lunes, 23 de febrero de 2015

Siempre Dices Oscars


Leen tus ojos que he vuelto a los Oscars. Nunca digas nunca, siempre dices Oscars. 
Juro que no lo planeé. Anoche me preparaba para no-ver la gala, tal y como conseguí el año pasado, y, cual hipnotizado por un arcano conjuro, me vi buscando un streaming online, conectando la tele al ordenador y apagando la luz a las cinco y media de la madrugada. 
Hábrase visto semejante desfachatez. Otra vez, otra vez, señor mío: hice exactamente lo contrario a lo que me prometí.
Échale la culpa a Julianne Moore, atribúyelo a que el nivel medio de las películas de este año ha aumentado un pelín - aunque ninguna me mató lo suficiente para hacerle un team de apoyo -, o entiéndelo a través del cierto suspense que había en dos de las categorías principales.
O acaso fue algo parecido a aquello que hacemos cuando nos gusta alguien poco recomendable. Dijimos que no volveríamos a meternos por ese camino y, de repente, ahí estamos, andándolo, preguntándonos si es tarde para regresar.


Tras este disclaimer de entrada, - en realidad, he visto los Oscars porque me ha salido de los mismos y también porque he podido -, entremos en la faena de la crónica. 
Otra cosa que distaba de mis planes: escribir nuevamente sobre esa ceremonia gastada por sí sola y agotada en mis demandas de entretenimiento. 
Si no ha sido divertida ni me ha motivado gran cosa, tampoco ha dolido. La cuestión ha estado entre descansar de tantos años de ceremonias y no esperar absolutamente nada de esta. Ni siquiera buscarle una racionalización. Sólo verla.
Para sintetizar el feeling, cuando decían "Birdman", yo entendía Bergman. 
Pero lo de Julianne lo deseaba con ojitos jóvenes y corazón palpitante. ¿Hay alguien que no quisiese esa reunión del rojo y del oro?
A lo que iba. 
Hace unas semanas, leí unas palabras de Jessica Lange, actriz querida y multipremiada, que hablaba de los discursos de agradecimiento. Ella aseguraba que los entendía como una recompensa a un trabajo en concreto y, por tanto, había que nombrar a los que lo habían hecho posible, fácil y/o inspirado. Decía que ella nunca agradecía ni a Dios ni a su madre y consideraba pretencioso prorrumpir en instante cumbre con un premio en la mano.


Me pregunto qué pensaría Jessica Lange de la gala de anoche, que fue la prueba fidedigna de que no basta con ganar el Oscar, hay que lanzar el súper discurso para vencer de verdad.
Sinceridad o probidad de las palabras de los premiados aparte - en la mayoría de los casos, están fuera de toda duda -, el nivel emotivo del discursismo se ha hecho ingrediente indispensable en ceremonias como ésta. No hay que agradecer al equipo, se debe poner al personal como una moto. 
Si se rastrean antiguas entregas de los Oscars, sorprende lo apagado del conjunto y como muchos grandes simplemente decían un "Thank you" y para casa. 
Los abucheos que se llevaron Richard Gere, Vanessa Redgrave o Michael Moore por politizar y significar sus momentos en el escenario ahora serían considerados etiqueta.
Dar una interpretación definitiva con la estatuilla en la mano es ingrediente del espectáculo, hasta el punto de que anoche se hizo la parte más esperada, importante y elogiosa.


Espectáculo que cada año está más buscado de lo "over-the-top". 
Como sucede en muchos blockbusters de la actualidad, la Academia se ha olvidado por completo de la progresión dramática y el tono está continuamente en lo alto.
Es una manera de atraer la atención de las esquivas audiencias y sus más suculentas capas demográficas, pero también un modo inmediato de cansarse. No sólo es la elevación del tono - el volumen de la televisión norteamericana además está altísimo -, sino la sobreproducción de los números musicales, de las intervenciones y hasta del presentador. Sólo el In Memoriam ha conocido una súbita minimalización.
Se entiende que, si se tiene a Neil Patrick Harris, éste debe hacer de muy Neil Patrick Harris. El chico estupendo haciendo de chico estupendísimo. El presentador apareció así forzado, con una sonrisa buscada y, sin embargo, delatora de cierta incomodidad. No hay descanso para los sobreactuados.
Con todo, la respuesta no está - ni debería emplazarse - en el host, sino siempre en la escasa chispa del guión. De ahí ni el más pintado puede salir.


Todo es apoteósico y exagerado en los Oscars, con un refuerzo camp, lleno de divas y nostalgia, que se intensifica con las ediciones.
Quizá para conectar con el público gay, potencial devorador de estas cosas, aunque, a grandes rasgos, con cualquier cazador de lo sentimental y lo ultraemocionado.
Este año, el diva showdown fue cosa de Lady Gaga que irrumpió para homenajear "Sonrisas y Lágrimas" (The Sound of Music), clásico que anda de aniversario.
La Gaga cantó muy bien - todos los que cantaron anoche estaban en soberbia voz - y, al finalizar, se abrazó a Julie Andrews, a quien llamó incomparable, con el aplausómetro desbordado. 


Pero ese escenario sin grandes aditivos, esa Lady Gaga sin Gaga, la ausencia de theatricality, la devoción sin retuneos a las canciones de la película y las ínfulas de streisandismo me dieron cierto resquemor en mi butacón.
Ese resquemor de que, incluso cuando exageran, los Oscars blanquean, sosiegan, hacen straight
Gaga no ha ido a los Oscars como Gaga, del mismo modo que Tom Hanks nunca ha ganado por una comedia ni los cuatro premios de John Ford sucedieron por ninguno de sus westerns.
"Échate pokerfeis", decían los memes de las redes sociales, para simbolizar la desorientación del personal ante una artista que suple el colapso de su carrera y su imagen con un giro a lo convencional. Un "mira lo que valgo sin peluca".
A pesar de todo, hay que decir que las principales películas premiadas y litigantes de este año han sido escasamente Oscars, al menos a ojos vistas, y coronar "Birdman" es una apuesta por cierta inquietud fílmica que la Academia, ni en sus vertientes menos graduadas, ha querido celebrar en pretéritas ocasiones. 
Como he dicho, el nivel general ha mejorado con respecto a anteriores ediciones, pero ninguna de las multinominadas me ha calentado más de un pie. 


