jueves, 28 de febrero de 2013

Chris Evans


Hablemos de talento y digamos hoy la obviedad de que Chris Evans es un actor pésimo. Seamos precisos y aseguremos que llamarlo actor es demasiado.
No hay nada malo en Chris, excepto que no representa nada y, en todo lo que a él concierne, reside gran parte de la inexpresividad del cine norteamericano comercial.
Como comentábamos a propósito de Bradley Cooper, Chris es cara y envés del nuevo Hollywood: no se puede estar más bueno y tampoco se puede significar menos.
Son todos estrellas enanas.


Chris consigue sus mejores éxitos, vestido de súperheroe y todo músculo, en mallas y sin ellas. Y, oh, es imposible odiarlo, tan simpático, tan frecuentemente shirtless
Al final, por inofensivo, Chris tiene todo el encanto que nunca tuvo ningún gran actor y despliega el relax que no conoció casi ningún otro guapo tontín. 
Su público, harto de palomitas y ávido de verlo saltar por rascacielos, camas y cordilleras nevadas, no rechista.


Porque Chris Evans es, ante todo, uno de los hombres más insultantemente sexys de los tiempos recientes. 
Su carrera no se dice muy apasionante, pero el rol de Capitán América planea mantenerlo ocupado durante mucho tiempo; lo veremos en próximas secuelas tanto de "Los Vengadores" como de la franquicia de Stan Lee que protagoniza en exclusiva.


También lo cazamos en los últimos Oscars, junto a sus compañeros de reparto en "The Avengers" y, aunque siga siendo nada más - y nada menos - que Chris Evans, es un placer tropezárselo.


Su hermano Scott también es actor y, además, abiertamente gay.
Chris lo apoya tantísimo y tan públicamente, que se ha convertido inesperadamente en defensor de nuestros derechos. 
Como Ben Cohen, Evans es el jock amable. Es decir, un puto sueño de maromo.


Como jock de pies a cabeza, con esa carita entre sabelotodo y súpercapullo y ese cuerpo para agarrar abanico, Chris le dedica ahora todos los besos de esos exquisitos labios a Minka Kelly. 
Para quien no conozca a Minka, informemos que era la cheerleader de "Friday Night Lights", por lo que tendremos ahora claro que no había novia más ideal para Evans en todo Hollywood.


Además de capitaneando América para las pantallas más estrenduosas, a Chris se le puede ver, de vez en cuando, en algún que otro indie. 
Nada demasiado noticiable, pero sí está él, merece la pena echar un ojo por si se descamisa, enseña el culo o simplemente se queda mirando a un punto fijo, con esa belleza embobada que sólo disfrutan los guapos de verdad.


Y quién sabe. El día menos pensado, Weinstein lo coloca como protagonista de una comedia de esas de gente loca, que grita mucho, bailotea y se enamora, y en próximos premios, vemos a Chris acudiendo como esperanzado nominado y no sólo como óptimo florero.
Cosas más raras se han visto.


En fin, no nos podemos quejar. Hasta cuando Hollywood es pésimo, nos alegra la vista y nos entrega a este elemento. 

 
Demasiado para mi pobre corazoncito.

miércoles, 27 de febrero de 2013

Gente Fina


Yo siempre fui una persona fina.
No se dijo fácil, especialmente al nacer en un lugar donde la campechanía despierta más confianza y entusiasmo en los demás que cualquier clase de remilgos.
¿Nací fino o me hice fino? No lo sé con exactitud.
Supongo que la finura es una manera de reaccionar ante el mundo y de protegerte frente a él. Por ello, se inventó el glamour y todas esas imágenes hipnóticas; para proveer la sensación de que somos algo más que hormigas, algo más que tierra, algo más que mierda.
De niño, fui fino y delicado. Odiaba los balonazos, detestaba los golpes amistosos en la espalda y nunca he sabido dar un apretón de manos como un hombre, sino con la mano floja, al estilo Lady Di.


