sábado, 23 de marzo de 2013

Cuestión de Tiempo


La próxima semana se cuenta de vacaciones, y el blog "Imitación A La Vida" aprovecha y se toma un descanso. Será breve, apenas se notará: el lunes 1 de Abril volvemos y reanudamos la publicación.
Hasta entonces, a vivir sin imitación posible.

Miles de besos.

J. Montez.

viernes, 22 de marzo de 2013

"Las Zapatillas Rojas"


Fascinación fue, es y será la palabra para definir "Las Zapatillas Rojas", una película apasionante, arrebatada de colores, donde el backstage drama se viste de cuento de hadas.
Los telones dolorosos marcan a los personajes de este melodrama musical, que sirvió como punto culminante de la carrera de uno de los más jugosos tándems de la Historia del Cine: Michael Powell y Emeric Pressburger.


Acreditados ambos como directores en sus aventuras cinematográficas, lo cierto es que Powell realizaba y batallaba en los rodajes, mientras Pressburger era, ante todo, el guionista. Pero sus proyectos se sentían conjuntos y sus creaciones se entendían indisociables. Como resultado, ofrecieron las películas más originales de su época. 
Cuando firmaron "Las Zapatillas Rojas", Powell y Pressburger ya habían entregado un puñado de joyas - la mayoría, muy poco divulgadas hoy en día -, y muchas realizadas en pleno fragor de la Segunda Guerra Mundial. 
La distinción Powell y Pressburger sería aún más espectacular cuando se llenaron de cromatismo para títulos tan cautivadores como "Coronel Blimp" o "Narciso Negro".
En 1948, "Las Zapatillas Rojas" significaba el refrendo internacional de Powell y Pressburger, con una obra que se sintió irresistible, preciosa, pintada de manera exquisita por el gran director de fotografía Jack Cardiff. 
La forma se abrazaba al contenido: "Las Zapatillas Rojas"  habla de la creación del arte, de la vampirización de la profesión artística y de la consecuente neutralización de la vida privada.

Moira Shearer

El maravilloso Anton Walbrook interpreta al cínico empresario teatral Boris Lermontov, cuyas prestigiosas representaciones de ballet pasan por la entrega absoluta. 
Exige a sus empleados y artistas que se dediquen en exclusiva a la profesión, sin lugar para el descanso, la queja, los sentimientos o todo lo que el todopoderoso Lermontov identifica con debilidad.

Anton Walbrook

Lermontov señala con su dedo inapelable a la debutante Victoria Paige (Moira Shearer) y la elige así como la protagonista de su próximo ballet: "Las Zapatillas Rojas".
El ballet se basa en el cuento de Hans Christian Andersen, en el que una bailarina vanidosa se calzaba unos zapatos hechizados que nunca pararon de hacerla bailar hasta que murió, muchos años y muchos caminos después.
Para componer el libreto del ballet, Lermontov también confía en un talentoso principante: Julian Craster (Marius Goring).

Marius Goring

Los nervios y la sensación de inminente desastre son recogidos en el vívido relato de las bambalinas que nos cuenta "Las Zapatillas Rojas".
Pero nada es comparable a la gran secuencia de la película.
Se levanta el telón y aparece el ballet, donde la escena teatral enseguida se disparata ante las posibilidades cinematográficas, se abre y entra en otras dimensiones. 
Todo dentro de un lirismo exacerbado: el kitsch se hace sublime, explotan los colores y se cuenta el relato de Andersen como nadie lo ha contado jamás. 


Moira Shearer arrastra al espectador a lo largo de la generosa duración de una de las grandes secuencias musicales de la Historia del Cine. Para quien esto escribe, la mejor.
En otras secuencias musicales, siempre se vive un momento de despiste o tedio ante el baile. En cambio, en el ballet de "Las Zapatillas Rojas", todo es tan loco, hipnótico y extraño, que no se pueden apartar los ojos de la pantalla en ningún momento.


Tras la ovación y el éxito, "Las Zapatillas Rojas" nos cuenta que los artistas deben seguir trabajando duro. Detenerse significa perder, porque la profesión es un músculo a ejercitar, una disciplina infaltable.
Cuando el dios Lermontov descubre que Victoria y Julian, la bailarina y el compositor, están enamorados, los expulsa del Paraíso. 
Los ha creado, los ha descubierto intimando y, reacio a asumir la posibilidad de que amor y arte puedan vivir en armonía, reniega de ellos.