"El Gran Budapest Hotel", la película que no empieza nunca, sólo ha sido testigo de mi decreciente interés por Wes Anderson a lo largo de los años.
"Birdman" es divertida, aunque superficial y le falta un tercer acto, por no hablar de lo fatal que me cae su ampuloso director. 
Richard Linklater tiene la sutileza de la que Alejandro G. Iñárritu siempre ha carecido, pero "Boyhood", tras una primera parte conmovedora, se me reveló como una paliza de cuidado y con un espíritu muy convencional como motor de sus emociones y conclusiones.
En cambio, he aplaudido el segundo premio consecutivo a Emmanuel Lubezki, ese tremendo director de fotografía, responsable de las imágenes más pregnantes de los últimos tiempos.
Jessica Chastain, que le dio el premio de anoche, lo sabe bien, porque nadie la ha retratado mejor que él, según órdenes de Terrence Malick. Sí, soy de los que apoyan el amanecer como fe dramática.
La pedrea actoral fue también querida por mí y bebida de todas las previsiones. 
El único que guardaba cierta intriga era el premio al mejor actor protagonista. 
Se gestó la oportunidad de darle reverencia a la carrera de Michael Keaton, pero Eddie Redmayne venía con el infalible SAG bajo el brazo e interpretando a un persona real deshauciada por una enfermedad incurable.
Oro puro para estos galardones. 


Eddie, el más joven y nuevo de los cuatro intérpretes galardonados, se ha ganado las mejores letras de las crónicas con su sensible discurso, contrastando con el serio J. K. Simmons, oscarizado por "Whiplash"; laborioso Simmons, esa presencia secundaria y televisiva tan querida, inolvidable en la serie "Oz", también como villanísimo de pavorosa presencia.
Si Eddie le dio a la sensibilidad y J. K. a la sensatez, Patricia Arquette se adueñó de la noche.
Su discurso en los Globos de Oro había sido también un iceberg. Como en éste, la siempre modesta Patricia y su poquita voz entraba con gafas y un papel escrito. 
Y, de repente, toma.
Si en aquel honró a su madre y a todas las madres con una escritura sincera y acerada, éste, de repente, se tornó reivindicativo y exigió igualdad salarial para las mujeres. 


Etiqueta y buena oportunidad.
Patricia interpreta con delicadeza una mujer de carne y hueso en "Boyhood" y ella, que nunca ha sido mucho ni tampoco menos, sabe de lo complicado que se ponen las cosas laborales para las mujeres de Hollywood, esas que no deben engordar, esas que han de llenarse de bótox y resistencia para sobrevivir y aspirar a un simple papel. Esas, como Octavia Spencer, a las que el Oscar no sirve para nada. Esas que aún cobran menos que sus compañeros.
El discurso de Arquette fue aplaudido a rabiar, sobre todo por Meryl Streep y Jennifer Lopez, las dos reinas del cotarro por méritos distintos. 
Jennifer, por ser el florero de Versace y Meryl, por representar una venerable generación de intérpretes. 
Ambas, duras como el acero, con la tranquilidad de que todo lo que tienen se lo han ganado por sus santos ovarios y por sus inmejorables representantes. 
Y los dos, un poco como cabras. No faltan a una, ya se sienten como en su casa. Benditas sean.


Yo entendía Bergman y me dormía a la hora del lobo, sí, pero a propósito de mujeres, estuve oído avizor al sobre que leyó Matthew McConaughey. 
Al fin y al cabo, he visto estos Oscars sobre todísimo por presenciar el momento esperado durante veinte años.
En 1994, vi el primer coño rojo de mi vida - Robert Altman, se te echa de menos -, y la dueña de dicha pelirrojez natural ya se robaba el cine en aquella magnífica "Vidas Cruzadas". 
Se lo han podido dar tantas veces - y la mayoría ni siquiera ha estado nominada -, que sinceramente, llegué a pensar que Julianne Moore nunca ganaría un Oscar. 
Oh, esa actriz generosa, de carrera impecable, que ha compaginado películas comerciales con ambiciosos proyectos dramáticos sin perder una peca. Si se ha equivocado alguna vez, no me acuerdo.
Cada vez que digo "¡Qué vergüenza!", me acuerdo de la farmacia de "Magnolia". Y, si no has visto "El Fin del Romance", debes hacerlo.
Una mujer tan adorable, tan volcánica desde lo mínimo, tan dúctil y siempre tan identificable. Sí, ya era hora para Julianne Moore.


Como el también bermellón Redmayne - quien interpretó a su hijo en "Savage Grace" -, Julianne lo ha conseguido por interpretar a una brillante persona con un padecimiento degenerativo y devastador.
El Alzheimer también fue protagonista con el recuerdo a Glen Campbell, astro del country y uno de los cantantes favoritos de servidor, que diagnosticóse con la enfermedad del olvido hace un año y quiso escribir una última canción, nominada anoche. 
Yo deseaba que ganase Campbell - cuyo tema fue interpretado por el pedazo de maromo de Tim McGraw -, pero venció otra llamada a las lágrimas. 


"Selma" traía una canción compuesta e interpretada por John Legend y Common, ambos apoteósicos, a la altura de las circunstancias, haciendo emocionar a un público que no había llorado tanto desde que Fraülein Maria volvió a la casa de los Trapp. 


Además de la Moore, anoche ganó otro Moore: Graham Moore, guionista de "The Imitation Game", reivindicación de la figura del matemático homosexual Alan Turing. 
Antes de que abriera la boca, yo me enamoré del adorable Graham y también di por descontado que era gay. 
Otro discurso hiperexcitado, derecho a las agendas y los lacrimales, donde defendía lo raro y aludía al intento de suicidio que acometió en sus más tristes horas de incomprendida adolescencia.
Lo curioso del asunto ha saltado hoy en las noticias, cuando Graham ha puntualizado que no es gay, sólo extraño. 
Ya no sé si veo doble o he entendido Bergman.


Neil Patrick Harris - que sí es gay y, de hecho, el primer caballero que presenta esa ceremonia que se permite echarle el tejo a Channing Tatum - se consideraba valor seguro, dado su buena experiencia en otros saraos de galardón. Pero la audiencia que siguió la ceremonia anoche en ABC ha sido para dar pocos saltos y es muy probable que Barney Stinson no vuelva a estos viñedos. 
Aunque la retransmisión gobernó la noche, ha sido la gala de los Oscars menos seguida de los últimos siete años. 
Quizá por la discreta popularidad de los títulos en competición - sólo "American Sniper" se ha dicho taquillazo - o, tal vez, por el desperdigado consumo multiplataforma.


