lunes, 24 de junio de 2013

Diario de Esplendor


"Beau Geste, "bello gesto"... Le dimos 
el nombre apropiado, ¿verdad?".


"Imitación A La Vida" finaliza su primera temporada. 
Comienza un descanso vacacional que durará los próximos meses, con la voluntad de tomar un gran respiro, recuperar fuerzas y volver. Siempre volver. 
Hace justo un año, preparaba este blog con la inquietud que vive detrás de mis decisiones. 
Deseaba un blog distinto, menos apresado en la actualidad y más cercano a la realidad, con mejores desafíos como escritor y, a la vez, fiel a lo que me gusta, a lo que nos une.
Creo que lo he conseguido. Al menos, he sentido esa libertad buscada al escribir los artículos diarios. Una satisfacción extraña, una emoción que nunca decreció. Sólo se hizo más intensa.
"Imitación A La Vida" se adueñó del teclado, disparó la prosa, calentó la imaginación. 
Como las empresas más disparatadas, al final, lo fue todo. 


Una buena temporada, sí. Lo escribiré para recordarlo, para estar a la altura en la siguiente.
Ha sido hermoso ver cómo han crecido las secciones, cómo han querido mutarse, cómo han sido lo que debían ser.
Sorprendente y conmovedor fue descubrir el caché que mantienen los actores del Hollywood clásico, a través de la generosísima atención que recibían cada martes las biografías emocionales de nombres como Bette Davis, Audrey Hepburn, Gary Cooper o Claudette Colbert.


Buenas películas se escribieron e ilustraron, junto a las sensaciones del cine y la televisión, incluyendo, por supuesto, los maromos que nos encantan y los que hemos conocido. 
Esos guapos que traen hasta aquí. 
El amor era más poderoso que Trystan Bull, según las visitas registradas. Pero ahora, no hay nada más fuerte que Henry Cavill, cuyo jueves de acero se confirma como lo más leído en este blog.


Los lunes a través del espejo se han convertido en ese cajón desastre, ese mapa sin brújula, aventurando entre las intenciones, los públicos, las creaciones y las cosas de este mundo.
Aunque, para planes imprevistos y saltos sin red, lo decisivo de mi experiencia con "Imitación a La Vida" ha sido, sin ninguna duda, esos diarios de crisis de los miércoles. 
En muchas ocasiones, me han llevado por caminos aterradores, por verdades dolorosas y, en todo momento, por el simple placer de escribir sobre mí. 
Era la sección sobre la que no tenía ninguna precisión cuando la ideé hace un año. Al final, ha sido la terapia más infalible, la manera de pensar, de superar y de mejorar en todos los sentidos.
Y, de ese modo, "Imitación A La Vida", que nació de la crisis, devino en diario de esplendor.


Un señor muy sabio me dijo en varias ocasiones que la manera de escribir pasa por un esfuerzo de sinceridad. 
No estoy seguro de que sea la única, aunque sé que es la que nos ha acercado otra vez, más que nunca. 
Sucedió en el camino, cuando entendí que debía dejar de perseguir una perfección canónica en lo redactado y apostar por la vibración de lo contado.


Esta temporada de "Imitación A La Vida" se ha relatado desde el corazón. Quizá la siguiente vaya más allá de las lágrimas y se escriba, además, con los dos huevos encima de la mesa. 
Porque volveré, claro que volveré, siempre vuelvo. Pongamos hoy septiembre como ese mes del eterno retorno.


Hasta entonces, mi querídisimo lector, deseo que tus lágrimas caigan como diamantes, que todas tus luchas te honren frente a tus enemigos y que nada de lo vivido se compare a lo que nos queda por sentir.
Mis labios al besarte te lo contaron: "Sin amor, nuestras vidas son sólo una imitación, una imitación a la vida".
Le di el nombre apropiado, ¿verdad?

jueves, 20 de junio de 2013

Hugh Jackman


Se acumulan las citas maromísticas para estos próximos meses. 
En la pequeña pantalla, Derek Theler es el amor de "Baby Daddy" y el estupefaciente Joe Manganiello se erige como la razón por la que seguir viendo esa "True Blood" en caída libre. 
La televisión también nos dará la oportunidad de disfrutar de Liev Schreiber en su primer papel protagonista en una serie, bajo el nombre de "Ray Donovan".
Y el mundo no para de hablar de Henry Cavill, porque "Man Of Steel" arrasa en cines y de qué manera.


