jueves, 31 de enero de 2013

Julen Aginagalde


En los últimos Juegos Olímpicos, decidí que adoraba el balonmano. Desde entonces, podría decirse que se ha convertido en mi deporte favorito. 
Tiene todo lo que deben tener los deportes - fuerza, belleza, espectáculo - y lo multiplica por mil.
Ese espacio de juego, reducido y poderoso al mismo tiempo, y el modo en que los balones estallan de furia contra la portería son las claves de su intensidad.


Fuerza, belleza y espectáculo también han sido decisivas para la victoria de la selección española en el reciente Mundial. 
Y esas tres cosas despliega uno de sus mejores jugadores: el voluminoso irundarra Julen Aginagalde.


Aginagalde actúa de pivote, siempre cerca de la portería, para meter esos balones que no se le resisten.
Neutralizarlo era tarea de los equipos rivales y, aún así, encontró espacio para atacar con ese brazo ejecutor y meter dentro todo lo que tenía que meter.


Considerado uno de los más efectivos balonmanistas del momento, Julen es como la mayoría de los nenes del deporte: un dios en la cancha y un chico sencillo fuera de ella. 
Está casado, tiene hijos y se le conoce como un hombretón sano y humilde, de apenas treinta años.


En los partidos, verlo es entender que el vientre de su madre es un artista del Barroco. Aginagalde es demasiado para los sentidos.


Es lo más parecido a Ben Cohen que tenemos en este país. Buenazo, simpático, más grande que la vida y muchísimo más sexy de lo que él se piensa.
Esperemos que, en sus próximos proyectos vitales, se encuentre vender calendarios luciendo palmito, tal y como hace Cohen.


De momento, dicen que la victoria española en el Mundial significará un paso importante para que el balonmano deje de ser la Cenicienta de los deportes y recupere lo suyo.
Tras muchos años donde el balonmano no entraba en los intereses de la prensa, ahora regresa la atención.
Y nuestro Julen se confirma ya como una de las caras y cuerpos en protagonizar la puesta de largo.


Porque, además de los ojos azules, los bíceps y la virilidad sin aditivos, Aginagalde está en este blog como parte de esa reivindicación. 


Queremos más balonmano y queremos mejor balonmano, y sirva estas líneas como pequeño, pero sincero, apoyo al mejor deporte del mundo.
¡Viva!

Ups!

miércoles, 30 de enero de 2013

Imitación A La Muerte


Morí ayer.
Sucedió de madrugada. Tenía medio cuerpo asomado a la ventana y recogía la ropa de la cuerda de tender.
Entonces, una sábana escapó de mis manos, me incliné para agarrarla en el aire y el equilibrio me falló. Mis pies, enfundados en calcetines, resbalaron.
Caí sobre una cubierta metálica, colocada sobre la terraza del primer piso. Mi cabeza estalló contra el acero.
Al rato, desperté, repté por salir de allí e intenté bajar hacia el suelo. Pero, cuando miré atrás, vi que mi cuerpo no se había movido ni un centímetro.
Mi cadáver, boca abajo en la soledad de la noche, mientras yo, ahora un pobre fantasma, miraba aquella carne que solía contenerme.
Contemplar mi cuerpo destrozado era demasiado doloroso, así que me marché sin más, para iniciar mi vida como un fantasma. 


No quería presenciar el horror del pobre hombre que descubriera mi cadáver, aquel que se preguntaría de dónde caían esas gotas de sangre sobre su patio. 
Tampoco quería saber cuánto tardarían en descubrirme, ni en saber quién era. Y, sobre todo, no quería ver la cara de mis familiares.
Me fui muy lejos.
Como fantasma, descubrí pronto que estaba solo. No he encontrado otros como yo, no me puedo comunicar con los vivos. 
Sólo miro y ando por el mundo, sintiéndolo como si estuviera vivo, pero incapaz de experimentarlo, de intervenir en los sucesos. Soy como un dios sin poder, velando, vigilando, presenciando, siendo testigo de una vida en la que solía tener carné de participante.