Cuando crecí, no sólo era fino, sino quería serlo más. Como oí decir a un señor muy borracho en un bar:
- Nosotros, los maricones, somos gente fina.
Pues eso. 
De adolescente, soñaba con despertar convertido en Audrey Hepburn, llevaba gafas negras cual esfinge y me sentaba como si fuera el invitado especial de un programa del corazón. 
Fumaba, cruzaba las piernas y ponía gesto de trascendencia. Supongo que no significaba más que la necesidad de marcar una distancia, de encontrar una personalidad, de imitar a la vida.


La cosa no llegó a mayores. Ser perezoso como yo impide llegar a más, pero también a menos. 
Y nunca me interesó ni la moda ni otras imbecilidades, así que me salvé de convertirme en un fashion victim o, lo que viene a ser lo mismo, en un inadvertido travesti.
Porque la elegancia es una pretensión, no es democrática - hay que tener mucho dinero para sostenerla - y ser completamente fino se cuenta imposible. 
El ridículo está a la orden del día y es probable que, más que Audrey, se acabe siendo un soberano cursi. 
En definitiva, señora mía, yo me creía elegante, por detrás y por delante, mientras me aguantaba el bostezo, los mocos, las ganas de cagar y la urgencia de mandarla a usted a la mierda.
Al final del día, cualquier fino se encuentra a sí mismo oliéndose los dedos después de rascarse el culo. Tal vez, también descubra que le gusta.
Y, aunque hayamos crecido con el cine y a pesar de él, no somos personajes ni estereotipos clasificables. Ni unos somos tan finos ni otros son tan brutos.
La gente refinada es capaz de soltar las mayores burradas y acometer todas las brutalidades, mientras los brutos de solemnidad demuestran inesperadamente la más escalofriante de las delicadezas.
Como hormigas que somos, como seres de barro y mierda que nos contarán los dioses, hay hediondez en todos nuestros charcos, sean privilegiados o desfavorecidos, virtuosos o bastos, y también alguna que otra bella flor en cualquiera de ellos, dispuesta a despuntar.


Decía aquel señor borracho que los maricones somos gente fina. 
Yo crecí con la idea de que lo éramos, pero los que he conocido sexualmente, no lo son demasiado o, al menos, no me lo han demostrado.
Fue entonces cuando descubrí que, para pasárselo bien en el sexo, hay que dejar la finura en la mesilla de noche. 
En realidad, fue cuando descubrí que, para disfrutar de la vida en general, hay que olvidar la elegancia. Es decir, follando, follando, la enfermedad se me fue pasando.
Hoy diré que ya no aspiro a ser una persona fina y alegaré que no quiero ser recordado como una glamourosa criatura. Quizá, ahora prefiera pasar a la posteridad como un hombre valiente o como un ser aventurero. 
¡Ja! A buenas horas, dear. Por mucho que lo intente, hoy soy más fino que valiente y mañana seguiré siendo más delicado que aventurero. 
Me imaginaré viajando en trineos tirados por renos, a lo largo y ancho de la estepa rusa para salvar al mundo, pero, sinceramente, lo que se me da mejor es sostener el cigarrillo a lo Margo Channing y dedicarte una sonrisa de cóctel.


Qué pesadilla es esta finura, qué contradicción la mía. Yo ya no quiero ser fino. ¡No soy un monstruo! ¡Soy un ser humano!, como suplicaría el Hombre Elefante.
Ahora mi finura no es una pretensión, sino la imagen que proyecto, la educación que me reservé, el tic que sale sin querer. 
Sigo dando la mano como Lady Di, me incomodan los campechanos tanto como el primer día y ahora acabo de percatarme que estoy bien vestido. ¡Horror!
Por la manera en la que escribo, muchos seguidores, que son más finos que yo y no me conocen personalmente, se dirigen a mí en sus mensajes como si fuésemos los protagonistas de una obra de Oscar Wilde. Me tratan de usted y me llaman Señor Montez, aun pese a tener un nombre tan apeluchable como Josito.
¿Seguiré revistiendo el mundo a través de mi mirada? ¿Para que sea mejor? ¿Para que tenga gracia?
La gente suele decir que soy glamouroso y lo sostiene hasta cuando soy borde, seco y bruto. Hasta en mis ordinarieces, detectan estilo y estilización.
Yo sonrío porque espero que, detrás de las opiniones de los demás sobre mí, haya algo de diversión y un tanto de amor. 
La diversión y el amor siempre fueron necesidades más profundas para mí que cualquier refinamiento. 
Y, si algo aprendí en esta vida, sería que reprimirse, marcar distancia y creerse mejor que los demás impiden esa diversión y aplazan ese amor.


