Fue el estado de ánimo que se contó desde la alegría del musical hasta la tragedia del espectáculo. Judy Garland, la gran estrella, la principal víctima.
Nació entre candilejas y creció en la Metro-Goldwyn Mayer, poco menos que vivir para siempre atrapada en una Ciudad Esmeralda, donde el trabajo duro se complementaba con requisitos físicos y esos focos inmisericordes que lo registraban todo, menos la verdad interior y el sufrimiento latente.
Vivió para contarlo, murió sin poder superarlo.
Cuando triunfaba, era la mejor. Casi sin proponérselo, con aquella trémula voz: emotiva, suave, tierna, tal y como era la expresión que lanzaba desde sus películas.
Judy Garland cantaba al arco iris, al amor no correspondido, a cierta melancolía antigua. Era swing y balada, caricia y escalofrío.
El público de entonces la adoraba por su mirada fresca y sencilla, por representar a la niña de al lado, sin estridencias, con toda cursilería.
Judy Garland era la sweetheart, que resplandecía desde un talento mayúsculo.
El día que puso los pies en el escenario comenzó su leyenda. El tiempo la hizo aún mejor, más brava e intensa, pero los años se revelarían como perpetuo dolor para la Judy de detrás del telón.
La Judy del escenario vendía la gloria a las sentimentales audiencias; la verdadera se decía con residencia en el Infierno.
Frances Ethel Gumm nació en Minnessota, dentro de una familia errante e incansable. El vodevil era la ocupación de la familia Gumm, celosamente espoleada por la madre de Judy.
Su hija llegaría a definirla después como la auténtica Bruja del Oeste; una stage mother que suplía sus frustraciones vitales con la agobiante necesidad de que sus hijas triunfasen en el negocio del espectáculo.
Entre esas frustraciones, se contaba que el padre de Judy era homosexual. La familia solía mudarse, no sólo por la naturaleza de su profesión, sino por los problemas que acarreaban los filtreos del señor Gumm con otros hombres.
Tanto correr llevaría lejos a las Gumm Sisters.
Debutaron en Nueva York, y los productores teatrales las acogieron enseguida, no sin antes pedirles que se cambiaran el nombre inmediatamente.
Así, las Gumm se llamaron las Garland, y Frances Ethel, Judy.
Louis B. Mayer vio el show de las hermanas y demandó a la niña, prometiéndole una prueba para el estudio.
No obstante, las cosas se retrasaron para el debut de la adolescente Judy Garland en Hollywood. Tenía trece años, mayor para ser una estrella infantil y pequeña para todo lo demás.
Por entonces, moría su padre y la desesperación por el futuro aumentaba.
Finalmente, la prueba. No convenció demasiado, pero se abrió hueco.
El momento decisivo sucedía lejos de los escenarios, cuando le cantó a Clark Gable por su cumpleaños. Los asistentes quedaron tan cautivados que demandaron más Judy y en el cine.
Mayer nunca quedó convencido con la nena.
Mientras se erigía como una figura paternal y amenazante sobre ella, no dudó en quejarse del físico de Judy desde el primer día.
La Metro era cosa de estrellas glamourosas y bellas, no de niñas buenas y modestas.
Louis B. Mayer la maquilló, la cambió, la puso a dieta de por vida y todavía se preciaba en llamarla "mi pequeña jorobada".
La crueldad de tan floridos comentarios hizo mella en la Garland durante sus años de entrenamiento en la Metro-Goldwyn Mayer, acomplejada frente a sirenas como Lana Turner y Ann Harding.
Además, las anfetaminas y los tranquilizantes formaban parte del regularizado cóctel que se proporcionaba en los rodajes, para que los actores adelgazasen, trabajasen incansablemente y pudieran descansar después.
Ella llegó a sentirse como un muñeco al que dieran una cuerda infinita.