Tras escapar de la ciudad donde había muerto, tomé un tren, luego un avión, más tarde una caravana, y vi lo que nunca había visto. Los países de nombres impronunciables, las ciudades tristes, los pueblos olvidados, las caras de las gentes, los caprichos de la Naturaleza.
El mundo es tan hermoso que da miedo. Es hermoso hasta en su fealdad. Es excesivo, generoso, oloroso, mortal de necesidad.


No sé si ahora vivo en una especie de Purgatorio, si este andar por la Tierra será eterno, si siempre seré un fantasma solitario. Sólo sigo caminando. Al principio, con la esperanza de encontrar a otros como yo. Ahora, con la voluntad de hallar un sentido a esta prórroga, a esta imitación a la muerte.
Por el camino, he tomado el sol en islas perdidas, me he colado en el vestuario de los balonmanistas, he aparecido en los rodajes de Hollywood, he entrado en las bambalinas de las óperas, he besado la punta del Everest y me he sumergido hasta lo más profundo del Pacífico.
He entrado en las habitaciones donde antes no podía entrar, en los lugares que me estaban vedados, en las residencias de la imaginación.


He visto el placer y la alegría, el sexo de los otros y el amor de los mayores. He comprobado que la realidad supera a la ficción. He sido testigo de las injusticias, del dolor, de los abusos, de las guerras. 
Y no he podido hacer nada. He intentado acercarme, tocar a los que sufren, devolverles mi aliento de fantasma para saber que no están solos. Pero ha sido inútil. 
Cuando estaba vivo, creía que no se puede hacer mucho por evitar las injusticias. Oh, ahora que estoy muerto, ahora sí que no puedo hacer nada.
Mi viaje sigue. Estoy en un metro, a última hora de la noche, que me lleva hacia el confín del mundo. Llegaré a las doce. 


Entonces, el tiempo desaparece para mí y no sé lo que ha pasado antes y lo que vendrá después. Soy incapaz de hacer una cronología de mi vida como fantasma. Me quedan los recuerdos antes de que me cayera por la ventana.
Me recuesto en el asiento y pienso.
Dicen que sólo vives cuando aprovechas el tiempo. Pero no es verdad. Yo también vivía cuando lo desperdiciaba, cuando sólo pensaba en el fin de mes, cuando me tumbaba en la cama a no hacer nada, cuando pasaba las horas frente al televisor, cuando dormía más de la cuenta. Vivía hasta cuando decidía no vivir. Ahora, que estoy muerto, puedo entenderlo. Vivimos como podemos para tener el raro y esporádico placer de vivir como queremos.
Mírame a mí. Yo nunca escribí una novela, nunca tuve un hijo, ni encontré el momento de agradecer a mis padres todo lo que habían hecho por mí. Jamás encontré el amor.
Pero sí planté un árbol. 
Quizá busque ese árbol, ahora que soy un fantasma, ahora que tengo la eternidad para gastar. Lo encontraré y me sentaré a su sombra hasta que él muera. 
Ese árbol es mi hogar.


Última estación, con parada en el fin del mundo. Y recuerdo, recuerdo, para no sentirme perdido. 
Recuerdo que tenía tanto miedo de morir. Tanto miedo hasta que, un buen día, me caí por la ventana y estiré la pata. 
No me arrepiento de nada, hice lo que pude, bailé la vida con más gracia que oficio. Mis mofletes se ponían colorados en pleno baile, con la necesidad de seguir el ritmo, apañando, sin pensarlo demasiado.


