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domingo, 3 de mayo de 2015

La Cazadora y El Amor


Sucedió cuando era jovenzuelo y vi "Love Story" en alguna madrugada televisiva. Fue cuando desarrollé mi obsesión por los hombres con cazadora de cuello de borreguito.
En realidad, siempre he querido un novio que luciera como Ryan O'Neal en esa película. Con la cazadora de borreguito, la camisa a cuadros escoceses, la camiseta blanca y, debajo de todas esas cálidas capas de muchacho abrigado, un pecho perfectamente velludo. El oro. 
Ryan en esa época era una cosa rubia y hermosísima, que daba un aspecto de virilidad integral, pero serena, casi inadvertida. 
Parecía tan buen chico en ese entonces y, a la vez, tan machote. La mezcla ideal.


Su vestimenta en la película me obsesiona. Hay quien dice que el vestuario es lo mejor de "Love Story" y debe ser por lo pasado de moda; es una de esas películas que parecen más viejas que otras muy anteriores, tan fashion victims eran en 1970, tan rápidamente envejecida de apariencias por el mor de los cambios en el gusto y los guardarropas.
El cuello de borreguito reaparecería para mi obsesión en "Brokeback Mountain" y se lo asían los dos dolientes vaqueros en otra love story de final trágico, que me dejó en boxes mentales durante una semana. 
Me hizo añorar una cazadora en la que acurrucarme para calmar la tristeza de ese amor que nunca llegó a viejo, como decía una de las canciones de la banda sonora.
Y hete aquí, hace unos años, tuve un lío extendido con cierto capullín de cuyo nombre no quiero acordarme, porque lo anticiparía como "el gilipollas de...". A lo que iba. 
Cuando todavía no lo odiaba - aunque ya pensaba que era un capullín -, dormíamos juntos y, yo ya despierto, le acariciaba la espalda y él, apoyado en mi pecho perfectamente velludo, dijo en sueños:
- Quiero una cazadora de cuello de borreguito.
Te juro por Douglas Sirk que fue cierto. Cuando despertó, se lo conté entre risas y aseguró que siempre había querido tener una. 
Yo le dije que era la cazadora oficial de los tíos buenos y, si tuviera dinero, se la compraría inmediatamente.
No habría días para cazadoras de borreguito sobre el capullín y todavía busco ese cuello en el que depositar esta romántica cabeza mía.


Anoche volví a ver "Love Story". 
Es curioso cómo las películas tienen un significado tan inadvertido y distinto en nuestras vidas. Para muchos y muchas, "Love Story" les habrá cambiado la vida o algo así. Es probable que muchos hombres que la vieron en su momento entendieron que debían ser amables, vestir con camisa de cuadros y querer más a sus novias. Para eso estaba Hollywood: para enseñar a la gente a ser bonita, elegante y sentimental.
La historia de "Love Story" es, obviamente, una historia de amor. Oliver es un chico de buena familia que renuncia a sus privilegios y a su estricta familia, más que nunca cuando se enamora de Jenny, una chica más o menos pobre, pero sí muy lista, espabilada y tan especial.
Sólo en una película tan ancestra, puede usted entender que un chico de clase alta se case con una chica de clase media baja represente tal conflicto familiar. En realidad, ya en 1970 la cosa sonaba un poco a cuento viejo.
"Love Story" era una película pequeña, modesta. Tanto la novela escrita al pairo por el guionista como la película arrasaron como si no hubiera mañana. Nadie se lo esperaba.
John Wayne, que estaba ya en las últimas, dijo que el éxito no debía achacarse a las palabrotas que decía la chica de la película, sino a que el público estaba esperando una historia sencilla de dos personas que se enamoraban. 
Lo decía el viejo y reaccionario patriarca en una época convulsa, de fuertes cambios en la sociedad, en general, y en el gusto del público, en particular.


La caída de la censura venía aparejada por la llegada de la explicitud a las pantallas. 
Ali McGraw dice muchas palabras en la película que hubiesen estado prohibidas siete años antes. Tanto Nixon como su mujer aseguraron que "Love Story" les gustaba, pero se decían muchas palabrotas. En realidad, lo que se dice es poco más que shit y god damn it.
Poco a poco, y con el resonar del fenómeno sociológico, "Love Story" se convertía en la película más vista del año, mientras las plateas no paraban de sonarse las lágrimas y los mocos con la triste historia de "la chica que murió a los veinticinco años, la que adoraba a Bach, Mozart, los Beatles y a mí".
¿Y qué tenían que decir los críticos? 
Los más optimistas la alabaron, Otras voces se prestaron a desenmascarar las intenciones. 
"Es 'Margarita Gautier' con gilipolleces", se escribió. Y, por supuesto, Pauline Kael afiló el cuchillo desde el New Yorker: "uno de los más ineptamente fabricados éxitos de lagrimón y flemas". 
Kael también vería en la actriz protagonista una de sus más naturales némesis y le dedicaría cosas como "la exasperante Ali MacGraw, ejercitando las ventanas de la nariz".


