lunes, 25 de mayo de 2015

Pietro Boselli


Dude usted del poder de las redes sociales y errará, porque resultados electorales, modas y celebridades pagan peaje en lo que se comparte, se ventila y se escandaliza en los emporios del Facebook, Twitter y allá donde alcanzan nuestras vistas castigadas de tanta pantalla.
A Pietro Boselli le sorprendió el holgado millar extra de seguidores que recibió su página cuando salieron unas flamantes fotos suyas, con el cuerpazo al aire, la manzana mordida, las gafas puestas y el titular: "El profesor de matemáticas más sexy del mundo, de nuevo, a lo suyo".
Pietro es italiano, pero vive donde los británicos. Como chico estudioso y provechoso, da clase e investiga en Londres sobre todo aquello que olvidamos hace años acerca de los números, los límites y las complejas operaciones de lógica y abstracción.
Además de cerebrito, tiene unos veintisiete años de pura lozanía y cumplido gimnasio, una cara de nene italiano que se la pondría dura a Visconti y un físico rocoso que nos desmiente la hegemonía de esa otra moda compartida del fofisanismo.
En cuestión de un mes, la revista Attitude le concedía la portada al hallazgo y allá se ha lucido en el mismo lugar donde han morado otros maromos de infarto como Ben Cohen, Harry Judd o Nick Jonas.
Ya todos soñamos con esa clase y esas tutorías. Cuenta la leyenda que alguien pudo atender a lo que Pietro imparte y hasta aprobó la asignatura. 
El resto, sólo calculó el amor y sus derivados.












El verano se acerca o está la estufa encendida. Pregunto.

domingo, 3 de mayo de 2015

La Cazadora y El Amor


Sucedió cuando era jovenzuelo y vi "Love Story" en alguna madrugada televisiva. Fue cuando desarrollé mi obsesión por los hombres con cazadora de cuello de borreguito.
En realidad, siempre he querido un novio que luciera como Ryan O'Neal en esa película. Con la cazadora de borreguito, la camisa a cuadros escoceses, la camiseta blanca y, debajo de todas esas cálidas capas de muchacho abrigado, un pecho perfectamente velludo. El oro. 
Ryan en esa época era una cosa rubia y hermosísima, que daba un aspecto de virilidad integral, pero serena, casi inadvertida. 
Parecía tan buen chico en ese entonces y, a la vez, tan machote. La mezcla ideal.


Su vestimenta en la película me obsesiona. Hay quien dice que el vestuario es lo mejor de "Love Story" y debe ser por lo pasado de moda; es una de esas películas que parecen más viejas que otras muy anteriores, tan fashion victims eran en 1970, tan rápidamente envejecida de apariencias por el mor de los cambios en el gusto y los guardarropas.
El cuello de borreguito reaparecería para mi obsesión en "Brokeback Mountain" y se lo asían los dos dolientes vaqueros en otra love story de final trágico, que me dejó en boxes mentales durante una semana. 
Me hizo añorar una cazadora en la que acurrucarme para calmar la tristeza de ese amor que nunca llegó a viejo, como decía una de las canciones de la banda sonora.
Y hete aquí, hace unos años, tuve un lío extendido con cierto capullín de cuyo nombre no quiero acordarme, porque lo anticiparía como "el gilipollas de...". A lo que iba. 
Cuando todavía no lo odiaba - aunque ya pensaba que era un capullín -, dormíamos juntos y, yo ya despierto, le acariciaba la espalda y él, apoyado en mi pecho perfectamente velludo, dijo en sueños:
- Quiero una cazadora de cuello de borreguito.
Te juro por Douglas Sirk que fue cierto. Cuando despertó, se lo conté entre risas y aseguró que siempre había querido tener una. 
Yo le dije que era la cazadora oficial de los tíos buenos y, si tuviera dinero, se la compraría inmediatamente.
No habría días para cazadoras de borreguito sobre el capullín y todavía busco ese cuello en el que depositar esta romántica cabeza mía.


Anoche volví a ver "Love Story". 
Es curioso cómo las películas tienen un significado tan inadvertido y distinto en nuestras vidas. Para muchos y muchas, "Love Story" les habrá cambiado la vida o algo así. Es probable que muchos hombres que la vieron en su momento entendieron que debían ser amables, vestir con camisa de cuadros y querer más a sus novias. Para eso estaba Hollywood: para enseñar a la gente a ser bonita, elegante y sentimental.
La historia de "Love Story" es, obviamente, una historia de amor. Oliver es un chico de buena familia que renuncia a sus privilegios y a su estricta familia, más que nunca cuando se enamora de Jenny, una chica más o menos pobre, pero sí muy lista, espabilada y tan especial.
Sólo en una película tan ancestra, puede usted entender que un chico de clase alta se case con una chica de clase media baja represente tal conflicto familiar. En realidad, ya en 1970 la cosa sonaba un poco a cuento viejo.
"Love Story" era una película pequeña, modesta. Tanto la novela escrita al pairo por el guionista como la película arrasaron como si no hubiera mañana. Nadie se lo esperaba.
John Wayne, que estaba ya en las últimas, dijo que el éxito no debía achacarse a las palabrotas que decía la chica de la película, sino a que el público estaba esperando una historia sencilla de dos personas que se enamoraban. 
Lo decía el viejo y reaccionario patriarca en una época convulsa, de fuertes cambios en la sociedad, en general, y en el gusto del público, en particular.