Oh, hermosa vida hasta cuando eras fea.
Tal vez, esté soñando. Sí, quizá viva, en algún lugar lejano, durmiendo la siesta.
Respirando, con el corazón latiendo, en una habitación en penumbra, mientras afuera, tras la ventana, el mundo sigue esperando por mí y la ropa asesina se balancea en el cordel, a eso de las seis de una tarde olvidable.
Quizá, mi última tarde. Con un poco de suerte, sólo la primera.

martes, 29 de enero de 2013

Vida y Belleza de Katharine Hepburn


Su personalidad fue siempre la respuesta. Y también aquello que entregó al cine, que derramó sobre los espectadores, que conquistó para las mujeres, que se contó a sí misma.
Considerada como la mejor actriz del cine norteamericano, Katharine Hepburn significó también una revolución de la que, muchas veces, fue única protagonista. 
Cuando ninguna mujer famosa llevaba pantalones, cuando pocas decían lo que pensaban, cuando ninguna otra bella de la pantalla mostraba opinión, ahí estuvo la Hepburn, abriendo aguas para todas las generaciones venideras. 
Como icono feminista de primera magnitud, no faltaron las contradicciones, pero su legendaria testarudez y su intransferible talento la mantuvieron a flote durante décadas.


Navegó recelosa. Si hoy es indiscutible, se la cuestionó repetidas veces y gran parte del público no sabía qué pensar de ella.
Se decía enemiga de sus enemigos, provocadora de periodistas, paria de las fiestas de Hollywood. No quería ni faldas ni pasearse en saraos. 
Le dieron más Oscars que a ningún otro intérprete, porque, a pesar de todo, la admiraban como a nadie más. Ella no fue a recoger ninguno.
Adicta al cine, la risa, el romanticismo y la inteligencia, Kate fue un lujo y lo sigue siendo. 
Una muchacha exquisita, única, que prefería ser dura antes que blanda. Y, debajo de su mirada decidida, tras su indómito carácter, siempre dejó entrever una ternura eterna y una vulnerabilidad emocionante.
¿Era una mujer distinta a las demás o la única que se atrevió a ser una mujer de verdad? Quedó la duda, quedó una carrera inigualable.


Semejante señora tenía una trastienda notable. 
Nacida en Connecticut en una familia acomodada y progresista, Kate era una niña marimacho, que decía llamarse Jimmy, andaba con niños y se cortaba el pelo como ellos.
Sus padres fueron la inspiración para sus labores de vida y profesión. Él, urólogo, y ella, sufragista, se decían voces contundentes a favor del cambio en la sociedad norteamericana. Él defendía la educación sexual; ella luchó por la participación femenina en política.
En ese caldo, se creó Katharine Hepburn, que viviría una infancia feliz y tranquila, interrumpida trágicamente con la muerte accidental de su querido hermano Tom.
Kate se encerró para el mundo tras el fallecimiento de Tom y crecería lejos de los demás niños. Un día, pudo superarlo. Jamás lo olvidó.
Para atesorar a Tom, asumió que el cumpleaños de su hermano era el suyo propio. Sólo en sus últimos años, Katharine revelaría su verdadera fecha de nacimiento.


Tal y como sería su personaje en "Stage Door", Katharine Hepburn era una joven rica en busca de una oportunidad en la escena. 
Sus manierismos y su voz la distinguieron desde el primer día, pero no encontraron unánime admiración en los dramaturgos de aquellos primeros años.
La andadura teatral en Broadway se revelaría como un principio errático, con más fracasos que éxitos. 
Pero bien podría decirse que la determinación la inventó Katharine.
Por entonces, andaba casada con su amor de universidad, Odgen Smith, al que nunca prestó demasiada atención, tal era su obsesión por trabajar y triunfar. Le agradeció el divorcio, asumió su egoísmo y nunca volvería a contraer matrimonio.
No importaba, porque aquel 1932 se decía año de gloria.
En su primera película, "Bill of Divorcement", se ponía a las órdenes de George Cukor. 

Con  David Manners en "A Bill Of Divorcement"

Cukor quedó prendado con la nueva actriz, a la que llamó rara y exquisita. Los críticos y los espectadores estuvieron de acuerdo y Katharine, fascinada con el cine de Hollywood desde su infancia, conseguía cumplir su sueño.
Demostrar sus habilidades fue caballo de batalla en todos los escenarios, así que no hubo papel más exacto para la joven Kate que Eva Lovelace, la soñadora starlet de "Gloria de Un Día".
Le concedió su primer Oscar y el estatus de señorita importante en la profesión. Ella agradeció el cumplido, pero no quiso bajar la cabeza ante el boato.

