miércoles, 31 de diciembre de 2014

Sucedió En 2014


2014 empezó hace mucho tiempo. Sucedió en un amanecer frío, despertado en un parque, bajo la copa de un árbol, yo, escondido ahí, junto a otro chico con el que acababa de compartir algo más que una conversación. 
Primer drama: no era el hombre con el que quería estar. 
Sucedió en La Laguna, mi ciudad natal, de vacaciones navideñas para ver a la familia. Unos días y volvería a Madrid. 
Entonces todo era aquel chaval de Polonia, que había conocido en Chueca unas semanas antes de la Navidad. No paraba de pensar en él, porque era lo último que había sucedido en el año anterior. Y, allí, en aquel parque, en aquel frío, me prometí:
- No creo que vuelva mucho por La Laguna. Tengo que hacer un plan para no tener que volver. Tengo que irme de España.
En aquellos primeros días del año, vi una película que se titulaba como el brindis que hacía su actor protagonista, el incomparable Fredric March. Se prometía en matrimonio y, consciente de que iba a ser un desastre, decía:
- Alegremente, nos vamos al infierno.


Merrily, we go to hell. Go to hell significa irse a la mierda en una traducción más precisa. 
Así, que alegremente tomé muchas decisiones y levanté la copa, sin calcular dónde pisar el embrague y cómo pisar el freno para no cruzar la línea. En aquellos entonces, yo no sabía nada del freno ni del embrague. 
De vuelta a Madrid, volvieron las mismas complicaciones de siempre, el similar estrés y otro descorazón más a la abultada lista de descorazones. El chico polaco me volvió loco lo justo y necesario para que no hubiera grandes esfuerzos por mi parte por conocer a otro más en todo 2014. 
Agotado de los síes y los noes, los parece que síes y los parece que noes. Ducha de agua fría era el caballero de la Europa del Este en cada una de sus apariciones, pero igual de helado que su país era ese agua que caía en pleno enero en todas mis duchas. El termo, otra vez, roto. 


Comencé a soñar con una ciudad eficiente, limpia, dinámica, con trabajo para todos, que me sacara de la alienación en la que se había convertido mi vida madrileña. Y el sueño se hacía exponencial a medida que pasaban los días.
Días de 2014, cuántas cosas pasaron en ellos.
Me enteré que mi vecino era actor porno gay, que no había mejor manera de empezar el día que con las locas noticias de El Mundo Today o que servidor guarda un sospechoso parecido con el actor del cine mudo Richard Barthelmess. 


De pronto, 2014 se conjugó con Londres, con ilusiones, con sombras en la caverna, con pasos hacia adelante. Por fin, tras años de apatía, recibía el saludo de los demás ante mi propia acción. Oh, qué intoxicante fue, qué exacerbador de emociones. 
Si hay algo que he aprendido este año es que cuando todos estén de acuerdo en que es una buena idea, yo debería hacer exactamente lo contrario.
Mucha gente fue a la guerra por hacer caso a sus amigos.


Alegremente, borré todos los subtítulos de las películas para aprender más inglés, mientras regresaba el agua caliente, literal y figuradamente.
Por fin, llegó el día.
Ir a Londres y volver ha sido, sin duda, el acontecimiento de mi 2014, porque narré el antes, el mediante y el después con todo lujo de detalles en el Facebook; la ilusión, el desconcierto, la decepción. En realidad, fue sólo un mes y medio. Nada en comparación con más sucesos, más eventos del año.
Mientras estaba en Londres, me llegaban noticias de partidos políticos nuevos que llegaban para quedarse, de reyes que dejaban la corona en sus primogénitos, de fotos filtradas, de escandalosas revelaciones.
A través de esos parques que parecían producidos por David O. Selznick, caminando por esas calles llenas de comercios en cadena, pasé de la fascinación a la indiferencia en cuestión de una semana. Alegremente, me había ido a la mierda. Porque aquello era justo lo contrario a lo que yo estaba buscando. Y lo que buscaba, queridos seguidores de mi 2014, era detener el grado de estrés que llevaba arrastrando años. Ejem, ese lugar no es el indicado.
Lloré, pero no por nada de lo que me había sucedido - en realidad, nada malo pasó-, sino porque había caído en la trampa de cambiar de marcha sin pisar a fondo el embrague. 
Entonces, no sabía nada de marchas. Sólo que había saltado hacia delante sin saber y aquello era una Nada bien grande. 
Inservible como todas las nadas y agotadora como la peor de ellas.


Alegremente, a la mierda. El plan abortado como la ley del ministro dimitido. 
Is it alright, now that you got what you want?, me cantaba la ELO en los auriculares, allí en el metro, en el autobús y en todos aquellos eternos, adocenantes viajes en el transporte público. La realidad es igual en todas partes, concluí, pero hay sitios en los que es más coñazo que nunca.
Me cansé de dar explicaciones, de pedir afirmaciones ajenas que jamás llegaron y, en el momento más crítico, me pasé los dedos por el cabello mientras me duchaba y oh, terror, se me estaba cayendo el pelo.
Hice las maletas y volví a La Laguna, porque no tenía ganas de hacerme viejo. 
- No creo que vuelva por aquí. - había dicho en enero. En junio, me tragué las palabritas, una a una.
En 2014 me tragué más palabras. Dije que no necesitaba un smartphone y ahora me cuesta entender cómo pude vivir tanto tiempo sin uno. Repudiaba los ebooks y ese Kindle me ha acompañado tantas y tantas veces.
Los subtítulos volvieron, las lecturas regresaron en español. Cuando subí al avión y oí nuestro idioma, por fin, la calma. De vuelta a casa. Sin pensarlo, porque sí.


"Llego con muchos planes, muchos objetivos, muchas cosas que contar", dije al aterrizar. En realidad, estaba pendiente de lamerme las heridas y ordenar la testa. 
Entonces me di cuenta que no sólo tenía que curar ese mes y medio en Londres, sino los diez años en Madrid.
Había pasado mucho tiempo fuera. La salud regresó, el pelo paró de caerse. En verano, encontré la paz necesaria, la comodidad después de años de caminar, caminar, jamás llegar a fin de mes y frustrarme, frustrarme. 
La vida en las grandes ciudades es morderse la cola, es aislarse, es ponerse triste porque sí. Y, en estos tiempos que corren, más que nunca.
Tal vez, un tiempo había terminado. Probablemente, no me quedó otra.