La caída de la censura venía aparejada por la llegada de la explicitud a las pantallas. 
Ali McGraw dice muchas palabras en la película que hubiesen estado prohibidas siete años antes. Tanto Nixon como su mujer aseguraron que "Love Story" les gustaba, pero se decían muchas palabrotas. En realidad, lo que se dice es poco más que shit y god damn it.
Poco a poco, y con el resonar del fenómeno sociológico, "Love Story" se convertía en la película más vista del año, mientras las plateas no paraban de sonarse las lágrimas y los mocos con la triste historia de "la chica que murió a los veinticinco años, la que adoraba a Bach, Mozart, los Beatles y a mí".
¿Y qué tenían que decir los críticos? 
Los más optimistas la alabaron, Otras voces se prestaron a desenmascarar las intenciones. 
"Es 'Margarita Gautier' con gilipolleces", se escribió. Y, por supuesto, Pauline Kael afiló el cuchillo desde el New Yorker: "uno de los más ineptamente fabricados éxitos de lagrimón y flemas". 
Kael también vería en la actriz protagonista una de sus más naturales némesis y le dedicaría cosas como "la exasperante Ali MacGraw, ejercitando las ventanas de la nariz".


Los detractores de "Love Story" fueron cordialmente desoídos por las audiencias y la Academia se plegó ante el fenómeno, concediendo siete nominaciones al Oscar; entre ellas, mejor película, mejor director, mejor cazadora de borreguito y mejor ejercicio de ventanas de la nariz.
La reacción y la aceptación de unos y otros se entiende desde el momento en que se saca un vestido viejo en una sociedad que se piensa distinta y evolucionada. 
El complaciente Hollywood contraatacaba con uno de sus melodramones de amor eterno y sanador y todos iban a verlo, cuando los jóvenes se suponían leyendo a Marcuse o revolcados en el barro de Woodstock. 
Aún así, y como veremos, "Love Story" no contradice a su tiempo, es un fruto silencioso del mismo. 
Pero entonces y, junto con la igualmente triunfadora "Aeropuerto", se consideró que el público no había mejorado en gustos como se creía, sino que, de hecho, se conformaba con lo mismo de siempre, más superficial y, a todos los efectos, peor.
El gato por liebre era quizá evidente y las declaraciones tanto del director como del guionista de que habían brindado una película tan elevada como sensible explican la reacción hacia la película, en su momento y a lo largo de los años. 
Muchos lloran con "Love Story", pero mil más la odian a muerte. Es un clásico poco querido y mucho menos estudiado.


Fruto de su época, sí. Y silencioso, también. 
Estamos en 1970 y, pese a todo lo que se vivía, Hollywood no había dicho ni esta boca es mía en cuanto a Vietnam. 
Rectifico: sí lo había dicho, en 1968, con "Las Boinas Verdes", una épica militar dirigida por John Wayne, tan mentirosa y reaccionaria que hasta muchos de sus partidarios detestaron el resultado. Como muchos títulos de entonces, lo infamous estaba servido de antemano: en la última secuencia de "Las Boinas Verdes", el sol se pone por el Este.
Vietnam no se habló en las películas hasta que se acabó la guerra. 
Pero sí se sentía. Y se sintió durante mucho tiempo, incluso de una manera tan implícita que evidencia la ley del silencio. Las películas de finales de los sesenta y principios de los setenta son muy pesimistas, y algunas son obvias metáforas de lo que sucedía, como "Danzad, Danzad Malditos", ambientada en un pavoroso maratón de baile de la Depresión.
Y "Love Story" también es una película de Vietnam, con dos símbolos claro: el conflicto intergeneracional y la muerte de la juventud. 
Es la razón de que una película triste se vendiera tan bien. Era oportuna, se sentía. 
Por un lado, el chico que se rebela contra un padre y no lo perdona. Por otro, la chica ansiosa por vivir, que, en un abrir y cerrar de ojos, acaba en un hospital por una enfermedad nunca concretada. 
Se supone que es leucemia, pero, como tantos han señalado, Ali McGraw luce tan bella en ese lecho de muerte que digamos que, sencillamente, se la llevó Dios. Como parecía suceder con todos los soldados perdidos en la selva entre el síndrome y el olor a napalm por la mañana.


El tono mortuorio que preside "Love Story", que anuncia la muerte de su protagonista desde el principio, es lo que la convierte en una de esas películas de Vietnam donde la desastrosa guerra jamás se menciona.
A propósito, dato significativo: en los Oscars, "Love Story" fue vencida, de manera previsible, por "Patton".
"Patton" es una película de guerra que satirizaba, aunque terminaba por celebrar, al famoso general de la Segunda Guerra Mundial que gustaba más del resultado contundente que del rigor del procedimiento. 
En una escena, abofeteaba a un soldado que se decía con estrés postraumático y le recordaba su deber. Patton era lo que nos faltaba ahora, expresó la Academia con ese premio.
La banda sonora de Francis Lai fue el único Oscar que recibiera "Love Story" y sonaba en las radios, sobre todo cuando le pusieron letra y la cantó Andy Williams. 


Si "Love Story" podía ser considerada un paso atrás en las coordenadas de entretenimiento cinematográfico, brindaba cosas entonces novedosas. 
Le entregaba el protagonismo y el corazón emocional de la película por completo a la nueva juventud, esa condenada a vivir en un mundo antiguo, gobernado por sus padres. 
Los protagonistas no sólo follan tan ricamente antes de casarse, sino que aseguran no creer en Dios y de hecho, ni se casan por la Iglesia.
Aún así, no hay nada verdaderamente subversivo en lo que se cuenta y, por eso, a Nixon le gustó "Love Story" tanto como a América. Abría aguas para la llamada juventud nixoniana, que era romántica, deportista, doliente y, a pesar de todo, siempre con una sonrisa. La América de los Carpenters, de Bruce Jenner, de los Osmond y de los bailes de la promoción sin Carrie White invitada.
Para los que nacimos después de ese mundo y lejos de ese país, "Love Story" ya sólo sonaba en las cajas de música. 
Como todo en "Love Story" y las viejas películas, el olvido se suplió con vagos legados que aparecían allí y allá. En la caja de música, la tonada oscarizada. Despierto hasta tarde, reaparecía la película en la madrugada.
Fue en una de esas madrugadas, más de veinticinco años después de su estreno, cuando la cacé y la vi. 
"Love Story" fue una de las primeras películas sobre las que intenté hacer una crítica más elaborada y profunda, aunque, releyendo ese viejo documento mío, se nota, ante todo, la necesidad de enmascarar que me había gustado lo que debía odiar.