Renunciar al arte por el amor es inevitable, pero se vive con arrepentimiento, como si hubiese sucedido lo contrario. 
Victoria se refugia en el tacto de su añorado calzado de gloria, mientras oye la llamada de Lermontov. "Calce las zapatillas rojas, Victoria, y baile para nosotros una vez más".
Como la protagonista del ballet que interpreta, las zapatillas de Victoria no pararán. 
Y el melodrama, de repente, se convierte en cuento. 
Entra la fantasía, se desatan de nuevo los colores y el final se sabe trágico, cerrando la película y abriendo la boca del espectador al mismo tiempo.


Una obra clásica, pero también libérrima, tal es su hibridez, que bebe de los más tradicionales recursos dramáticos y los une a las intenciones de trascendencia. 
"Las Zapatillas Rojas" es bien conocida por su osadía de meter en la cama a las artes exquisitas con la imaginería hortera más básica. Es lo que se llama una película desvergonzada, que hace estilo del exceso.


Como film, ponia en juego al cine británico más que nunca, y su estreno en 1948 expresaba mucho de la recuperación después de la guerra. 
Ese también fue el año donde Laurence Olivier propuso su igualmente transgresora "Hamlet" y, tanto ésta como "Las Zapatillas Rojas" serían nominadas al Oscar como mejor película, ganando Olivier finalmente.
El éxito de "Las Zapatillas Rojas" se tradujo en prestigio, y ha sido imitada y homenajeada hasta la saciedad. 


La influencia se encontraría en inmediatos títulos del musical norteamericano y en todo drama backstage.
A lo largo de las décadas, también ha sido amada confesamente por Kate Bush, remozada sin pedir permiso por Darren Aronofsky y no hay película de Martin Scorsese donde no se asome, en mayor o menor medida, la devoción del director por las imágenes, el drama o los hallazgos de "Las Zapatillas Rojas".
Hoy nos luce tan deliciosamente desfasada, que parece marciana, como si nunca hubiesen sido posibles esos colores y esos ropajes. 
Sólo la hace más poderosa, rematada por esa sonorización inquietante, por la banda sonora de Brian Easdale y por los marcados acentos de actores y bailarines, con sus caritas raras y sus expresiones afectadas. 

"La tristeza pasará... La vida no importa..."

"Las Zapatillas Rojas" es la victoria de la saturación a todos los niveles, un espectáculo barroco e intoxicante, donde Powell y Pressburger - llamados así mismos los Arqueros - dieron en la diana y consiguieron su obra más popular.
Es difícil decir si se trata de la mejor del dúo, porque firmaron muchas y muy grandes. En todo caso, y parafraseando a Scorsese, es un placer saber que siempre nos queda alguna película de Powell y Pressburger que aún no hemos visto.


En lo que respecta a servidor, habré visto "Las Zapatillas Rojas" más de veinte veces, por lo que puede considerarse todo lo contado y todo lo dicho anteriormente como una declaración de amor ciego y enfermizo a este peliculón para la eternidad.

jueves, 21 de marzo de 2013

Nikolaj Coster-Waldau


Pasarse al bando Lannister nunca estuvo más justificado.
A golpe de serie para la HBO, Nikolaj Coster-Waldau apareció convertido en Jaime Lannister, y los seguidores de "Game Of Thrones" lo tuvimos meridianamente claro: iba a ser difícil odiar a tan apuesto villano.
Bien hemos repetido que Catodia se deja seducir por la maldad y sabe cuán masoquistas son sus audiencias. 
Poner a semejante rubiazo como el Matarreyes es la prueba, y muchas y muchos pudieron decir aquello, como balbuceando, cual suspirando: ¡Ay, quién fuera Cersei!


Actor danés de carrera discreta, pero consolidada, Coster-Waldau se ha hecho conocido y deseado gracias a la adaptación televisiva de la gigantesca fantasía medieval de George R.R. Martin. 
Papel jugoso de caballero malvado y buen recorrido dramático, que Nikolaj agradeció tras muchas intervenciones y alguna que otra cancelación. 
Catodia ya había apostado por él y la Fox llegó a colocarlo como protagonista de "New Amsterdam", pero el asunto no tuvo resonancia ni superó la primera temporada.