El terror a volver a meterme en una casa con mi familia se disipó pronto, quizá por armarme de paciencia como reflejo instintivo. 
Ahí siguió veloz el 2014, con sus imputaciones por las mañanas, con sus violaciones falsas al alba, con las caras comparadas de Renée Zellweger por las tardes, con la tristeza profunda del perro que asesinaron por aquello del Ébola y la enfermera en las noches de desvelo.
Dimisiones, famosas en la cárcel, una lista inacabable de fallecimientos. Se murió la Temple, se murió el Rooney, se murió la Bacall, se murió la Rainer. Y también el gran maestro de todos, Gabriel García Márquez, y el pequeño maestro mío, Juan Miguel Lamet. 
El año era intenso, lo sabía mientras lo estaba viviendo. Semanas que parecían vidas, donde aprendía y rectificaba al mismo tiempo. En las que creía tener la solución y luego hacía un pfff de contrariedad.
No ha habido recetas que funcionaran ni conclusiones de las que vanagloriarse en este 2014. 
Sólo lo he bailado y ahora saludo al final, con el sombrero de copa al aire.


Dos cosas fueron decisivas a lo largo del verano. Leyendo "El Manantial", de Ayn Rand, comprendí la importancia que le estaba dando a la opinión y aprobación de los demás. No sé si lo he conseguido por completo, pero aseguro que es donde más lejos he llegado en este año. Me importa un huevo como norma general.
Y, en "Mamma Roma", esa frase que dice la Magnani: "Como acabes, es culpa tuya". De nada ni de nadie más. 
Contó mi existencia y la de tantísimos. Años elaborando listas de a quiénes echar la culpa, cuando sólo hay que hacer listas de maromos, películas por ver y nuevas heridas que lamer.


Será por Ayn Rand pero acabó mi verano con la victoria de los objetivos, eso que está tan de moda ahora. 
No hay trabajo, así que márcate objetivos tales como saltar a la comba o recitar el alfabeto cirílico con un chupa-chups en la boca. Qué triste evangelio ese. Oh, dame trabajo y acaba con este sufrimiento.
Mis objetivos han sido aprender a conducir e ir al gimnasio, dos cosas que nunca pude hacer en Madrid, porque era altamente improbable que agarrara un coche en plena metrópolis y altamente imposible que me llegara el dinero para costearme autoescuelas y centros del culticuerpo. 
Los imaginé como los dos objetivos a cumplir para salvar el honor de este 2014, pero me ha dado por pensar que lo hago porque lo hago, porque está bien y porque sí, y no para colocarme medallitas, ni decir "mira, mira, con lo inútil que era, ahora cambio a tercera con soltura y hago lumbares desafiando el vértigo".
Como dije el otro día en Facebook, este año brindo porque demostré mi propia incapacidad para hacer muchas cosas y me alegro, porque no me perdí a mí mismo ni caí preso de los cantos de sirena. Brindo por lo que no hice, porque lo que no empecé y por lo que dejé a medias. Detesto el "tú puedes", sí.
Cuán de moda ha estado el podemos y otras formas de posibilismo en 2014. Yo puedo hacer unas cosas, y otras, no. Es la certeza en un año sin verdades absolutas.


Y, oh, los dos empujones que he recibido este 2014.
Uno, de un tipo que estaba de jefe de voluntarios en un festival al que me apunté en Londres, y el segundo, del brutísimo monitor de mi primer gimnasio.
En las dos ocasiones, fue como salirse de la escena y mirarla atónito. En las dos ocasiones, sonreí por no llorar, me di la vuelta y no volví. Lo que me arrepiento es haber dudado de si debía haberlo aguantado.
Sucedió en 2014, cuando pensaba que estaba en el camino y, algo, de repente, me decía que no andaba bien situado. Me volví loco un segundo, lo resolví al siguiente, regresé a mi carril.
No está mal dejar las cosas, abandonarlas, decir que no las vas a hacer porque no quieres, porque no son lo tuyo, porque no te dan la puta gana, pero lo apropiado es saltar de inmediato a otro quehacer, sin perder el empuje, sin dormirse. Y, así, me falló el primer gimnasio, acerté de lleno con el segundo.
Me fallaron muchas ciudades, pero caí en una que es mi casa, con todo lo que significa. Y volver ha sido bueno, ha sido triste, ha sido alegre. 
Alegremente, guardé la maleta y dejé que cogiera polvo. 
Volver a casa ha sido reencontrarme con muchas cosas, claro. Algunas que no puedes recuperar porque el tiempo pasó, otras que hablan de las limitaciones de este lugar - ¡¿dónde coño están los bares de maricones?! -, aunque el regreso ha sido beneficioso para mi salud, mi tranquilidad y el inevitable ajuste de cuentas conmigo mismo.
Y siempre he tenido el cine y las series, desde "Lo Importante es Amar" hasta "Johnny Apollo", desde "House of Cards" hasta mi maravillosa revisión de "Doctor en Alaska". Pantallas hermosas de mi vida.


La continua vivencia de experiencias no es tan decisiva como el provecho que se saque de ellas y me atrevo a decir que, en este 2014, tremendo él, el año y yo nos hemos entendido a la perfección en ese sentido. 
Lo empecé echando un polvo en el parque y lo termino aprendiendo a aparcar en cuestas. No sé si me gusta la progresión, pero me divierte muchísimo. Porque la vida me sorprende, tanto para bien como para mal, y. en todos los caminos que he recorrido, no he perdido la capacidad de llorar, ni de desesperarme y ni confiar en un mañana mejor, más emocionante, acompañado de un caballerete que me adore y un montón de dinero con el que disfrutar de lo lindo.
Lo único que me cuesta ajustar del 2014 es lo intermitente que se ha vuelto mi publicación bloguera. Los viajes y los súbitos cambios de horario han sido letales y seguros propiciadores de bloqueos creativos. Cuando vuelvo a estas letras, es cuando me doy cuenta de lo mucho que lo echo de menos y de lo tantísimo que hace por mí. 
Es un lujo que me entrego, es otra casa a la que no paro de volver. Y, en este último retorno, han regresado también las buenas visitas. Aquí y en El Tercer Secreto. Es el auténtico broche de oro de este 2014 de idas y venidas.


Escribir, escribir. Dudo de todo en este Fin de Año, pero escribir una novela sigue siendo el axioma. ¿Era ese el único objetivo? ¿Era ese el lugar al que tenía viajar? Claro que sí. Brindaré por más palabras, por mejores éxitos, brindaré por hacer lo que realmente quiero hacer. Lo que sí puedo. 
Amigo, me voy de 2014 sin planes laborales, sin encantos sentimentales y sin un duro en el bolsillo. Todo lo que le pedí al año no lo conseguí, pero logré tantísimo a cambio. 
Viví y no imité a la vida más de lo necesario. Conocí compañeros de piso que se convertían en amigos y me recordaban que ser sociable y encantador no me cuesta nada.
Lo conté todo en Facebook y lo seguiré contando. Todo sobre Madrid, Londres, La Laguna, las tres ciudades. Y todo sobre mi búsqueda, pasándome de la raya o quedándome corto, sin controlar el vehículo del futuro, mientras las cosas simplemente suceden y me enseñan el valor con el que me voy a otro año: la paciencia. 
Sucedió en 2014, el año en que conseguí despertarme antes de las doce todos los días, apretar el acelerador de mi existencia y echarme en el sofá a ver otra película sin temor de ser juzgado por nadie. 
A 2015 no le pido nada, sólo más vida. Como toda la que me ha ofrecido este maravilloso, terrorífico 2014. 
Alegremente, me fui a la mierda, pero, coño, qué gran año. 