Los detractores de "Love Story" fueron cordialmente desoídos por las audiencias y la Academia se plegó ante el fenómeno, concediendo siete nominaciones al Oscar; entre ellas, mejor película, mejor director, mejor cazadora de borreguito y mejor ejercicio de ventanas de la nariz.
La reacción y la aceptación de unos y otros se entiende desde el momento en que se saca un vestido viejo en una sociedad que se piensa distinta y evolucionada. 
El complaciente Hollywood contraatacaba con uno de sus melodramones de amor eterno y sanador y todos iban a verlo, cuando los jóvenes se suponían leyendo a Marcuse o revolcados en el barro de Woodstock. 
Aún así, y como veremos, "Love Story" no contradice a su tiempo, es un fruto silencioso del mismo. 
Pero entonces y, junto con la igualmente triunfadora "Aeropuerto", se consideró que el público no había mejorado en gustos como se creía, sino que, de hecho, se conformaba con lo mismo de siempre, más superficial y, a todos los efectos, peor.
El gato por liebre era quizá evidente y las declaraciones tanto del director como del guionista de que habían brindado una película tan elevada como sensible explican la reacción hacia la película, en su momento y a lo largo de los años. 
Muchos lloran con "Love Story", pero mil más la odian a muerte. Es un clásico poco querido y mucho menos estudiado.


Fruto de su época, sí. Y silencioso, también. 
Estamos en 1970 y, pese a todo lo que se vivía, Hollywood no había dicho ni esta boca es mía en cuanto a Vietnam. 
Rectifico: sí lo había dicho, en 1968, con "Las Boinas Verdes", una épica militar dirigida por John Wayne, tan mentirosa y reaccionaria que hasta muchos de sus partidarios detestaron el resultado. Como muchos títulos de entonces, lo infamous estaba servido de antemano: en la última secuencia de "Las Boinas Verdes", el sol se pone por el Este.
Vietnam no se habló en las películas hasta que se acabó la guerra. 
Pero sí se sentía. Y se sintió durante mucho tiempo, incluso de una manera tan implícita que evidencia la ley del silencio. Las películas de finales de los sesenta y principios de los setenta son muy pesimistas, y algunas son obvias metáforas de lo que sucedía, como "Danzad, Danzad Malditos", ambientada en un pavoroso maratón de baile de la Depresión.
Y "Love Story" también es una película de Vietnam, con dos símbolos claro: el conflicto intergeneracional y la muerte de la juventud. 
Es la razón de que una película triste se vendiera tan bien. Era oportuna, se sentía. 
Por un lado, el chico que se rebela contra un padre y no lo perdona. Por otro, la chica ansiosa por vivir, que, en un abrir y cerrar de ojos, acaba en un hospital por una enfermedad nunca concretada. 
Se supone que es leucemia, pero, como tantos han señalado, Ali McGraw luce tan bella en ese lecho de muerte que digamos que, sencillamente, se la llevó Dios. Como parecía suceder con todos los soldados perdidos en la selva entre el síndrome y el olor a napalm por la mañana.


El tono mortuorio que preside "Love Story", que anuncia la muerte de su protagonista desde el principio, es lo que la convierte en una de esas películas de Vietnam donde la desastrosa guerra jamás se menciona.
A propósito, dato significativo: en los Oscars, "Love Story" fue vencida, de manera previsible, por "Patton".
"Patton" es una película de guerra que satirizaba, aunque terminaba por celebrar, al famoso general de la Segunda Guerra Mundial que gustaba más del resultado contundente que del rigor del procedimiento. 
En una escena, abofeteaba a un soldado que se decía con estrés postraumático y le recordaba su deber. Patton era lo que nos faltaba ahora, expresó la Academia con ese premio.
La banda sonora de Francis Lai fue el único Oscar que recibiera "Love Story" y sonaba en las radios, sobre todo cuando le pusieron letra y la cantó Andy Williams. 