Con Adolphe Menjou en "Gloria de Un Día"

Su actitud se decía desconcertante para un Hollywood acostumbrado a otra clase de nenas, y tanto los periodistas como los espectadores la empezaron a calificar de desagradable. 
Es lo que explicaba toda una sucesión de decepciones comerciales durante los años treinta - entre ellas, un clásico hoy tan divulgado como "Bringing Up Baby" -, que terminarían por etiquetarla como "veneno para la taquilla", allá por 1938.
Su carrera parecía sentenciada, pese a que había ofrecido las heroínas más inusuales, modernas y contundentes que el cinematográfico había registrado jamás. 
Había algo grande en Kate, sí, pero también algo muy avanzado a su tiempo.


Entre la mala suerte y la inadecuación, Kate pudo desesperar, pero ofreció batalla. 
Por entonces, mantenía un veleidoso romance con el aviador y productor Howard Hughes, quien funcionó de apoyo en aquellos momentos y le sirvió en bandeja los derechos cinematográficos de "Historias de Filadelfia".
La traslación fílmica de la aclamada obra de Broadway fue celosamente controlada por Kate, decidida a que supusiera el más espectacular de los comebacks.

Con Cary Grant en "Historias de Filadelfia"
Y así fue. 
"Historias de Filadelfia" se revelaba como uno de los éxitos del año, donde la Hepburn lució bella y majestuosa como nunca. Tracy Lord, la consentida niña de la alta sociedad, no hubiese encontrado tanta luz en el cuerpo y la mirada de otra actriz.
Cuando llegó "La Mujer del Año", otra celebrada comedia, la Metro Goldwyn-Mayer confirmaba su idilio con Kate y le firmó un contrato.
"La Mujer del Año" también significó el encuentro con Spencer Tracy, pareja indispensable en tantas películas venideras y, sobre todo, el amor de su vida.
Parecía una ironía que una mujer como Kate se enamorase de un hombre como Spencer, uno de los emblemáticos macho men de Hollywood.
Con Spencer Tracy

Spencer, alcohólico frecuente, insomne, infeliz crónico, nunca se divorció de su esposa por su férreo catolicismo, por lo que el romance con Katharine, mantenido durante más de veinte años y terminado a su muerte, se viviría a espaldas de la prensa y el público. 
Pero hubo testigos: sus películas juntos, algunas tan memorables como "La Costilla de Adán", que nos enseñó que la guerra de sexos era más y mejor guerra si los contendientes eran Spencer y Katharine.
Las críticas que ambos profesaron a la "caza de brujas" de McCarthy les valieron abucheos, pero sobrevivieron. Tal y como sobrevivió su relación amorosa, contra todo pronóstico. 
Katharine confesó que nunca entendió su amor por Spencer, a quien cuidó y se entregó devotamente, pero sí sabía que no podía vivir sin él.
Sin él, también se defendía sola en el cine.
Su viaje a bordo de "La Reina de África" inició una nueva Kate, proclive a papeles de solterona reprimida con el corazón desbocado ante la aventura.

Con Humphrey Bogart en "La Reina de África"

La transición a la madurez se decía benévola, a golpe de "Summertime" o "The Rainmaker", donde comenzaba a recibir la clase de ovaciones que la confirmarían como primerísima dama del cine.
Aún así, nunca dejó de luchar ni de crearse enemigos ni de encajar fracasos, y su renombrado carácter parecía en plena forma cuando le lanzó un escupitajo a Mankiewicz al término del rodaje de "De Repente, El Último Verano".

Como Violet en "De Repente, El Último Verano"

La madre adicta a la morfina de "Largo Viaje Hacia La Noche" despertó a una aclamación internacional, pero la Academia prefirió darle su segundo premio por "Adivina Quién Viene Esta Noche".
Fue también la última película de Spencer Tracy, que murió poco después del rodaje. Terminaba Spencer, acababa una historia de amor de Hollywood. 
Katharine, por respeto a la familia, no acudió al funeral y entendió ese Oscar como un homenaje a Spencer.
Al año siguiente, alcanzaba el récord cuando le dieron un tercer premio por aquella Leonor de Aquitania de "El León en Invierno". 
Sucedía cuando ya nadie dudaba de que la mera presencia de Katharine era atributo de lo fascinante.

