miércoles, 19 de junio de 2013

Isabel


Me dijeron que vendría muy pronto y pegaron mi oreja a la barriga enorme.
- Pum, pum - escuché.
Me contaron que se llamaría Isabel y repitieron que llegaría enseguida. Los niños del colegio me preguntaron por mi madre y yo respondí lo que me habían dicho. 
- Está bien, está bien.
Una tarde, entre sábanas bordadas y ojos curiosos, vi a Isabel por primera vez.
Era un bebé arrugado y de cabeza peluda, con unas manitas minúsculas que buscaban asirse a la vida entre el sueño y el desvelo.
Sinceramente, me decepcioné. No sabía qué hacer ni qué decirle. No era una muñeca, sino algo lejano y complicado, que los niños no podíamos tocar. Con tres años, yo miraba desde lo lejos.
Recuerdo con especial estupefacción al bebé en la bañera. Parecía un alien rosáceo, llorando con fuerza, mientras le echaban el agua por encima. 
Me dio un poco de miedo, pero quise acercarme cuando la secaban, le echaban los polvos de taco en el culo y movía las piernecitas como encantada de la experiencia.
Pusieron al bebé entre mis brazos y me advirtieron que tuviera cuidado, que ni me moviera. 
El bebé me miraba sin conocerme y yo lo acariciaba con la mano, con el temor de romper a Isabel, con el peligro de que se pusiera a llorar.


Entonces le palmeé la barriga como si fuera percusión y dije:
- Los tambores, los tambores.
Y el bebé se rió. 
Lo hice otra vez, los tambores, los tambores. Le hice cosquillas y una pedorreta en el ombligo. Los tambores, los tambores. 
Isabel se rió y me miró. Esa niña desdentada, con los ojos tan brillantes, encantada de la experiencia. Fue entonces cuando nos conocimos. 
Esa noche, me dijeron si quería dormir con Isabel al lado de mi cama. Yo no dejé de mirar la cuna hasta que apagaron la luz.
Entre baños, polvos de talco y tambores, el tiempo pasaba lento para todos los niños del mundo, pero un día, el bebé ya tenía dientes, caminaba e intentaba decir cosas. 
Nadie la entendía al hablar, sólo yo.
- Slkrwhiufgvigrw.
- ¿Qué quiere la niña? - preguntaba mi abuela, desesperada.
- Un vaso de agua - traducía yo.


Le creció el pelo, rubio casi blanco, con esa cara redonda y saludable, como una manzana a la que mordisquear. El look princesita le sentaba a Isabel, a la que llenaron de vestidos, pinzas de colorines y piropos. Qué niña más bonita, decían, y ella sonreía coqueta a las cámaras que le hacían fotos.
Isabel vivía libre y corría por el pasillo con el culo al aire, mientras se miraba al espejo ensayando poses, disfrazándose y soñando con ser mayor. 
Era una mini Marilyn y, como la Monroe, lloraba mucho porque no conseguía siempre lo que quería.
Una tarde, nos llevaron al parque y nos dijeron que nos agarrarámos de la mano. Así, como buenos hermanos, cuida de la niña.
Isabel y yo caminamos entre las flores. Nos miramos y empezamos a cortar poco a poco aquellas que más nos gustaban, mientras hacíamos un ramo. 
El objetivo de la cámara de fotos fue quien nos atrapó en aquel jardín, para la posteridad. Los dos, por fin hermanos.