Si "Love Story" podía ser considerada un paso atrás en las coordenadas de entretenimiento cinematográfico, brindaba cosas entonces novedosas. 
Le entregaba el protagonismo y el corazón emocional de la película por completo a la nueva juventud, esa condenada a vivir en un mundo antiguo, gobernado por sus padres. 
Los protagonistas no sólo follan tan ricamente antes de casarse, sino que aseguran no creer en Dios y de hecho, ni se casan por la Iglesia.
Aún así, no hay nada verdaderamente subversivo en lo que se cuenta y, por eso, a Nixon le gustó "Love Story" tanto como a América. Abría aguas para la llamada juventud nixoniana, que era romántica, deportista, doliente y, a pesar de todo, siempre con una sonrisa. La América de los Carpenters, de Bruce Jenner, de los Osmond y de los bailes de la promoción sin Carrie White invitada.
Para los que nacimos después de ese mundo y lejos de ese país, "Love Story" ya sólo sonaba en las cajas de música. 
Como todo en "Love Story" y las viejas películas, el olvido se suplió con vagos legados que aparecían allí y allá. En la caja de música, la tonada oscarizada. Despierto hasta tarde, reaparecía la película en la madrugada.
Fue en una de esas madrugadas, más de veinticinco años después de su estreno, cuando la cacé y la vi. 
"Love Story" fue una de las primeras películas sobre las que intenté hacer una crítica más elaborada y profunda, aunque, releyendo ese viejo documento mío, se nota, ante todo, la necesidad de enmascarar que me había gustado lo que debía odiar.


La tengo muy asociada con "El Valle de las Muñecas", quizá porque las vi en la misma época, tal vez porque tienen puntos de contacto.
Tres escasos años las separan. Ambas terminan con el personaje protagonista solo en la nieve. Las dos fueron unos éxitos pop tan desproporcionados que el público nunca recibió con tanto ímpetu el apelativo de "majaderos" y otras maneras de decir que tenían lo que se merecían. También son fruto de un Hollywood en recesión, que se apegaba a viejos sentimientos y, a la vez, quería ser moderno e inquieto. 
El resultado es la inevitable cursilería. Y, con unos años encima, una cosa tan desfasada termina por despertar un gran atractivo.
"Love Story" tiene el sello de su época, no sólo en su temática, sino también en su estilo. Hay una secuencia en que los dos protagonistas retozan en la nieve con la musiquita como único sonido, que es el colmo de lo cursi, sí, y además, posee el tic preclaro de mucho cine de finales de los sesenta y principios de los setenta. Los zooms, los intentos de cámara al hombro heredados de la Nouvelle Vague, la sucesión de imágenes con intención pop. 
Es un momento cinematográfico tan bastardo como valioso, porque parece enlazar la batalla en la nieve del "Napoleón" de Abel Gance con los vídeos ochenteros de la MTV. Es decir, el impresionismo, el arrojar imágenes porque sí.
¿Y qué hay del amor de esos dos tórtolos? ¿Se siente o no se siente? Calificada como vacía, simplona y procuradora de lágrima fácil, lo cierto es que "Love Story" hace llorar. 
Y se nota como lo hace. Ahí está la clave del odio: la película manipula. Los protagonistas son demasiado buenos para sufrir así, entendemos.
En cualquier caso, ni fue la primera vez que Hollywood lo hacía ni la última, ni la peor. 
Y hay un esfuerzo de sinceridad en algunos pasajes de la película, especialmente los protagonizados por Ryan O'Neal que, sin ser un gran actor, despliega esa mezcla de ternura y fortaleza, que me aún me hace temblar las patitas.


Muchos aseguran llorar con "Love Story" y, aún así, la detestan. Será porque es la definitiva chick flick o película para chicas, donde las emociones del corazón son considerada cosa débil por la opinión cinematográfica imperante, llevada, manejada y escrita por y para hombres aburridos. ¿Que "Love Story" no sea considerada un clásico de más altura la convierte en una víctima del machismo? La discusión está servida,
"Amar significa no tener que decir nunca lo siento", la frase emblema, el tagline, lo que le dice Jenny a Oliver en el momento donde Ali McGraw ejercita las ventanas de la nariz con mayor decisión. 
Como la película, la frase tendría esa doble característica de inolvidable e infamous en el imaginario popular, y de hecho, Barbra Streisand se la repite en clave de humor - y guiño posmoderno - al mismo Ryan O'Neal en "¿Qué Me Pasa, Doctor?". 
Él contesta, en esa ocasión, que nunca había oído nada más tonto en toda su vida.