Ay, tanto exagerar, tanto cantar a pleno pulmón y tanto hacer exactamente lo contrario a lo que recomienda Jessica Lange y todavía en Wichita se estaban preguntando anoche por qué no daban un nuevo episodio de "Revenge".
Para México, en cambio, todas las enhorabuenas.
¿Y qué decir de los maromos? Ay, hijos míos, poco. La moda de las barbas me gusta, pero esas tan maqueadas, revenidas con esos bronceados artificiales - en serio, ¿qué le pasaba a Chris Pine? - me dieron escasas alegrías. 
Dos chicos de los noventa, Ethan Hawke y Ben Affleck, fueron mis nenes predilectos de la noche. Una madurez de lo más provechosa, en todos los sentidos. 
Y, hablando de maduros, me pongo como tarea pendiente investigar acerca de Tim McGraw. Madre de Sirk, qué señor.  


¿Y la Academia? ¿Qué tarea pendiente tiene? Muchas, cumplidas a trompicones, sin demasiada guía. 
Anoche vivían culposos por la escasa diversidad racial de las nominaciones y, con esa discreción tan anglosajona, no se autocriticaron con pertinencia, sino lo suplieron con discursos de enjundia y enérgico overacting
La inagotable, contradictoria búsqueda de la elegancia en el escenario del kitsch


¿Y yo volveré a los Oscars? ¿Siempre diré Oscars? Tú lo sabes mejor que yo.
Sí estoy seguro que seguiré protestando desde la platea con el clamor por la autenticidad, más que nunca en el paraje de lo artificial.
Todos a una: ¡Échate pokerfeis!

sábado, 21 de febrero de 2015

La Buena Paja


Cuentan los datos de recaudación que cierta película arrasó - y de qué manera - el pasado fin de semana. 
Eso sí, las anécdotas de lo vivido en las salas de proyección superan - y de qué manera - a lo visto en la pantalla, que se ha encontrado con risas, abucheos, suspiros de tedio y más de una indignación ante el resultado. Poca lástima me dan, quién les mandó pagar por eso, mis hijos.
En una proyección de "Cincuenta Sombras de Grey" en la ciudad escocesa de Glasgow, un hombre fue herido por una botella, esgrimida por una furiosa mujer.
Ésta reaccionó de la peor manera ante el "chstt" que el señor le hizo a ella y a sus dos amigas para que pararan de cotorrear. Las tres habladoras iracundas fueron detenidas, mientras los encargados limpiaban la sangre del suelo.
Muy lejos de allí, en la provincia mexicana de Sinaloa, los responsables de una sala de cine consideraron que una mujer de treinta años estaba cometiendo un acto de pública indecencia. La interfecta se estaba haciendo una paja, nada más y nada menos. Motivada por "Cincuenta Sombras de Grey", que ya hay que estar motivada para excitarse con ese blandiblú, la pajienta fue expulsada del cine. Ande ella caliente, se quedó con las ganas de terminar. No hay cosa peor que una paja interruptus. 
Hoy no hablaremos de Grey, sino de la paja. De todas las pajas. De la masturbación. de la estrecha relación entre las manos y los genitales, de la frotación buscada, del ejercicio de la autosatisfacción.
Lo que cierto experto glosó con eficacia: "En el siglo XIX, era una enfermedad; en el siglo XX, es una cura".


Si alguien te dice que nunca se ha hecho una paja en su vida, te concedo todo el derecho del mundo a descojonarte en su cara. 
La masturbación es inevitable, como la gravedad: cuando cae, cae.
Sus beneficios son tan enormes que, si la gente se masturbase más y mejor, el nivel de problemáticas de este mundo descendería de manera considerable.
Hay quien no sabe que se masturba, especialmente los más tiernos infantes que lo hacen antes de saber hacerlo.
Los púberes se entregan a la masturbación como quien halla el oro. Entre las angustias y las aflicciones del crecer, es maravilla descubrir que puedes tocarte y consolarte, que dominas esa ebullición hormonal, que no estás solo si estás contigo.
Y los adultos también se pajean, claro. 
La frecuencia varía. Yo soy un pajiento declarado. Dos al día, mínimo, y he atravesado épocas que sólo podía estar satisfecho tras la cuarta.
Otras y otros lo dejan para una cuestión semanal, para una reacción puntual o para un alivio de dolores.
Traéme aquí esas pajas, dijo el personal.


La tragedia inherente a la masturbación viene de la herencia decimonónica, de la cultura pecaminosa, de la sensación de que algo tan satisfactorio debe guardar gato encerrado. 
La inmensa cantidad de leyendas en torno a la paja se contrasta con la escasa prensa que ha tenido, con el jiji que todavía despierta y con la increíble vigencia del tabú que se cierne sobre su práctica, especialmente en cuerpos femeninos.
La masturbación, prohibida y perseguida a ojos vistas, aún se encierra tras la puerta y el pestillo, todavía se callan sus orgasmos y, si te pillan en un cine con el dedo en la tecla, a la calle.
La mujer de Sinaloa bien lo sabía, pero reinó el impulso irrefrenable. 
Por fin, una película erótica comercial que se dirige a ella y tanta soledad sólo se compensa con los dígitos de la mano. No es una pionera - como tampoco lo es la película -, pero todo lo acontecido habla de que las mujeres tienen las mismas ganas de jaleo que los hombres. 
Éstos llevan pajeándose en el cine desde tiempos inmemoriales, del mismo modo que más del noventa por ciento confiesa que se masturba habitualmente.
El porcentaje restante, jeje. Quizá se sienta culpable y no lo diga.


Correrse era obligado en películas que venían con toda la expectación erótica.
Los mozalbetes se sacaban la polla nada más empezar "Gilda", sólo porque estaba condenada por la Iglesia Católica, sin esperar al striptease, ante el morbo de ver algo prohibido y para sofocar la represión sexual de las noches franquistas a razón de cinco dedos. 
Por entonces, masturbarse era igual de habitual, pero se concebía como una debilidad y se perseguía activamente.
Desde el siglo XIX, el victorianismo lo consideró una precursora de manías, histerias y padecimientos mentales, y sus presuntas consecuencias preocuparon a los más puritanos expertos.
No todas las religiones lo condenan y hay alguna que hasta lo sacraliza, pero Occidente no ha sido lugar para confesar pajas, más allá de contárselas al sacerdote de guardia en acto de contricción.
Como decía, es cuestión de gravedad y quien no se masturba, probablemente se frote contra los quicios de la puerta, amanezca chorreando o haya asumido una doctrina espartana que lo convierta en un hijo de puta con todo ese líquido ahí dentro.
Las épocas lo contaron: semen retentum, venenum est.
De estigmatizarlo y callarlo bajo los edredones, los eminentes expertos del mundo decidieron recomendarlo como antiestresante, como peregrino sustituto a relaciones sexuales demasiado tempranas y/o peligrosas y, para los caballeros, como posible prevención contra el cáncer prostático. Sucedía durante el siglo pasado, aunque yo, que nací y crecí en sus finales, soy testigo de que la paja todavía era incorrecta, se hablaba poco y mal de ella, aún cundían las leyendas de que te salían bultos en la mano y, de algún modo, quedaban raciones de culpa y desazón, ahí bien mezcladas con el orgasmo, como bien gusta al judeocristianismo.