Y, para ti, querido lector, mi amor por tus ojos atentos ha sido la constante, lo que permanece tal y como estaba hace doce meses.
Feliz Año Nuevo, y ahora alzo la copa por ti y por un saludable 2015 que nos mantenga juntos y, sobre todo, revueltos.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Delitos y Faltas


Relatamos acerca de muchas películas de ficción, pero hoy empezaremos por una cinta de la realidad, una obra maestra del descubrimiento y el enigma.
Durante el fatídico día en el que Kennedy perdió la vida en Dallas, un aficionado grabó el terrible asesinato con su cámara. 
Se llamaba Abraham Zapruder y, cuando la grabación salió a la luz, la obsesión por el misterio del crimen del presidente se acrecentó.


La imagen, que parece una escena de acción a lo Hollywood, recoge el paso del coche, los brutales disparos que revientan la cabeza de John Fitzgerald y el intento de escapada de Jacqueline, disuadida por el guardaespaldas que la conmina a volver a su asiento y protegerse.
Los aficionados a la teoría de la conspiración, que vieron la muerte del poderoso como el asesinato sumarísimo por faltar a los planes de otros, más poderosos que él, estudiaron los ángulos imposibles en los que los disparos y las sombras se proyectaban. Había más de un tirador, concluyeron.
Pero los sociólogos y los sentimentales vivimos atentos a los grandes protagonistas de la cinta Zapruder: los espectadores, esos que miran el desfile, oyen los disparos, ven lo sucedido y se quedan congelados, incapaces de descifrar lo ocurrido. ¿Se ha acabado el desfile? ¿Continúa?, parecen preguntarse.
Es lo que diferencia esa obra de las películas convencionales. Aquí no hay reacción a lo sucedido, aquí John Fitzgerald no es el único muerto.


La muerte de Kennedy pertenece a esos archivos de incógnita que nos tiene reservada la realidad, esa que guardan celosamente las altas esferas.
Atravesamos una existencia donde la verdad se nos es negada repetidamente, también la justicia en muchas ocasiones, así mismo, la paz. Es esa condición de ruleta rusa, donde quizá mañana entren en tu casa y maten a tu perro, o te secuestren y acabes esclavizado sexualmente, o simplemente puedas seguir tu vida en tranquilidad y morir de viejo, de un plácido infarto mientras duermes.
El año que termina ha reservado un tremendo misterio para la posteridad y ya los conspiranoicos se dejan la imaginación en saber qué pasó con el avión de Malasyan Airlines, aquel que simplemente desapareció.
En el mundo globalizado e hipertecnólogico, todavía nos cuentan una historia de los tiempos de Amelia Earhart.
Las teorías pueden ser esotéricas o nombrar a esa isla perdida donde Estados Unidos tiene una reserva militar, adonde fueron a parar y morir los pasajeros a saber por qué motivos. Rellene usted.


Pero bien es cierto que 2014 ha sido un año de disclosures, es decir, de luz sobre muchos atropellos, abusos, delitos y faltas de los ricos y poderosos.
En España, se hizo costumbre desayunar con casos de corrupción y sinvergonzonería, donde cayeron cargos de la Administración pública y mandamases de los partidos en una limpieza general sin precedentes. Y, entre ellos, también han sucumbido dos famosas de revista: la sentida cantante y la cosmopolita princesa.
Ver caer a esos ladrones ha sido gratificante, aunque ha dibujado un panorama de la sociedad que ya me contaban algunas series de la HBO y yo me resistía a creer. No sólo es el volumen de delitos y crímenes, sino la connivencia de sus séquitos, la pasividad de algunos y la incapacidad de otros tantos. La corrupción se alía con la inacción y se convierte en tradición. Se acepta, porque se considera que nada se puede hacer. Congelados todos como en la cinta Zapruder.
Además de los delitos económicos, también hemos conocido otros más inexplicables, más vomitivos, más irreversibles: los casos de violación y abusos sexuales, más que nunca inflingidos por poderosos, famosos y gente que se dice intocable. 


Ha sido un mal año para esos intocables y hemos leído una retahíla de acusaciones de violación contra el comediante Bill Cosby, que, según se cuenta, lleva agrediendo mujeres durante décadas, y también las declaraciones de Stephen Collins, que confesó haber abusado sexualmente de una niña de trece años.
Dos padres televisivos tan queridos y entrañables, ventilados por la inmisericorde luz de la verdad.


También los noticiarios nos contaron de dos sectas religiosas desmanteladas en España; en una, sacerdotes abusaban con violencia de sus acólitos y, en otra, un orientador espiritual convencía a sus feligreses de que su semen contenía el fruto de la divinidad. 
La profunda repugnancia que ofrecen estos disclosures, especialmente cuando hay menores en juego, habla de la difícil relación que tenemos con la verdad. Como dije en cierta ocasión, nos pasamos la vida pidiéndola, pero, en realidad, no queremos saberla. Yo no quería enterarme de esto, me digo cuando leo noticias sobre pederastia, esas que, a veces, me quitan el sueño.
Lo que complica la situación no es el acto delictivo, sino su desconcertante perpetuación en el tiempo y la presencia de procuradores y silenciadores. Hay quien abastece a esos monstruos y sostiene la puerta mientras hacen de las suyas. Quizá también sostienen las cabezas. Y hay quien desoye a las víctimas. Una y otra vez. 
El abuso de menores no es cosa nueva, pero su estudio exhaustivo empezó el otro día, desde el momento en que dejó de ser buena idea que los niños jugaran en la calle.
Como todo lo malo, se extiende y se propaga con una facilidad alarmante. En ciertas áreas del mundo, se vive como una epidemia, porque quien fue abusado es probable que haga lo mismo cuando crezca. 