Así que hoy descruzaré las piernas, prorrumpiré en un sonoro eructo y, si todavía queda alguien en la sala que me llame glamouroso, me dirigiré a él con mi mejor sonrisa, me agarraré el paquete y le diré:
- Oh, señor mío, para glamourosos, estos dos amigos.

martes, 26 de febrero de 2013

El Bueno de Jimmy


Una rareza devenida en clásico, James Stewart irrumpía en aquellos glamourosos escenarios de Hollywood y el público entendía que la vida cotidiana aparecía, por fin, en pantalla.
Identificarse con Jimmy era lo apropiado; un hombre desgarbado, tímido y humilde que la prensa terminaría por calificar como el héroe corriente, que hacía las cosas más sencillas sólo con una mirada.
La fuerza de James Stewart se contó precisamente a través de esa mirada. 
Con sus ojos, relató la alegría y la tristeza, la necesidad de justicia y la súplica por un mundo mejor, mientras se hacía el refugio que necesitaba la audiencia en tiempos desfavorables. 
Con el tiempo, fue el padre que muchos no tenían y que otros tantos no encontraban.


Y, cual rareza devenida en clásico, fue estrella sin ser ni estiloso ni sexy.
Era lindo y, cuando le caía el fleco, parecía hasta guapo. Pero James Stewart, con esa imagen tan limpia y decente, era un rotundo asexuado. 
Aunque no propiciara la lascivia como hacían Gary Cooper o Clark Gable, Stewart era experto en provocar otras sensaciones. 
Entre ellas, la verdad de que hay hombres por los que merece esperar, ya hayan de volver del trabajo, de la guerra o de la melancolía. 


En sus mejores interpretaciones, James Stewart representó muchas contradicciones de su país.
Fue la bondad y la americanía de pro, pero también la neurosis, la desesperación y la rotura del hombre tranquilo frente a la vileza del mundo. 
Jimmy lloraba mucho y lloraba muy bien. Y verlo sollozar era contemplar a papá con lágrimas en los ojos: rompía el corazón.
Sus manierismos se imitarían con cariño casi desde el primer día, especialmente el característico tartamudeo y el acento exagerado.
"A veces, me pregunto si yo también hago una imitación de Jimmy Stewart", diría para significar la esencia de estas estrellas, que vivían entre su imagen construida y el insondable secreto de sus intimidades.

 
James Stewart nació en un pueblo de Indiana, en el seno de una familia presbiteriana y laboriosa. Era un niño reservado, que pasaba mucho tiempo construyendo modelos de avión en el sótano de la casa.
Aunque destinado a heredar la droguería familiar, las múltiples aficiones de Jimmy lo condujeron a lo largo de muchos trabajos e inquietudes. Mientras crecía, bien se le podía encontrar cantando en el coro de su escuela o pintando las líneas blancas de una carretera.
Tocaba el acordeón y soñaba con clases de piano, pero sus padres terminarían por convencerlo para que estudiase Arquitectura en Princeton.
Sus ideas deslumbraron en la Universidad, pero la dramaturgia le conmovía más que los diseños arquitectónicos. Se enroló entonces en la compañía teatral local, donde conocería a Henry Fonda, amigo y aliado de por vida.
Junto a Henry, iniciaría su carrera, plagada de dureza ante la Depresión, pero finalmente salvada por sus primeros papeles en Broadway y una decisiva prueba para la Metro Goldwyn-Mayer.


