estas nuevas súperseries se pierde frescura y ritmo. Suenan a películas largas y su antitelevisismo es, a veces, demasiado beligerante. 

Bryan Cranston en "Breaking Bad"

El cine, tras tanto correr por el desierto, llega sin aliento y agotado, porque ahora se las ve con una crisis mundial y la hegemonía de Internet. 
Como siempre, se hace la pregunta: ¿qué hacer para atraer al público? 
Recuperar la excepcionalidad de la gran pantalla, a través de títulos que sólo pueden ser disfrutados en su totalidad en las salas. 
Así, recurre nuevamente a la tridimensionalidad, las panorámicas de grandes espacios y las argucias del suspense para detener el aliento del público. 

George Clooney en "Gravity"

Lo consigue, se siguen vendiendo entradas, sobrevivirá. En todo momento, se preocupa de recordar que es el mejor lugar para ver sus creaciones y tiene razón.
Que su supervivencia no lo libre de sus deudas pendientes, de lo que ha olvidado por el camino y de que, en definitiva, la tontería no se justifica por contagio.

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