De cierta relevancia en su país natal y con varios coqueteos con Hollywood, a Coster-Waldau le esperaba saga libraria de postín y, si bien es verdad que "Game Of Thrones" es el mayor guirigay de personajes que ha conocido espectador, Jaime destaca y aún destacará más.


Para los que hemos leído los libros de Martin, sabemos dos cosas: que se sufre muchísimo con la tercera entrega y que Jaime Lannister es uno de los personajes revelación. 
Debajo del odioso caballero que lanzaba a Bran por la ventana en nombre del amor incestuoso, se nos cuenta ahora un Jaime más complejo e interesante, con quien no siempre estaremos de acuerdo, pero al que se puede descifrar en todo momento.
Y, además, mucha barba y desaliño, que hace más Nikolaj a Nikolaj.


Con ese pelo rubio ceniza y esa nariz característica, casi un desafío barroco a la restante perfección de su físico, Coster-Waldau me recuerda el poder maromial nórdico que estuvo tan de moda en los ochenta. De hecho, probablemente, hace tres décadas, Nikolaj hubiese sido toda una estrella internacional.


A lo que íbamos. Si ya era guapo, luego apareció prisionero de los Stark, greñudo, sucio y hecho polvo, y relucía aún más que con armadura. 
De nuevo, se cumplió una máxima maromial: déjate una barba, nene, y multíplicate por diez.


Nikolaj con barba es muerte segura. Así se luce últimamente, sea aumentando los calores del Comic-Con o acompañando a Jessica Chastain en la taquillera cinta de terror "Mamá". Ésta, testigo elocuente de que lo veremos en más de un blockbuster en los próximos años.


De momento, "Game of Thrones" arranca tercera temporada en cuestión de dos domingos y tengo al patio friki en plena revolución, todos decididos a ver qué ocurre con las dinastias litigantes por el Trono de Hierro.


La mayoría ya saben lo que va a suceder, pero, como bien predicaba Hitchcock, saberlo sólo dobla el sufrimiento. 
Así, que preevemos mucha agonía - ¡ay, esa Boda Roja! -, pero condimentada con la periódica recreación en los maromos de la serie, buena lista donde Nikolaj Coster-Waldau y esa barba del bien ocupan lugar de honor.


Gracias, Copenhague.

miércoles, 20 de marzo de 2013

El Loco del Blog de Cine


Hace unos días, tendido en mi sofá, sin nada mejor que hacer, ni tampoco peor, volví a ver "Lust For Life", o "El Loco del Pelo Rojo", la biografía de Van Gogh protagonizada por Kirk Douglas.
Tenía un vago recuerdo de la película, pero algunas secuencias se me habían quedado grabadas.
La vi de adolescente y admiré los colores, dentro de ese feliz encuentro entre Vincente Minnelli y el genio de "Los Girasoles", como si el más alto kitsch hollywoodiense se abrazase en idilio con la Historia del Arte. 
Aún así, a mis diecisiete años, "Lust For Life" no me fascinó dramáticamente como esperaba. 
Oh, ¡pero el otro día! Fue como ver un cuadro desde otro ángulo, desde otros ojos, desde otra edad. Y me emocionó muchísimo la película. Qué lagrimeo. Toda esa vida de soledad, de frustración, de incapacidad. No hay que ser un maestro de la pintura para sentirse identificado con Van Gogh, sólo sentirse un poco paria.
Y, últimamente, me consta que somos un poco parias tú, yo y todos nuestros amigos. Somos parias para otros parias, somos parias para nosotros mismos. Quién nos entiende, repetimos. 
Nosotros, los niños blancos, que nacimos para ser artistas y nos encontramos escribiendo blogs para una eternidad inconcreta, recorriendo redes sociales como nuestras privadas autopistas y matando el rato entre las fotos nunca descubiertas de la Monroe y las películas nunca terminadas de River Phoenix. A la guerra nos mandarían, y nosotros, mirándonos las uñas.
Van Gogh también era un niño con posibles, pero estaba como una cabra y eran otros tiempos. Quizá, lo suyo era más disculpable. Quizá, era exactamente como nosotros.