A mediados de los años treinta, Stewart llegaba a Los Angeles con un billete pagado de su bolsillo. 
Por entonces, el estudio no le encontraba la gracia ni a la humildad ni a los manierismos que, más tarde, harían de Stewart una estrella.
Pero hubo quien lo apoyó y lo animó a ser tal cual era, a representar el papel que representaría toda su vida. 
La efímera, pero maravillosa, Margaret Sullavan se convertiría en su mentora y fue quien le abrió las puertas del castillo.

Con Margaret Sullavan en "The Shop Around The Corner"

Frank Capra lo señaló un buen día y dijo que, en Jimmy, había encontrado a su hombre, a su interlocutor válido.
En 1938, lo colocaba como el niño rico enamorado de Jean Arthur en "You Can't Take It With You" y, al año siguiente, como el protagonista absoluto de "Mr. Smith Goes to Washington".
En ésta, Stewart interpreta a un joven senador, de procedencia paleta, que observa anonadado la corrupción política que se vive, asiste y permite en la palaciega capital estadounidense. 
La cruzada de Mr. Smith para ventilar las fechorías vertebraría uno de los clásicos del señor Capra, mientras Stewart se lanzaba sin red.
Verlo sudado, lloroso y por los suelos, con todas las cartas de la infamia en las manos, sigue siendo tan fascinante como en su día.

En "Mr. Smith Goes to Washington"

Fue la película que lo haría tan famoso entre el público como indispensable para la constelación fílmica. 
Al año siguiente, aparecía en "Historias de Filadelfia", incorporando al escritor idealista escondido tras un reportero de cotilleos, que se emborracha y mimosea con Katharine Hepburn. 

Con Katharine Hepburn en "Historias de Filadelfia"

Aunque fuera una interpretación menos espectacular que su Mr. Smith, la Academia le daría el Oscar en 1940.
Por entonces, James Stewart decía rechazar el boato de las estrellas y no quería coches caros ni vestidos lujosos. Sin embargo, se granjeó cierta reputación de playboy rompecorazones.
Entre los alargados brazos de Jimmy, hubo espacio para Ginger Rogers, Marlene Dietrich y, de modo muy tumultuoso y comentado, Norma Shearer.


Alarmado por las noticias que llegaban de Hollywood, el padre de James Stewart todavía lo telefoneaba para que recapacitase, volviese a Indiana y recuperase una vida decente. 
James prefirió enviarle el Oscar, y su padre, entre la resignación y el orgullo, exhibiría la estatuilla de su hijo en el escaparate de la droguería familiar durante décadas.
Tras "Historias de Filadelfia", la carrera de James encontró un momento de inflexión, con películas poco lucidas, cumplidas dentro de su estricto contrato con la Metro. 
Cuando su país entraba en guerra, faltó tiempo para ver a James Stewart en uniforme. Honrando la tradición militar de su familia y cumpliendo con su declarado patriotismo, se unió a la aviación. 
Jimmy llegaría a participar activamente en batallas y misiones, recibiendo todo tipo de honores y condecoraciones.


Terminada la guerra y de vuelta a Hollywood, Stewart decidía no renovar con la Metro e incluso pensó en abandonar su carrera, imbuido de su proverbial interés por los aviones.
Su primera película tras cumplir en el frente fue "Qué Bello Es Vivir". Aunque no fue un gran éxito en 1946, terminaría por ser su título emblemático, ese que resume a James Stewart.
Repetía a las órdenes de Frank Capra y la optimista fábula navideña se mostraba más incisiva y desoladora de lo esperado. 
En "Qué Bello es Vivir", se cuenta la soledad del hombre común como en casi ninguna otra película de entonces. 
Y, también la ironía de que, aunque vivamos la más perra de las existencias, no desearíamos anularla, ni perderla verdaderamente. 