Esa época se dijo decisiva para los problemas que Judy Garland arrastraría toda su vida: la politoxicomanía y la continua necesidad de ser apreciada, piropeada y recordada en su valía.
El venenoso saldo de tanto sufrimiento fue la creciente popularidad.
Sus primeros papeles de renombre se vivieron al lado Mickey Rooney en una serie de musicales juveniles, donde ambos sonreían mucho, desplegaban salud all-American, cantaban, bailaban y conquistaban.
Entre dudas, Judy era finalmente seleccionada para su papel emblemático: Dorothy Gale en la adaptación musical de "El Mago de Oz".
Fue el atributo de lo cautivador: la niña de Kansas, todo trenzas y zapatillas de rubíes que, en un año como 1939, libraba a Oz de dos brujas muy fascistas.
Era la inocencia perdida, reivindicada en imágenes de colorín, desplegada con una potencia que se revelaría trasgeneracional.
Las radios del mundo contaron, entonces y después, "Over The Rainbow", canción de sueños y esperanzas, desde la sensibilidad y el romanticismo que impregnaba la cuerda vocal de la Garland.
Los años cuarenta verían a Judy como una de las mayores atracciones para la taquilla. Era la suprema entertainer, el astro femenino del musical, el aval del escapismo en años difíciles.
Tras la fachada, irrumpían pronto las roturas, las deudas, los romances fallidos y la verdad de hacerse mayor. Judy sentía que la felicidad no entraba en el juego de su éxito.
Quiso zafarse de "Cita en San Luis", cansada de su propia imagen. Obligada por el estudio, inició el rodaje, enemistada con el director Vincente Minnelli.
Por el camino, Minnelli y Judy se enamoraron, anunciaron compromiso y "Cita en San Luis", colorida oda a mundos de postal, se hacía bombazo en 1944 y clásico de primera línea para la posteridad.
Minnelli, segundo de los cinco maridos de Judy Garland, la dirigiría en varias de sus siguientes películas.
Sin embargo, el matrimonio jamás superó el rodaje de "El Pirata".
Más que nunca, cundió el pánico en la Metro por el deterioro psicológico de la Garland. Se contaban y sufrían sus arrebatos, su paranoia, su agotamiento, su escasa profesionalidad, sus retrasos injustificados, sus ausencias imperdonables. El rodaje de la película se eternizó y, al final, a Judy sólo le quedó el internamiento en un psiquiátrico.
Se ha indicado que, probablemente, Judy Garland sufría un trastorno límite de la personalidad.
El divorcio de Minnelli y las suspicacias crecientes de la Metro fueron el trago amargo que tuvo que digerir. Las inseguridades y los caprichos regresaron pronto, mientras era despedida de muchas películas.
La Metro, allá por los primeros años cincuenta, le decía adiós para siempre.
Se iniciaba la costumbre: Judy caía al suelo con estrépito para volverse a poner en pie.
Sus espectaculares conciertos levantaban al público de sus asientos, motivaban bises, publicaban discos y cambiaron la escena musical para siempre.
Judy Garland cantaba sus viejas canciones, las nuevas, las de siempre, y sus tragedias personales dieron un matiz más desgarrador a su voz.
En 1954, mano a mano con su tercer marido, Sidney Luft, preparó a conciencia su vuelta al cine.
En su más ambicioso papel, Judy cantaba, bailaba, reía, pero también lloraba y sufría, en aquella especie de imitación de su vida llamada "Ha Nacido Una Estrella".
Dirigida con mimo por George Cukor, fue la gran apuesta de la Garland por una consagración definitiva.
Sin embargo, los remontajes de la película no fueron benévolos para la respuesta comercial que se esperaba y Judy, confiada en ganar el Oscar, lo perdería frente a Grace Kelly.
Las decepciones la invadieron de tristezas insuperables. Y los maridos y amantes empezaron a desfilar por su vida, mientras cundían las noches de insomnio y las tardes de angustia.