La tengo muy asociada con "El Valle de las Muñecas", quizá porque las vi en la misma época, tal vez porque tienen puntos de contacto.
Tres escasos años las separan. Ambas terminan con el personaje protagonista solo en la nieve. Las dos fueron unos éxitos pop tan desproporcionados que el público nunca recibió con tanto ímpetu el apelativo de "majaderos" y otras maneras de decir que tenían lo que se merecían. También son fruto de un Hollywood en recesión, que se apegaba a viejos sentimientos y, a la vez, quería ser moderno e inquieto. 
El resultado es la inevitable cursilería. Y, con unos años encima, una cosa tan desfasada termina por despertar un gran atractivo.
"Love Story" tiene el sello de su época, no sólo en su temática, sino también en su estilo. Hay una secuencia en que los dos protagonistas retozan en la nieve con la musiquita como único sonido, que es el colmo de lo cursi, sí, y además, posee el tic preclaro de mucho cine de finales de los sesenta y principios de los setenta. Los zooms, los intentos de cámara al hombro heredados de la Nouvelle Vague, la sucesión de imágenes con intención pop. 
Es un momento cinematográfico tan bastardo como valioso, porque parece enlazar la batalla en la nieve del "Napoleón" de Abel Gance con los vídeos ochenteros de la MTV. Es decir, el impresionismo, el arrojar imágenes porque sí.
¿Y qué hay del amor de esos dos tórtolos? ¿Se siente o no se siente? Calificada como vacía, simplona y procuradora de lágrima fácil, lo cierto es que "Love Story" hace llorar. 
Y se nota como lo hace. Ahí está la clave del odio: la película manipula. Los protagonistas son demasiado buenos para sufrir así, entendemos.
En cualquier caso, ni fue la primera vez que Hollywood lo hacía ni la última, ni la peor. 
Y hay un esfuerzo de sinceridad en algunos pasajes de la película, especialmente los protagonizados por Ryan O'Neal que, sin ser un gran actor, despliega esa mezcla de ternura y fortaleza, que me aún me hace temblar las patitas.


Muchos aseguran llorar con "Love Story" y, aún así, la detestan. Será porque es la definitiva chick flick o película para chicas, donde las emociones del corazón son considerada cosa débil por la opinión cinematográfica imperante, llevada, manejada y escrita por y para hombres aburridos. ¿Que "Love Story" no sea considerada un clásico de más altura la convierte en una víctima del machismo? La discusión está servida,
"Amar significa no tener que decir nunca lo siento", la frase emblema, el tagline, lo que le dice Jenny a Oliver en el momento donde Ali McGraw ejercita las ventanas de la nariz con mayor decisión. 
Como la película, la frase tendría esa doble característica de inolvidable e infamous en el imaginario popular, y de hecho, Barbra Streisand se la repite en clave de humor - y guiño posmoderno - al mismo Ryan O'Neal en "¿Qué Me Pasa, Doctor?". 
Él contesta, en esa ocasión, que nunca había oído nada más tonto en toda su vida.


Reconozco que la frase no la entiendo del todo, porque tiene una construcción muy complicada. Amar significa no tener que decir nunca lo siento. Dos negativas en una misma frase: mal. 
Me consta que en las love stories reales, uno se vuelve muy británico en el sentido de que no se para de decir "lo siento". Mucho me temo que la frase de "Love Story" es más bien la cita vulgarmente inspiradora que todos se repiten con el día melancólico y nadie ha aplicado jamás.
¿"Love Story" es un clásico o merece el odio? Es la búsqueda de lo bonito y lo accesible en un solo producto, cosa muy habitual en el cine norteamericano desde sus inicios, y es clásica en el sentido de que es ingenua y, a la vez, está manufacturada. Es todo corazón y, a la vez, es puro pop. 
También es un melodrama. Tardío y no demasiado arrebatado, pero melodrama. Desde que muchos entienden todavía que llamar melodrama es descalificar, pues ahí estará la disyuntiva.


Yo quiero a "Love Story". Sin mucha pasión, pero sí, la quiero. Debe recordarme a las historias de amor que nunca he vivido o a los cuellos de borreguito que jamás he abrazado. Quizá simplemente es una película, un icono, una sucesión de imágenes con intención, emitidas un día a mis sugestionables retinas adolescentes y repetidas ayer a mis nostálgicas neuronas treinteañeras.
Ya lo dije en cierta ocasión: el cine es el amor de mi vida. Y él y yo jamás tendremos que decirnos lo siento.

jueves, 16 de abril de 2015

La Corona de Harrison Ford


Hermosa, tan favorecedora faz del éxito norteamericano, Harrison Ford fue el rey incontestable de una época.
Nuestras vidas se tropezaban con su rostro ceñudo en todas partes: en los grandes carteles, en las películas que estrenaban en televisión a las nueve de la noche, en las portadas de las revistas, ya fuera pistola en mano, vestido de smoking o con el látigo bien preparado. 
Harrison también irrumpía en sueños, eróticos o no, porque era el héroe depurado, porque estaba buenísimo, porque Hollywood consigue meterse en nuestras ensoñaciones tanto como en nuestras vigilias.
Harrison Ford, buena mezcla de sueño y realidad, es ese tipo duro encantador, un actor trabajador antes que genial y un señor de extraordinario buen ver, con un cuerpo atlético, pero sin excesos. 
Parece que lo modelaron en una fragua sabida de nuestros delirios. Regresa la pregunta: Hollywood, ¿se puede saber dónde encuentras estos buenos materiales?


