Leen tus ojos que he vuelto a los Oscars. Nunca digas nunca, siempre dices Oscars.
Juro que no lo planeé. Anoche me preparaba para no-ver la gala, tal y como conseguí el año pasado, y, cual hipnotizado por un arcano conjuro, me vi buscando un streaming online, conectando la tele al ordenador y apagando la luz a las cinco y media de la madrugada.
Hábrase visto semejante desfachatez. Otra vez, otra vez, señor mío: hice exactamente lo contrario a lo que me prometí.
Échale la culpa a Julianne Moore, atribúyelo a que el nivel medio de las películas de este año ha aumentado un pelín - aunque ninguna me mató lo suficiente para hacerle un team de apoyo -, o entiéndelo a través del cierto suspense que había en dos de las categorías principales.
O acaso fue algo parecido a aquello que hacemos cuando nos gusta alguien poco recomendable. Dijimos que no volveríamos a meternos por ese camino y, de repente, ahí estamos, andándolo, preguntándonos si es tarde para regresar.
Tras este disclaimer de entrada, - en realidad, he visto los Oscars porque me ha salido de los mismos y también porque he podido -, entremos en la faena de la crónica.
Otra cosa que distaba de mis planes: escribir nuevamente sobre esa ceremonia gastada por sí sola y agotada en mis demandas de entretenimiento.
Si no ha sido divertida ni me ha motivado gran cosa, tampoco ha dolido. La cuestión ha estado entre descansar de tantos años de ceremonias y no esperar absolutamente nada de esta. Ni siquiera buscarle una racionalización. Sólo verla.
Para sintetizar el feeling, cuando decían "Birdman", yo entendía Bergman.
Para sintetizar el feeling, cuando decían "Birdman", yo entendía Bergman.
Pero lo de Julianne lo deseaba con ojitos jóvenes y corazón palpitante. ¿Hay alguien que no quisiese esa reunión del rojo y del oro?
A lo que iba.
Hace unas semanas, leí unas palabras de Jessica Lange, actriz querida y multipremiada, que hablaba de los discursos de agradecimiento. Ella aseguraba que los entendía como una recompensa a un trabajo en concreto y, por tanto, había que nombrar a los que lo habían hecho posible, fácil y/o inspirado. Decía que ella nunca agradecía ni a Dios ni a su madre y consideraba pretencioso prorrumpir en instante cumbre con un premio en la mano.
Me pregunto qué pensaría Jessica Lange de la gala de anoche, que fue la prueba fidedigna de que no basta con ganar el Oscar, hay que lanzar el súper discurso para vencer de verdad.
Sinceridad o probidad de las palabras de los premiados aparte - en la mayoría de los casos, están fuera de toda duda -, el nivel emotivo del discursismo se ha hecho ingrediente indispensable en ceremonias como ésta. No hay que agradecer al equipo, se debe poner al personal como una moto.
Si se rastrean antiguas entregas de los Oscars, sorprende lo apagado del conjunto y como muchos grandes simplemente decían un "Thank you" y para casa.
Los abucheos que se llevaron Richard Gere, Vanessa Redgrave o Michael Moore por politizar y significar sus momentos en el escenario ahora serían considerados etiqueta.
Dar una interpretación definitiva con la estatuilla en la mano es ingrediente del espectáculo, hasta el punto de que anoche se hizo la parte más esperada, importante y elogiosa.
Espectáculo que cada año está más buscado de lo "over-the-top".
Como sucede en muchos blockbusters de la actualidad, la Academia se ha olvidado por completo de la progresión dramática y el tono está continuamente en lo alto.
Es una manera de atraer la atención de las esquivas audiencias y sus más suculentas capas demográficas, pero también un modo inmediato de cansarse. No sólo es la elevación del tono - el volumen de la televisión norteamericana además está altísimo -, sino la sobreproducción de los números musicales, de las intervenciones y hasta del presentador. Sólo el In Memoriam ha conocido una súbita minimalización.
Se entiende que, si se tiene a Neil Patrick Harris, éste debe hacer de muy Neil Patrick Harris. El chico estupendo haciendo de chico estupendísimo. El presentador apareció así forzado, con una sonrisa buscada y, sin embargo, delatora de cierta incomodidad. No hay descanso para los sobreactuados.