La destrucción que conlleva ser agredido sexualmente a edades tempranas es incalculable. Cuando se abusa de un niño, se declara una guerra contra la civilización, contra la humanidad. Porque se destrozan los principios básicos de la educación de una persona: la esperanza, la confianza, la persecución de la felicidad, la plena realización física y mental. Y la seguridad, especialmente cuando el pederasta asegura tener el poder de seguir destruyéndote si te atreves a desenmascararlo.
Leyendo sobre el lamentable asunto, descubrí algo interesante: la diferencia entre pedofilia y pederastia. La pedofilia es el deseo, que no siempre lleva a la realización, y la pederastia es el acto en sí, que no en todos los casos viene precedido de una fijación por los niños. No todos los pedófilos cruzan el límite, ni todos los abusadores de menores son exclusivamente pedófilos.
El desequilibrio mental y el sadismo psicópata son las respuestas clínicas a uno y otro caso, así como la frustración sexual y el fracaso social del agresor. 
Clamar abuso de menores pasó de ser una idea bastante peregrina a convertirse en la acusación por excelencia. Se destroza la reputación de una persona sólo con la insinuación; por eso, es tan complicado proceder en ocasiones.
Pero el caso de Jimmy Savile es alucinante. Querídisimo presentador de la televisión musical británica y amparado por la BBC hasta el día que se murió, todos sus honores - donde se incluía el título de Sir - fueron retirados cordialmente cuando se acumularon las evidencias de una historia de horror y abusos, extendida en la sociedad inglesa durante más de cincuenta años. 


Era el gobierno de un sádico, que abusaba de todo el mundo, de todas las edades, en todos los lugares. La BBC, los hospitales psiquiátricos y los centros de acogida eran los escenarios predilectos de sus brutales rampages, pero también podías encontrártelo en un hospital público, donde agredía sexualmente a la enfermera, a las visitas y hasta a un niño agonizante.
Encaramado tras ese victimismo de las figuras públicas en torno a su vulnerabilidad a la calumnia, murió sin ser siquiera señalado con fuerza por nadie, ni de la BBC ni desde esferas políticas, judiciales o policiales y, sólo muerto el perro, se desmantelaron los efectos de su rabia.
Ha sido provechoso, en todo caso, dentro del olor a podrido, porque Scotland Yard mantiene ahora una investigación rigurosa en torno a otros poderosos que llevan años cometiendo actos similares.
El otro día, recibieron y creyeron la confesión de una víctima, que aseguraba haber sido mártir infantil de ciertas "fiestas", llenas de violencia y escenarios de explotación, cuyos detalles me dejan sin fuerza, sin aliento, sin una puta mierda de esperanza en este universo.
Los débiles brutalizados, usados como ceniceros, los actores involuntarios de animales fantasías, si es que las palabras "animales" y "fantasías" se pueden utilizar para definir esos detritus, o la evidencia de que el nazismo no murió en 1945.
El sexo es una cosa complicada y hay impresentables que no se resisten a eso de erotizarse con lo que no se debe.
No se resisten a nuestra oscuridad, a que nos interese lo que debería repelernos, a nuestros impulsos irracionales; unidos a la represión y al desequilibrio mental, los llevan a cabo. Una y otra vez. Con escenificación. Con risas. 


He podido entender muchos crímenes, quizá pueda compadecer a muchos asesinos y ladrones, pero nunca, jamás comprenderé a los que violan, a los que torturan y a los que violan torturando. A los que se divierten con eso, se mondan de la risa cuando lo ven hacer a otros y a los que, en general, lo utilizan para su placer y orgasmo. 
Me cuenta el mundo que sucede. Y mucho. Niños en el Reino Unido, mujeres en Ciudad Juárez y tantos y tantos cuerpos en los más deprimentes reductos del Tercer Mundo.
- No entiendo cómo alguien puede anular de esa manera el sentido de la piedad. O cómo puede suprimir el simple miedo a que lo descubran. No entiendo cómo pueden. - dije, en una ocasión, tras leer tristes noticias al respecto.
- Porque pueden hacerlo. Porque se pueden salir con la suya y lo saben. Porque tienen el poder - me contestó una de mis amigas más sabias, aunque seguí sin comprenderlo.
Ya lo decía Woody Allen en "Delitos y Faltas": hay gente allá arriba que hace cualquier cosa imaginable y jamás será cuestionada por ello.
Yo me pregunto si la próxima revolución pasará por acabar con los inmunes, con los intocables, con los vitalicios, con esos que lo compran todo.


Cuando se leen casos como los de Bill Cosby o Jimmy Savile, se recuerda la necesidad de permanecer apartado en la medida de lo posible de la gente con mucho poder. Hay que alejarse de los poderosos y sus camerinos, pero también de la misma idea del poder.
Porque, ¿qué fue primero? ¿La corrupción o el poder? Por ejemplo, ¿se metieron a curas para que Dios acallara sus pedófilos deseos con el contrito gesto? ¿O vistieron sotana para violar niños con más facilidad? ¿O fue el celibato lo que llevó al desequilibrio? ¿O fue sólo la oportunidad de hacerlo?


En los pasajes que glosan la llegada al poder, se escribe acerca de un proceso de vampirización. Ahora lo tienes todo y has entrado en una nueva realidad donde cualquier cosa es posible para ti. Olvídate de la moral, de la religión, de la justicia. Lo único es el dinero y el placer. Éste, en todas las formas imaginables.
En la corrupción y su aceptación, ha de citarse la propia consecuencia de la sociedad competitiva y devoradora, donde unos se endeudan con otros, donde se sobornan y chantajean, donde debes participar de sus fiestas y sus prácticas para ascender, donde ser mejor que otros es ser el más malvado, el más fustigador, el peor. Con tanto estrés, tanto tirante y tanta dentellada, más locura, seguro desequilibrio mental.
Los desechos de las "fiestas" viven entre la parálisis que significa convertirse en una víctima y la inarticulación de respuestas. Las instituciones fracasan, las denuncias se retiran, los dolores se niegan. Y reina el miedo a represalias, a que se repita.
Pensaba yo que toda esa sarta de abusos sexuales acallados era cosa anglosajona. Ellos, con sus reglas de educación, con su frialdad, con su hipocresía y snobismo, no sabrían reaccionar de ningún modo a la revelación de que el cura, el querido presentador o el mismo progenitor se está beneficiando a la chavalada y que, además, tiene el silencio o hasta la complicidad de muchos para seguir haciéndolo.  
Pero no es verdad. No es cosa exclusiva. Está cerca de casa. Siempre lo estuvo. Recuerdo una niña de mi colegio que fue agarrada por un hombre con la promesa de caramelos. Por suerte caída del Cielo, su padre pasó por el lugar donde era arrastrada hacia el coche del cabrón y pudo rescatarla. Llegó a clase al día siguiente con las rodillas arañadas del asfalto. Se dice que nunca lo ha olvidado.
Hace unos años, encarcelaron a un maestro de kárate, que detentaba un chalé de Gran Canaria, donde montaba orgías con los chicos y chicas que entrenaba. Sucedió durante años de silencio y aceptación, manejados por un maestro de la convicción. Finalmente un joven lo denunció, acabó con él, puso en duda la infalibilidad de su maestría, sólo por el simple, sincero, tan milagroso temor de que a un hermano menor le tocara pasar por lo mismo. 
En el orfanato de Santa Cruz, se comentó hace poco que existieron abusos sexuales y alguien dijo forzosamente aquello de:
- Eso siempre se ha sabido.
Esa frase me da ganas de vomitar. ¿Por qué se ha sabido y no se ha hecho nada? 
Es el descreímiento. ¿Quién te lo iba a decir de Bill Cosby? Y sobre Woody Allen, no sabemos si no lo creemos porque no es creíble o porque no lo queremos creer.
También entra en juego algo parecido al síndrome Genovese, o la apatía urbana. Están violando a alguien, que otro llame a la policía. 