Muy probable que ahora la actitud sea otra, por simple exposición de motivos y por Internet. 
Al fin y al cabo, muchos se empezaron a conectar a la red de redes, porque ofrecía porno rápido y barato. El milagro, de nuevo: no tener que pensar para hacerse una paja. Sólo procurar que el ratón del ordenador no huela demasiado a cojoncillos.
El porno, que está diseñado para hacerte eyacular a base de lanzar imágenes y sonidos contundentes que despiertan la líbido y aprehenden la imaginación erótica de la sociedad, ha sido el compañero habitual de la masturbación. Ha fallado como educador sexual y ni siquiera es una elogiosa imitación a la vida, porque sus ficciones superan a la realidad y nunca permiten lo contrario. 
Se vende para el corazón de los solitarios, entre un mercado internacional que lo demanda online o por correo. 
Saltaban a la luz los números: el Medio Oeste más conservador y religioso de Norteamérica es quien más lo paga. Para sus pajas culposas, para sus puertas cerradas.
Para darle la mano al repartidor, deseando éste por siempre que esa mano no haya tocado gónada antes de abrir la puerta.


Correos, correos, clamaron las ondas. El sexo mueve al mundo, como una obsesión, algo que hay que hacer para triunfar, para ser feliz, para apuntarse un tanto y decir: oh, follo, oh, me corro, oh, sí, sí, como Sharon Stone, oh, sí, oh, sí, sigue, sigue. 
Pero no todos follan y la hipersexualizada realidad, que siempre ha existido, incluso oculta bajo los más estrictos corsés, fundamenta las motivaciones autoeróticas, 
Mis primeras pajas venían inspiradas por casi cualquier cosa que llamara a sexo. Un ombligo, una palabra, un chico que levantaba el brazo y enseñaba la axila. Arrancando, que vamos.
Con los años, motivarse es más complicado, por lo que las fantasías, imaginadas en la mente o buscadas en el porno, han de ser más sucias. Los escenarios, más complejos. Los pechos, más peludos. Las pollas, más grandes y olorosas. Ah, de la dramaturgia de la paja, qué mundo particular, qué universo paralelo que cuenta más a los seres humanos que cualquier cosa a la vista. 
Y, claro, este paseo por la masturbación debe parar necesariamente en el dormitorio de las señoritas y en su cajón de la mesilla de noche, ese donde se guarda el consolador, al que muchas hasta bautizan. 
"Yo lo llamaba Dámaso, porque en la caja ponía que era el Dedo de la Dama. Ay, Dámaso...", contó una prima mía con ojos de nostalgia.


La masturbación femenina, que escala del dedo índice hasta el pollón de látex, es el secreto que permanece encerrado en ese bául de la sexualidad de las hembras. Baúl que hasta muchas de ellas desconocen o con el que guardan una complicada relación. 
Las pajas de los chicos suscitan risas y última comprensión; las de las mujeres, inquietud y extrañeza. En las encuestas, los números de mujeres que afirman masturbarse descienden sensiblemente en torno a los hombres. ¿Lo confiesan menos o no lo hacen tanto?
Recuerdo una compañera de clase que asustóse al descubrir que los hombres se masturbaban diariamente y puso una cara entre soliviantada y asqueada que haría las delicias de cualquier educación religiosa.
Como la que folla mucho es una guarra a ojos de la sociedad, quien se toquetea por ahí abajo con frecuencia también debe serlo, por lo que la masturbación femenina ha conocido - y conoce - de la ley del silencio, de la renuncia a la pertinaz experimentación y de todo el enigma concerniente. 
Yo mismo no tengo gran idea de las pajas de las mujeres. Será porque no me gustan, será porque vivo en este planeta. 
Quien vio la paja en el ojo ajeno, se olvidó de hacerse una. 
¿Y de las pajas compartidas? ¿Se puede llamar masturbación si uno se estimula acompañado? ¿O si se hace un oportuno cambio de manos? 
Dicen que sí y yo me pregunto si el hecho de que esa masturbación siga llamándose masturbación simboliza la realidad de que, al final, siempre te corres solo. 


Allá por mis catorce años, rememoro a mis compañeros de colegio que estaban todo el día con la polla fuera. Se reunían a hacerse pajas. Se ponían en círculo, colocaban una revista porno en el medio y dale que dale. 
- Es cosa de hombres - dirán los interfectos para evitar etiquetas de homoeroticidad.
Cosa de hombres es también cambiar de manos y hacer un favor al compañero, aunque este sea terreno de ulteriores intrépidos.
Un caballero con el que estuve liado me contó que, de adolescente, lo hacía con sus hermanos mayores, los mismos que lo enseñaron a masturbarse. 
Se cambiaban las manos, sin pensar en lo incestuoso del asunto y, entre paja y paja, se enteraron de que el más jovenzuelo era gay de tan diestro y entusiasta que se mostraba con el invento.
Cierto señor muy facha que salió en la televisión dijo una vez:
- Las pajas son una guarrada. Y ya hay mujeres guapas en España para que me las hagan.
Los contertulios lo llamaron hipócrita y uno llegó a decir que se metía con el mayor placer que existe sobre la Tierra. 
También el señor facha hablaba de un típico error de cálculo: que tener pareja implica olvidarse del placer solitario. Error, craso error. 
Quien haya dejado de masturbarse porque está en una relación o quien se sienta culpable al seguir haciéndolo olvida lo básico. 
El sexo es más que una cosa que sucede entre las personas, es aquello que ocurre con nuestro propio cuerpo. 
Ese cuerpo que no debe ser menos atendido por el titular sólo porque comparta cama y vida con otro.