Van Gogh se sentía solo hasta cuando estaba acompañado, jamás conoció el éxito y nunca supo que sus cuadros serían más emocionantes que casi ningunos otros. Que su compromiso con el mundo y con la vida era más grande que el arte por el arte que hacían sus contemporáneos.
Me emocioné cuando dijo que su intención era precisamente emocionar. Porque supongo que es lo que busco yo. 
Yo no sé si soy artista, no sé si lo seré nunca, no sé si lo he dejado de ser, no sé si debería serlo, no sé si tendría que olvidarlo. Es tan duro serlo como pretenderlo, resulta tan difícil aspirar como renunciar.
En cualquier caso, ha quedado claro que nadie me preparó para no conseguirlo, para no triunfar. Podría hoy pedir palabras de ánimo, pero esas ya me las aplico constantemente. Lo que necesitaría, tal vez, es una respuesta concreta, un plan, como el que tuvo Joan Crawford.


Hoy también podría decir aquello de que el mundo es injusto y me duele ver cómo triunfan, sonríen y ganan mucho dinero los que no lo merecen. Eso sería una queja fácil. "No triunfé artistícamente, porque el sistema me aplastó". La frase-refugio de los vagos.
Para mí, el mundo es, sobre todo, muy grande, muy pesado, muy aparatoso, y la gente que lo puebla encuentra variopintas maneras de hacerse insoportable. Tenerlo en mis manos será esa ambición que me inculcó el sistema. Pero, ¿realmente deseo el éxito? ¿O lo que realmente quiero y espero de los años venideros es saber acurrucarme, vivir dignamente y escribir de vez en cuando?
Como he dicho, renunciar es tan duro como aspirar. Queda cierto resquemor. ¿He de hacerlo? ¿Lo conseguiría si me despertara más pronto, si escribiera mejor, si fuera más ambicioso? ¿Cuál es la respuesta correcta? 
Como una niña saltando a la comba, canto aquello de "¡Oh, mamá!, ¿qué seré de mayor?". Lo salto y lo canto tanto, que me he quedado sin voz, sin ganas, sin aliento, mientras se me hace de noche en el patio de juegos y ya debe ser hora de volver a casa.


Hay muchos que me profesan admiración y llenan de piropos mi escritura. 
Yo agradezco, sonrío y aprecio, pero tampoco me fío del todo, especialmente cuando muchos de ellos aseguran que su sección favorita es El Día del Maromo.
Luego observo que las fotos de Eric Bana marcando bíceps tienen toda la concurrencia que no tuvo el Diario de Crisis de la semana pasada, y me replanteo muchas cosas.
Pero no siempre es así, y hay muchos Diarios de Crisis que se encuentran entre lo más leído y comentado del blog. De hecho, suele ser la sección más leída y comentada de la semana. Quién sabe, nunca se puede estar seguro. 
Con "La Carta y El Espejo", no sabía dónde me metía y los lectores terminaron a lágrima viva, supongo que debido a mi esfuerzo de sinceridad. 
Con "Sueños y Otras Mierdas" de la semana pasada, iba con la fe depositada en que encantara e incluso cambiara el juego de este blog. Al final, fue como soplar aire en pleno vendaval.


Nunca sé si he acertado hasta recibir reacciones. No lee mucha gente y las últimas semanas han sido un tanto descorazonadoras a ese respecto.
No culpo a nadie. La gente lee lo que quiere y lo que puede, y no demando que lo hagan sólo porque yo tenga tiempo para escribir.
La sinceridad es lo que más se valora, eso sí lo he entendido. 
Y sincero soy cuando hablo de mis padres, cuando describo el cuerpo de un tío bueno o cuando cuento que estoy desesperado, que no sé qué hacer con mi vida. Porque las tres sensaciones son universales: el amor hacia tus padres, el deseo a la belleza y la desorientación existencial.