En cuanto a la connivencia y los procuradores, hablamos de esos súbditos de los poderosos que se los perdonan todo y que también son agredidos de las más variopintas formas. Los guardaespaldas, los subordinados, los chupatintas, las mascotas. Tontos del culo.
Es la victoria de la supervaloración del trabajo, la autoesclavización y el sacrificio. Déjate, no te quejes, aguanta.
Lo haces por el dinero, como le decía su propia familia a una chica antes de convertirla en prostituta de Berlusconi. Hoy sudas, hoy te dejas maltratar, mañana tendrás el yate. Y también tendrá la miseria, el dolor, la destrucción, el puro y simple cansancio, que no lleva a nada ni significa más que sí mismo.
Y, ah, del cinismo ante nuestra impotencia. Qué voy a hacer con ese tipo, tan lejos de mí. Qué suerte he tenido yo que nunca me ha tocado, que viví una infancia feliz, que jamás me han metido el dedo en el culo sin haberlo deseado. Oh, yo no pude hacer nada. Oh, yo no puedo hacer nada. Esas mentiras que nos contamos para pasar a la siguiente página del periódico.
Todos congelados como en la cinta Zapruder.
Aunque estoy en contra de la pena de muerte y los linchamientos, me sorprende la escasa reacción de la gente ante la revelación final de estos cabrones. Será que he visto demasiados episodios de "Caso Abierto", esos que te cuentan que un padre mató al violador de su hijo y, entre lágrimas, oyes la frase: "No me arrepiento de haberlo hecho, aunque no paró el dolor".
Aquí nadie hace nada, parece que ni lo intentan. De un universo ancestral de sangre caliente donde nadie llegaba vivo al juicio, hemos caído en un mundo apático, en el que los delincuentes se sumergen en las misteriosas cárceles y los casos no se vuelven a nombrar jamás. Quizá es mejor el olvido. Tal vez nada detiene el dolor y esa es la única certeza para las víctimas y sus familias.
O es como la cinta Zapruder: la vida no es una película convencional, no hay reacción y sí vacío.
Y la negación de la realidad. Yo confieso. No quiero saber los detalles. No me los cuentes. Vamos a ver una película de la Metro Goldwyn Mayer, Quiero ser feliz. ¿Puedo? ¿O soy el definitivo cómplice?


Difícil tesitura la mía, quizá también la tuya, Porque no hay que ponerse excesivamente severo con nuestras aspiraciones de un mundo Metro. Es normal, es humano, es casi una reacción instintiva la de abstraerse del horror. 
Y enterarse de lo que ha hecho el cabrón es su última victoria. Porque imprime en terceras personas la imagen de sus actos. Esa imagen que nos destruye de una manera sutil, que se queda grabada en nuestros cerebros y que nos cambia de por vida. Sabiendo lo que han hecho también somos sus víctimas. Aquí John Fitzgerald no es el único muerto.
Nada escapa a esas imágenes. Ya no nos podemos fiar de lo más puro, porque quizá no lo sea. Quizá esté pendiente de otro disclosure, pensamos.
Así se acaba la inocencia. El mundo sube su telón y aparece como ese lugar peligroso y desagradable, lleno de indiferencia y egoísmo, donde cae la fe en la misma pervivencia de la civilización, que fue más barbarie de lo que imaginábamos.
¿Cuál es el camino a recorrer entre estos harapos? Una buena mezcla entre decidida acción política y oídos atentos a toda víctima, donde quiera que esté.
Esos oídos atentos hacen maravillas. Las han hecho ya, las están haciendo. Dice la conclusión de "True Detective" que "la luz está ganando".
En toda destrucción, algo pervive. En toda perversa convicción, resta la opuesta sensación de que está mal. Alguien llamó porque no quería que le pasara lo mismo a su hermano. Bendito seas, porque no acabaron contigo. Ese día, perdieron los malos.


Conciliemos el sueño o no esta noche, es mejor que se sepa. Es bueno que la mierda haya flotado y se huela en toda su intensidad. Crea una conciencia, despierta una alarma. Hemos perdido la inocencia, pero tenemos la madurez y sabemos qué hay que extirpar: los tentáculos de lo intolerable.
No se puede borrar lo sucedido, ni siquiera enmendar. El daño está hecho, la Historia está escrita. Pero, eh, estamos vivos. Lo suficiente como para reescribir el futuro.


Lo suficiente como para proteger lo querido y luchar siempre, incansablemente, contra todo pronóstico, por ese final Metro Goldwyn Mayer que queremos para nosotros y para los demás.

viernes, 26 de diciembre de 2014

Príncipe Tyrone


Estrella de Hollywood de primer orden y uno de los actores más populares y queridos de la Historia, la belleza principesca y el profundo encanto de Tyrone fueron la simple, inescapable clave. 
Debajo de sus personajes, por encima de sus ambiciones artísticas, Tyrone era un rostro, un perfil, un síntoma, un espejismo de perfección. Era angelical y viril al mismo tiempo; es decir, la bomba. 
Cuando le preguntaron a Barbara Cartland cómo había escrito unas novelas tan calientes siendo aún virgen, ella respondió: "Por entonces no necesitábamos el sexo. Teníamos a Tyrone Power".
Durante una época, más allá de los años, de las revistas, de las modas, Tyrone Power era sinónimo de todo lo que se contaba hermoso y sensual en este mundo. 



Hacía ganar dinero a espuertas con sus apariciones cinematográficas y Darryl F. Zanuck lo agarraba en la Fox cual puño cerrado de un niño egoísta con un caramelo. Era un caramelo, sí. 
Tan serio, con esas gruesas cejas sobre sus volcánicos ojos de oscuridad. En la belleza de Tyrone siempre se vio un reflejo del alma. La de Tyrone y la de sus fans. De nuevo, todo lo hermoso y sensual que hay en este mundo.


Nuestras abuelas se morían por él y su nombre se imprimía en corazones mitómanos. Si el análisis superficial lo cataloga como flamante espadachín, Tyrone interpretó a galanes para toda clase de géneros, aunque como las estrellas de entonces, siempre fue el mismo, reconocible, idolatrable Power.
Aunque la edad ajaría su idílico rostro, sus ojos instigaron la seducción desde el primer hasta el último día y esa mirada firme, sincera siempre se confesó a la búsqueda de algo más que los estereotipados corsés de Hollywood. 
Cuando se alegraba, oh, esa sonrisa. ¿Hay algo más asombroso que la sonrisa de Tyrone Power?