Así que, amigos y amigas, este proyecto de sexólogo llamado Josito Montez os recomienda todas las pajas, porque salvan el mundo, porque son gratis, porque son para ti, porque recuerdan que, como la dignidad, son lo que queda cuando no queda nada.
Hágase una paja, amigo mío. Sea una paja, my friend


Hoy yo ya me hecho una - la imprescindible antes de escribir - y ahora mismo me haré otra. Porque hablar de estas cosas, ya se sabe.
Ay, mano derecha de mi delirio.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Nuestra Perfección


Me miré en el espejo con detenimiento antes de escribir sobre nuestros rostros. 
Debía informarme sobre la magna preocupación de los seres humanos. La imagen que proyectamos, la cara que tenemos, el espíritu que se refleja.
Dicen que la cara es el mismo espejo del alma y que, a través de ella, se puede intuir mucho de una persona. Y es cierto. Porque en la faz viven las experiencias, las frustraciones, los anhelos. Y, sobre todo, las señales de la edad y los grados de belleza.
Dicen que la belleza está en el interior. Que uno debe quererse a sí mismo, porque, al final, nuestra mismidad es lo único que poseemos de verdad. 
Pero es difícil aceptarse cuando vivimos en un mundo donde todos tienen ojos que prefieren posarse en lo que consideran precioso, hermoso, guapo, ideal. Así vivimos: buscando el rostro que sea una versión mejorada del nuestro, esperando que refleje la mirada devuelta.
Las coordenadas de belleza y fealdad son estrictamente culturales, aunque, como conceptos, existen desde siempre. Cuando alguien se parece más a un dios que a un mono, es más bello y elogioso. Lleva más de un trecho vencido y encontrará más de una puerta abierta. 
Oh, la satisfacción de ser bello.
¿Qué sientes al mirarte al espejo?, le preguntaba Barbra Streisand a Lauren Bacall. 
La Bacall viviría acostumbrada a encontrarse con una imponente en el espejo, reacia a marchitarse, mientras la Streisand aún se deja los ojos en escudriñar su imagen y suspirar porque otros digan lo que ella piensa al mirarse: "Hola, maravillosa".


El ser humano discrimina a los feos desde el día primero. En mi infancia, recuerdo que las niñas feas tenían las de perder. Los otros niños las perseguían por el patio y les imprecaban lo que pensaban de ellas. 
Tramaban hacerlas desaparecer.
- ¿Y si saltan a la comba sobre una trampilla y se caen?
La crueldad infantil, que es depurada e implacable, está fundamentada en la superficialidad. Algo no gusta a la vista y debe desaparecer. Enanos nazis.
Yo era uno de esos niños que planeaban hacerlas saltar sobre la trampilla. Que se mueran las feas y los feos, así lo enseña el mundo.
Pero, ¿y qué era yo? ¿Qué eras tú?
- Mamá, ¿yo soy guapo?
- Claro que sí, mi niño. Eres el más guapo del mundo.
Bien sabía que había gato encerrado en esa respuesta. 
Ajá, lo decía porque era mi madre y me quería. Pero no entendía que ahí estaba la clave: no se trata de ser guapo, sino de parecerlo a los ojos de alguien que te ama. 
Por mucho que le digan a un enamorado, su amor siempre será lo más bello del planeta.


Pero, ¿qué es la fealdad?
La irregularidad de las facciones, la obesidad, la excesiva altura, la desmedida bajura, el pelo indomable o inexistente, la relamida expresión, cierta deformidad, alguna parte del cuerpo extraordinariamente larga o intrigantemente pequeña. Si tiene usted algo de eso, es probable que sea feo. 
También es muy posible que alguien se lo haya dicho o gritado más de una vez. Quizá desde la infancia. O irrumpió en la adolescencia. O fue cosa de la vejez. En algún momento, usted supo que no era Errol Flynn ni lo iba a ser nunca.
Tal vez viva atormentado, haya renunciado a la búsqueda del amor y camine por la vida con el cariño de su familia y la compañía de sus amigos. 
Mirará de reojo las revistas de moda, los grandes cartelones de Calvin Klein y todas y cada una de las promesas de la estética.


Con toda probabilidad, se haya acostumbrado. 
Incluso puede que la fealdad no le haya impedido hacer nada y descubra que, si ser bello es difícil, estar bueno es muy fácil. Cuestión de sonrisa y encontrar el reflejo favorecedor, ese que vive en los ojos de aquel o aquella que lo encuentra a usted francamente irresistible.
Amigo feo o medio feo, sus angustias por la imagen no son exclusivas. Hasta los más bellos del planeta las tienen.
¿Qué sientes al mirarte al espejo, Miss Bacall? El miedo, el puro miedo a que desaparezca.
Para rostros perfectos, vidas perfectas, parafraseando la canción de apertura de la añorada "Nip/Tuck".
En Los Ángeles, desde hace una década, existe una cumplida tradición: las reuniones de bótox.
Funciona como ir a tomarse el té o depilarse en compañía, pero con la presencia de un kit de inyecciones de toxina botulímica. 
Desde el día en que la Organización Mundial de la Salud hizo la vista gorda, la tal toxina - que estira los músculos con un efecto de parálisis - se convirtió en la bomba. Era más asequible y menos invasiva que los bisturíes y los resultados se prometían menos definitivos. La parálisis es temporal, sí, aunque los daños musculares pueden ser considerables.
Las primeras muñecas de bótox sorprendieron al mundo, especialmente Nicole Kidman, que arruinó su carrera interpretativa con un ponme aquí esas inyecciones.
Bótox o bisturí, el personal aún se confiesa escandalizado con las intervenciones plásticas en las caras de sus ídolos hollywoodienses. Éstos llevan operándose y recauchutándose desde que el mundo es mundo, pero especialmente en Estados Unidos, donde ir arrugado es inaceptable. Para entendernos, estar viejo es estar hecho una facha. Si las depresiones las curan con píldoras, el paso del tiempo también paga peaje en la farmacia y la consulta del médico.
Aún así, es incorrecto. Muy pocos relatan con alegría sus operaciones o sus excesos con el bótox, aunque sean obvios. 
La obsesión por la estética y su paseo por la mesa de operaciones también están íntimamente relacionados con el materialismo, el nuevorriquismo y demás esencias de la horterez. Es pagar algo con la intención de poseer lo que implica. Me compro un yate, seré el más guay. Me agencio un bolsazo de firma, me dirán la más elegante. Me hago pasar por una cirugía terrible y una recuperación dolorosísima, volverá el esplendor en la hierba.
Comparando fotos, casi todos los actores y actrices de Hollywood han sufrido algún arreglo. Se hacen más drásticos con el tiempo. pero el noventa por ciento pasan desapercibidos, porque muchos son realmente sutiles. El llamado little touch.


Las operaciones más brutales tienen mayor y peor prensa, por lo que se suele considerar la cirugía facial como una chapuza que destruye las carreras, cuando, de manera general, las gestiona.
Como he dicho, es tradición y las primeras intervenciones se remontan a fechas que rondan los años veinte del siglo pasado.
La leyenda cuenta que Lana Turner acudió a una secreta consulta con una foto. Sucedió en la década de los ochenta, época clave para la expansión y popularización de la cirugía estética.
Lana le dijo al cirujano que quería volver a lucir como era en "Los Tres Mosqueteros" y le enseñó la imagen de aquella majestuosa Milady de Winter de 1948.
El cirujano le dijo que nanay, que la cirugía estética no era hocus pocus. 
Lana entendió que no volvería a ser Milady, sólo entraría en esa edad indefinida de las personas operadas. No son jóvenes, pero tampoco viejas en el sentido estricto. Son una especie de momias, que puede que reciban el mismo trato de los niños del patio de colegio: persecución, risas y ganas de que se caigan en una trampilla.
Esa esquizofrénica dualidad entre la resistencia a arrugarse como una pasa y la reconversión en una aviesa careta de tirante inexpresividad pervive en las angustias estilísticas de los astros de Hollywood, especialmente los que viven de una imagen y una juventud. Cuando ambas entran en decadencia, algo habrá que hacer.