Harrison se convirtió en una estrella en una era donde se pregonaba que las estrellas ya no existían.
Natural heredero de sus dos actores favoritos - Gary Cooper y Gregory Peck -, siempre quiso ser el hombre de acción que piensa antes de meter el puñetazo. 
Sus personajes no responden a impulsos, sino que aspiran a manejar la situación con lo que tienen dentro de sus cabezas. Se mueven por ética, por justicia, por salvar el día. Y Harrison corre como corriera cualquiera: con la mandíbula apretada, con todo el cuerpo y con cara de ay, que me atrapan.
Durante los años ochenta, fue el macho al que todos querían parecerse y al que tantos y tantas querían meter en la cama. Tom Cruise era demasiado aniñado, Mel Gibson, demasiado estridente, Arnold Schwarzenegger, demasiado nada.
Harrison los superaba casi sin esforzarse, incluso cuando se limitaba a interpretar personajes que se llaman Jack. 


La cicatriz en el mentón, la mirada de perrito, la sonrisa de socarrón; Harrison Ford viste de chaqueta con la misma convicción que aparece lleno de mierda desde un puente colgante. Con Harrison, se va a la aventura y, a la vez, se despierta a la sensación de estar en casa.
Los negociantes de Tinseltown lo reconocieron durante mucho tiempo como una garantía de negocio seguro; no en vano, sumadas las recaudaciones de sus películas, es el actor más taquillero de la Historia. 
Pero Harrison también tiene su buena nómina de títulos incomprendidos que han despertado a una adoración postrera. Harrison Ford, además de estrellona del cine comercial, ha sido un tipo de culto.
Como su vida privada se ha dicho hermética, gran parte de la verdad sobre Harrison es una historia que quizá se cuente mañana. 
¿Es Indiana Jones?, tal y como dicen los directores que lo conocen o del modo en que se vislumbra en sus hazañas cotidianas, desde estamparse con aviones hasta sus obras sociales. ¿O es sólo ese enésimo espejo de perfección en el que queremos mirarnos?
El tiempo y las biografías más jugosas nos lo dirán.


Harrison Ford aseguró en cierta ocasión que su interés por la interpretación fue tardío, casi accidental, siempre inseguro. Aún así, sus padres habían sido actores durante cierto tiempo y los dos habían abandonado la profesión artística por trabajos más estables.
Desde Chicago hasta Los Ángeles, desde su nacimiento en 1942 hasta su llegada a los estudios televisivos de los años sesenta, Harrison se subió a las tablas para superar su timidez y le tomó gusto al asunto, buen hijo de sus padres. Y, quizá por el mismo ejemplo paternal, dudó hasta el último día de que tuviera futuro en la actuación.
Firmado un contrato con la Columbia como extra televisivo, las primeras apariciones de Harrison Ford, algunas no acreditadas y muchas siquiera con una línea de diálogo, se contaron entre dos décadas y terminaron por desesperarlo. 
Para proveer a su familia - por entonces, estaba casado con Mary Marquard, con quien tuvo dos hijos -, decidió buscar una ocupación más provechosa.


De manera autodidacta, Harrison Ford se entregó por completo a la carpintería y, en cuestión de pocos años, se convirtió en uno de los profesionales de moda en Los Ángeles, demandado por gente importante y actores conocidos.
Y ahí está la leyenda. Tanto George Lucas como Francis Ford Coppola, los directores que lo descubrieron para el cine, lo conocieron por pedir sus servicios como carpintero. A Lucas le construyó unos gabinetes en su casa y, para Coppola, se encargó de la ampliación de su oficina.
Ambos, agradecidos y quizá sabidos del desperdiciado empuje y enterados del obvio físico del muchacho, le ofrecieron papeles secundarios en sus películas.


El primer rol relevante de Harrison fue Bob Falfa para "American Graffiti", mientras Coppola le brindaba intervenciones, muy inusuales en retrospectiva, en la torva "La Conversación", donde Harrison era un inquietante middle man, y en la épica "Apocalipsis Now", en la que aparece brevemente como el militar encargado de explicar la misión a la que se enfrentará el protagonista.
Colocarlo de Han Solo fue una decidida apuesta, como lo era todo en "La Guerra de las Galaxias". 
Harrison no era conocido, pero tampoco sus jóvenes compañeros de reparto, y además la película era un ejercicio de nostalgia, como tantos que se hacían en aquella época. 
En 1977, "La Guerra de las Galaxias" demolía las expectativas e inaguraba el cine como ese parque de atracciones donde los niños podían gritar hasta desgañitarse; era la chocolatina hecha motion picture. 
Y Harrison, como el canalla, hermoso Han Solo, individualista hasta el minuto en que hay que dejar de serlo, encantó a las audiencias.
Él entendió entonces que tratar la madera ahora iba a ser sólo un hobby.


Han Solo inauguró la buena racha de Harrison Ford y también su personalidad blockbuster, aunque habría que esperar unos años para repetir el mismo estallido de excitación en las plateas.
1980 traía la intrigante secuela, "El Imperio Contraataca", más oscura y compleja, en la que una de las imágenes más terroríficas era aquel gesto de Han petrificado en carbonita, justo después de decirle a Leia que I love you
Aquella segunda parte de la saga galáctica fue un auténtico eclipse total de corazón y la carbonita mental de la sugestionada generación no se desharía hasta conocer el desenlace.