La propia historia de Tyrone se cuenta como una película de Hollywood, con deseos, aplausos, riquezas, mujeres bellas, dudas, la pausa de la guerra, el regreso a casa y un inesperado final, que llenó las notas de prensa, obligó a agarrar pañuelos y confió el hombre a la memoria.


El joven Tyrone se presentó en Nueva York un buen día, a la puerta de su padre. Lo conocía poco. Tyrone Power, Sr era un reputado actor teatral, cuya familia había sido poco menos que una pausa entre giras y obligaciones que lo llevaban a lo largo del país. 
Las ausencias habían dado al traste con el matrimonio de sus padres cuando era niño, pero el joven Tyrone estaba allí, con las maletas en la mano, para continuar la tradición familiar, para aprenderlo todo.
El corazón le falló Tyrone Sr. mientras preparaba una obra y la triste historia empieza cuando el padre falleció en los brazos del hijo. 
Éste, tras el luto, se recompuso y tocó puerta tras puerta, en busca de la oportunidad.
Durante cierto tiempo, fue difícil y Tyrone vivió entre las negativas de Hollywood y los pequeños papeles de Broadway. Quienes lo recibían, expresaban admiración por el padre, sí, pero no tenían nada para el hijo.
El director Henry King lo descubrió. Quedó impactado por su belleza y elegancia y lo quiso para "Lloyd's Of London", melodrama historicista que la Fox planeaba como vehículo para Don Ameche. 
Zanuck no estaba convencido con el cambio que proponía King, pero accedió finalmente. Tyrone debutó acreditado en cuarto lugar, pese a ser el protagonista.


Sería primera y última vez que lo relegaban a un puesto inferior. 
Se iniciaba entonces una de las carreras más fulgurantes de la historia de Hollywood: durante una década, ni una sola de sus películas perdió dinero. 
Zanuck sólo lo prestó una vez a la Metro Goldwyn Mayer para "María Antonieta" y dijo que nunca más. Tyrone era suyo y sólo suyo, y éste le dio alegrías, una y otra vez, a lo largo de los años.


Dramas, comedias románticas, musicales, westerns, películas bélicas, Tyrone brillaba como el héroe de todas ellas. Se lo colocara al lado de Alice Faye, Linda Darnell, Rita Hayworth, Gene Tierney o demás damas de la Fox, él era el valor seguro.


Los críticos nunca lo apreciaron demasiado y la Academia jamás lo tuvo siquiera en consideración. Lo veían demasiado guapo para transmitir algo más que pura belleza y un mediano registro dramático.
Quizá lo desinsipirado que se sentía con el material que le tocaba en ocasiones puede disculparlo.


Aún así, su resuelto ceño se traducía en hipnóticos nenes de acción para costosas producciones como "Chicago" o "Jesse James", donde transitaba desde el almidón hasta las pistolas, desde el aterciopelado blanco y negro hasta el restallante Technicolor, que también adoraba su rostro.


Pero fue con "El Signo del Zorro" cuando Hollywood se volvió definitivamente majareta por Tyrone, que, con antifaz o sin él, se proclamaba sucesor de Douglas Fairbanks y Errol Flynn.
La capa y la espada, sí. Basil Rathbone elogiaría su empleo de la última, y ahí estaban los, en duelo clásico de brillantes aceros y modélicos perfiles.


En 1939, con su estatus disparado por las nubes, se casaba, de repente y sin avisar, con Annabella.
La encantadora actriz francesa, descubierta por Jean Renoir un día e instalada en Hollywood al siguiente, diría que "ni Zanuck podía destruir nuestro amor".
Fue una sorpresa que el soltero de oro se desposase, aunque su matrimonio sufriría muchos embates y sobreviviría mal y condenado, entre las tristezas de Annabella y las desazones de Tyrone.


Las revistas de cotilleo señalaron al romance de Tyrone con Judy Garland como el motivo de la separación, pero Annabella siempre culpó a la guerra. 
Cuando la sensible Annabella se enteró de la ocupación de Francia, se deprimió y se enfrascó en su trabajo, aceptando giras teatrales y largas jornadas fuera de casa. Descuidó a su Ty, mientras se decía incapaz de darle un hijo. 
Entonces, él se alistó.
En 1943, Tyrone Power se unía a la aviación y destacaba como excelente piloto. Durante años, su carrera cinematográfica estuvo en una obligada pausa, mientras el mundo se moría por noticias de sus logros militares. 


Tras el entrenamiento, Power entraría en batalla en varias ocasiones y salió condecorado y lleno de títulos y elogios, con las heridas justas.
Annabella diría que volvió distinto y al matrimonio sólo le quedaron las dos firmas del divorcio y una tranquila amistad.
En cualquier caso, Tyrone se decía dispuesto a regresar a Hollywood.
Darryl Zanuck le tenía preparada una alfombra roja para su retorno: "El Filo de la Navaja", la lujosa adaptación de la novela de Somerset Maugham.
Era la historia de un héroe de guerra que vuelve a casa y no se conforma con el orden establecido. 
La película se embebía de mensaje inspirador, pero también de bellezón sin ambages, uniendo a Tyrone con la exquisita Gene Tierney.


A continuación, Tyrone luchó a brazo partido para protagonizar el noir "El Callejón de Las Almas Perdidas", en el que interpretaba a un buscavidas de circo. 
Ni a Zanuck ni al público de 1947 les gustó el sombrío resultado, aunque la película ganaría un estatus de culto y Power recibió por primera vez elogiosas notas de prensa.


Volvieron los espadachines a sus agendas y demostró la pervivencia de su gloriosa forma física como el pirata maromial de "El Cisne Negro".
Pero Tyrone ya no se sentía cómodo en esos trotes y Hollywood se le hacía piedra en el zapato.


Como su personaje de "El Filo de la Navaja", Power quería algo más y Zanuck supo que debía dejarlo marchar, poco a poco.
El teatro ocupó sus intereses durante los años cincuenta, aquellos donde sólo volvía al cine entre la obligación y la nostalgia.
Veía entonces nacer a sus dos hijas, Romina y Taryn, de su segundo matrimonio con Linda Christian, mientras las marcas de la edad surcaban sus mejillas.
Tyrone se hacía mayor a los cuarenta años, demasiado pronto a los ojos de todos.