Dicen que impresiona ver a un superhéroe con el pecho peludo, pero tú y yo bien sabemos que hay un pionero en esos hirsutos panoramas. 
El machote hollywoodiano por excelencia, el milagro australiano, el alfa y el omega del maromismo nuevo siglo. 
Aunque no sea tu tipo, persona ciega, has de reconocer que es imposible odiar a Hugh Jackman.


Agradable hasta el punto de la ternura, con un eterno humor como carta de presentación y tabla de salvación, Hugh Jackman es asunto personal desde que lo vimos como Lobezno antes de que acabara el siglo pasado. 
Ahora, en el verano de 2013, regresa por enésima, que no última ocasión, como el amnésico camionero con garras de adamantium, presto a que el 26 de julio sea fecha de estreno y gloria.


Es segunda oportunidad que Hugh incorpora a Logan como protagonista absoluto de la función y, aunque no hay muchas expectativas en cuanto a la calidad del resultado - ¿las hay sobre alguna película en estos tiempos? -, Jackman se ha puesto físicamente como nunca. Que ya es decir. 
Se le ha preguntado por su dieta y su tabla de ejercicio, y él ha contestado lo que se preveía: Dukan y tortura gimnástica. Porque no hay otro secreto.


Ha sido un buen año para Hugh, que ya se preparaba un retorno en condiciones desde hace un tiempo. 
"Los Miserables" era un musical bastante miserable, pero su Jean Valjean se decía fruto de un meritorio esfuerzo, y los premios dorados de la industria le sonrieron abiertamente y por primera vez.


Porque es imposible odiar a Hugh, cante, baile, se desate, eche sus lagrimitas o ría de manera espectacular. 
No sabemos cómo será el Jackman de verdad, pero nos otorga esa imagen de nobleza y profunda masculinidad que resume todo un ideal de hombretón y galán de cine. 


2013 le guiña el ojo y yo le prometo hasta a mi primogénito.


Entre las grandes esperanzas de Hollywood, se lo quiere blockbuster una y otra vez.
Cuando aún no se había quitado las patillas tras "The Wolverine", la franquicia lo reclama para "X-Men: Days Of Future Past", cross-over de las dos épocas x-menianas, donde lo más relevante para los maromísticos de pro será ver a Hugh delante de Michael Fassbender.



Para los que prefieren a Hugh dando el do de pecho dramático y del brazo de Anne Hathaway, su más ambicioso proyecto se llama "The Greatest Showman on Earth", donde interpretará a un legendario empresario del circo.


Hasta entonces, pecho fuera y garras atentas. 


¡Viva Hugh Jackman!

miércoles, 19 de junio de 2013

Isabel


Me dijeron que vendría muy pronto y pegaron mi oreja a la barriga enorme.
- Pum, pum - escuché.
Me contaron que se llamaría Isabel y repitieron que llegaría enseguida. Los niños del colegio me preguntaron por mi madre y yo respondí lo que me habían dicho. 
- Está bien, está bien.
Una tarde, entre sábanas bordadas y ojos curiosos, vi a Isabel por primera vez.
Era un bebé arrugado y de cabeza peluda, con unas manitas minúsculas que buscaban asirse a la vida entre el sueño y el desvelo.
Sinceramente, me decepcioné. No sabía qué hacer ni qué decirle. No era una muñeca, sino algo lejano y complicado, que los niños no podíamos tocar. Con tres años, yo miraba desde lo lejos.
Recuerdo con especial estupefacción al bebé en la bañera. Parecía un alien rosáceo, llorando con fuerza, mientras le echaban el agua por encima. 
Me dio un poco de miedo, pero quise acercarme cuando la secaban, le echaban los polvos de taco en el culo y movía las piernecitas como encantada de la experiencia.
Pusieron al bebé entre mis brazos y me advirtieron que tuviera cuidado, que ni me moviera. 
El bebé me miraba sin conocerme y yo lo acariciaba con la mano, con el temor de romper a Isabel, con el peligro de que se pusiera a llorar.