En "Qué Bello Es Vivir"

James lo interpretó como él sabía: conmoviendo al más recio. "Yo no actuó, reacciono", diría, para explicar la potencia expresiva de sus héroes.
Éxitos como "Flecha Rota" o "Harvey" lo ponían de nuevo en juego y mejor que nunca. Era un Jimmy sin Metro, más libre.
Se pondría a merced de dos directores que lo embarcaron en sus más sugerentes aventuras. Hablamos, por supuesto, de Anthony Mann y Alfred Hitchcock.
Con Anthony Mann, James se haría astro del western durante los años cincuenta y, en sus ocho colaboraciones, llegó a explorarse el lado oscuro del all-American boy
Aparecería, más que nunca, en "The Naked Spur", donde interpretaba a un cazafortunas amargado, dolido y egoísta.

En "The Naked Spur"

Mientras, Hitchcock lo elegía como protagonista de "La Soga", "Rear Window" y "El Hombre Que Sabía Demasiado". 
La sencillez de James quedaba dramáticamente contrastada con las insanas atmósferas de crimen, vouyerismo y perversión.

En "Rear Window"

A este respecto, no hubo aventura más inclasificable que "Vértigo". 
El acrofóbico policía devenido en Tristán castigador para una Isolda de intercambiable color de pelo es, sin duda, la interpretación más offbeat de Jimmy. 
Sus ojos azules nunca habían estado tan desorbitados ni tan inyectados de romántico sadismo.
Por entonces, "Vértigo" no fue tan calurosamente recibida como la reputación que hoy se gasta y, de hecho, Hitchcock culparía a la edad de James del relativo fracaso de la película. 
No volverían a trabajar juntos.

En "Vértigo"

Al año siguiente, Stewart todavía encontraba tiempo para ofrecer la que quizá sea su más refinada interpretación, síntoma de su profesionalidad: el abogado de "Anatomía de un Asesinato". 
El público de 1959 bien podía sonrojarse con película tan osada y cargada, porque el bueno de Jimmy había dicho la palabra "bragas".
Los tiempos ya eran otros.

En "Anatomía de un Asesinato"

Quedó instante para subirse al mundo de John Ford, participando así en los cada vez más lacónicos westerns del maestro. 
El mejor en el que intervino Stewart se llamó "El Hombre Que Mató a Liberty Valance", donde coincidía con el otro súperpadre de Hollywood: John Wayne.
En esa película, quedó claro: el bueno de Jimmy ya era el viejo Jimmy. 


En 1949, se había casado con Gloria, la que fuera su mujer para toda la vida y con quien formó el hogar que se esperaba de un hombre así.
Férreo republicano, anticomunista paranoico y defensor a ultranza de un modo de entender su país, James permaneció activo para el ejército en posteriores conflictos bélicos. 
Sobrevoló Vietnam y, en 1969, su hijo Ronald moriría en combate. Él no cejó y aseguró que su hijo no había muerto en vano.
Hombres como James Stewart pasaban de moda, se ponían en entredicho e incluso tanta pureza suscitaba desconfianza en las nuevas generaciones, que demandaron nuevos héroes y los tuvieron.
Aún así, Stewart encontró su público natural en la televisión, que acudía a él en busca del calor de aquel padre que ahora era, más bien, el abuelito. 
Se haría interminente a medida que transcurrían los años y, al final, dejaba paso y se retiraba. 
Con Henry Fonda en "The Cheyenne Social Club"
 
Cuando murió su esposa Gloria en 1994, su tristeza fue un remate más a su deteriorada salud. Entre las afecciones del abuelo Stewart, se encontraba un inoperable cáncer de piel.
Una embolia pulmonar se lo llevaba a los 89 años.
Era 1997 y sus últimas palabras fueron: "Ahora podré volver a estar con Gloria".


Considerado y recordado como amigo y compañero por todos los que compartieron escena y cartel, James Stewart fue una cuestión sentimental.
Se podrá decir que este hombre es cosa de otros tiempos y quizá sea la verdad. Pero era un actorazo de los pies a la cabeza y aún hay que verlo para creerlo. 


Hay que verlo para creerlo por los suelos del Capitolio, sollozando en el nevado puente, atrapando a lazo el cadáver de Robert Ryan o agarrando la muñeca de Kim Novak para subir, una vez más, las escaleras del campanario. 
Y cuando devolvía esa mirada de desconcierto ante los horrores del mundo y protagonizaba ese momento emocionante donde los sensibles se hacen fuertes, donde los educados se descubren apasionados y donde los tímidos se proclaman los jefes y conquistan el mundo, a fuerza de fe y valentía.