En "The Sun Also Rises", la edad lo hacía inadecuado, pero estaba sencillamente ideal en "Testigo de Cargo", como el procesado chuloviejas. El ídolo de matinée, ahora envejecido, servía como un guante para el personaje.
En cualquier caso, nadie podía predecir que esa sería su última película. 
Con su tercera mujer, Deborah Minardos, por entonces embarazada, Tyrone aterrizó en España para participar en la superproducción "Salomón y la Reina de Saba", que lo veía nuevamente de época y espada en mano, allá por 1958.
Sucedió en los ensayos cuando practicaba el duelo a sables con George Sanders. Tras días de esfuerzo físico, Tyrone se retiró, exhausto.
Como su padre, murió con las botas puestas. Como su padre, el diagnóstico fue un ataque fulminante al corazón.
Tenía sólo 45 años. 
Su hijo, Tyrone, Jr, nacería dos meses después, cuando todavía nadie podía sacudirse el luto.
¿Cómo se había muerto tan pronto? ¿En serio se había acabado la historia de amor que guardaba el mundo con Tyrone Power?
El entierro se vistió honores militares y Henry King, aquel que lo descubrió y lo dirigió en once películas, sobrevoló en avioneta el funeral. Para estar más cerca de él, aseguró.
Lo enterraron en el lugar más hermoso del cementerio. En la lápida, se inscribieron las máscaras del Drama y la Comedia. 
Y también la frase precisa: "Buenas noches, dulce príncipe".


Diez años después, los Beatles incluían sin dudarlo su rostro en la portada del disco "Sgt. Peeper's Lonely Hearts Club Band" como quien graba al mito en el tótem de todos los mitos.
Y quien quiera que lo recuperase en sus clásicos u oyese los suspiros de los que recordaban debió saber, en todo momento, que la historia de amor jamás ha terminado. 
El triste final sólo lo hizo más hermoso. Que ya es decir.

martes, 23 de diciembre de 2014

Mujeres, Pecado y Hollywood 'Pre-Code'


Nuestra actual posibilidad de buscar y encontrar casi cualquier obra cinematográfica ha llevado a la caza de clásicos ignorados o poco divulgados y, entre esas capturas, un capítulo muy especial lo compone el Hollywood Pre-Code, o las películas realizadas en los primerísimos años treinta, previos al fortalecimiento del código de censura. 
Oh, pero, ¿qué ven mis ojos? ¡El pecado, el sexo, el vicio en una película de nuestros abuelos! ¿Acaso Barbara Stanwyck está en un burdel? ¿Es que ese baile de Joan Crawford es un quítame allá esa minifalda? ¿Miriam Hopkins está pensando en hacerse un trío? ¿La buenecita de Norma Shearer se va de farra? ¿Están fumando opio? ¿Acabo de oír que han llamado mariquita a un personaje? 
Y, sobre todo, ¿de dónde han salido esas mujeres contradictorias, poderosas, malvadas sin pedir perdón, ordinarias cuando la ocasión lo requiere y siempre, siempre bien lucidas de lencería?


Las películas Pre-Code no son todas buenas, pero la mayoría son altamente fascinantes.
Componían un episodio olvidado en la Historia del Cine que sólo ha renacido en los últimos tiempos, entre la reedición de algunos de los títulos más polémicos, el desarrollo de análisis al respecto y la emisión de varios documentales. El Pre-Code está de moda.


Como decíamos, por Pre-Code, se entiende todo el cine norteamericano anterior a 1934, de manera general.
Si apuramos, nos quedaríamos con lo producido entre 1930 y 1934. Es decir, con los primeros años del sonoro. 


Y, para estudiar más de cerca el fenómeno, habría que aislar las películas netamente Pre-Code, hechas y diseñadas para escandalizar al público.
Así, tendríamos títulos con imágenes y sensaciones Pre-Code como "Marruecos", "La Parada de los Monstruos" o las comedias de Lubitsch, pero, además de ser más conocidas, éstas tenían ulteriores intenciones y se distinguen de los sensacionalistas dramas súper Pre-Code de mujeres malvadas y sexualizadas, como "Carita de Ángel", "La Pelirroja" o "Hembra". Sí, hoy hablaremos de éstas últimas.
Hay muchas ironías en el Pre-Code y también muchas precauciones a tener en cuenta antes de aventurarnos. 
En realidad, el Código de Censura ya existía. Lo carcajeante es que películas de esa calaña se estrenaron después de que Will Hays redactase su legendario memorándum sobre los síes y noes que debían regir el cine norteamericano. 
Sin embargo, durante esos primeros años, el Código fue un papelajo que nadie se tomó en serio, un gesto político, diseñado por la industria para evitar ingerencias de Washington. 


Por otro lado, el cine Pre-Code no era tanto un aireado muestrario de trangresión y libertinaje como sí un diagnóstico de represiones sexuales y conductuales.
Como todo cine de impacto, busca soliviantar a los espectadores con situaciones que van en contra de su moral.
El público de entonces no se diferenciaba en gran medida del que vendría después; de hecho, aborrecía muchas de esas películas y juzgaba a sus personajes, aunque no dudaba en llenar los cines para verlas.


Para los espectadores contemporáneos, también hay que decir que el Pre-Code es sorprendente e identificable sólo si se compara con el cine posterior, desde 1934 hasta los años sesenta. Es decir, con los años más divulgados del clasicismo hollywoodiense. 
Que quede claro. En el Pre-Code nadie aparece desnudo ni se dicen palabrotas ni hay sexo explícito ni declaraciones de amor libre, y la mayoría de los malvados encuentran castigo o piden redención al final. 
Pero, a fuerza de la comparación, otros muchos detalles serían impensables años después y son los que las hacen tan distintas. 
Entre ellas, cosas tales como que un hombre y una mujer aparecieran tendidos en la misma cama o que la desnudez siquiera se insinuase.


Estos dramas y comedias netamente Pre-Code estaban protagonizados por estrellas en ciernes. Barbara Stanwyck, Clark Gable, Joan Crawford, Jean Harlow, James Cagney; fueron las películas que los hicieron famosos y, de algún modo, fijaron sus personajes arquetípicos. 
Sin embargo, en esa temprana ocasión y bajo la mayor permisividad, esos arquetipos iban más allá. Por ejemplo, los galanes de Clark Gable podrían ser hombres muy peligrosos y sexualmente agresivos, mientras los sórdidos orígenes de los personajes malévolos de la Stanwyck no quedaban a la imaginación.
Lo más relevante del Hollywood Pre-Code no es tanto la irrupción del vicio y el pecado en un cine tan antiguo como sí el germen de un cine femenino y protofeminista que moriría estrangulado tras 1934. 
Las mujeres del Pre-Code son lo que más se echaría en falta años después y lo que, de algún modo, aún no ha reaparecido en el cine de Hollywood.

Confesaban los sorprendidos ver a Norma Shearer en sus primeras películas - "La Divorciada" y "Un Alma Libre" - incorporando a inquietas románticas que sofocan la infelicidad y el desamor con copas de champán y amantes de una noche,
En ese sentido, también irrumpe la hermosa Sylvia Sidney en la no menos hermosa "Merrily, We Go To Hell", afinadísimo melodrama sobre la destrucción de una historia de amor y la entrega a la disipación que conllevan los amargos finales.