Entonces le palmeé la barriga como si fuera percusión y dije:
- Los tambores, los tambores.
Y el bebé se rió. 
Lo hice otra vez, los tambores, los tambores. Le hice cosquillas y una pedorreta en el ombligo. Los tambores, los tambores. 
Isabel se rió y me miró. Esa niña desdentada, con los ojos tan brillantes, encantada de la experiencia. Fue entonces cuando nos conocimos. 
Esa noche, me dijeron si quería dormir con Isabel al lado de mi cama. Yo no dejé de mirar la cuna hasta que apagaron la luz.
Entre baños, polvos de talco y tambores, el tiempo pasaba lento para todos los niños del mundo, pero un día, el bebé ya tenía dientes, caminaba e intentaba decir cosas. 
Nadie la entendía al hablar, sólo yo.
- Slkrwhiufgvigrw.
- ¿Qué quiere la niña? - preguntaba mi abuela, desesperada.
- Un vaso de agua - traducía yo.


Le creció el pelo, rubio casi blanco, con esa cara redonda y saludable, como una manzana a la que mordisquear. El look princesita le sentaba a Isabel, a la que llenaron de vestidos, pinzas de colorines y piropos. Qué niña más bonita, decían, y ella sonreía coqueta a las cámaras que le hacían fotos.
Isabel vivía libre y corría por el pasillo con el culo al aire, mientras se miraba al espejo ensayando poses, disfrazándose y soñando con ser mayor. 
Era una mini Marilyn y, como la Monroe, lloraba mucho porque no conseguía siempre lo que quería.
Una tarde, nos llevaron al parque y nos dijeron que nos agarrarámos de la mano. Así, como buenos hermanos, cuida de la niña.
Isabel y yo caminamos entre las flores. Nos miramos y empezamos a cortar poco a poco aquellas que más nos gustaban, mientras hacíamos un ramo. 
El objetivo de la cámara de fotos fue quien nos atrapó en aquel jardín, para la posteridad. Los dos, por fin hermanos.


Isabel se despertaba colorada al toque de los Reyes Magos. 
La primera Barbie que le regalaron era Barbie Top-Model, aunque, cuando le preguntaron bajo qué advocación vivía su muñeca, Isabel aseguró:
- Es la Barbie Moderna.
Isabel y sus Barbies modernas estaban allí, para jugar con ellas. Entre los coches y los Másters del Universo, yo me quedé con las muñecas. Con la de verdad y con las de plástico. 
Al final, Isabel se quedaba mirando mientras yo movía sus Barbies para recrear culebrones de lujo, con aquellas nenas de Mattel, sus vestidos y sus imberbes Kenes como los protagonistas.
Isabel también escuchaba cuando le leía mis cuentos y los de otros. Atentamente, con los ojos bien abiertos, hasta que nos decían que era la hora de apagar la luz.
Con las luces apagadas, una noche de verano, antes de dormir, yo oía música desde los mullidos auriculares de un walkman
Era la banda sonora de "Dirty Dancing" y, cuando llegó el tema preferido, "Time Of My Life", creí escuchar el maullido de un gato. Pensé que era un efecto de la canción.
Pero la luz del pasillo se encendió, porque el maullido del gato era la respiración de Isabel. 
Se la llevaron esa noche y nadie me explicó en qué consistía una crisis asmática.


Al día siguiente, me lanzaron en casa de mi abuela, con los Másters del Universo y la promesa de volver a por mí. 
No debió ser mucho tiempo, aunque, niño como era, me pareció una vida.
Cierta tarde, me llevaron en coche hasta otra ciudad. Desde el asiento trasero, leí las letras de la fachada: "Hospital de Niños".
Me dijeron que mirara hacia arriba, a la ventana.
Allí apareció Isabel, en camisón, y mientras yo agitaba la mano, ella, emocionada, me decía:
- ¡Sube, Jose, sube!
Pero los niños no podían entrar en el hospital. O eso me dijeron.
Ella siguió pidiéndome que subiera.
- Mira lo que tengo. 
Y, de sus manos, asomaron dos Barbies modernas.
Pero los niños no podían entrar en el hospital, me dijeron, ni siquiera en el hospital de niños.
Días después, mi abuela salió al balcón, entre quejas y cortinas. Divisó un coche que se acercaba y gritó:
- ¡Ya vienen!
Corrí escaleras abajo, mientras Isabel subía peldaño a peldaño, como la estrella que todos esperaban. 
Nos encontramos a la mitad y allí nos detuvimos. Nos miramos un segundo, sin saber qué hacer. Al final, nos dimos dos besos, como los mayores.