Mientras intento dibujar universalidades, me encuentro con la frustración. Nunca se captan los matices del campo de trigo ni de las lágrimas. La palabra es escurridiza y uno está solo. Siempre se está solo cuando se narra.
El año pasado, intenté escribir una novela. Casi me vuelvo loco y sin tener el pelo rojo. Nunca me había sentido tan desnudo, tan indefenso, tan inseguro.
Escribir es doloroso, dicen, y quizá lo sea. Pero hay cosas más duras en la vida. Y antes está, precisamente, la vida.
Dicen también que escribir es una necesidad. No, señor. Necesidad es dormir, cagar, comer helado cuando hace calor o follar periódicamente. 
Para escribir, hay que encontrar un momento entre esas urgencias de la existencia humana. Y no siempre es posible. Porque requiere tranquilidad, paz, seguridad.
A veces, no hay ninguna excusa para no estar escribiendo la gran novela que la Historia está esperando.
Simplemente, se está pensando en otra cosa, en los novios habidos y por haber, en lo que decir a continuación, en la película con la que aislarse de la indiferente realidad, en lo que pasará mañana, en el chiste recordado, en el porqué de nuestros bostezos. En todo y en nada en particular.


Hoy y ahora, el blog es mi único lienzo. Como todo lienzo, tiene lo mejor de mí y tambien es un espejo de mis defectos, justo lo que me merezco, para bien y para mal. 
Escribo, escribo, me frustro, me frustro. Al rato, no encuentro de qué quejarme. No lo leerá el mundo entero, pero tengo el mejor público que se puede tener; no me fallan nunca. Ya no podría distinguir qué es lo que escribo para mí y qué es lo que escribo para ellos, para vosotros, para ti.
Quizá si Van Gogh te hubiese tenido como seguidor, no se hubiese pegado el tiro.
En fin, no me tengas en cuenta nada de lo que he escrito hoy. Llevo una semana malísima.

martes, 19 de marzo de 2013

Cara y Cruz de Joan Crawford


El rostro femenino que sufría y encandilaba las pantallas del blanco y negro, Joan Crawford fue una gran estrella. Para muchos, la más exacta definición de una estrella de Hollywood. 
Se cuenta que interpretaba a mujeres como ella misma: duras, nerviosas, intensas, que conocían bien el camino desde los harapos hasta la riqueza.
Su talento dramático aún puede ser cuestionado, con esa manifiesta devoción porque la cámara convirtiese su rostro en una máscara. 
Quedó siempre fuera de toda duda su estatus de astro, de mujer glamourosa, de esa conquistadora nata, que todavía seduce y convence, desde sus clásicos personajes hasta sus más inefables apariciones.


Joan Crawford es también el prototipo de la famosa, que se valía de la elegancia de su distancia, que no tenía complejos en recordarnos su amor a la riqueza y que conseguía emocionar aún debajo de toda esa galería de peinados peripuestos. 
Cejas, melodrama y dureza; la leyenda hollywoodiense amó a Joan Crawford.
Ella se proclamó inimitable, se contó luchadora y no hubo mayor fan de Joan Crawford que la misma Joan Crawford.


Detrás, estaba Billie. 
Así llamaban todos a la niña Lucille Fay LeSeur, de procedencia modesta, como lo eran las heroínas que estaba destinada a interpretar en Hollywood.
Vivía muy lejos de Los Ángeles, retoño de una familia obrera, devenida en pobre Cenicienta en el colegio al que la enviaron. Por entonces, Billie soñaba con bailar. 
"Quería ser famosa, sólo para que los niños que se reían de mí se sintieran imbéciles. Quería ser rica, para no tener nunca que dedicarme al horrible trabajo de mi madre y vivir en el estercolero. Y quería ser bailarina, porque adoraba bailar... Quizá las ilusiones, los sueños, hicieron mi vida más soportable. Pero, ya estuviera en la escuela o trabajando en una maldita gasolinera, siempre supe que lo conseguiría. Lo curioso es que nunca tuve ninguna ambición de llegar a ser actriz."


Entre novios y billetes de tren, se construyeron los oscuros inicios de su llegada a Hollywood, mediada por esas sombras nunca aclaradas. 
Lucille Fay Le Seur consiguió sus primeros papeles y, todavía insatisfecha, demostró que había llegado para quedarse.
Apenas tenía veinte años y se promocionaba hasta la saciedad en revistas de cine. A Billie nadie la convirtió en estrella. Se hizo estrella ella misma.


Y fueron los lectores de una revista de cine los que decidieron su nombre artístico: Joan Crawford. Ella nunca le tuvo mucho cariño y sus amigos la siguieron llamando Billie durante toda su vida.
En "Our Dancing Daughters", se subía a la mesa, bailaba cual flapper y el público, la Metro y hasta Scott Fitzgerald se quedaron con la boca abierta. 
Como una nueva Clara Bow, la joven Joan se proclamaba la chica de moda, aquella que no se perdía una fiesta, bebía licor barato y animaba el cotarro con juventud y chispa. 
Eran los primeros años treinta y Joan se hizo imprescindible.