Con Peter O'Toole en "El León en Invierno"

Los teatros y la televisión la mantuvieron entretenida durante los años setenta y, cuando recibió la llamada de Jane Fonda para "En El Estanque Dorado", acudió decidida a darse un paseo victorioso.
Aunque afectada por los temblores del Parkinson, la vieja Kate era tan cautivadora como la joven Kate. Y quien había ganado un Oscar en 1933, bien podía ganar el cuarto en 1982. 


A la ceremonia de la Academia, sólo acudió una vez en su vida, para presentar un premio honorífico en 1974. 
Llegó en pantalones, por supuesto, y la profesión, que la amaba, la temía y no podía vivir sin ella, prorrumpíó en debida ovación de pie.
"Siempre quise ser una actriz de cine. Pensaba que era muy romántico. Y lo fue". 
Poco a poco, se apartó de los focos, pero todavía pudo oír lo que quería escuchar: que había algo grande en Katharine Hepburn. 

Con Laurence Olivier en "Love Among The Ruins"

Su voz inconfundible, sus maneras frías en apariencia, pero profundamente seductoras, y su belleza serena, sin aditivos glamourosos, la habían hecho más estrella que las estrellas, más diva que las divas.
Y Katharine Hepburn fue espejo y correspondencia de la emancipación femenina que se vivió en las calles, en los dormitorios, en las oficinas, en todos los años del siglo que la vio nacer y vivir.
El tiempo se le hizo corto a esta luchadora, que se dijo egoísta, que aseguró que nunca tuvo hijos para poder vivir libre, que la llamaron de todo y que siempre se tuvo a sí misma.


Su personalidad fue la respuesta.
Llegó a vieja, mientras la colocaban en lo más alto de todas las listas y muchos cinéfilos confesaban que Kate era su actriz favorita.
En 2003, moría en Connecticut. 
Era el mismo lugar donde había nacido, por donde había jugado como los otros niños, en pantalones, con su hermano perdido. Y la misma Connecticut por donde había corrido con Cary Grant a la caza del leopardo Baby.
La fiera de mi niña se despedía de la vida con 96 años. 
"No tengo miedo a la muerte. Debe ser como un sueño muy largo... Y, además, ¡no hay entrevistas!".


Pero, oh, querida mía, cuando eres Katharine Hepburn, ¿acaso mueres algún día?

lunes, 28 de enero de 2013

Noche Oscura


Es un placer encontrarse con una película como "Zero Dark Thirty". Y, dentro del grisáceo panorama habitual, también un lujo.
En su última aventura cinematográfica, Kathryn Bigelow realiza una operación parecida a la vivida en "The Hurt Locker": quita una venda de los ojos del espectador y, libre de discursos hipócritas y edulcoramientos, le cuenta la guerra. 
Nos la cuenta y nos transporta a ella; estamos a ras del suelo, con todos los sentidos alerta, casi oliendo la tierra, el estómago hecho un puño. 
Si "The Hurt Locker" era el estudio de un personaje, "Zero Dark Thirty" se integra en una narrativa más clásica y el resultado es aún más potente.
La transparencia de la realización, la imaginación de Bigelow y el pulso narrativo son las claves de porqué "Zero Dark Thirty" es una lección de cine y, para servidor, la mejor película que ha visto en mucho tiempo.


Las polémicas sobre "Zero Dark Thirty" han sido variadas y algunas apasionantes, pero han tenido un efecto encubridor de sus virtudes cinematográficas.
No hay título norteamericano actual que cuente mejor el conflicto bélico sin que nadie llore a moco tendido por el amigo perdido, sin que ninguna bandera ondee en el jardín o sin que nadie se pegue un tiro por la culpa. 
"Zero Dark Thirty" no melodramatiza; explica, sugiere, plantea cuestiones, devuelve luz allí donde hay noche. 
Su narrativa es tan compleja como su simbología. Es una película que siente y se siente, y siempre en las tripas. 