Reconozco que la frase no la entiendo del todo, porque tiene una construcción muy complicada. Amar significa no tener que decir nunca lo siento. Dos negativas en una misma frase: mal. 
Me consta que en las love stories reales, uno se vuelve muy británico en el sentido de que no se para de decir "lo siento". Mucho me temo que la frase de "Love Story" es más bien la cita vulgarmente inspiradora que todos se repiten con el día melancólico y nadie ha aplicado jamás.
¿"Love Story" es un clásico o merece el odio? Es la búsqueda de lo bonito y lo accesible en un solo producto, cosa muy habitual en el cine norteamericano desde sus inicios, y es clásica en el sentido de que es ingenua y, a la vez, está manufacturada. Es todo corazón y, a la vez, es puro pop. 
También es un melodrama. Tardío y no demasiado arrebatado, pero melodrama. Desde que muchos entienden todavía que llamar melodrama es descalificar, pues ahí estará la disyuntiva.


Yo quiero a "Love Story". Sin mucha pasión, pero sí, la quiero. Debe recordarme a las historias de amor que nunca he vivido o a los cuellos de borreguito que jamás he abrazado. Quizá simplemente es una película, un icono, una sucesión de imágenes con intención, emitidas un día a mis sugestionables retinas adolescentes y repetidas ayer a mis nostálgicas neuronas treinteañeras.
Ya lo dije en cierta ocasión: el cine es el amor de mi vida. Y él y yo jamás tendremos que decirnos lo siento.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Mujeres (De Verdad) En El Cine


Las mujeres son mágicas, decía François Truffaut, admirado por aquellas a la que amaba, por aquellas a las que su cámara retrataba.
El cine está lleno de mujeres, como las calles, las familias, las vidas. Se pueden encontrar toda clase de individuos de sexo femenino en las imágenes cinematográficas, mirados desde distintos ángulos, entendidos bajo diferentes perspectivas. 
Y, al final del día, resta la verdad de que, en toda mirada a la mujer en el cine, siempre ha habido un espejo empañado, un halo de condescendencia y, durante muchos años, una guadaña de moralidad sobre sus actos.
Como decíamos la semana pasada, el cine es machista como la sociedad que lo produce y, desde que se hizo rentable, la mujeres creadoras quedaron en segundo término para dar paso a las mujeres eróticas del primer plano.
La belleza femenina ha sido uno de los recursos de fascinación del séptimo arte, tanto porque instiga la represión de los espectadores como por el simple hecho de que la mayoría de películas están firmadas por hombres heterosexuales, que entienden a las mujeres como sus musas, sus objetos de deseo, sus figuras de desvelo.
El sexismo de las plateas se contagiaba a las imágenes, y podemos atender a esta foto promocional de "High Noon" para comprobarlo.

Gary Cooper y Grace Kelly en "High Noon"

Olvidemos la calidad de la película y centrémonos en la escenificación. 
Gary Cooper protege a Grace Kelly, que queda abrazada en su segundo término, casi desaparecida en los brazos del macho. Ese macho que porta la pistola, y con ella, defiende a la mujer, la pone detrás. La emplaza en casa, mientras él sale a pelear.
Él mentiría si dijera que sólo tiene cuarenta y cinco años. Grace tiene poco más de veinte. El hombre mayor, la florecilla indefensa. Él es duradero, ella, reemplazable. A Gary Cooper, como a todos los galanes de antaño, se le colocaban todas las starlets y la cosa no chirriaba.
En las fórmulas habituales de glamourización cinematográfica, ella es joven, voluptuosa, con un toque de virgen, con un ramalazo de puta. 
Así, el cine permitía conocer a mujeres de extraordinaria, sobrecogedora hermosura, cuya carrera quedó asegurada por el simple hecho de que estaban muy buenas. Eran las mujeres de bandera, que recibían silbidos de los espectadores en los pases de sus películas. Es el factor paja que tiene el cine.

Sophia Loren

Detrás de esa historia de erotismo femenino, resta la explotación.
La puerta de atrás del cine está recorrida por las verdades oscuras de la tortuosa llegada de muchas mujeres al panteón del estrellato, y también de la historia de sus caídas. Marilyn Monroe es sólo una de tantas, que sufrieron el machismo sobre sus imágenes serializadas, sus cuerpos, sus reputaciones, sus ingenuidades.
El machismo cinematográfico distinguía así mismo estas sex-symbols de los modelos ejemplares.
Mujeres-niñas como Judy Garland, vecinas de al lado como Donna Reed o señoras nobles como Greer Garson. Los modelos de mujeres impolutas, que no discuten ni hacen dramas. Sólo son frescas, inocentes y laboriosas en esa cocina a la que están atadas de por vida.
Si eras una mujer de verdad, podías desconsolarte por no ser tan hermosa como Sophia Loren, mientras entendías que habías de comportarte en tu casa como June Allyson. 
Es la opinión coercitiva del cine sobre el sexo femenino. La obligación de tener que ser algo concreto y ya te vale que sea bueno.