"Our Dancing Daughters"

Por entonces, atacaba el fortin con un matrimonio que sonaba a golpe de Estado. 
Se casaba con Douglas Fairbanks, Jr. Para entendernos, el príncipe de Hollywood, el hijo del rey Douglas Fairbanks e hijastro de la reina Mary Pickford.

Con Douglas Fairbanks, Jr

A Mary Pickford nunca le gustó la espabilada Crawford y celebró que el matrimonio terminara a los pocos años. Joan acabó con Fairbanks, Jr, pero la ciudad era suya.
Su romance con Clark Gable desató las iras de Irving Thalberg, mientras ambos protagonizaban uno de los clásicos vehículos de Joan: "Possessed". 
En ella, interpretaba a una niña obrera que se enamora de un político y se viste de pieles. 
Todo sucedía frente al público de la Depresión, y la saga sentimentalizada de la propia vida de Joan la celebró como uno de los interlocutores válidos de una época.

Con Clark Gable en "Possessed"

Franchot Tone se convertía en segundo marido y compañero en varias de sus películas de entonces, pero la ambición de ella por el estrellato nunca casó con la cerebralidad de Franchot. 
El alcohol y los malos tratos los sentenciaron como pareja, aunque se reconciliarían con el tiempo. Él nunca la olvidó y, tres décadas después, le llegaría a pedir que se volvieran a casar.

Con Franchot Tone en "Sadie McKee"

Sin maridos y con todas las películas, Joan Crawford se sintió libre, vio el futuro, pero casi se muere cuando las revistas la llamaron "veneno para la taquilla", tras la decepción comercial de varios de sus títulos hacia finales de los años treinta.
Sonrió, se vistió de plata e incorporó a una inmortal perra, de nombre Crystal Allen.
Sucedía en el festival de hembras que mata a todos los festivales de hembras: "Mujeres", de George Cukor.

Con Norma Shearer y Rosalind Russell en "Mujeres"

En "Mujeres", representaría uno de sus más sabrosos papeles de villana y también la prueba de que el público encontraba la última satisfacción en odiar.
Joan era una mujer de la que no fiarse y por la que volverse loco. Una reina, con una corona que se había puesto ella misma.
Sus papeles favoritos se movían hacia las heroínas de pasados oscuros y nuevos renaceres, como el caso de "Un Rostro de Mujer", quizá la primera ocasión donde la crítica comenzó a apreciarla como actriz.
Terminado su contrato con la Metro Goldwyn-Mayer, protagonizó un comeback espectacular, ofreciendo su rol emblemático: "Mildred Pierce".

Foto promocional de "Mildred Pierce"

La mujer de visón y pistola en mano, la que fuera madre de la hija más desagradecida de la Historia del Cine, alumbró un clásico del pathos noir
Ella se proclamó victoriosa, recuperada para la causa. La insumergible Joan Crawford, de nuevo en el terreno de juego. 
Ganaría el Oscar y, enferma que estaba esa noche, lo recibiría en su convaleciente lecho.


Las damas neuróticas, rodeadas de sombras, amnesias y asesinatos, serían elección favorita en los dramones de la Crawford, esos que son inconfundibles y altamente disfrutables para los devotos de las viejas women's pictures de los años cuarenta.
Ella definiría su imagen para siempre: las cejas, el peinado, la expresión rígida, las hombreras, la facilidad para la lágrima. Joan, tan imposiblemente mesmérica.
A pesar de tocar la gloria tantas veces, las cosas se ponían complicadas para la carrera de Joan Crawford, a medida que se hacía una parodia de sí misma.
Sucedía en los años cincuenta.

Como Vienna en "Johnny Guitar"

Por entonces, sobresale "Johnny Guitar", pero ella no podía adivinar el furor que ha despertado el onírico western de Nicholas Ray con los años. Para Joan, simplemente fue una película barata entre tantas.
Su matrimonio con el jerarca de la Pepsi la hizo carne de cotilleo, y más aún cuando enviudó y llegó a la junta de la multinacional del refresco para reemplazar a su marido.