Isabel se despertaba colorada al toque de los Reyes Magos. 
La primera Barbie que le regalaron era Barbie Top-Model, aunque, cuando le preguntaron bajo qué advocación vivía su muñeca, Isabel aseguró:
- Es la Barbie Moderna.
Isabel y sus Barbies modernas estaban allí, para jugar con ellas. Entre los coches y los Másters del Universo, yo me quedé con las muñecas. Con la de verdad y con las de plástico. 
Al final, Isabel se quedaba mirando mientras yo movía sus Barbies para recrear culebrones de lujo, con aquellas nenas de Mattel, sus vestidos y sus imberbes Kenes como los protagonistas.
Isabel también escuchaba cuando le leía mis cuentos y los de otros. Atentamente, con los ojos bien abiertos, hasta que nos decían que era la hora de apagar la luz.
Con las luces apagadas, una noche de verano, antes de dormir, yo oía música desde los mullidos auriculares de un walkman
Era la banda sonora de "Dirty Dancing" y, cuando llegó el tema preferido, "Time Of My Life", creí escuchar el maullido de un gato. Pensé que era un efecto de la canción.
Pero la luz del pasillo se encendió, porque el maullido del gato era la respiración de Isabel. 
Se la llevaron esa noche y nadie me explicó en qué consistía una crisis asmática.


Al día siguiente, me lanzaron en casa de mi abuela, con los Másters del Universo y la promesa de volver a por mí. 
No debió ser mucho tiempo, aunque, niño como era, me pareció una vida.
Cierta tarde, me llevaron en coche hasta otra ciudad. Desde el asiento trasero, leí las letras de la fachada: "Hospital de Niños".
Me dijeron que mirara hacia arriba, a la ventana.
Allí apareció Isabel, en camisón, y mientras yo agitaba la mano, ella, emocionada, me decía:
- ¡Sube, Jose, sube!
Pero los niños no podían entrar en el hospital. O eso me dijeron.
Ella siguió pidiéndome que subiera.
- Mira lo que tengo. 
Y, de sus manos, asomaron dos Barbies modernas.
Pero los niños no podían entrar en el hospital, me dijeron, ni siquiera en el hospital de niños.
Días después, mi abuela salió al balcón, entre quejas y cortinas. Divisó un coche que se acercaba y gritó:
- ¡Ya vienen!
Corrí escaleras abajo, mientras Isabel subía peldaño a peldaño, como la estrella que todos esperaban. 
Nos encontramos a la mitad y allí nos detuvimos. Nos miramos un segundo, sin saber qué hacer. Al final, nos dimos dos besos, como los mayores.


El asma y las alergias hicieron a Isabel delgada y debilucha, pero sobrevivió. 
Una vez en el colegio, un balonazo le dio en todo el estómago y verla asfixiada, con los ojos desorbitados, me dio tal susto que me puse a llorar y la llevé corriendo a la sala de profesores.
Isabel creció poco a poco, sin prisa, entre nuestras risas y juegos. Con nuestro lenguaje propio, con nuestras películas, con nuestras músicas, con nuestros disparates.
Y con nuestras peleas. Porque yo fui muchas veces un Caín para Isabel. 
Dicen que la violencia entre hermanos es inevitable, sobre todo cuando tienen escasa diferencia de edad y andan demasiado tiempo juntos. 
Será inevitable, pero no hay nada bonito en ella, ni se aprende nada, y lo único que me ha devuelto es un atroz arrepentimiento.


Isabel y yo nos dábamos de tortas cuando discutíamos. Yo la empujaba y era más fuerte que ella, mayor, sabía cómo tratarla de boba y culparla de lo que no tenía culpa. 
Podría decir que le tenía envidia o sostener que sufría de un severo caso de ira. La única explicación es que nuestras peleas empezaban cuando Isabel quería algo y yo no se lo daba. Cuando estaba en mi camino, torta.
Podría alegar que yo también era un niño, inmaduro para saber lo que significaba, si no fuera porque la dinámica se alargó hasta nuestra adolescencia.
La última vez fue cuando me di cuenta. Cuando entendí que las tortas eran hostias. Cuando sentí una vergüenza asquerosa por lo que acababa de hacer. 
Ella se fue llorando, dolida, y en ese segundo, me prometí que no le volvería a pegar más.
Y nunca le volví a pegar, pero la vergüenza jamás se ha terminado.
No pretendo que me perdone, porque no tengo disculpa. Sé bien que he de vivir con el hecho de que, más de una vez, hice daño a aquella que más quería.
Todavía la miro y me pregunto si, entre los sentimientos que tiene hacia mí, hay una generosa ración de odio.
A pesar de todo, siempre hubo reconciliaciones inmediatas. Aún tenemos discusiones y dificultades, pero, al menos por mi parte, no puedo pasar mucho tiempo peleado con Isabel.