Hoy y ayer, el bueno de Jimmy siempre fue un lujo.

lunes, 25 de febrero de 2013

Imitación a Los Oscars


Soñará el nostálgico con una entrega de los Oscars donde los asistentes se llamen Audrey Hepburn o Paul Newman y el elegante vestir no sea un carnaval impostado, sino natural. Al fin y al cabo, antes se vestían así hasta para darse un paseo rápido por el Morocco.
Pero si se recuperan las entregas de los años cincuenta o sesenta, se puede observar que obedecían a una ceremonia bastante grave y parsimoniosa, donde la mitad de los nominados y premiados ni siquiera se encontraban en el auditorio. 
No eran mejores que las de ahora y, de hecho, eran muy toscas y sin emoción.

Stephen Boyd en "The Oscar" (1966)

La conversión de los premios en espectáculo presumiblemente divertido ebullió en los setenta cuando, entre bambalinas, el cine de Hollywood ya era cosa de las corporaciones y, por tanto, un bien comercializable a nivel internacional.

Ang Lee

La ceremonia de los Oscars ha sido tan criticada y cuestionada, que criticarla y cuestionarla al día siguiente es indispensable y forma parte de la misma fiesta.
Se la ha llamado aburrida, mamotétrica y hortera desde que empezó a retransmitirse por televisión. Ante los ataques, intentar variarla a lo largo de los años ha sido generalmente un error, y hoy aparece más claro que nunca: es un trámite, un ritual.
No se le dedica tanto mimo como a otros productos de la industria y da la sensación de que tampoco se invierte demasiado dinero. O, al menos, no todo el que su pompa y circunstancia esperaría. 
La gala de los Oscars funciona para vender una serie de películas y, como programa de televisión, está para hacerlo y quitárselo de encima. 
Es una tradición: se hace la procesión anual, con todos los ingredientes y sin rechistar. Al acabar, se pasa la aspiradora y adiós, muy buenas.

Michael Douglas y Jane Fonda

En algún momento impreciso, quizá mucho antes de lo que creemos, los Oscars se trocaron en la imitación a los Oscars: una sucesión de ceremonias que no se distinguen entre sí y se borran inmediatamente de la memoria, del mismo modo que las películas que galardonan. 
Hoy se dirá que son la mejor expresión de decadencias propias y asistidas, e incluso que son metáforas de nuestro tiempo, cristalinos espejos del mundo. Ese mundo que se aferra a un modo de hacer las cosas, porque no conoce otro, o porque siente que no hay alternativa posible.
Queda la ironía y la descontextualización, pretendidas o inadvertidas. Recordemos hace unos años cuando James Franco twitteaba justo aquello que no estaba haciendo.
Y, este año, Seth McFarlane entraba con la decisión de anticiparse a las opiniones del día siguiente, con un inacabable prólogo/chiste meta, del que no pudo salir nunca. Seth tenía las ideas, pero ni el ritmo ni el tono. 
Le sobraba la sonrisa de sabelotodo, quizá le faltaba Emma Stone al lado.

Seth McFarlane

Lo de anoche fue malo, pero inofensivo. Porque, en los últimos años, estas ceremonias van tan deprisa, que no hay tiempo ni de detestarlas con genuina intensidad
Como estos festejos suelen confundir espectáculo con cantar muy alto, no faltó procesión de divas canoras, algunas más afinadas que otras, para culminar en la diva definitiva, o la Primera Dama.
En el desopilante momento de la Casa Blanca, Michelle Obama aseguró al mundo que participaba en semejante guirigay por aquello del cine, el arte y la educación. 
Sospechamos que también estaban en juego las intenciones de nueva Jackie, con ese flamante fleco y ese "Welcome to the White House".