Con todo, la respuesta no está - ni debería emplazarse - en el host, sino siempre en la escasa chispa del guión. De ahí ni el más pintado puede salir.
Con todo, la respuesta no está - ni debería emplazarse - en el host, sino siempre en la escasa chispa del guión. De ahí ni el más pintado puede salir.
Todo es apoteósico y exagerado en los Oscars, con un refuerzo camp, lleno de divas y nostalgia, que se intensifica con las ediciones.
Quizá para conectar con el público gay, potencial devorador de estas cosas, aunque, a grandes rasgos, con cualquier cazador de lo sentimental y lo ultraemocionado.
Quizá para conectar con el público gay, potencial devorador de estas cosas, aunque, a grandes rasgos, con cualquier cazador de lo sentimental y lo ultraemocionado.
Este año, el diva showdown fue cosa de Lady Gaga que irrumpió para homenajear "Sonrisas y Lágrimas" (The Sound of Music), clásico que anda de aniversario.
La Gaga cantó muy bien - todos los que cantaron anoche estaban en soberbia voz - y, al finalizar, se abrazó a Julie Andrews, a quien llamó incomparable, con el aplausómetro desbordado.
La Gaga cantó muy bien - todos los que cantaron anoche estaban en soberbia voz - y, al finalizar, se abrazó a Julie Andrews, a quien llamó incomparable, con el aplausómetro desbordado.
Pero ese escenario sin grandes aditivos, esa Lady Gaga sin Gaga, la ausencia de theatricality, la devoción sin retuneos a las canciones de la película y las ínfulas de streisandismo me dieron cierto resquemor en mi butacón.
Ese resquemor de que, incluso cuando exageran, los Oscars blanquean, sosiegan, hacen straight.
Ese resquemor de que, incluso cuando exageran, los Oscars blanquean, sosiegan, hacen straight.
Gaga no ha ido a los Oscars como Gaga, del mismo modo que Tom Hanks nunca ha ganado por una comedia ni los cuatro premios de John Ford sucedieron por ninguno de sus westerns.
"Échate pokerfeis", decían los memes de las redes sociales, para simbolizar la desorientación del personal ante una artista que suple el colapso de su carrera y su imagen con un giro a lo convencional. Un "mira lo que valgo sin peluca".
"Échate pokerfeis", decían los memes de las redes sociales, para simbolizar la desorientación del personal ante una artista que suple el colapso de su carrera y su imagen con un giro a lo convencional. Un "mira lo que valgo sin peluca".
A pesar de todo, hay que decir que las principales películas premiadas y litigantes de este año han sido escasamente Oscars, al menos a ojos vistas, y coronar "Birdman" es una apuesta por cierta inquietud fílmica que la Academia, ni en sus vertientes menos graduadas, ha querido celebrar en pretéritas ocasiones.
Como he dicho, el nivel general ha mejorado con respecto a anteriores ediciones, pero ninguna de las multinominadas me ha calentado más de un pie.
"El Gran Budapest Hotel", la película que no empieza nunca, sólo ha sido testigo de mi decreciente interés por Wes Anderson a lo largo de los años.
"Birdman" es divertida, aunque superficial y le falta un tercer acto, por no hablar de lo fatal que me cae su ampuloso director.
Richard Linklater tiene la sutileza de la que Alejandro G. Iñárritu siempre ha carecido, pero "Boyhood", tras una primera parte conmovedora, se me reveló como una paliza de cuidado y con un espíritu muy convencional como motor de sus emociones y conclusiones.
En cambio, he aplaudido el segundo premio consecutivo a Emmanuel Lubezki, ese tremendo director de fotografía, responsable de las imágenes más pregnantes de los últimos tiempos.
Jessica Chastain, que le dio el premio de anoche, lo sabe bien, porque nadie la ha retratado mejor que él, según órdenes de Terrence Malick. Sí, soy de los que apoyan el amanecer como fe dramática.
Jessica Chastain, que le dio el premio de anoche, lo sabe bien, porque nadie la ha retratado mejor que él, según órdenes de Terrence Malick. Sí, soy de los que apoyan el amanecer como fe dramática.