Desafortunadamente, el actor o la actriz no volverá a la lozanía anterior y lo llamarán sólo cuando necesiten un personaje de señor o señora operado.
Las personas operadas, que ya son una cultura en sí mismas, no sólo se identifican por esas facciones intervenidas, sino por la actitud hipersexualizada que desprenden.
Se entiende la búsqueda de la juventud con la necesidad continua de despertar la erotización ajena. Así, las personas operadas van con ropa ajustada y/o escasa, suelen estar bronceadas y se comportan como mozalbetes.
Recuerdo a la artista argentina Nacha Guevara en una entrevista televisiva hablando de otras compañeras que se buscan novios muy jóvenes. Aseguraba entenderlas:
- No es fácil envejecer - afirmó.
Nacha lo dijo con unas señales de cirugía en la cara nivel Apocalipsis now, con un escote y una falda corta de mucho vértigo, mordiéndose las uñas y con las piernas recogidas pícaramente en el sofá, como en su más linda adolescencia. Sin duda, sabía de lo que hablaba.
¿Será el esplendor en la hierba lo que buscaba Renée Zellweger? El pasado año, saltaba la imagen más espectacular de un cambio estético en una celebridad hollywoodiense. 
¿Qué sientes al mirarte en el espejo?  Otra cara, otra imagen, ¿otra alma? Si la cara es el espejo del alma, Reneé es la rotunda negación de sí misma.


El mundo entero compartió la imagen en las redes sociales y trató de buscar parecidos razonables a la insólita transformación de la Zellweger. La ironía es que esa "otra persona" no era ni demasiado atractiva ni precisamente joven.
Ella aseguró que se sentía elogiada por la atención, porque esa era la cara conseguida a razón de salud y sentirse bien. Eso lo dijo el primer día. Luego corrió a refugiarse en su casa, humillada y muy temerosa de saltar a la comba cerca de una trampilla.
Muchas y muchos salieron en su defensa, arguyendo la magna contradicción. Renée tenía la carrera en boxes porque estaba mayor e hinchada y el intento de mejorar su imagen que le demandaban tanto la industria como la sociedad se tropezaba ahora con la chanza y con aquello en lo que caen todas las mujeres a diario: la imagen propia como enemiga y la opinión ajena como sepulturera.
Puede decirse que los hombres también sufren si son feos, van gordos o están viejos, pero nada comparable a lo que se cierne sobre las hembras, más que nunca en el país de las vidas perfectas para las caras perfectas. 
Si un hombre se hace mayor, tendrá su público. Yo, incluido, cómo me gusta un daddy. Si una mujer se hace mayor, es una vieja.
La cosa es que las mujeres maduras también gastan sus admiradores, igual que las obesas, y sólo hay que ver el buen mercado de porno que tienen ambos espectros físicos. Como la cosa queda en un íntimo margen y los caballeros heterosexuales nunca manifiestan abiertamente que les guste un tipo de mujer que se escape de los prototipos, cunde la idea de que ser una señora es perder todo el atractivo inmediato.
Renée será el cambio más espectacular, pero el tratamiento más cruel de la industria sucedió con Kathleen Turner que, gorda y vieja, dejó de ser tratada como el cañonazo de hembra de otrora. Ahora la llaman para personajes paródicos.
En las últimas semanas, volvía el pánico. 
Uma Thurman, una de las grandes bellezas de los años noventa, aparecía con una cara extraña, con la pista de una operación facial a gran escala. Hubo lloros, pitidos, burlas, mareos, ganas de hacerle un kill Bill al estilista.


La hermosa Uma reaparecía en una entrevista y confesaba que, oh, voilá, ¡sólo era maquillaje! El personal suspiró aliviado y no se sabe nada sobre el paradero del tal estilista.
¿Es la respuesta apostar por un envejecimiento natural? No todas las mujeres tienen la suerte de envejecer como Audrey Hepburn y sí lo harán como sus madres o sus abuelas. En cualquier caso, ha quedado claro que las intervenciones quirúrgicas son peor remedio que la misma calamidad. ¿Cómo ocultarse? ¿Hay que hacerlo?
La vida de las estrellas se basa precisamente en una ecuación que se calcula entre la ocultación y el exhibicionismo.
No hay mejor ejemplo de ese choque que Sara Montiel. Un escote tamaño autopista, pero una media sobre la cámara, por favor. Una exclusiva en la revista y un millón de secretos. Así se construyen los mitos, entre lo que dan y lo que se reservan.
El envejecimiento de sí mismos está en ese último grupo.
Porque la mirada habitual a las películas, a la publicidad, a cualquier imagen, es la búsqueda de la perfección, de la juventud, de la alegría.
En realidad, no se hacen un favor a ellos mismos. Lo hacen por el público. Lo hacen por nosotros.
Oído en un programa televisivo:
- ¿Por qué llevas ese escote, hija?
- ¡Para animar a la audiencia!
Si entendemos que todo es piadosa mentira en el negocio del espectáculo, la ilusión debe ser persistente, reciclable, retroalimentable.
- ¿Por qué te estiras tanto, Mary Steenburgen?
- Para seguir siendo la Mary Steenburgen que tanto quieres.
La vanidad suya es la vanidad nuestra.


Acostumbrarse a ver caras arrugadas pasará por la aceptación de la propia caducidad. Es difícil envejecer, sí, y también es complicado hacerse a la idea de que algún día nos vamos a marchitar y no lo haremos ni como Audrey Hepburn ni como Sean Connery. 
Ver caras viejas todavía no es plato de gusto ni la vejez ha conocido mucha ficción. Es deprimente, piensan todos. Mejor vivir a espaldas de lo inexorable y esperar por el milagro del futuro.
Ese milagro que significaría ir con una foto de tus veinte años y que el cirujano te diga:
- Pan comido.
Hasta entonces, mírabame yo al espejo para escribir estas líneas y no me veía nada mal. La edad me ha sentado bien, pensaba. Treinta y tres años no son para quejarse.
Tendré que afeitarme. El gimnasio va bien en este cuerpo, pero todavía queda. Y tengo que hacer algo con ese pelo. Ojeras controladas.
¿Eres feliz contigo mismo? Sería la pregunta a la imagen. ¿Quién es ese que ves? Aquel que se mira al espejo esperando la reválida de sí mismo. Hola, maravilloso. ¿Qué dirán los otros? Eso ya lo pensaré mañana.
¿Y si todo desapareciese, Dorian Gray? Quién nos dice que no nos encomendaríamos a una inyección que prometiese la tersura o, al menos, lo más parecido a ella. Quién nos dice que no perseguiríamos lo perdido. Quién nos dice que seremos capaces de aceptar que nuestro rostro será otro. Quién quiere ser feo.