El asma y las alergias hicieron a Isabel delgada y debilucha, pero sobrevivió. 
Una vez en el colegio, un balonazo le dio en todo el estómago y verla asfixiada, con los ojos desorbitados, me dio tal susto que me puse a llorar y la llevé corriendo a la sala de profesores.
Isabel creció poco a poco, sin prisa, entre nuestras risas y juegos. Con nuestro lenguaje propio, con nuestras películas, con nuestras músicas, con nuestros disparates.
Y con nuestras peleas. Porque yo fui muchas veces un Caín para Isabel. 
Dicen que la violencia entre hermanos es inevitable, sobre todo cuando tienen escasa diferencia de edad y andan demasiado tiempo juntos. 
Será inevitable, pero no hay nada bonito en ella, ni se aprende nada, y lo único que me ha devuelto es un atroz arrepentimiento.


Isabel y yo nos dábamos de tortas cuando discutíamos. Yo la empujaba y era más fuerte que ella, mayor, sabía cómo tratarla de boba y culparla de lo que no tenía culpa. 
Podría decir que le tenía envidia o sostener que sufría de un severo caso de ira. La única explicación es que nuestras peleas empezaban cuando Isabel quería algo y yo no se lo daba. Cuando estaba en mi camino, torta.
Podría alegar que yo también era un niño, inmaduro para saber lo que significaba, si no fuera porque la dinámica se alargó hasta nuestra adolescencia.
La última vez fue cuando me di cuenta. Cuando entendí que las tortas eran hostias. Cuando sentí una vergüenza asquerosa por lo que acababa de hacer. 
Ella se fue llorando, dolida, y en ese segundo, me prometí que no le volvería a pegar más.
Y nunca le volví a pegar, pero la vergüenza jamás se ha terminado.
No pretendo que me perdone, porque no tengo disculpa. Sé bien que he de vivir con el hecho de que, más de una vez, hice daño a aquella que más quería.
Todavía la miro y me pregunto si, entre los sentimientos que tiene hacia mí, hay una generosa ración de odio.
A pesar de todo, siempre hubo reconciliaciones inmediatas. Aún tenemos discusiones y dificultades, pero, al menos por mi parte, no puedo pasar mucho tiempo peleado con Isabel.


Sin avisar ni pedir permiso, Isabel se hizo mayor. 
Como todo en ella, fue una sorpresa. De la noche a la mañana, ahí estaba, altísima, hablando por sí misma, opinando, con problemas y angustias de grande.
Algo quedó de la Isabel que yo conocí.
- Yo todavía soy una niña - me dijo un día.
- Sí, por favor - contesté.


Isabel llora por todo, se ríe por nada, busca el calor, sabe pedir perdón y es cariñosa como nadie que haya conocido antes o después. 
Tiene esta obsesión loca por todo lo suave, blando, tímido y gracioso, que resume en su concepto de "fofidez".
- ¡Ay, qué fofo! - y se tira para agarrarlo y manosearlo.
Aún recordamos nuestras paridas de antaño, inventamos otras nuevas y, con la tontería más insignificante, se nos saltan las lágrimas de la risa.
- Ay, espera, que me asfixio.
Me da un pequeño vuelco al corazón, pero ella se aplica el Ventolín con la destreza de las profesionales y no pasa nada.


Crecimos, sí, aunque, entre nosotros, sólo sabemos relacionarnos como niños. Conversaciones serias hemos tenido muy pocas.
En la última década, la distancia y los años nos han hecho más breves. 
Vivimos con miles de kilómetros de por medio y hace mucho tiempo que no estamos solos. 
Ella ahora es más cercana a nuestra hermana mayor y, en estos momentos, tiene novio. El pasado abril, Isabel cumplió veintiocho años.
Hoy he de mirarla desde detrás del cristal, como el único testigo de la niña que fue, saludándola a lo lejos. 
Ella me devuelve el saludo, con añoranza, a bordo de un tren que pasa y no puede dar marcha atrás.
Me entristece la ineludible separación, aunque sé que es para bien. 
Como las grandes historias, la relación terminó, pero el sentimiento no morirá nunca.