La buena relación con Lucas bien pudo ser el pase directo al siguiente juguete que preparaba, esta vez con Steven Spielberg detrás de la cámara, pero lo cierto es que Indiana Jones iba a ser Tom Selleck. Como éste no estaba disponible, llamaron a Harrison. ¿Cómo se te queda el magín?


"En Busca del Arca Perdida" presentó al arqueólogo maromial como personaje para la posteridad y las salas de 1981 se reventaron con otro serial retrofílico que entusiasmó a la chavalada. Harrison, aún más caliente, abría la veda de sus héroes inteligentes y nos contaba del íntimo placer de verlo magullado. 
Es axioma: si un personaje de Harrison sufre una herida, es probable que lo siguiente sea un óptimo descamisamiento.


Al año siguiente, Harrison aparecía en su película más ambiciosa: "Blade Runner".
Era Deckard, el encargado de cazar androides sentimentales en una congestionada y futurible Los Ángeles. 
En su momento, la esplendorosa obra maestra de la ciencia ficción se tropezó con una soberana indiferencia, pero no pareció afectar a la probidad de Harrison como leading man. De hecho, fue la refutación tras Indiana Jones. 
El tiempo puso a "Blade Runner" en su lugar y, como protagonista, Harrison se ganaba tantos corazones entre la cinefilia sesuda como los que se afirmaba entre el gran público.


Volver a sus seres estrella siempre ha sido el movimiento preferido de Harrison, y los ochenta exigían más Han Solo para "El Retorno del Jedi" y más Indiana Jones, ya fuera en el Templo Maldito o en la Última Cruzada, donde deleitó con una gran química con Sean Connery.


En medio, se permitió cambiar de registro y, en ocasiones, acertando de pleno y agradando también al público que prefería verlo en acción.
Fue inusual su detective policial escondido en una comunidad amish para la también insólita "Único Testigo"; para muchos, su más fina y poderosa interpretación.
Hasta la fecha, representa su única nominación al Oscar.


Peter Weir lo dirigió en ese "Único Testigo", y también lo condujo en "La Costa de los Mosquitos", según la alegórica novela de Paul Theroux. 
Sería por el cambio integral de su imagen o por las reservas ante una película genuinamente complicada, "La Costa de los Mosquitos" fue saludada a su estreno como uno de los auténticos tropiezos de Harrison Ford, quien, no obstante, la considera su aventura más arriesgada y una predilecta de su filmografía.


Gustoso de la versatilidad, se le vio con el pelo tazón y agobiadísimo para Polanski en "Frenético" y suave y cómico para la fantasía yuppie "Armas de Mujer", donde, como buen caballero, dejó que Melanie Griffith y Sigourney Weaver le robaran la cardada función. 
Aún así, era difícil resistirse a él. Como le dice Sigourney en "Armas de Mujer": "ay, había olvidado lo guapo que eres". 


Los números en taquilla lo recordaron con el crepúsculo de la década, que lo veía mejor huyendo de los malos como Jack Ryan que amnésico como Henry.
Los noventa se pregonaban terreno de artefactos musculosos como "Juego de Patriotas" o "El Fugitivo", donde Harrison no paraba de correr, de herirse, de trepidar. 
Madurez envidiable, el pelo tan peinado. Un Harrison Ford más conservador en aspecto, pero con su corazón siempre latiendo demócrata y preparado para el triunfo de su colega Bill Clinton. 


La corona de Hollywood era indisputable, mientras los rumores lo contaban como todo un gruñón en los rodajes. 
Siempre muy independiente y asqueado de la compraventa de la vida privada en el negocio del espectáculo, se agenció un señor rancho, donde todavía practica sus dos pasiones: la carpintería y los aviones. En una ocasión, relató que, a veces, se subía al avión si tenía ganas de salir a por una hamburguesa.
Aunque poco se ha dicho de su vida personal y ni sus cinco hijos ni sus dos ex mujeres le han dado disgustos en público, el divorcio de la guionista Melissa Mathison, su segunda esposa, sí ocupó líneas de prensa en 2004 por ser el más caro de la historia de Hollywood hasta entonces.
Los mismos periodistas volvieron a sacar la lupa cuando se comentó que, en una ceremonia de los Globos de Oro, Harrison había conocido a Calista Flockhart, la popular Ally McBeal.
Tras muchos años de relación y rumorología, terminaría por convertirla en la tercera señora de Ford, mientras conservaba su interés por contar cero detalles a los medios de comunicación.


Su carrera cinematográfica lo ha confirmado como superviviente, pero las alegrías han sido menos de las esperadas y pocos de sus títulos desde finales de los noventa han pregnado en el imaginario colectivo. 
Se permitió un regreso a su personaje estrella por la alegría de reencontrarse con Steven Spielberg y Karen Allen y con la vanidad de contar al mundo de que quien tuvo, retiene.
Los fans odiaron la innecesaria "Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal", pero Harrison se salió con la suya al demostrar que es el viejo más marchoso de la comarca.


En las últimas décadas, se reserva y se prefiere esporádico, e incluso ahora se quiere secundario, quizá porque ya no está para mayores trotes, tal vez porque la función no está tan asegurada incluso para los que aún son tan amados. 
A pesar de todo, parar es imposible para este inquieto y ahí se daba una buena hostia hace unas semanas cuando salía a pasear con el avión, a su 72 años. 
Al mundo se le cortó el aliento un segundo ante la gravedad del accidente, pero estamos hablando de Indy, bitches
Si para el eterno regreso a Indiana Jones siempre está dispuesto, Harrison confesaba que Han Solo era un personaje superado, que no volvería a él. 
Nunca digas nunca, y estas Navidades vuelven las "Star Wars" y yo me pregunto si acaso se habían ido alguna vez. 
Treinta años después de "El Retorno del Jedi", Harrison Ford reaparece como Han Solo en "The Force Awakens". 