Jason Clarke

Quien diga que "Zero Dark Thirty" es una apología de la tortura, debería también decir que es una apología del amanecer, de los monovolúmenes, de las gafas Ray-Ban o de la cara de cabreo de Kyle Chandler.
En "Zero Dark Thirty", las cosas no se defienden, se ponen sobre la mesa sin maniqueísmos. 
Y la tortura no es resolución narrativa ni está tratada con regodeo pornográfico. Aparece como un hecho histórico, como una cotidianeidad estomagante y como un vulgarizado procedimiento.
El exquisito detalle de los monos en sus jaulas nos insinúa las inadvertidas consecuencias de la clase de poder que se otorga a un torturador.
Es un hallazgo visual y dramático más transparente y, a la vez, más misterioso, que si lo viéramos vomitando en el baño o maltratando a su esposa.


"Zero Dark Thirty" recompone su puzzle argumental mientras elige a su personaje central, Maya. Ésta funciona como una versión contenida de la Claire Mathison de "Homeland". 
Ambos personajes tienen el mismo valor dramático. Como la Mathison, Maya es una paria, y su cruzada la hace enferma a los ojos de los demás. 
Esa obsesión febril es una metáfora de la paranoia social ante el enemigo incierto e incomprensible, ese que puede estar en cualquier lugar o quizá haya muerto desde el primer día.

Jessica Chastain

"Zero Dark Thirty" plantea la ironía de la guerra contra el terrorismo, vivida a contracorriente de las administraciones políticas. 
Por un lado, se quiere mantener un poder internacional, brutal, inapelable y cazar a lazo al villano y, por otro, en casa, se pide perdón, se maquillan procedimientos y se vende la ficción de que es posible una guerra con reglas.
Esa verdad incómoda que cuenta "Zero Dark Thirty" es la clave de que sea precisamente una película incómoda. 
"The Hurt Locker" contaba el sucio secreto de que hay hombres adictos a la guerra; "Zero Dark Thirty" nos recuerda que jamás hubo contienda caballerosa, especialmente ante un enemigo implacable.
El precio de la paz es la inmersión en la oscuridad, y así el clímax recuerda al vivido en "Objetivo Birmania", de Raoul Walsh. 
Pese a que lleguen los all-American boys con todo el equipo, no hay sol, sólo angustia. 
No resta sensación de realización en esta caza y captura de Bin Laden según Bigelow.


Porque, como ya contaba John Ford, el heroísmo no es más que un trabajo. 
Un trabajo mal pagado, a veces sórdido, siempre solitario. La última secuencia así lo expresa y es el broche de oro que cierra esta pieza inteligente y lúcida.


Bigelow, además de honesta y certera, también juega al suspense con maestría.
Ya sabemos el final de esta historia, ya sabemos que ese coche que entra en la base de la CIA no es cosa buena. Bien predicaba Hitchcock que, para el espectador, es mucho peor saber lo que va a suceder.
Y, como experiencia cinematográfica redonda, "Zero Dark Thirty" se llena de imágenes absorbentes, diríase depredadoras, cuyo misterio parece guardarse detrás. 
No recuerdo una película contemporánea de atmósfera tan intensa, enriquecida y enigmática desde "El Árbol de la Vida", de Terrence Malick.

Joel Edgerton

"Zero Dark Thirty" funciona a muchos niveles. Podrá verse como un thriller riguroso, como una buena americanada, como la superación cinematográfica de "Homeland" o como la mejor de las nueve competidoras al premio gordo en los próximos Oscars.
Ante todo, es una película que cumple con dos preciosos requisitos: está hecha con tanta contención como energía. 