Los problemas económicos la llevarían a la televisión, donde presentó "The Judy Garland Show", si bien éste no superó una primera temporada.
Entre retorno y retorno, Judy envejecía a marchas forzadas y todavía se zampaba el escenario.
Louis B. Mayer bien pudo reírse de su físico, llamarla de todo y despedirla al final, pero, hasta en su más negra noche, Judy dejó claro que era el triple de artista que las demás estrellas de la época.
Apagada un día, inquieta al siguiente, en los sesenta accedió a promocionar a su hija mayor en el escenario, tras haberle desaconsejado la carrera del espectáculo en repetidas ocasiones.
Liza Minnelli se hacía con el cetro de la sucesión desde que se plantaba en el escenario frente a su madre.
Con los años, Liza se haría una réplica moderna y lo heredaría todo de Judy, incluyendo los dramas politoxicómanos, el exceso de maridos homosexuales y las múltiples inseguridades.
Mientras promovía a Liza y seguía reventando conciertos, las intervenciones cinematográficas se hacían anécdota y, en 1963,
protagonizaba su última película. El título no podía ser más iróníco: "I
Could Go On Singing". Podría seguir cantando, aseguraba.
Años después, firmaba y prometía aparición especial en "El Valle de Las Muñecas" para interpretar a la temperamental Helen Lawson.
Se decía que Neely O'Hara, un personaje de la historia, estaba inspirado en ella misma: la niña talentosa que deviene en diva bizarra pendiente de comeback.
En todo caso, la coincidencia no pudo producirse, porque Judy se presentaba desorientada, temblorosa e incoherente en las pruebas de vestuario y, enseguida, sería sustituida por Susan Hayward.
No hubo más llamadas del cine, pero ella siguió recorriendo los escenarios teatrales de ambos lados del Atlántico.
Perdió el aliento más de una vez y nunca fue suficiente.
En 1969, en un piso alquilado de Londres, Judy se refugiaba en el cuarto de baño. Su quinto marido, Mickey Deans, la encontraba muerta poco después.
El veredicto de sobredosis accidental de barbitúricos descartaba el suicidio; las evidencias mostraban un organismo brutalmente destrozado a lo largo de los años.
Ese día no fue más que crónica de lo anunciado y Judy, la inconmensurable, cerraba el telón a los 47 años.
"Cuando has vivido la vida que yo he vivido, cuando has amado y sufrido,
cuando has estado locamente feliz y desesperadamente triste... Es cuando te das cuenta que nunca terminarás de asumirlo. Quizá, te
mueras antes", había dicho para diagnosticarse.
Su fallecimiento despertó la tristeza en el mundo, pero en lugares como San Francisco jamás conocería alivio.
Todos
sus fans la lloraron tanto que terminaron por convertirla en la simbólica bandera
de sus reivindicaciones y Judy Garland, que ya era icono gay, se hacía "la Elvis de los homosexuales".
¿Por qué? Su
presencia era puro camp, sin duda. Había sufrido y luchado mucho,
también.
Pero, sobre todo, era el triunfo contra el pronóstico, era la victoria
incluso contra ella misma.
Oír esa belleza rescatada de la tristeza que
se agazapaba detrás, contemplar esa diva absoluta transmutada desde la
niña tímida: Judy era la reivindicación de uno mismo, aunque se tuviera las de perder.
En la Garland, se encuentran la delicadeza romántica y la fuerza escénica, las ganas de llorar y la necesidad de sonreír, el deseo por una vida mejor y la urgencia de ser amada a rabiar por el público.
Lo he dicho mil veces y hoy lo repito: Judy Garland es la más grande.
Cuando leía "El valle de las muñecas" no podía parar de pensar en ella en "Ha nacido una estrella" y en Lindsay Lohan en cualquier interpretación de su vida real para el personaje de la alcohólica y adicata a los barbitúricos Neely (las comparaciones son odiosas).
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