Por entonces, se atrevía a participar en su más osado rodaje, que la llevaba a encontrarse cara a cara con Bette Davis. 
Se dice que habían firmado tregua antes de empezar la película, pero "¿Qué Fue de Baby Jane?" sólo avivó el excitante enfrentamiento entre las dos súper divas de la mirada tensa.

Con Bette Davis en "¿Qué Fue de Baby Jane?"

Eran dos mujeres-mujeres, que se daban un paseíllo victorioso y daban nueva vida a sus marchitas carreras.
Entre discusiones, portazos, bofetones y desayunos con roedor, Joan y Bette recordaron al mundo que no hay nada más macabro que una vieja gloria. 
Joan aprovechó el filón e irrumpió en un puñado de títulos de dudosa calidad que explotaban su imagen de mami pesadillesca.

"Strait-Jacket"

Apariciones en televisión y las obligadas entrevistas homenaje marcaron los últimos años profesionales de Joan Crawford. 
Entre bambalinas, el alcoholismo y el cáncer contaban sus días en el calendario.
Una mañana, se vio tan fea en las fotos de una gala a la que había acudido, que anunció inmediato e inapelable retiro.
En 1977, un ataque al corazón hacía cerrar los bellísimos ojos de Joan Crawford para siempre.
Tenía 73 años.


En su testamento, quedó definitiva prueba de su dureza. "Es mi intención no proveer herencia a mi hijo, Christopher, ni a mi hija, Christina, por razones que ellos bien conocen".
Hacia la mitad de su vida y frustrada por su incapacidad para concebir hijos, Joan había adoptado un total de cuatro niños.
Con los dos mayores, Christina y Christopher, vivió una relación difícil, con largas separaciones, envíos exprés a internados y breves reconciliaciones.

Con su hija Christina, en los sesenta

Que las cosas no eran muy normales entre Joan y su hija Christina quedaron más que nunca en evidencia a mediados de los años sesenta. Christina, por entonces aspirante a actriz, no pudo acudir al rodaje de "The Secret Storm", culebrón televisivo que protagonizaba. 
Su madre la reemplazó, y ver a una señora sesentona interpretando a un ama de casa veinteañera pasaría a los anales de los momentos más desconcertantes vividos en Catodia.

En "The Secret Storm"

Un año y medio después de la muerte de Joan Crawford, se publicaba "Queridísima Mamá", donde una vengativa Christina ventiló los trapos sucios de la estrella, calificándola como una maníaca depresiva, fanática del control y la higiene, obsesionada con la riqueza, alcohólica y, de manera notoria, una maltratadora física y emocional de sus propios hijos.
"Queridísima Mamá", un inmediato best-seller, fue pionera ocasión en que un mito de Hollywood aparecía enfangado de una manera tan devastadora. 
Las críticas no se hicieron esperar y los amigos fieles de Joan Crawford atacaron el libro con decisión. Otros actores, compañeros y vecinos argumentaron que sí habían sido testigos de algún abuso por parte de Joan hacia sus hijos.

Con Christina

La adaptación cinematográfica del libro, estrenada en 1981 y con Faye Dunaway incorporando a la Crawford, aumentó el morbo, a golpe de exposé grotesco y sensacionalista. 
Pese al descrédito, la imagen de Joan vivió un proceso de sublimación irónica, que sólo aumentó su potencial como icono camp
Si al público le encantaba odiar a sus villanas en otros tiempos, ahora sus nuevos fans adoraba temer a la mami querida de las perchas de metal.


Al final, su vida se contó como el mayor melodrama de Joan Crawford. Una historia de éxito, protagonizada por una mujer probablemente infeliz, insegura y poco querida en su vida íntima. 
Mientras, en sus mejores películas, su imagen de gran diva y nena de armas tomar se mantiene tan fascinante como el primer día, a salvo de la infamia, revestidas del oro de la nostalgia.
Y, detrás, el eterno misterio de toda estrella.
El misterio de Billie, aquella niña pobre e ignorada. La mediocre Lucille que se vistió de pieles, taquillazos e importancia para ser la Crawford.
Aquella niña que supo que, algún día, lo conseguiría.


Ella, como su mayor fan, dio la receta: "No tengas miedo de nada".