El Pre-Code no sólo jugaba con las mujeres complejas, sino con las empoderadas. 
Barbara Stanwyck en "Carita de Ángel" es una mísera prostituta que se las arregla para ascender socialmente pasándose por la piedra a los hombres de una empresa entera. Tal como te lo estoy contando, aunque, al final, claro está, se redime por amor.


También se redime en el último minuto la Ruth Chatterton de "Hembra", pero, oh, qué diversión hasta entonces. Es la historia de la dueña de una súper empresa que se beneficia a sus más laboriosos secretarios, atrayéndolos a su piscina art-decó
Las mujeres así eran descifradas como malas también en aquellos años, sí, pero en lugar de castigarlas severamente, se les concedía una segunda oportunidad. Esa segunda oportunidad que las femme fatales de los años cuarenta no tendrían casi nunca.


Una que se sale con la suya y de una manera muy gozosa es "La Pelirroja", interpretada por la incomparable Jean Harlow.
"La Pelirroja" es otra espabilada que maneja a su jefe de tal modo que éste se mete en su sujetador sin haberlo planeado. Nunca después quedó retratado de esa manera cómo los hombres se pelelizan de una manera tan patética por una mujer. 
Todavía "La Pelirroja" da vértigo, porque su protagonista es una perra del demonio, el tono es muy duro y el final es tan deliciosamente irresponsable que sólo propicia una abierta carcajada.


¿Qué pensaba el público de entonces de estas mujeres? Las opiniones eran variadas, pero todo significaba un gran escándalo. Escándalo que se traducía en buenos dividendos para los magnates de Hollywood, aunque los quebraderos de cabeza eran muchos y serían decisivos.
En primer lugar, hay que decir que películas como "Carita de Ángel", "Hembra" o "La Pelirroja" obedecían a una moda. 
Digamos que la moda consistía en poner el mundo al revés. Lo vemos en "Hembra", donde se cambia el género del personaje: el habitual empresario follasecretarias es ahora una mujer y a ver qué pasa con el giro. Todo para propiciar un efecto entre cómico y soliviantador.
Esa moda, como todas, pereció enseguida y el público comenzó a demandar películas más amables, sin antihéroes en primera plana y con valores genuinamente norteamericanos.


Pero fueron tanto los ataques de la Iglesia Católica como las amenazas de boicot lo que obligó a que Hollywood desempolvase el Código Hays y empezase a aplicarlo.
Fue una cuestión económica, que no moral. En los Estados del Medio Oeste, la reacción a las películas pasaba por demandar numerosos cortes y remontajes para poder ser estrenadas. Elaborar una copia alternativa requería más dinero para no perder ese mercado.
La ofensiva de la Iglesia Católica pasó por señalar los títulos por los que los feligreses cometían gravísimo pecado si acudían a las salas. Entonces, que los parroquianos obedeciesen significaba perder millones de espectadores.


La Legión por la Decencia acusó a "El Signo de la Cruz" de ser el emblema de la Hollywood decadence. La ironía, ya lo comentamos, es que se trataba de una película religiosa.
Cecil B. De Mille, chef de espectáculos Pre-Code tan desopilantes como "Madam Satan", firmaba otro espectáculo orgiástico que acababa en castigo divino, pero espectáculo orgiástico, al fin y al cabo.
Ahí estaba Claudette Colbert retozando en leche de burra o Elissa Landi tentada por una patricia de lésbicas intenciones.


Tanto "La Pelirroja" como "El Signo de la Cruz" fueron el culmen del cine Pre-Code, el acabóse y el se acabó. 
Fueron inmensamente taquilleras, pero sus remontajes y la denuncia de las ligas de moralidad terminaron para siempre con el incumplimiento del Código Hays. A partir de entonces, nacería el cine clásico que mejor conocemos: reprimido, saneado, heroico, castigador de lo inmoral e ilegal y donde el sexo quedaba inferido, cuando no anulado.
Los personajes femeninos también quedaron relegados a una simpleza en su dibujo. Norma Shearer interpretaría a más mujeres con problemas maritales, pero ninguna entregada al placer y el alcohol como aquella de "La Divorciada". Las malvadas de la Stanwyck siempre serían castigadas con la cárcel o la muerte, incluso aunque se redimieran por amor y se arrepintieran de sus pecados. Y la falda de Joan Crawford ya no era el motivo del suspense; la flapper debía convertirse forzosamente en dama.
El cine Pre-Code no sólo terminaba, sino que se relegaba al entierro. Muchas de esas películas son muy poco conocidas porque pocas pudieron ser reestrenadas debido a que sus viejas indiscreciones incumplían el Código. Incluso un clasicazo como "Trouble In Paradise", de Ernst Lubitsch, no resurgiría hasta los años sesenta.


Hoy las películas Pre-Code despiertan a un inevitable arqueo de ceja. 
En primer lugar, porque atestiguan la perpetua obsesión del público cinematográfico por ver piernas de mujer y gente desobedeciendo los mandamientos.
Volver a ellas es darse cuenta de que no hay nada nuevo bajo el Sol y que nuestros abuelos vivían tan horny como nosotros.


También deslumbra esa vertiente canalla, dura y sin concesiones que sólo afloraría en el cine negro y nunca de la misma manera.
Y, sin duda, lo más descacharrante es ver a esos hombres manejados por esas divertidísimas vampiresas que toman la iniciativa y piden cama. 
Pero recuperar el cine Pre-Code es también darse de bruces con películas que formalmente no han envejecido bien. 
Es una cuestión de su tiempo, cuando el cine perdió cierta comba y expresividad ante los primeros pasos de la sonorización. Muchas de esas películas crepitan y se desarrollan estáticas, casi obras teatrales largas a ojos modernos.
Las excepciones son precisamente aquellas que rompieron progresivamente con las limitaciones del invento.


Y, por supuesto, está la gran ironía de la censura. Prohibió, higienizó e infantilizó, pero también se impuso como un árbitro de buen gusto. Que el sexo quedara en insinuación, que el cine debiera ser elegante y que los personajes rezumaran valores darían paso tanto al comienzo de la gran comedia norteamericana como a los más emotivos dramas de los últimos años treinta. 
Una película como "La Pelirroja" es estridente, hortera, desmañada; atributos que no se colocan tan fácilmente en títulos de años posteriores. Y es difícil establecer una relación con ella más allá de la propiciada por el asombro y la risa.
En ese baúl de lo irrefrenable, escasean las obras maestras.


Sin embargo, tropezarse con joyas de madurez como "Merrily, We Go To Hell" o presenciar el inicio de la carrera de las grandes estrellas, a golpe de sensuales bailes y ataques de lencería, valen sobradamente la pena de esta gesta llamada aguda cinefilia.