Sin avisar ni pedir permiso, Isabel se hizo mayor. 
Como todo en ella, fue una sorpresa. De la noche a la mañana, ahí estaba, altísima, hablando por sí misma, opinando, con problemas y angustias de grande.
Algo quedó de la Isabel que yo conocí.
- Yo todavía soy una niña - me dijo un día.
- Sí, por favor - contesté.


Isabel llora por todo, se ríe por nada, busca el calor, sabe pedir perdón y es cariñosa como nadie que haya conocido antes o después. 
Tiene esta obsesión loca por todo lo suave, blando, tímido y gracioso, que resume en su concepto de "fofidez".
- ¡Ay, qué fofo! - y se tira para agarrarlo y manosearlo.
Aún recordamos nuestras paridas de antaño, inventamos otras nuevas y, con la tontería más insignificante, se nos saltan las lágrimas de la risa.
- Ay, espera, que me asfixio.
Me da un pequeño vuelco al corazón, pero ella se aplica el Ventolín con la destreza de las profesionales y no pasa nada.


Crecimos, sí, aunque, entre nosotros, sólo sabemos relacionarnos como niños. Conversaciones serias hemos tenido muy pocas.
En la última década, la distancia y los años nos han hecho más breves. 
Vivimos con miles de kilómetros de por medio y hace mucho tiempo que no estamos solos. 
Ella ahora es más cercana a nuestra hermana mayor y, en estos momentos, tiene novio. El pasado abril, Isabel cumplió veintiocho años.
Hoy he de mirarla desde detrás del cristal, como el único testigo de la niña que fue, saludándola a lo lejos. 
Ella me devuelve el saludo, con añoranza, a bordo de un tren que pasa y no puede dar marcha atrás.
Me entristece la ineludible separación, aunque sé que es para bien. 
Como las grandes historias, la relación terminó, pero el sentimiento no morirá nunca.


Yo desearía que Isabel se quisiera un poco más a sí misma, aunque supongo que los demás también debemos contarle quién es, lo que vale, lo que significó y todo el color que trajo a nuestras vidas.
Una noche de tantas, aún pequeña, Isabel caminó por el pasillo, bien abrigada con su bata, vio mi puerta cerrada y deslizó un papel por debajo. 
El papel estaba doblado como una carta y, con su caligrafía pueril, había escrito: "Ábrelo y te llevarás una sorpresa".
Dentro, un dibujo. Era un corazón enorme, del que caían flores sobre un niño y una niña que se miraban, agarrados de la mano.


Me dijeron que Isabel llegaría un día, pero no me advirtieron que mi amor por ella sería tan profundo que dolería, que duraría tantísimos años que podría concebirlo como una leyenda.
Pum, pum, los tambores, los tambores.
Si algo malo le pasara a mi hermana, mi pelo se volvería gris y perdería la razón en un instante.
Y si algo malo me pasara a mí, si viera el cañón de una pistola apuntándome, si me condenaran a muerte, si supiera que ha llegado mi final, cerraría los ojos para que mi último pensamiento fuera Isabel allá arriba, en la ventana.
- ¡Sube, Jose, sube!
Porque Isabel es más que el cine, más que la Naturaleza, más que nada en este mundo.


Isabel, mi pequeña, tú eres el Sol.

2 comentarios:

  1. Qué bonito... Gracias por contarnos algo más de ti y permitirnos conocer a Isabel.

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  2. Se me había pasado esto. Emoción hasta las lágrimas, y no es exageración.

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