La nueva etapa de "A Través del Espejo" quiere contar el mundo.
A nuestra sección de los lunes ya no le hará falta la coartada de las películas y series norteamericanas para hacerlo. Si alguna está a la altura, será bienvenida. Si no, no querremos perder el tiempo.
Ahora sólo tendremos que mirar a nuestro alrededor, a las numerosas pantallas, sean ficticias o reales.
Hoy, una imagen verdadera vale más que la ficción.
El súpermercado lleno, furioso, estas pasadas fiestas, en plena crisis económica.
Decían que no tenían dinero, si bien no encuentran mejor idea que gastárselo. ¿Por qué?, me pregunté y pregunto.
La gente lamenta la debacle, pero, en cambio, ha seguido invirtiendo en la Navidad, o la más fabulosa idea que tuvo el capitalismo.
La sociedad de la crisis consume teóricamente menos, pero busca alternativas baratas y deja de comprar unas cosas para seguir aspirando a otras. En realidad, el consumo no cesa y la cesta de la compra todavía no soportaría cualquier análisis racional.
La explicación está en el consumismo, la magna adicción contemporánea, labrada a través del siglo XX y convertida en sello de identidad en el nuevo siglo.
Tratamos de aprehender el mundo, de controlar nuestra vida, a través de la apropiación de bienes, con el consumo continuo, prolongado, progresivo, infinito. La mayoría de esos bienes son inútiles factualmente, pero poseen el valor de la pertenencia, de la acumulación.
Se dice que consumir es una imitación a la riqueza. Con la tecnología, la ropa o los muebles, otorgamos la sensación de haber llegado a lo más alto del escalafón social, al episodio crucial de la existencia.
Cuando, además, somos capaces de rodearnos de marcas genuinas y abrazar el estilo, la mentira de la culminación es aún más grande. Y, nuestra sonrisa, más brillante.
Aunque todo lo que hayamos comprado sean derivados o copias de cosas mejores, aunque lo paguemos gracias a los créditos bancarios, la riqueza se nos aparece cuando desenvolvemos el paquete, miramos la última compra y la colocamos en un lugar visible. Para verla nosotros, para que la vea el mundo.
La historia del consumismo, íntimamente ligada al capitalismo y al triunfo del materialismo, se ha visto vertebrada por sus múltiples victorias, por sus defensores, por sus detractores y también por sus ironías.
La misma "Imitación A La Vida" - novela y películas - nos cuenta cómo llenarse de pieles no otorga sensación de realización, especialmente cuando las deudas sentimentales y morales nunca han sido abonadas.
Los críticos del consumismo señalaron como consecuencias la destrucción del individuo y la sociedad, de cómo aquel se aísla y ésta se destruye, por cuanto no importa la solidaridad, el espíritu o el trabajo, sino la rapidez, la oportunidad y la competitividad.
El consumismo resume la acción humana, porque todo lo concentra en un úníco espacio: el súpermercado, a pocos pasos de casa. Últimamente, con un clic virtual, ni siquiera hace falta acudir físicamente a él. El consumismo es también el garante de la soledad.
La destrucción medioambiental fue ventilada como el gran pecado del consumismo, cuyo nada pequeño y sí muy sucio secreto se encuentra en su trastienda. Es decir, haber convertido el Tercer Mundo en un vertedero. Más consumo, más mierda. Peor consumo, mucha más mierda.
A pesar de todo y en los años previos a la crisis, al consumismo se le encontró una especie de sacralización posmoderna, con aquello del "shopalcolismo" o la sublimación cool de la infelicidad urbana, esa que se aplaca con el sonido del datáfono bancario.
En cualquier caso, hasta el que pretenda inhibirse del consumo continuo, aquel que quiera ahorrar y contentarse con los aparatos que tiene, éstos procurarán romperse o presentar fallos.
El sistema supo que las bombillas debían morir para poder ser reemplazadas por otras. Apareció la obsolescencia programada, o de porqué antes los aparatos podían durar décadas y ahora se joden sin mayor explicación que su pésima calidad.
La abundancia del aparato en nuestras vidas implica vidas aparatosas. Por eso, la crisis actual es más grave, más depresora para todos. Porque no podemos - o no sabemos - prescindir.
Y ni siquiera del propio consumismo, porque, como toda adicción, despertar implica resaca.
Mucha de la indignación actual no viene tanto de la contemplación de injusticias - siempre estuvieron ahí, pero sólo ahora interesan a la prensa -, sino del síndrome de abstinencia que sufre la clase media en estos momentos.
No puede consumir todo lo que quiere, todo lo que considera justo y necesario, ni puede devorar como antes. El datáfono ya no suena. Debe ahorrar y no sabe. Tiene que buscar más allá del supermercado. Ha de despertar tras el sueño narcótico.
La crisis ha sido un rude awakening: consumimos, luego existimos. De ahí gran parte de la angustia.
De ser un estilo de vida, el consumismo se ha convertido en la única forma de vida que conocemos. Porque no sabemos encontrar las cosas, sólo las esperamos obtener más cerca, más baratas, ahora mismo, a un clic.
Hasta nuestras relaciones humanas, amorosas y sexuales viven tintadas por las formas de consumo.
El amor no se nos cruza en nuestro camino, como sucedía antes. Convertido en un producto por la extensión capitalista que supone Hollywood y las industrias del entretenimiento, lo estamos esperando ansiosamente como quien ha pedido un televisor nuevo o el último cachivache portátil.
Y, de tal modo que si fuera un aparato, los sentimientos también tienen una obsolescencia programada y sucumben a nuestro afán de moda. Cuando las cosas dejan de ser novedosas, sólo pensamos en sustituirlas por otras mejores.
La manera en que nos comportamos con las relaciones - cómo las damos por sentado y las desperdiciamos cuando dejan de ser flamantes - lleva a la idea de que, si el amor fuera comercializable, lo comprarías, lo pagarías a plazos y lo tirarías a la basura. En el súpermercado, habrá otro.
Hemos sido imitaciones de reyes, pidiendo más, nunca satisfechos, enfurruñados cuando no lo obtenemos. Quizá sea la hora de levantar el culo de este decadente trono.
Al fin y al cabo, ha quedado claro que nunca fue nuestro.
Genial reflexión me ha encantado lo de la obsolescencia programada para los sentimientos y lo de las relaciones como objetos de consumo, brillante.
ResponderEliminarEnhorabuena por el blog.