Michelle Obama

Michelle leyó el sobre, mano a mano con Jack Nicholson, y el premio gordo fue para "Argo", que compartió la noche con "Life of Pi". 
Spielberg salió castigado por faltar al único e inexcusable mandamiento: "No aburrir". Los Oscars lo incumplen cada dos por tres, pero a sus cineastas no se les perdona.  "Lincoln" aburre a un muerto y, por tanto, no hay pan.
En cambio, las victoriosas, "Argo" y "Life Of Pi", se dicen más o menos ligeras, mientras simbolizan y cuentan la globalización.
Son una mirada occidental a problemáticas del mundo y también dos películas superficiales e inofensivas como la propia gala que las cobija.
Como ésta, tendrán su público natural y sus admiradores devotos.

Ben Affleck y compañía

¿Cuestión de nostalgia? Quizá, es una cuestión personal. ¿Te gustan esas películas? ¿Te atraen esa clase de ceremonias? Si las quieres, te las comes y si no, las dejas.
Por mi parte, les he perdido el gusto. 
Ya no tiene que ver con la seriedad o frivolidad del asunto, ni con la calidad de las películas litigantes, ni con los grados de glamour o desglamour, ni con los inevitables momentos de tedio. 
Hace muchísimos años que las relativicé, y otros tantos que la fascinación por ellas decreció enteros. 
Y, este año, los Oscars, los Emmy y los Globos de Oro me devuelven una enorme nada que no merecerán mis horas de sueño ni mis comentarios al minuto ni el dolor de cabeza.

Jennifer Lawrence

No hubo nada en la ceremonia de anoche que la hiciera peor a otras, pero la cosa se me pintó aberrante y deprimente desde el primer minuto. 
Las actuaciones apiladas, el inequívoco hedor de lo basuresco y la mecánica de siempre. Sobre, premio, discurso, gorgorito, chascarrillo, sobre, premio, discurso, gorgorito, chascarrillo. 
¿Quiero otros Oscars? No, simplemente no son para mí. No los voy a ver más.


Podría decir que me alegré por Tarantino, vibré con mi amadísima Barbra Streisand, pero, en líneas generales, ni celebré lo celebrable ni me indigné con lo indignante. Tenía mis favoritas, pero si hubiesen arrasado, me hubiera quedado tal cual. 
Al final, fue como si no hubiese visto nada. No odio los Oscars, sólo me dan igual.
Quizá porque ya predigo lo que va a ocurrir, tanto dentro de la ceremonia como después de ella. Son casi veinte años siguiendo estas cosas y no hay suspense para mí. Ergo, nada.

Bradley Cooper

Aventuro que todo va ir bien para Ben Affleck, pero no tanto para Anne Hathaway, mientras la mayoría de los títulos nombrados y celebrados serán incapaces de fijarse en el imaginario colectivo. Ese imaginario inmisericorde que avanza a más velocidades a medida que pasan los años.
Porque el tiempo corre. Esa es la verdad que recoge hasta algo tan anacrónico como los Oscars. 
Hace poco más de dos años, vindicábamos a Adele. Ahora, en un abrir y cerrar de ojos, tiene un Oscar, después de pasar por todas las sopas. 
¿No es pavorosamente rápido?

Adele

Al final, concluyo que sí hay un gran poso de nostalgia. 
De cuando las cosas se hacían y celebraban con la intención de la posteridad y no ante el apuro de una efímera noche de ratings.

viernes, 22 de febrero de 2013

"La Conversación"

 
Obra lacónica y atemorizante, impregnada del suntuoso estilo de Francis Ford Coppola, "La Conversación" trascendió desde su estreno en 1974 y se convertiría enseguida en película icónica para entender una década atribulada, pesimista, tan esplendorosa.
Es Gene Hackman quien da inconfundible faz a esta película, a través del personaje de Harry Caul, grisáceo señor de gruesas gafas, ducho y experimentado en cuestiones de espionaje. 
En uno de sus trabajos, Caul registra la conversación de una pareja en una plaza pública y comienza a obsesionarse por ella.