La pedrea actoral fue también querida por mí y bebida de todas las previsiones.
El único que guardaba cierta intriga era el premio al mejor actor protagonista.
Se gestó la oportunidad de darle reverencia a la carrera de Michael Keaton, pero Eddie Redmayne venía con el infalible SAG bajo el brazo e interpretando a un persona real deshauciada por una enfermedad incurable.
Oro puro para estos galardones.
Oro puro para estos galardones.
Eddie, el más joven y nuevo de los cuatro intérpretes galardonados, se ha ganado las mejores letras de las crónicas con su sensible discurso, contrastando con el serio J. K. Simmons, oscarizado por "Whiplash"; laborioso Simmons, esa presencia secundaria y televisiva tan querida, inolvidable en la serie "Oz", también como villanísimo de pavorosa presencia.
Si Eddie le dio a la sensibilidad y J. K. a la sensatez, Patricia Arquette se adueñó de la noche.
Su discurso en los Globos de Oro había sido también un iceberg. Como en éste, la siempre modesta Patricia y su poquita voz entraba con gafas y un papel escrito.
Su discurso en los Globos de Oro había sido también un iceberg. Como en éste, la siempre modesta Patricia y su poquita voz entraba con gafas y un papel escrito.
Y, de repente, toma.
Si en aquel honró a su madre y a todas las madres con una escritura sincera y acerada, éste, de repente, se tornó reivindicativo y exigió igualdad salarial para las mujeres.
Si en aquel honró a su madre y a todas las madres con una escritura sincera y acerada, éste, de repente, se tornó reivindicativo y exigió igualdad salarial para las mujeres.
Etiqueta y buena oportunidad.
Patricia interpreta con delicadeza una mujer de carne y hueso en "Boyhood" y ella, que nunca ha sido mucho ni tampoco menos, sabe de lo complicado que se ponen las cosas laborales para las mujeres de Hollywood, esas que no deben engordar, esas que han de llenarse de bótox y resistencia para sobrevivir y aspirar a un simple papel. Esas, como Octavia Spencer, a las que el Oscar no sirve para nada. Esas que aún cobran menos que sus compañeros.
Patricia interpreta con delicadeza una mujer de carne y hueso en "Boyhood" y ella, que nunca ha sido mucho ni tampoco menos, sabe de lo complicado que se ponen las cosas laborales para las mujeres de Hollywood, esas que no deben engordar, esas que han de llenarse de bótox y resistencia para sobrevivir y aspirar a un simple papel. Esas, como Octavia Spencer, a las que el Oscar no sirve para nada. Esas que aún cobran menos que sus compañeros.
El discurso de Arquette fue aplaudido a rabiar, sobre todo por Meryl Streep y Jennifer Lopez, las dos reinas del cotarro por méritos distintos.
Jennifer, por ser el florero de Versace y Meryl, por representar una venerable generación de intérpretes.
Ambas, duras como el acero, con la tranquilidad de que todo lo que tienen se lo han ganado por sus santos ovarios y por sus inmejorables representantes.
Y los dos, un poco como cabras. No faltan a una, ya se sienten como en su casa. Benditas sean.
Yo entendía Bergman y me dormía a la hora del lobo, sí, pero a propósito de mujeres, estuve oído avizor al sobre que leyó Matthew McConaughey.
Al fin y al cabo, he visto estos Oscars sobre todísimo por presenciar el momento esperado durante veinte años.
En 1994, vi el primer coño rojo de mi vida - Robert Altman, se te echa de menos -, y la dueña de dicha pelirrojez natural ya se robaba el cine en aquella magnífica "Vidas Cruzadas".
Se lo han podido dar tantas veces - y la mayoría ni siquiera ha estado nominada -, que sinceramente, llegué a pensar que Julianne Moore nunca ganaría un Oscar.
Oh, esa actriz generosa, de carrera impecable, que ha compaginado películas comerciales con ambiciosos proyectos dramáticos sin perder una peca. Si se ha equivocado alguna vez, no me acuerdo.
