Rodar una película de noche es costoso y arduo, y si escribes un guión con muchas secuencias nocturnas situadas en exteriores, cualquier productor te tirará el libreto a la cabeza, con la intención de que elimines el noventa por ciento de esos escenarios o bien te dediques a otro menester.
Pero el mundo, las vidas y, sobre todo, las camas también transcurren de noche.
Preguntemos a los americanos, que lo saben todo y siempre ganan dinero, ¿cómo rodáis de noche?
Preguntemos a los americanos, que lo saben todo y siempre ganan dinero, ¿cómo rodáis de noche?
En el cine clásico, creaban la ilusión, desplegaban la persuasión. El diafragma de la cámara se cerraba y el día quedaba registrado con una tonalidad de azul, que simulaba una noche lunar.
Es lo que se conoció en Europa como "la noche americana", porque podía pasar desapercibida a los espectadores entregados a la historia, pero cualquiera, simplemente mirando la imagen, era capaz de percibir que aquello estaba filmado durante el día.
Simular lo suficiente y aspirar a ahorrar, así se las gastaba - y se las gasta - el Imperio.
Simular lo suficiente y aspirar a ahorrar, así se las gastaba - y se las gasta - el Imperio.
Hay algunas películas con una "noche americana" tan extremada y mal conseguida que es difícil averiguar si es día o de noche.
El caso de "Johnny Guitar", donde la luz cambia de plano a plano, es para pensar si Nicholas Ray decidió olvidarse de las coordenadas temporales y todo lo que sucede en ella es un sueño.
La respuesta no está sino en la estrechez presupuestaria.
La respuesta no está sino en la estrechez presupuestaria.
Como muchas cosas del cine clásico, la "noche americana" fascinó a los jóvenes directores de la Nouvelle Vague, que la veían como esa prueba de artificialidad que tiene el primario disfrute de las películas.
Bien deberías saber que François Truffaut nombró así una de sus obras más queridas que trataba precisamente sobre la loca creación del cine, o el definitivo arte de la simulación.
Con los avances técnicos, las cosas han perdido rudimento, pero no toda la artificialidad, ni las ganas de ahorrarse cuatro duros, especialmente en épocas de crisis.
Por ejemplo, rodar dentro de un coche sigue siendo muy difícil, porque, por asuntos fotográficos, la imagen de una cámara habitual se queda en verde.
Desde el cine clásico hasta las sitcoms más actuales, se monta a los actores en un coche inmóvil y se les coloca una pantalla por detrás.
El efecto salta a la vista y, de alguna manera, la persuasión americana hace de las suyas: no dejarás de ver una serie porque el croma sea de lo más cutre.
La imagen digital también ha ahorrado muchos dólares a Hollywood. Antes para hacer una escena de masas en exteriores, había que contratar a figurantes, vestirlos y darles de comer. Ahora todo lo hace el ordenador. No hay que construir ni un decorado.
Aún así, lo digital canta una barbaridad y, año a año, las películas que lo emplean - y abusan de él - envejecen con rapidez, técnica y visualmente hablando.
Pero que el cutrerío de la industria más lujosa es la mayor de las paradojas amanece más que nunca en ese bebé de plástico que acuna Bradley Cooper en "American Sniper".
La película es una oda al americanismo en muchas cuestiones y, en ese bebé de atrezzo, es un canto a su material favorito.
En cualquier caso, es inexplicable para un drama de cacareado prestigio. ¿Nadie se percató del gazapo? ¿O les dio igual?
Pese al bebé de plástico, "American Sniper" ha arrasado en taquilla en todo el mundo. Objetivo conseguido.
Para Hollywood, es esencial que sus flamantes productos arrasen en todo el mundo. El mercado nacional ya no es importante ni decisivo y habría que preguntarse si lo fue alguna vez.
En los últimos años, muchas grandes producciones, más americanas que el chicle, han tenido una tímida acogida en casa y han salvado el honor de la industria con su paseo mundial. Ese paseo que también es instrumental en todas las facetas del poder de Estados Unidos.
El cine norteamericano es imperial de facto y está en crisis cuando sus países clientes también lo están. Los dividendos son menores porque el euro está de capa caída y se nota en los barómetros.
Con las películas que compiten por los Oscars, hay caras largas y sensación de desastre, porque la mayoría no están cumpliendo con las billonarias expectativas, aun siendo unos éxitos tremendos. Porque no es el éxito tremendo, sino la pegada brutal de fin de semana lo que busca Hollywood. No quiere "Boyhood", que va despacio pero segura, sino "El Hombre de Acero", que se asegura el billón el viernes y nadie la recuerda el lunes.