La conversación, entre lo banal y lo estúpido, se repite una y otra vez, para evidenciarse poco a poco la posibilidad de que se produzca un asesinato, de que la pareja sea la víctima y de que la escucha funcione como la prueba irrefutable para acometerlo.
Mordido por la culpa, asediado por la paranoia, el vigilante comienza a sentirse vigilado, mientras se muestra reacio a entregar la grabación a aquellos que lo contrataron.

Gene Hackman como Harry Caul

El pasado del espía irrumpe, mientras la conversación sigue repitiéndose, adquiriendo sentido y sólo cobrando su completo significado en los últimos momentos de la película.


Coppola confesó que su mayor modelo e inspiración fue "Blow-Up", de Antonioni, por aquello de la confusión entre realidad y apariencia, donde la repetición sólo conlleva mayor equivocación y una simple mirada humana es incapaz de captar los matices.
Pero también se observan claras deudas con papá Hitchcock, especialmente en el antológico clímax del hotel.
Un baño, un váter desbordado de sangre, una muerte que es otra; "La Conversación" es hija de "Psicosis" y "Vértigo".
Y una película sobre cámaras, asesinatos y mirones paga indiscutible peaje en "Peeping Tom", de Michael Powell.


Contada desde la fascinación de Coppola por la tecnología - la misma fascinación que, una década más tarde, lo llevaría a la perdición -, el proyecto de "La Conversación" nació originalmente como borrador para una película de terror.
Será por ello que, pese a la depuración estilística y la intelectualización del material, concede tanto miedo como el mejor título del género. 
Al igual que los grandes relatos de pavor, "La Conversación" se llena de una atmósfera asediante, donde lo cotidiano es terrorífico y nada es más doloroso que lo que va a pasar a continuación. 


La mayor ironía de "La Conversación" se viviría en el momento elegido para su estreno. 
En 1974, saltaba el caso Watergate, a través de la ventilación de las escuchas ilegales que había efectuado el gabinete de Richard Nixon.
Se entendió que esta obra era la respuesta fílmica al escándalo más sonado en la historia política del país. 
Coppola desmintió la relación, asegurando que el proyecto había nacido a finales de los sesenta y sólo pudo realizarlo tras su éxito con "El Padrino".


Aún así, "La Conversación" visionó ese escándalo, no tanto por su temática, sino por su significado sociológico. 
La película nos habla de la destrucción de la privacidad, del temor a la verdad y de la indefensión del individuo ante un mundo hipertecnologizado, el mismo que soñó, creó y terminará por devorarlo. 
Es el mundo que le cuenta en tiempo real un asesinato inminente, le atestigua las pillerías de su presidente o le recuerda repetidamente su vulgaridad.
La última secuencia, donde el protagonista se refugia en su saxofón, evidencia la necesidad neurótica de aferrarse a lo hermoso y lo íntimo en un futuro donde ambos valores se deprecian.


Galardonada en Cannes, "La Conversación" es perfecto ejemplo de un cine norteamericano distinto y europeísta, que colmaría muchas inquietudes intelectuales y demandas generacionales de entonces.
Aunque la tendencia no superaría el crepúsculo de la década y, en líneas generales, Hollywod volvería a su proverbial infantilismo en los ochenta, "La Conversación", además de influenciada, se hizo título influyente.


Y, precisamente, por las veces que ha sido imitada y homenajeada, ha perdido algo de impacto. También tiene mucho que ver esa estética setentera, hoy más entrañablemente desfasada que dramáticamente efectiva.
Sin embargo, el aliento atormentado de su historia, la sorpresa argumental y la lírica de su última secuencia mantienen intacto su poder y la hacen un título revisable, quizá menos conocido por el público que las dos películas de Coppola entre las que se estrenó.
Porque "La Conversación" fue realizada entre "El Padrino" y "El Padrino II". 
En menos de tres años, Coppola ofreció tres genialidades; una proeza nada menos que asombrosa y ahora vista con mucha nostalgia y bastante pena. 


Por entonces, el gran director podía, no sólo hacer sus películas, sino realizarlas de una manera personal y completa. 
Pero bien sabemos que, como el protagonista de "La Conversación", el señor Coppola se revelaría tan víctima de otros como de sí mismo.