Yo desearía que Isabel se quisiera un poco más a sí misma, aunque supongo que los demás también debemos contarle quién es, lo que vale, lo que significó y todo el color que trajo a nuestras vidas.
Una noche de tantas, aún pequeña, Isabel caminó por el pasillo, bien abrigada con su bata, vio mi puerta cerrada y deslizó un papel por debajo. 
El papel estaba doblado como una carta y, con su caligrafía pueril, había escrito: "Ábrelo y te llevarás una sorpresa".
Dentro, un dibujo. Era un corazón enorme, del que caían flores sobre un niño y una niña que se miraban, agarrados de la mano.


Me dijeron que Isabel llegaría un día, pero no me advirtieron que mi amor por ella sería tan profundo que dolería, que duraría tantísimos años que podría concebirlo como una leyenda.
Pum, pum, los tambores, los tambores.
Si algo malo le pasara a mi hermana, mi pelo se volvería gris y perdería la razón en un instante.
Y si algo malo me pasara a mí, si viera el cañón de una pistola apuntándome, si me condenaran a muerte, si supiera que ha llegado mi final, cerraría los ojos para que mi último pensamiento fuera Isabel allá arriba, en la ventana.
- ¡Sube, Jose, sube!
Porque Isabel es más que el cine, más que la Naturaleza, más que nada en este mundo.


Isabel, mi pequeña, tú eres el Sol.

martes, 18 de junio de 2013

Cuentos de Liz


Es el epítome de la estrella de Hollywood. Muchos dicen que fue la mayor. Sin duda, fue la última, porque Elizabeth Taylor resume un modo de entender la celebridad que murió con ella.
Entre sus virtudes propias y los aderezos de la industria, entre la meticulosa preparación y el estallido de la intuición, irrumpió el factor Liz en algún lugar de la década de los cincuenta, para arrasar y vivir con exuberancia mediática a lo largo de los años.
El interés por Elizabeth Taylor sería variable, pero consistente. En todo momento, hubo algo que decir de Elizabeth Taylor. Hasta el último día, fue noticia.


Consciente de que su mejor película era su vida privada, desfilada de matrimonios, alegrías, adicciones, enfermedades y recuperaciones, Elizabeth dijo aquello de que nunca se había tomado demasiado en serio a sí misma.
Y aún así, más allá de su fama descomunal, quedó algo grande detrás del mito, recuperable en todas sus apariciones. 
Como le dijeron en la Metro, era una niña con un alma antigua. Como luego dilucidó el mundo, Elizabeth Taylor se reveló como una nena eterna en el cuerpo de una mujer de belleza imposible.


Erótica y tierna al mismo tiempo, mucho más que un símbolo sexual al uso, Elizabeth miraba con sus ojos violetas y brindaba una diva para todas las estaciones, una actriz de intuición y una mujer de un brillo personal, que vivía entre el fascinante artificio y la simple sinceridad. Era distinguida y descifrable, cálida y elegante, tímida y voraz.
Icono de moda, repetida seriación de fama, reina de taquillazos, amada y cuestionada, la Taylor fue también una romántica de pro, una reina de corazones, un espíritu a la busca del hombre perfecto. El anillo primero, la historia luego, se decía su filosofía.
Al final, dijo lo que podía resumirla: "Los dos grandes amores de mi vida han sido las joyas y Richard Burton".


Entre la dualidad, nació Elizabeth Taylor. Fue inglesa de nacimiento, pero norteamericana de familia. Sus padres provenían de Arkansas y se asentaron en un acomodado barrio residencial de las afueras de Londres, allá donde amanecería la bella y pequeña Liz.
La guerra los llevó a Nueva York en 1939, ciudad donde los Taylor se convertirían en recurrentes de la alta sociedad cuando abrieron una exclusiva galería de arte.
En Los Ángeles, los ojos de los nuevos amigos de los Taylor se centraron en Elizabeth y recomendaron que no tardaran ni un segundo más en hacerle una prueba para los estudios.