Cada vez que digo "¡Qué vergüenza!", me acuerdo de la farmacia de "Magnolia". Y, si no has visto "El Fin del Romance", debes hacerlo.
Una mujer tan adorable, tan volcánica desde lo mínimo, tan dúctil y siempre tan identificable. Sí, ya era hora para Julianne Moore.
Como el también bermellón Redmayne - quien interpretó a su hijo en "Savage Grace" -, Julianne lo ha conseguido por interpretar a una brillante persona con un padecimiento degenerativo y devastador.
El Alzheimer también fue protagonista con el recuerdo a Glen Campbell, astro del country y uno de los cantantes favoritos de servidor, que diagnosticóse con la enfermedad del olvido hace un año y quiso escribir una última canción, nominada anoche.
Yo deseaba que ganase Campbell - cuyo tema fue interpretado por el pedazo de maromo de Tim McGraw -, pero venció otra llamada a las lágrimas.
"Selma" traía una canción compuesta e interpretada por John Legend y Common, ambos apoteósicos, a la altura de las circunstancias, haciendo emocionar a un público que no había llorado tanto desde que Fraülein Maria volvió a la casa de los Trapp.
Además de la Moore, anoche ganó otro Moore: Graham Moore, guionista de "The Imitation Game", reivindicación de la figura del matemático homosexual Alan Turing.
Antes de que abriera la boca, yo me enamoré del adorable Graham y también di por descontado que era gay.
Otro discurso hiperexcitado, derecho a las agendas y los lacrimales, donde defendía lo raro y aludía al intento de suicidio que acometió en sus más tristes horas de incomprendida adolescencia.
Lo curioso del asunto ha saltado hoy en las noticias, cuando Graham ha puntualizado que no es gay, sólo extraño.
Ya no sé si veo doble o he entendido Bergman.
Neil Patrick Harris - que sí es gay y, de hecho, el primer caballero que presenta esa ceremonia que se permite echarle el tejo a Channing Tatum - se consideraba valor seguro, dado su buena experiencia en otros saraos de galardón. Pero la audiencia que siguió la ceremonia anoche en ABC ha sido para dar pocos saltos y es muy probable que Barney Stinson no vuelva a estos viñedos.
Aunque la retransmisión gobernó la noche, ha sido la gala de los Oscars menos seguida de los últimos siete años.
Quizá por la discreta popularidad de los títulos en competición - sólo "American Sniper" se ha dicho taquillazo - o, tal vez, por el desperdigado consumo multiplataforma.
Ay, tanto exagerar, tanto cantar a pleno pulmón y tanto hacer exactamente lo contrario a lo que recomienda Jessica Lange y todavía en Wichita se estaban preguntando anoche por qué no daban un nuevo episodio de "Revenge".
Para México, en cambio, todas las enhorabuenas.
¿Y qué decir de los maromos? Ay, hijos míos, poco. La moda de las barbas me gusta, pero esas tan maqueadas, revenidas con esos bronceados artificiales - en serio, ¿qué le pasaba a Chris Pine? - me dieron escasas alegrías.
Dos chicos de los noventa, Ethan Hawke y Ben Affleck, fueron mis nenes predilectos de la noche. Una madurez de lo más provechosa, en todos los sentidos.
Y, hablando de maduros, me pongo como tarea pendiente investigar acerca de Tim McGraw. Madre de Sirk, qué señor.
¿Y la Academia? ¿Qué tarea pendiente tiene? Muchas, cumplidas a trompicones, sin demasiada guía.
Anoche vivían culposos por la escasa diversidad racial de las nominaciones y, con esa discreción tan anglosajona, no se autocriticaron con pertinencia, sino lo suplieron con discursos de enjundia y enérgico overacting.
La inagotable, contradictoria búsqueda de la elegancia en el escenario del kitsch.
¿Y yo volveré a los Oscars? ¿Siempre diré Oscars? Tú lo sabes mejor que yo.
Sí estoy seguro que seguiré protestando desde la platea con el clamor por la autenticidad, más que nunca en el paraje de lo artificial.
Sí estoy seguro que seguiré protestando desde la platea con el clamor por la autenticidad, más que nunca en el paraje de lo artificial.
Todos a una: ¡Échate pokerfeis!