Quizá por esa desconfianza ante la carrera de las películas oscarizables, la industria ha colocado en medio uno de sus últimos artefactos: ese engendro mecánico llamado "Cincuenta Sombras de Grey".
Cualquier persona sensata echa un vistazo al libro adaptado y dirá: "esto es una mierda, pero una mierda con avaricia".
También habrá muchos que no entiendan el fenómeno - ese concepto que se aplica de manera socorrida a aquello de lo que no se para de hablar - y dirán: "el sadomasoquismo es más viejo que la tos y este libro no tiene ni puta idea de lo que está tratando".
En cualquier caso, el artefacto ha conectado con un público. Ha efectuado ese chispazo eléctrico, ese que ha permitido que la cosa conozca unas ventas descomunuales y ahora su adaptación cinematográfica reviente las salas de manera muy previsible.
Precisamente en una sala de cine andaba yo el pasado viernes para el reestreno de "Alien", obra capital de cuando el cine norteamericano aún confiaba en la calidad para vender sus productos y de cuando Ridley Scott no había perdido todas las neuronas.
Como los clásicos nunca mueren y está de moda revisarlos en pantalla grande, fuimos todos a ver "Alien", aunque la hayamos visto mil veces.
"Alien" fue el mayor hit de 1979 - tú habías nacido, yo no - y, en los pasillos, se veía el cartel del título destinado a ser el mayor hit de 2005, "Cincuenta Sombras de Grey".
En su cartelón, los dos protagonistas a punto de besarse. El sexo vende, rezan todos los comerciantes antes de dormir.
Atentos al tagline: "Pierde el control".
Las mujeres que han entrado en conexión con esa historia fantasean con esa pérdida de control, ese mismo control que se les exige, no sólo en sociedad, sino para con ellas mismas.
Para todos los seres humanos, nuestros deseos más privados se fundamentan en perder nuestros asumidos papeles. Y Hollywood, que coquetea con el porno desde hace mucho tiempo, lo sabe.
La condición pornográfica de la persuasión americana es vieja, pero no conoce vergüenza ni límite. Está todo el rato instigando la interrupción momentánea del control de marras a través de productos que se dicen trangresores o que implica desobediencia echarles un simple vistazo.
Porque, para mí, ese "Pierde el control" del cartel viene a decir otra cosa: "Pierde el control, Josito, y paga por ver esta basura". You know you want it.
Esa disposición a lo malo, decadente o tan comercial que apesta a aceite quemado se etiqueta con aquello del "placer culpable", pero también se vincula con la curiosidad por el objeto de lo que todo el mundo habla, para bien o para mal.
- ¡El fenómeno! - gritó alguien y la gente aplaudió.
Es la faz del capitalismo interiorizado: consumir compartidamente.
- Todos los niños lo tienen, tus padres habrán de comprártelo.
La necesidad de participar en modas o compras masivas explica mejor los dividendos de "Cincuenta Sombras de Grey" que todo lo que cuenta o deja de contar esa cochambre literaria. A medio camino entre levantar el morbo del personal y la anulación de cualquier opinión autónoma del comprador, se hace el negocio de la década.
Aún así, Hollywood no quiere que "Cincuenta Sombras de Grey" sea el hit de 2015. Quiere que sea uno de los cincuenta hits de 2015.
A razón de capitalismo salvaje, unos productos tienen que hacer sitio a otros, de manera sucesiva e imparable. No importa que se note el croma, el bebé de plástico o que los dos actores merezcan ser lapidados a Razzies, el próximo fin de semana estrenamos otra y el mundo entero irá a verla.
¿Por qué el mundo entero va a verla?, se preguntan curiosos y afectados.
Sería preguntar por qué son el Imperio, por qué renuevan su influencia en imágenes, sonidos y estilos, por qué marcan el paso en tantísimas cosas.
Por qué han hecho que las palabras, los sentimientos, las declaraciones de cualquier tipo suenen mejor en inglés.
El otro día leí a una de las fans del señor Christian Grey defender la saga, refiriéndose a ella como "Fifty".
Y yo estuve a punto de titular este post como "American Persuasion", porque pensé, en un principio, que quedaba mejor.
El Imperio se fundamenta en opresión y dominio, sí, pero también en la perpetua venta de sus insinuantes marcas, firmas, sonoridades y sagas.
Esos nombres que se enredan en caligrafías glamourosas, en fondos con colores básicos, en promesas de esplendor. Somos mejores que tu pueblo, somos mejores que tú, ven hacia la luz de los más guays del planeta.