En Tinseltown, la niña causó sensación, aunque la Universal no lo tuvo tan claro y la despidió después de una primera película. La mirada era distinta, incómoda. Elizabeth Taylor no era una actriz infantil como las otras. Parecía mayor de lo que era. Esos ojos, esa alma antigua, decían.
La Metro fue más astuta y la recuperó para introducirla al público en "Lassie Come Home".
Su definitivo lanzamiento como estrella prepúber también fue cosa de un animal. Esta vez, a lomos de Pie, el caballo de "National Velvet". 
Elizabeth triunfó con su retrato de una niña soñadora y valiente en este clásico juvenil, lleno de colorines y buenos sentimientos, que ella recordaría con especial cariño.

Con Pie en "National Velvet"

Pese a los aplausos, Elizabeth quiso zafarse en numerosas ocasiones de la profesión, indignada con la escasa educación que recibía.
No obstante, su madre se hizo pronto una opresiva stage mother, que le impidió su deseo de una vida normal y una adolescencia sin trabajar. 
En cierta ocasión, la madre de Liz le llegó a recordar con dureza que tenía una responsabilidad. "No sólo con tu familia, Elizabeth, sino con el país y con el mundo entero".
A Elizabeth no le quedó otro remedio que seguir marcando el paso.
La transición a la edad adulta fue benévola, aunque desperdiciada en un puñado de títulos deslucidos, más confiados en su belleza, cada vez más exultante, que en su talento, menospreciado como de costumbre.
Entre su primer y brevísimo matrimonio con Conrad Hilton y su aparición en "El Padre de La Novia", quedó claro que la niña Taylor ya era una mujer, pero sería 1951 el momento decisivo.
"Un Lugar en El Sol" la traía esplendorosa y exquisitamente lasciva como la niña rica de la que se prenda con toda fatalidad el también hermosísimo Montgomery Clift. 
Las escenas de sus besos cortaron la respiración, mientras los críticos redactaban las primeras palabras favorables para Liz Taylor como actriz. 
"Cualquiera entiende que Monty haga lo imposible por ganarse un lugar en el sol al lado de ella", se escribió.

Con Montgomery Clift en "Un Lugar en el Sol"

Elizabeth Taylor, ya en posesión de su carrera, bien consciente de su inapelable estatus, hizo lo imposible por conseguir buenos papeles y grandes desafíos, al tiempo que su vida privada se convertía en el mayor carnaval que los medios de comunicación habían conocido hasta entonces.

Con James Dean en "Gigante"

Imagen y actriz parecían vivir en divorcio frente al público y los opinadores. Era difícil disociarlas en muchas ocasiones. 
Mientras sus apariciones cinematográficas venían plagadas de las desgracias personales, éstas hacían más intensas sus interpretaciones.

"De Repente, El Último Verano"

La muerte de Mike Todd, el único marido al que enviudó, fue el duelo que se cernió sobre su Maggie de "La Gata Sobre el Tejado de Zinc". 
Ella, con su característica profesionalidad y su inigualable concentración, apaciguó la tensión personal delante de las cámaras, mientras restó la incógnita si parte de ella se transfirió a su felino personaje.

Con Paul Newman en "La Gata Sobre el Tejado de Zinc"

Su último título para la Metro, "BUtterfield 8" fue una película confesamente detestada por Liz, que la colocaba como trágica call-girl en un melodrama bastante trash
Sin embargo, le daría su primer Oscar, poco tiempo después de estar prácticamente muerta tras una crisis respiratoria. 
Ella anticiparía lo que todos pensaron: se lo habían dado por sobrevivir.

"BUtterfield 8"

Tras el Oscar, se daría una tregua de varios años para volver a ritmo de timbales en la mayor stravaganza posible, donde se la llamaba, cómo no, "Cleopatra".
La costosísima superproducción insistía en su condición de muñeca de Hollywood, con un inacabable vestuario, un maquillaje gorgeous y un sueldo astronómico de un millón de dólares.
El coloso tenía todas las de ganar. Además de la anticipación, venía con el colofón del escandaloso romance de Elizabeth con Richard Burton, que incorporaba a Marco Antonio.
Sin embargo, "Cleopatra", aun siendo la película más vista de 1964, no recuperó su disparatada inversión y la Fox se vino abajo.