Quién tiene esa fuerza que implica asumir que lo más valioso se escapa. Hablo de la renuncia a nuestra perfección.
Antes de juzgar con ligereza a las operadas y operados de Hollywood - esos seres que viven en el doble de escaparate que el nuestro -, pregúntese si es fácil saltar a la comba sobre una trampilla tambaleante con la certeza de que se va a caer en cualquier momento.

martes, 10 de febrero de 2015

Caritas Negras


Hace un año, Ellen DeGeneres se subía al escenario del Kodak Theatre para presentar la enésima - y aburridérrima - edición de los Oscars con un chiste inmortal para rematar su discurso de apertura.
- Posibilidad número 1: "Doce Años de Esclavitud" gana como mejor película. Posibilidad número 2: Sois todos unos racistas.
El ataque a la corrección política en una fiesta que se precia en celebrarla y cumplir con ella a razón periódica es casi una genialidad, si ignoramos que la crítica a la propia ceremonia también forma parte de la función. 
En cualquier caso, se subrayaba la obvia presión, esa que dudaba entre premiar a una película que retrataba la esclavitud sin ambages o ignorarla y hacer pasar a la Academia por lo racista que ha sido en tantísimas ocasiones. 
La película ganó, como bien sabemos, y también Lupita Nyong'o, que interpretaba a la esclava que el maligno de Fassbender utilizaba como lienzo de su brutalidad. 
No eran todos unos racistas en esos Oscars, pensaron las buenas personas.
Como película, "Doce Años de Esclavitud" no era para tanto y más bien para poco, al menos en mi humilde opinión, y algunos observadores habían detectado en ella ese muestrario de "culpa blanca", ejercitada y sacada a pasear, más que nunca con los dorados premios a la vista. 


En esta temporada, la cosa se ha vuelto del revés, porque la película de afirmación afroamericana propuesta, "Selma", ha sido escasamente mencionada. Apenas dos nominaciones: mejor película y mejor canción original. 
Se ha dicho ahora que la Academia es racista, o al menos que descuida la diversidad, y además ha perdido una oportunidad histórica: nominar a Ava Duvernay, que hubiese sido la primera directora negra en postularse para el Oscar.


Es previsible que la gala esté llena de alusiones al respecto, porque es ante todo un programa televisivo; de manera forzosa y desde hace rato, cumplir con cuotas raciales, genéricas y sexuales es una cuestión insorteable. La discriminación positiva la llaman. ¿Sigue siendo necesaria? 
El presidente de los Estados Unidos es negro, cuarenta años después de que su padre tuviera que hacer pis en otro baño. La diosa mediática del país es negra y qué negra: Yanquilandia no se concibe sin Oprah Winfrey. 
Pero todavía la presencia de los afroamericanos en las altas cúpulas es escasa. Aún llenan las cárceles, siguen poblando los barrios desfavorecidos, ocupan las más tristes notas de prensa y levantan las cejas del estereotipo. 
Una serie como "The Wire" nos contaba mucha de la amargura de la marginación de las comunidades afroamericanas.
De manera irónica, la escasa audiencia de la serie en sus originales pases televisivos se entendió con la idea de que el público hace zapping si ve demasiadas caritas negras en su pantalla.


Busquemos explicaciones en uno de mis lugares favoritos: la Historia del Cine. 
La omisión de "Selma" en mayores categorías entretiene las notas de prensa de estos días, pero, en cambio, ha pasado desapercibido el centenario de "El Nacimiento de una Nación". En realidad, es un aniversario que no se ha querido celebrar. 
Como conté hace algunas lunas, es una de las películas fundacionales del cine norteamericano, que relataba la Guerra de Secesión, la ruina del Sur y la emancipación blanca entre el caos de posguerra a golpe de Ku Klux Klan. 
La policía asesina envuelta en sábanas es glorificada en esta odiosa obra maestra de David W. Griffith que, ya en su estreno en 1915, causó muchísima controversia y más de un disturbio racial. 
No sólo por la desconcertante celebración del Klan, sino por la aparición de unos personajes afroamericanos de mucho miedo: alcohólicos, degenerados, violadores, holgazanes, criminales y además tontos. 
E interpretados por blancos pintados de negro.


En aquellos tiempos, se ignoraba la corrección política, pero el daño era el mismo y también se marcaba la tendencia: el cine, como la realidad, iba a ser una cosa mandoneada por blancos ricos. 
La primera versión de "Imitación a la Vida" refleja a la negra que, a pesar de ser millonaria, debe bajar la escalera a su habitación del piso de abajo, mientras el superior está sólo reservado a su amiga blanca. 
Esa película y su remake de los años cincuenta contaron la verdad: perdieron la condición de esclavos, pero seguían perdiendo en todo.


Las reglas del Código Hays prohibieron cualquier referencia o imagen sobre la convivencia interracial, por lo que la mayoría de los actores afroamericanos quedaron relegados a criados, sirvientes y adorables mamis, encubriendo un talento desbordante en líneas cómicas y estereotipos caros a la opinión racista sobre ellos. 
Por entonces, debían entrar por la puerta de atrás y todo lo concerniente pasaba por el espanto del tabú. Cómo eran, qué pensar de ellos, cómo tratarlos. 
La condescendencia ya era el fruto extraño que los blancos reservaban a todos los negros, fueran grandes cantantes o míseros salteadores de caminos. 
A las puertas de la gloria, tocó Lena Horne, la primera artista afroamericana contratada por la Metro Goldwyn Mayer y notoriamente desperdiciada por el estudio. 
Sus apariciones detienen el show y es obvio que podría haber sido más grande que Judy Garland y Fred Astaire juntos, pero esas secuencias estaban debidamente aisladas del resto de la película para poder ser cortadas en su exhibición en los pases por el Sur estadounidense, que aún abucheaba cuando la cosa se ponía demasiado negra. 


