miércoles, 27 de febrero de 2013

Gente Fina


Yo siempre fui una persona fina.
No se dijo fácil, especialmente al nacer en un lugar donde la campechanía despierta más confianza y entusiasmo en los demás que cualquier clase de remilgos.
¿Nací fino o me hice fino? No lo sé con exactitud.
Supongo que la finura es una manera de reaccionar ante el mundo y de protegerte frente a él. Por ello, se inventó el glamour y todas esas imágenes hipnóticas; para proveer la sensación de que somos algo más que hormigas, algo más que tierra, algo más que mierda.
De niño, fui fino y delicado. Odiaba los balonazos, detestaba los golpes amistosos en la espalda y nunca he sabido dar un apretón de manos como un hombre, sino con la mano floja, al estilo Lady Di.


Cuando crecí, no sólo era fino, sino quería serlo más. Como oí decir a un señor muy borracho en un bar:
- Nosotros, los maricones, somos gente fina.
Pues eso. 
De adolescente, soñaba con despertar convertido en Audrey Hepburn, llevaba gafas negras cual esfinge y me sentaba como si fuera el invitado especial de un programa del corazón. 
Fumaba, cruzaba las piernas y ponía gesto de trascendencia. Supongo que no significaba más que la necesidad de marcar una distancia, de encontrar una personalidad, de imitar a la vida.


La cosa no llegó a mayores. Ser perezoso como yo impide llegar a más, pero también a menos. 
Y nunca me interesó ni la moda ni otras imbecilidades, así que me salvé de convertirme en un fashion victim o, lo que viene a ser lo mismo, en un inadvertido travesti.
Porque la elegancia es una pretensión, no es democrática - hay que tener mucho dinero para sostenerla - y ser completamente fino se cuenta imposible. 
El ridículo está a la orden del día y es probable que, más que Audrey, se acabe siendo un soberano cursi. 
En definitiva, señora mía, yo me creía elegante, por detrás y por delante, mientras me aguantaba el bostezo, los mocos, las ganas de cagar y la urgencia de mandarla a usted a la mierda.
Al final del día, cualquier fino se encuentra a sí mismo oliéndose los dedos después de rascarse el culo. Tal vez, también descubra que le gusta.
Y, aunque hayamos crecido con el cine y a pesar de él, no somos personajes ni estereotipos clasificables. Ni unos somos tan finos ni otros son tan brutos.
La gente refinada es capaz de soltar las mayores burradas y acometer todas las brutalidades, mientras los brutos de solemnidad demuestran inesperadamente la más escalofriante de las delicadezas.
Como hormigas que somos, como seres de barro y mierda que nos contarán los dioses, hay hediondez en todos nuestros charcos, sean privilegiados o desfavorecidos, virtuosos o bastos, y también alguna que otra bella flor en cualquiera de ellos, dispuesta a despuntar.


Decía aquel señor borracho que los maricones somos gente fina. 
Yo crecí con la idea de que lo éramos, pero los que he conocido sexualmente, no lo son demasiado o, al menos, no me lo han demostrado.
Fue entonces cuando descubrí que, para pasárselo bien en el sexo, hay que dejar la finura en la mesilla de noche. 
En realidad, fue cuando descubrí que, para disfrutar de la vida en general, hay que olvidar la elegancia. Es decir, follando, follando, la enfermedad se me fue pasando.
Hoy diré que ya no aspiro a ser una persona fina y alegaré que no quiero ser recordado como una glamourosa criatura. Quizá, ahora prefiera pasar a la posteridad como un hombre valiente o como un ser aventurero. 
¡Ja! A buenas horas, dear. Por mucho que lo intente, hoy soy más fino que valiente y mañana seguiré siendo más delicado que aventurero. 
Me imaginaré viajando en trineos tirados por renos, a lo largo y ancho de la estepa rusa para salvar al mundo, pero, sinceramente, lo que se me da mejor es sostener el cigarrillo a lo Margo Channing y dedicarte una sonrisa de cóctel.


Qué pesadilla es esta finura, qué contradicción la mía. Yo ya no quiero ser fino. ¡No soy un monstruo! ¡Soy un ser humano!, como suplicaría el Hombre Elefante.
Ahora mi finura no es una pretensión, sino la imagen que proyecto, la educación que me reservé, el tic que sale sin querer. 
Sigo dando la mano como Lady Di, me incomodan los campechanos tanto como el primer día y ahora acabo de percatarme que estoy bien vestido. ¡Horror!
Por la manera en la que escribo, muchos seguidores, que son más finos que yo y no me conocen personalmente, se dirigen a mí en sus mensajes como si fuésemos los protagonistas de una obra de Oscar Wilde. Me tratan de usted y me llaman Señor Montez, aun pese a tener un nombre tan apeluchable como Josito.
¿Seguiré revistiendo el mundo a través de mi mirada? ¿Para que sea mejor? ¿Para que tenga gracia?
La gente suele decir que soy glamouroso y lo sostiene hasta cuando soy borde, seco y bruto. Hasta en mis ordinarieces, detectan estilo y estilización.
Yo sonrío porque espero que, detrás de las opiniones de los demás sobre mí, haya algo de diversión y un tanto de amor. 
La diversión y el amor siempre fueron necesidades más profundas para mí que cualquier refinamiento. 
Y, si algo aprendí en esta vida, sería que reprimirse, marcar distancia y creerse mejor que los demás impiden esa diversión y aplazan ese amor.


Así que hoy descruzaré las piernas, prorrumpiré en un sonoro eructo y, si todavía queda alguien en la sala que me llame glamouroso, me dirigiré a él con mi mejor sonrisa, me agarraré el paquete y le diré:
- Oh, señor mío, para glamourosos, estos dos amigos.

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho esta entrada.

    Vamos, que hay que bajar al charco a mancharse con la mierda y a coger algún que otro jaramago para decorar lo que quede de nosotros después.

    Tu bajas desde el refinamiento y otros bajan desde otros sitios, pero el caso es bajar.

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