"Chewie, we're home", dice en el trailer difundido esta misma tarde, justo cuando he comprendido que esa película va a arrasar como si no hubiera mañana para los justos.
Chewbacca es el mismo de siempre, Harrison, casi que también. Volver a casa, conocida sensación con un hombre al que odiar jamás ha sido una opción.
Yo, sencillamente, me lo zampaba entero.

miércoles, 15 de abril de 2015

Socorro, Policía


Si usted piensa que sus ojos verán una revolución, es una persona más optimista que yo, más crédula o más informada de que cualquiera cosa puede suceder en el momento menos oportuno o en la civilización menos elegida.
Yo, escéptico. ¿Somos el pueblo destinado a cambiarlo todo?, será la pregunta que también se hagan los historiadores del futuro, si es que hay historiadores y si es que hay futuro. 
Somos la sociedad adicta a no ser sociedad, gustosa de que nos dejen de paz, sabidos bien de la idea de persona, de individuo y de todo lo que conlleva: nuestra casa, nuestro dinero, nuestra intimidad, nuestra vida. Mi vida es mía; de momento, no la voy a entregar por ti. Y pocos lo harán. 
Por tanto, es una sociedad a la que le gusta la seguridad. Pone alarmas, ladra el perro, llama a la policía. Quizá porque el Imperio es norteamericano, el mismo que es individualista cual razón de ser y uno de sus parámos de imagen más recurrente es un coche de policía aparcado, con la luz giratoria. 
¿Existía la policía antes de los Estados Unidos? ¿Antes de Hollywood? ¿Antes de las series de televisión? Sí y no. 
Si hay una diferencia notoria entre nuestras civilizaciones y las anteriores, sería que confiamos en la policía. La tememos, sí, como todo el mundo, pero también creemos que nos salvará en el último momento. 
En la vida de las ciudades, donde los criminales reptan y escapan con facilidad, allá en el anonimato, en la superpoblación, en la posibilidad más que nunca de que un delito salga impune, es alivio pensar que un agente de policía llegará a la escena, sabrá qué habrá pasado y dará caza al cabrón antes de que cruce la frontera, se cambie el nombre o, simplemente, se lo trague la tierra.


La imagen de la policía en Occidente es una de las mejores definiciones de nuestra propia sociología. Es donde está nuestra íntima decadencia: en lo que esperamos y odiamos de la bofia. Cuando los vemos en las manifestaciones, son odiosos. Cuando nos ponen una multa, son los padres intolerantes que nos tiran de las orejas. Cuando nos toman la denuncia, queremos que tramiten cuanto antes como dóciles funcionarios. Cuando los llamamos, queremos que lleguen enseguida. 
La desconfianza hacia la policía nace de lo que realmente significa: un brazo armado del Estado. Por tanto, lo que quiera éste lo hará aquella. Al menos, en teoría. Y, como bien sabemos, generalmente en la práctica. 
Armada o menos armada, cuanta más policía sea necesaria, más evidente será la decadencia y la corruptela del país y la época. Al fin y al cabo, ¿qué hizo Hitler? Convertir a Alemania entera en un pueblo de policías. Cualquiera podía detener y dar porrazos a quien considerara culpable de algo. 
El juicio del policía es parte de su trabajo. Y, como tal, puede ser execrable, descifrable y, la inmensa mayoría de las veces, disculpable.
Además de su carácter de extensión del poder, la mala imagen de los cuerpos policiales está vinculada a las propias leyendas que circundan, a la cantidad de manzanas podridas que andan por sus filas, a sus garrafales errores y a la habitual necesidad de cubrirse. 
Como en el ejército, se obedecen cadenas de mando, se atienden reglamentos, se protegen compañeros, se cierra el pico. Como cualquier cosa uniformada, la pulcritud se busca hasta cuando no se encuentra. En muchas ocasiones, la policía barre sus miserias debajo de la alfombra.
Limpiar la casa es una tarea titánica; desmantelar redes de corrupción en comisarías ha sido un capítulo apoteósico por insólito de las historias judiciales. Y también reservado a latitudes del Primer Mundo. 
¿Cómo observamos a la policía? La odiamos, pero la necesitamos. Escupiríamos a los antidisturbios o incluso los fulminaríamos como los X-Men. Qué malvados, qué chulos, qué perros de su amo. Pero, si hay alguien que se acerca con siniestras intenciones, si han matado a toda tu familia, si te han desvalijado la casa o si tu perro no aparece, ¿a quién vas a llamar? A los chicos de azul. Reza porque sean como los de televisión. Imperfectos, aunque sensibles, ángeles guardianes de la ciudad.
Como son tipos duros, miran a través de gafas de sol y tienen las de mandar, la psique tortuosa nuestra también tiende a erotizarlos. 
El porno ha explotado todas las vicisitudes de la relación con la policía. El que vengan a tu casa, el que te interroguen, el que te tengan a disposición entre rejas. Y más de un agente de policía ha transitado al porno gay, disparando ya el delirio y los efluvios de los que aman a un hombre uniformado.
Pero como me dijo un amigo, ni se te ocurra echarles una mirada lasciva. Lo decía él, que siendo cacheado una noche, se le ocurrió decirle a un pitufo:
- ¿Te pone?
El cacheador y sus compañeros tiraron a mi amigo al suelo y lo reventaron a patadas. Huelga decir que, desde entonces, a mi amigo no le gusta el leit-motiv policial en el porno.
Tanto los antipolicías como los propolicías se enzarzan en discusiones acerca del que puede ser uno de los oficios más complicados, ingratos y poco revisados de la Historia.
Por un lado, se viste a una persona con atributos y, como suele suceder, se le conceden en función de unos criterios imperfectos. En estas latitudes, uno se viste de policía si aprueba unas oposiciones. 
Vestirse de policía y ejercer como tal requiere unas obligaciones y unas prerrogativas que equiparan a un agente con un dios en la Tierra. Es decir, tiene el poder y, a la vez, debe ser impecable cuando lo ejerce. La pregunta es si los policías son los más indicados para ser policías.