Posibilidad número dos: Sois todos unos racistas. 
El racismo hizo acto de aparición en el cine y en todas las mesas entre el hervidero de los derechos civiles.
Las pantallas lo contaron con la valentía que precede al puro miedo. Sidney Poitier fue el principio, el más allá después del negro artista, del "negro bueno", del negro sufriente. Era el negro con dignidad, ese gesto que no pedía, sino exigía. 
Fue el primer Oscar a un actor afroamericano y también el protagonista de "En El Calor de la Noche", que ganó el año que mataron a Luther King.


Los Oscars han vuelto a esas noches negras con periodicidad más bien postergada. 
"Este año tocaba", dijo Denzel Washington con su segundo premio, porque ese año también lo había recibido Halle Berry, que honró a todas las mujeres que intentaron alcanzarlo, que perdieron sus contratos, que abrieron el camino hasta esa puerta abierta. 
Fue muy emocionante - quizá el último momento genuino de emoción en esos premios - y, cuando lo vi, pensé: 
- Les tienen tanta envidia. Son fabulosos, cómo lo celebran, cómo se emocionan, cómo brillan.


Entre la marginación y la fama, perseguidos por sus orígenes, las sagas negras de enriquecimiento siguen siendo tan impactantes como toda la Historia de la negritud. 
El otro día leí sobre Sam Jones III, un joven actor que apareció en "ER" y "Smallville"; tras salir de la pobreza con su carrera interpretativa, el pasado le alcanzó cuando quiso ayudar a un amigo de infancia. 
Ahora mismo Sam Jones cumple condena.


¿Ha pasado el tiempo o viven detenidos en la tendencia de la marginalidad? ¿Sufren la mayoría de ese panorama pavoroso de ignorancia, incesto y brutalidad que nos contaba la brillante "Precious"? 
Muchos son como "Stella Dallas" o Molly Brown: ni toda la riqueza del mundo les permitirá franquear las puertas del poder, de la aristocracia, de la finura. Son para muchos la magna expresión del nuevorriquismo, todo bisutería y oportunismo.
Como toda la gente que no es blanca, ni rica de nacimiento, ni hombre, ni heterosexual, ni con educación universitaria, muchos afroamericanos deben demostrar más. Deben convertirse en blancos o deben poner las cuotas de integración sobre la mesa cada año.
El blanqueamiento de la negritud es algo que me enfurece sobremanera, porque es la definitiva señal de la condescendencia. 
En "Lincoln", Steven Spielberg fichaba como la criada negra a Gloria Reuben, que es una señorita fina y más bien sosa, perdiendo la oportunidad de colocar a un personaje más estridente, más ignorante, más histórico, más real; esa mami que, aunque la llamen basta iletrada, se merece la libertad y el voto como todos los demás seres humanos.
Pelear es la cuestión y nunca querré que mueran los negros indignados, esos que chasquean los dedos cuando se enfadan, esos que encubren sus orígenes con oro y anillos, esos que sueñan con que sus hijos vivan en un mundo más justo, donde la policía no desconfíe y baje el arma.
Llenan las ondas de música, la saben meter en las mejores canchas, visten las series más exitosas de la temporada y todavía a Kerry Washington le blanquean la cara en la portada de una revista de moda, como si cierto mundo quedara detenido en los tiempos de Lena Horne.


A propósito de la protagonista de "Scandal", detesto a Shonda Rhimes y sus series me parecen el acabóse, pero celebro su furia y que se indigne cuando la llaman "negra indignada" en el New York Times.
Y amo, amo, amo la nueva sensación de las pantallas catódicas estadounidenses: "Empire". Junto con las series de Rhimes, demuestra que no todos zapean cuando ven caritas negras en sus televisores.
Decía Spike Lee, a propósito de lo sucedido con "Selma", que ya pueden ir jodiendo a Hollywood, en general, y a los Oscars, en particular. 
El cineasta afroamericano más contestatario - y, por ello, más apartado a un lado - decía que hay muchísimas estrellas negras que triunfan en todo el mundo, desde el citado Denzel hasta Will Smith, sin hablar de los astros de la música y del deporte. 
Colocarlos en carteleras es garantía de éxito, algo que la blanca Hollywood se resiste a creer. No apuesta por lo negro y, cuando algo falla, es porque salía un negro.
Probablemente, con las cifras de audiencia que está cosechando "Empire" empiecen a recapacitar. A cinco capítulos emitidos, este súper culebrón protagonizado por afroamericanos se ha convertido en el mayor éxito televisivo de la década.


Creado por Lee Daniels, director de "Precious" y confeso adorador del melodrama - de hecho, un proyecto televisivo suyo que no cuajó fue un all-black remake de "El Valle de las Muñecas" - "Empire" cabalga con el retrato menos condescendiente que han encontrado los negros en la pantalla mainstream.
Ambientada en un emporio discográfico de hip hop, sus protagonistas fundamentan su riqueza bajo el cimiento del narcotráfico, secreto que guardan entre sus horteras oropeles y sus violentas discusiones. 
La serie, que es una mezcla de "Dinastía", "Imitación A La Vida", "Mahogany" y el más tremendo de los reality shows, resulta auténtica por ser totalmente artificial. 


Es un exceso sin medida, ese viejo y buen exceso que ya hacía falta de vuelta en televisión; descacharrante, libre de pretensiones, a la raíz, trasladando la furia de la tragedia clásica a la más vulgar de las existencias nuevorriquistas.
Con números musicales, hijo gay y una malvada toda uñas, rabia, ex-presidio y venganza. 


Esta prometedora "Empire" demuestra algo que parece evidente, también aplicable a las mujeres, a los homosexuales y a todas las etnias y minorías. 
Pueden contarnos con realismo, sí, pero también queremos ser protagonistas de los espectáculos y vivir en los cartelones de la ciudad. 
Apártate, blanquito, que ya estás muy visto.


Para las caritas negras, romper las cadenas y saltar las vallas fue el sueño que ebullió durante generaciones y desfallece el día que alguien hace un juicio sin preguntar o se dispara un arma por un error fatal. 
Sí, amigos, habrá necesidad de discriminación positiva hasta el día que se termine la discriminación real, diaria, tangible.
Aún así, a pesar de los fracasos, de los olvidos, de las injusticias, de que la ausencia de nominaciones se sienta como relegarlos a un baño aparte, los desheredados de la Tierra se la cobran día a día y demuestran la escalofriante dignidad que ha vivido en esos rostros y esas caras desde el principio de los tiempos. 
Malos, buenos, regulares, los negros y las negras del mundo suben los brazos, elevan sus galardones, enseñan sus medallas, gritan con ganas, lloran como nadie y sí, cuando celebran sus triunfos, quizá en ese preciso instante, sientan que las cadenas han caído y son libres, al fin.