No será el producto en sí lo que de el puñetazo definitivo, sino el paquete, la sobreexposición y, en películas y libros, la continuación.
Todos los "fenómenos" - incluido ese "Fifty" - tienen varios capítulos y se disparan a lo largo de los años para acrecentar aún más el beneficio. En tiempos recientes, hasta la adaptación fílmica de la última parte prefiere dividirse en dos.
Los seguidores se sienten satisfechos del mismo modo que yo me siento complacido cuando hinco los dientes en una Whopper. Nadie te engaña: comes justo lo que has pagado.
Y si nos ponemos bordes, también tienes lo que te mereces. El sabor del capitalismo, el gusto por el envase y el olor de la nada. American persuasion.
Lo rodamos de día, pero es de noche porque lo digo yo.
Ejemplo socorrido de persuasión americana es una película de los ochenta: "Oficial y Caballero", por entonces el no va más de lo picante, que arrasó comercialmente.
El sexo vende, sí, más entre aquellos jóvenes Richard Gere y Debra Winger, pero también vendió el modo en que Hollywood remozó una basura retrógrada, sacada de su baúl de los años cincuenta.
A gran parte de la crítica de entonces se le subía la bilis al atestiguar el éxito de un melodrama que pregonaba las bondades del militarismo y la importancia de tener novio.
El secreto residía en que el director Taylor Hackford había hecho su trabajo, que no era otro que convencer que lo viejo parezca nuevo.
La última venganza es que la película se ha convertido en un clásico o, al menos, un emblema de su época, y si te pilla con el pie cambiado, hasta que puede que te emocione más que cualquier otra. Es la persuasión americana.
Pierde el control, vuelve a las cavernas.
Como miraba el otro día por mis viejos Fotogramas de los noventa, mucho me consta que no hay ni habrá muchas películas en estas últimas tres décadas que hagan como "Oficial y Caballero": superar su estatus de fenómeno insensato y devenirse en cosa entrañable.
Quizá porque ya lo que se hace ni es viejo ni nuevo ni se llama a Taylor Hackford. No es necesario, porque ahora en Hollywood todo se centra en la campaña de marketing y en dejarse los ojos en las fluctuaciones de las Bolsas europeas. Y mucho me consta que muchas cosas se hacen malas adrede y/o sin ninguna intención de trascender, incluso aunque ganen Oscars y aplausos de la crítica.
Pierde el control, reza la publicidad.
Me pregunto si perder el control de verdad será no pagar por lo que he pagado antes, ahorrarme el disgusto, pasar de largo y rezar porque hagan su trabajo, dejen de timar a la orbe entera y empiecen a perder esa capacidad de convicción que los mantiene en el pedestal.
Que se prefiera ignorar o relativizar un verdadero - y continuo - timo es la última victoria del estafador.
Lo dicho: la noche americana ahora no es más que pura sombra.
Siendo posiblemente yo esa fan que se refiere a la trilogía como "Fifty" (y al propio Christian Grey)...
ResponderEliminarHay una explicación mucho más simple que la que tú expones, y no es otra que el hecho de haber leído los libros en inglés. Simple y llanamente. :)
Un placer tenerla por aquí, Black Magic Rose, aunque he de replicarle con toda la repelencia que me caracteriza que precisamente si usted se lo ha leído en el idioma imperial, más a favor de la tesis que defiendo.
EliminarEl "idioma imperial" no es otro si no el que me da de comer. Soy filóloga inglesa, y esa es la razón por la que leo en ese idioma, no solo esta trilogía, sino la mayoría de mis lecturas. Perdón por ser tan imperialista y por intentar mejorar mi nivel leyendo en inglés a diario y poder transmitírselo a mis alumnos.
EliminarYo seré una capitalista, pero usted desde luego cae en generalizar de una forma que sinceramente me produce tristeza.
Jojo, haya paz.
EliminarA ver, repito que me refiero a algo que hacemos con más frecuencia que es incorporar palabras inglesas - y de inglés norteamericano, si me apuras - a nuestro vocabulario y es cuestión de influencia de la publicidad, seamos filólogos ingleses, carpinteros u obreros de la construcción. La cosa es que nos suena bien y hasta mejor estar hablando en nuestro idioma y recorrerlo con palabras de otro. Cosa que al contrario no haríamos nunca (Hello, how are you? Bien?). No es una cosa necesariamente mala, pero sí es una señal de todo lo que nos venden a diario.
Ahora bien, tú, yo y cualquiera podemos leer y consumir lo que nos resulte placentero y hasta sea beneficioso para los demás. Ahí no me meto, aunque también permíteme opinar, analizar y hasta generalizar...
Un saludo.