Policías buenos, policías regulares, policías malos. Unos que lo hacen bien, otros que engordan, tantos que no saben y otros que, más que Dios en la Tierra, son el fin del mundo tal y como lo conocemos.
Hay de todo y, si algún agente del orden lee esto, concordará con el siguiente párrafo. Es un trabajo. Y la dinámica funcionarial pesa más que esa imagen de acción y poder que vemos en las películas. Los policías tramitan, incluso cuando intervienen. Toman notas para el informe antes que hacer el número y ganarse la medalla.
En cierta ocasión, una agente de policía me dijo que las series reflejan poco del verdadero trabajo: la dificultad de conectar, tanto con la gente que abordan como con sus compañeros y superiores, y la deficiencia de medios, desde los coches viejos hasta el lento procesar de las pruebas.
De la policía, se espera esa primera instancia de justicia, cuando, a veces, es sólo la prueba de lo larvadas que están las instituciones, por simple dejadez de unos y de otros.
Pero, ay, qué miedo, la policía. Raymond Carver no dudó en incluirla en su famoso poema "Miedo" y los hitchcockianos de la sala sabrán bien que era el temor magno del maestro del suspense. El padre de Hitchcock lo llevó cuando era niño a una comisaría. 
- Ahí se los dejo esta noche, para que lo encierren y así se porte bien.
Las reconocibles películas de Alfred encuentran a un hombre huyendo de la policía porque lo han confundido con un criminal. Y, en muchas de ellas, nadie levanta el teléfono para llamar al 911, incluso cuando debieran hacerlo. 
Es la desconfianza ante el peor error: que te tomen por otro y te enchironen. La más seria y triste de Hitchcock en ese sentido se llamó "Falso Culpable" y hablaba de la galvanización de verse atrapado en el proceso debido. Ese proceso debido que se alarga durante años y años de suspicacias y rejas.


La policía viene, no viene, llega demasiado tarde, se equivoca. En algunos barrios marginales, se cuenta que nunca vendrá. Será que la policía no está para westerns o que el presupuesto no alcanza a los desfavorecidos. Como todo en este mundo, que la madera llegue pronto a nuestro socorro también es privilegio.
Además de desconfiar, llega la intimidación. Hasta los más recios se vuelven mariquitas delante de los agentes de manera necesaria, pero es una situación que los policías buscan deliberadamente. Se considera de buen policía que te hagan callar con la señal de un dedo y que el mínimo amago de arrinconarte sirva para hacerte cantar las mañanitas. 
¿Y cuándo no controlan la situación? ¿Cuándo se enfrentan a la nada en la investigación? ¿Cuándo no hay una confesión, no hay ningún testigo o la escena es incapaz de ser descifrada? Pídele a los hombres que hagan el trabajo divino. Pídele al poli que sea como Lilly Rush: que encuentra la brizna de tejido de 1967 y además toca el corazón del culpable, que se lo cuenta todo.
A propósito, leía un artículo sobre el piloto que estampó el avión contra los Alpes, sobre nuestra necesidad de encontrar una explicación a todo lo que sucede y el pasaporte a la locura que implica cuando no la obtenemos. O, peor, cuando sabemos que no la obtendremos jamás. Nunca sabremos lo que pasaba por la cabeza de ese loco en el avión.
Y la policía también se vuelve loca cuando no hay una explicación a lo sucedido. Porque además es su trabajo y su deber encontrarla.


Pídele a la policía que se invente una explicación a lo sucedido, porque, señores, hay que hacer justicia. Hay un debido proceso. La luz giratoria debe ser la antesala de la ciega balanza de la justicia. Y que el policía sea un ángel o un cabrón y esté rodeado de compañeros eficientes, de holgazanes o de criminales vestidos de azul, esa será su suerte. 
Porque, usted, ser individualista podrá, cualquier día de estos, ser confundido o ser incriminado. Usted, que sólo pensaba en su casa, su dinero y su vida, puede darse cuenta que no está solo, que su vida no es del todo suya y que está imbricado en un sistema podrido hasta la raíz, incluso aunque viva de espaldas a él y no salga jamás de su vivienda.
Las búsquedas del culpable que hace la policía son necesariamente eficientes y están fundamentadas en la confesión. Es decir, los culpables, de manera tradicional, lo cuentan. Ya sean interrogados, torturados o se entreguen por propia voluntad. La mierda flota y los que cometen crímenes consideran que la policía es tonta. Y bien deberían saber que no lo es.
El uso de la fuerza y la escalada de torturas en cualquier tipo de comisaría o precinto policial es un archivo imprescindible y candente que encierra cualquier agenda sobre los derechos humanos. Quienes lo ejercen o lo disculpan, dicen que es la manera efectiva de proteger a la sociedad. Es muy escandaloso esto que te cuento, pero el señor Bush Junior lo aplicó durante años a una escala internacional. Retorcer los testículos, sumergir en agua, electrocutar, encerrar, privar de sueño, insultar, vejar, violar, humillar, sacar a la familia a colación o darle las mayores tundas de su vida. Elija la sensación a la que se acoja su distrito más próximo y le diré quién es. 
Como muchas cosas que suceden en las comisarías corruptas, desde el dinero que se pasa bajo cuerda hasta los favores a gente importante, la ley del silencio se impone también en cómo se obtienen las confesiones.
Si los que defienden las torturas - la gente mala no se merece nada, es la retahíla que predican - refrescaran sus nociones sobre medievalismo o, sencillamente, miraran la realidad, sabrían de la cantidad mayúscula de confesiones falsas y errores que se obtienen en ese tipo de atracos violentos a la integridad de los detenidos. Es el camino fácil que cuesta caro. Aún así, se sigue practicando, de espaldas a la opinión pública. 
Esa opinión pública misma que odia a la policía, pero no duda en llamarla, además deseando íntimamente que el agente de servicio sea como Alex Brawley en "Cop Shack on 101".