"Cleopatra"

Junto a Burton, Elizabeth formaría una pareja cinematográfica de caché durante varios años.
"¿Quién Teme a Virginia Woolf?", donde interpretaban a un matrimonio viejo y alcoholizado, le daría a Liz la oportunidad de una transformación insólita y, como recibo, un segundo premio de la Academia.

Como Martha en "¿Quién Teme a Virginia Woolf?"

Liz y Dick ganaban, si bien sus últimas películas se tropezaron con la indiferencia, al ritmo de la ruina anunciada de su borrascoso matrimonio.
La propia apatía de Liz jugó un papel esencial en un retiro nunca confirmado, pero más evidente a medida que pasaban los años y las oportunidades. Abrazó una vida doméstica, engordando por propia voluntad y regresando cuando se lo pedía el cuerpo. 

Gran pijama

Siempre estuvo activa, porque no conocía otra manera de funcionar. 
Se la veía en el Studio 54, vestida como una eterna Cleopatra, confitada por aquellos que sabían que Liz era ojos, caderas y tetas.
Como era buena gente, defendía las buenas causas y se la llamó humanitaria.
Ella, convertida al judaísmo en los cincuenta, se hizo voz de Israel, mientras su legendario séquito de amigos homosexuales la hizo especialmente comprensiva a sus derechos y a la lucha contra el SIDA.
Las revistas nos contaban su imagen como el perfecto punto dentro del exceso, aunque lo más contado y repetido del mito fueron las ocho bodas de Elizabeth Taylor.


"Mis padres me enseñaron que, si te enamoras, has de casarte. Supongo que soy muy anticuada", dijo, cuando le enseñaban la cuenta nupcial y le preguntaban porqué.
Conrad Hilton Jr, Michael Wilding, Mike Todd, Eddie Fisher, Richard Burton, John Warner y Larry Fortensky.
El eclecticismo romántico era cosa de Liz, que transitaba desde el heredero hotelero hasta el albañil que había conocido en la Betty Ford, mientras fue señora de dos galanes fílmicos, un pianista de postín, un productor temerario y un candidato republicano.
La prensa la llamó devorahombres cuando se casó con Eddie Fisher, ex de su amiga Debbie Reynolds. 
Debbie terminó por perdonarla. El público también.

Entre Eddie Fisher y Debbie Reynolds

Años más tarde, dejaba a Eddie Fisher por Richard Burton. Entre los abucheos, restaba la estupefacción. ¿Quién demonios era Elizabeth Taylor?
Con Richard, vivió su más largo matrimonio; una relación apasionada, mediada por las broncas y las respectivas politoxicomanías. 
Tras el divorcio, se reencontrarían y se casarían por segunda vez, aunque la cosa terminaría para siempre a los pocos meses.

Con Richard Burton

"Lo quería con todas las fibras de mi alma, pero sencillamente no podíamos estar juntos", contaría Liz, muchos años después, para dar el diagnóstico exacto de una de las historias de amor más queridas y cuchicheadas por todos los devotos del mundo celebrity.
 

Mil diagnósticos oyó Elizabeth, niña enfermiza y mujer devuelta a la vida en tantas ocasiones. La hospitalizaron en más de setenta ocasiones y se contaron un mínimo de veinte grandes operaciones. Sobrevivió a una traqueotomía de urgencia, al cáncer, a un tumor cerebral y a varios procedimientos experimentales.
Otro motivo de fascinación por Liz era su asombrosa capacidad de salir del hospital.
Tú y yo pensábamos que no se iba a morir nunca, porque dicen que los gatos tienen siete vidas y no nos salía la cuenta con Elizabeth. 
Cayó de pie muchas veces, pero sólo el corazón de esta romántica podía darle la estocada definitiva.
En 2011, tenía 79 años y una insuficiencia cardiaca la hacía saltar del tejado de zinc.


Un tejado ardiente, veleidoso, brillante. Elizabeth Taylor era todo que lo sabíamos y tantísimo de lo que nos quedaba por conocer. 
Era la distancia más corta entre puro Hollywood y una mujer de verdad. Era la excitación al más alto nivel y el colchón de plumas donde confortarnos.
Y Elizabeth Taylor era el último unicornio de aquel perdido reino donde los famosos daban calor y no asco.