Kathryn Bigelow, directora

Lo dicho: un lujo. Viva Kathryn.

viernes, 25 de enero de 2013

"Los Viajes de Sullivan"


Si usted se considera amante del cine y nunca ha visto "Los Viajes de Sullivan", no pierda más el tiempo: abandone esta lectura y corra ahora mismo a por ella.
Hablamos de un clásico de la comedia norteamericana, de la obra maestra de Preston Sturges y, sobre todo, de la sátira más aguda sobre la conflictiva relación entre Hollywood y la realidad.
En "Los Viajes de Sullivan", Sturges se lanzaba a una aventura sobre el verdadero significado del entretenimiento, a través de un relato de "cine dentro del cine", y terminaba por extraer la misma conclusión que el héroe de su historia.

Joel McCrea y Veronica Lake

El argumento de "Los Viajes de Sullivan" nos presenta a John L. Sullivan (Joel McCrea), un celebrado director de Hollywood en plena crisis creativa. 
Sullivan considera que toda su anterior obra ha sido una frivolidad, al componerse exclusivamente de comedias musicales. 
Ahora pretende retratar el sufrimiento humano, con la adaptación de una novela llamada "O Brother, Where Art Thou?". Será un drama social, "con un poco de sexo", como le señala uno de sus asesores.
Como nunca ha sabido nada de la pobreza, se viste de vagabundo y decide experimentar la noche de los desfavorecidos en sus carnes.


Todos los caminos lo devuelven a Hollywood e incluso encuentra a una chica (Veronica Lake). "Porque siempre hay una chica", dice él mismo.
El cineasta/vagabundo no tardará en caer preso de su propia trampa y será entonces cuando su experimento de documentación se convierta en verdad.


Ataque inigualable a la hipocresía de ciertos artistas que, para aliviar su culpa de clase, se lanzan a ficcionar el dolor, "Los Viajes de Sullivan" nos recuerda que la auténtica frivolidad está en el acercamiento superficial a la pobreza, en los comentarios acerca de ella y en la "pornografía del sufrimiento".
Si los que practican lo anterior, hubiesen experimentado esas tragedias en primera persona, nunca querrían recrearlas en sus películas ni someterla a sus intenciones estilísticas.


El título de la película alude a "Los Viajes de Gulliver" y, como la novela de Jonathan Swift, es una historia de autodescubrimiento. 
Sturges, director que se lanzaba al cinismo y el slapstick en títulos como "The Lady Eve", se afirmaba a sí mismo como valedor de risas para los que no tienen ninguna luz en sus vidas.
La ironía inherente a su ejercicio no tarda en aparecer.
Si Sullivan aspira a retratar la miseria, Sturges lo hace, y su burbujeante comedia se troca significativa y profunda, cuando camina hacia las chabolas, a los hospicios de caridad y, de manera escalofriante, a una cadena de presos. 
Su sinceridad será lo que la haga verdaderamente radical. "Los Viajes de Sullivan" lleva a la pesadilla sólo para comprender la necesidad de salir de ella. 
"La pobreza es una enfermedad de la que debe huirse", señala uno de los personajes, escandalizado por la aventura de Sullivan.


"Los Viajes de Sullivan" combina este sentido discurso con el tradicional universo frenético y disparatado de Sturges, lleno de réplicas sofisticadas, persecuciones a cámara rápida y mamporros variopintos.
El equilibrio es magistral.
La provocadora mezcla se estrenó en 1941 y sería un tanto incomprendida en su momento. Como toda película decisiva, el tiempo la piropeó, al entender su valía.
Y, tras tantos años, esta elocuente defensa de los payasos y la comedia frente al decadente voyeurismo de las tragedias ajenas todavía puede ser puesta sobre la mesa; especialmente ante la abundancia actual de directores sádicos y audiencias masoquistas, ambos confabulados para explotar el exceso desde todos los ángulos posibles.
No se aprendió la lección de Sturges o, quizá, se olvidó en algún lugar del camino.


"Los Viajes de Sullivan" es como deberían ser las películas de un mundo ideal: inteligente, mordaz, divertídisima, cálida, estremecedora, honesta, bella. 
Descubrirla es amarla.