La persecución de la confesión, cueste lo que cueste, y la obtención del culpable lleva a la necesidad de hacer trampas y de cubrirse unos a otros, bajo la excusa del cumplimiento. Como suele suceder en escenarios de corrupción, la fechoría se jerarquiza, se tramita, se disculpa, se tolera, se gestiona. 
Y la cosa se intensifica ante casos de gran relevancia, donde encontrar al culpable es máxima prioridad. 
¿Y qué me dices cuando el abatido en el suelo es un policía? El Infierno no conoce tanta furia.
El Canal 33, que emite en Cataluña, decidió dar un paso adelante y sacar a la luz un documental titulado "Ciutat Morta", que ha dejado devastado a todo el que lo ha visto. En realidad, es la guinda que faltaba a este pastel de país en el que vivimos, donde las cosas están mal de necesidad.
Como soy un alma sensible, me van a perdonar que no haya visto ese documental ni tenga fuerzas para hacerlo. 
Sólo he leído el caso y ya me dejó por los suelos, pero también con la necesidad y la voluntad de escribir este post.


El documental aborda el martirio de unos muchachos que fueron detenidos, procesados y encarcelados tras un violento altercado donde un policía resultó herido y terminó en coma por el impacto de una maceta. 
Los detenidos clamaron - y claman - su inocencia, pero sufrieron la incriminación sistemática, entre torturas y la pasividad de la justicia. 
Una chica que les ofreció ayuda en el hospital donde los policías los llevaron hechos un zapato después del "interrogatorio" también fue absorbida en la venganza de los agentes. 
El trágico suicidio de la joven durante uno de sus permisos motivó el documental que, aún aplastado por la necesidad de silenciar el caso, ha visto la luz y ha demostrado la idea de que la mierda flota para todo el mundo.


Desafortunadamente, vive usted en un país regido por un gobierno que adora a la policía, porque bien que la necesita de su lado, y se lo perdona todo.
"Ciutat Morta" ha quedado ahí y, probablemente, los chicos no obtendrán la justicia que necesitan, mientras todos los implicados en esa basura reciben indultos y disculpas por sus abusos de poder y otras canalladas semejantes. 
Cuando el documental se exhibió en Canal 33, muchos policías se mofaron abiertamente de él en las redes sociales y me recordó aquel que decía disfrutar de aplacar a los "mugrosos" en las manifestaciones de 2012. 
La policía no es tonta, pero pocas veces demuestra lo contrario. La mala imagen de la policía es la mala imagen de todas las instituciones de este país. Y no se limpia la casa. 
Sólo se dicta la Ley Mordaza, o cómo no se puede hablar de nada de esto. De hecho, no estoy seguro ahora mismo si puedo escribir este post.


Aunque no he visto "Ciutat Morta", sí he encontrado el valor de mirar un clásico del documental, que trata un tema parecido, venido de Yanquilandia. Se llama "La Delgada Línea Azul".
El título hace referencia a la idea de la policía como ese último resquicio que queda justo antes de la anarquía. Proteger y servir.
El documental relata la historia de Randall Adams, que fue condenado a muerte por el asesinato de un policía, sin pruebas concluyentes y con la existencia de otro y más obvio sospechoso. 
Como insinúa la abogada, Randall fue inculpado, porque el verdadero asesino era menor de edad y no lo hubiesen podido freír como un pollo en la silla eléctrica.


"La Delgada Línea Azul" no sólo habla de la torpeza de la policía y de sus expeditivas maneras de interrogar, intimidar y coaccionar, sino también de la connivencia de sus superiores, de los fiscales del distrito, de los jueces y de la opinión pública. El comportamiento de la policía no es sólo disculpado, sino que continúa, cual río, en el restante proceso. La noción del cumplimiento por el cumplimiento lleva a tapar bajo la mesa, cubrirse unos a otros y terminar el día para magistrados, funcionarios y responsables.
Y el culpable debe ser congruente a una idea de culpable. La justicia no es justa, sino estética, en estos casos. 
Piense usted en gente señalada como Dolores Vázquez o Lindy Chamberlain. Tenían cara de asesinas. 
Como sucedió con ellas, la revisión del caso de Randall Adams lo exculpó y, de manera aplaudible a rabiar, el documental tuvo mucho que ver en esa decisión de reapertura.


Ah, del tiempo perdido.
Tengamos cara de asesinos o de cándidas palomas, el debido proceso nos enterrará. No tema usted tanto a la policía como a la burocracia y la lentitud de las administraciones. Las respuestas que no llegan, las reclamaciones que no fluyen. 
El tiempo, el tiempo, el tiempo, que se gasta y desgasta en esa espiral. Ahí está la muerte, ahí continúa la tortura.


Es fácil señalar el dedo contra el policía grasiento, putero y retuercehuevos y culparlo de todos los males y de las injusticias acometidas. Qué me dice usted de la pasividad integral de la sociedad. Es lo que condena a los demás, lo que perpetúa las prácticas habituales de inmoralidad institucionalizada y lo que hace nadie se libre. 
Porque nadie se libra de las luces. De las luces rojas y azules que iluminarán su seguro jardín, antes de que aporreen la puerta y oiga usted lo que aprendimos en televisión:
- ¡Abran la puerta! 
Socorro, policía.