"The Best Of Everything"

¿Qué iguala a las sex-symbols y a las mujeres perfectas del cine? Que todas dan la imagen de disponibles. Para bajarse el sujetador, para reírte el chiste o para traerte un cafecito. Esa es la clave de la distorsión. La mujer como cosa conseguible, apresable.
La posibilidad de retratar a una mujer sin maniqueísmos se encontraría con este obstáculo normativo a lo largo de mil imágenes y argumentos. 
¿Hay mujeres de verdad en el cine? Es nuestra pregunta de hoy.
Siempre han existido notables esfuerzos de sinceridad al respecto, mujeres que han podido corresponderse a la realidad y algunas películas dirigidas por hombres que han dado en el clavo sobre los temas básicos de la mujer en el mundo.
Entre ellos, precisamente ser víctimas del machismo.

Anna Karina en "Vivir Su Vida"

¿Dónde encontramos películas de mujeres? 
Atención a esta, dirigida por George Cukor, llamada "Mujeres". 
El director preferido de las actrices del Hollywood clásico firmaba un festival de féminas de tal alcance que, de hecho, no aparece en escena ni un solo hombre.
"Hay un nombre para definiros, damas. Pero no se usa en la alta sociedad. Ni fuera de la perrera", dice Joan Crawford para asentar el tono de esta farsa.
Como farsa, funciona a las mil maravillas. Como retrato de mujeres, es una visión artificial, beneficiada de temas y ambientes femeninos, pero observados desde fuera. 
Se sabe que las mujeres actúan en sociedad y películas como esta se quedan con esa actuación.

Joan Crawford, Rosalind Russell, Norma Shearer y Joan Fontaine en "Mujeres"

Cukor, que era gay, observa a las mujeres como animales fabulosos, seres de mitología, que se visten, desvisten, se dan puñaladas, se roban los maridos y todo, todo, todo, al final es por amor o desamor.
La noble sufridora, la perra destrozahogares, la bruja cotilla, la fresca ingenua. Son las mujeres vistas por un admirador de lo femenino. Por eso, "Mujeres" debería titularse con más corrección "Mariquitas Asaltando el Armario de sus Mamás".
Entender a las mujeres con ese tono de fiesta, donde se les perdona ser bestias y sentimentales al mismo tiempo, suele ser bastante recurrente en muchos cineastas homosexuales que las abordan, desde Pedro Almodóvar hasta los televisivos Marc Cherry o Ryan Murphy.
Debemos seguir buscando mujeres de verdad en el cine. 
Aunque nunca fueron la mayor atracción, desde los primeros tiempos despuntaron los géneros femeninos, entendidos como las películas de llorar. 
El melodrama quedó asociado a la identidad de muchas actrices de raza, mujeres del calibre de Bette Davis o Barbara Stanwyck.
Esas llamadas "women's pictures" hablan de dolores propios del sexo femenino dentro de historias heredadas de la tradición decimonónica: el amor, la decepción, la maternidad, la renuncia, el sacrificio. 
Todas con una brújula de moralidad y conformismo, donde se señalan con el dedo los errores cometidos, donde se castiga la soberbia y donde se cuentan los sentimientos irracionales para luego contraponerlos a sus trágicas consecuencias.


Las "women's pictures" pueden ser femeninas, porque ilustraban muchos problemas de las mujeres de entonces y les daban voz por primera vez, pero eran bizarramente antifeministas. 
Parece que van a decir en todo momento: "perderás en la vida por tener ese útero tan veleidoso, criatura".
Siempre he creído que mujeres como la Davis y la Stanwyck eran muchísimo mejores que las películas que hacían. 
Y, pese a todo, desde sus inusuales físicos hasta su ejemplar - aunque caótica - supervivencia en el medio fueron un ejemplo de fuerza en una época escasa de ellos.
Porque si se quiere encontrar una estrella feminista en aquellos años, sólo hay una, verdadera y contundente. Es decir, Katharine Hepburn.
Es la mujer que viene en este momento y no tiene ninguna intención de despertar tu simpatía a base de escote, sólo trae la necesidad de formular una opinión propia. 
Katharine Hepburn seduce no por sus argucias de tocador, sino por su honestidad, su inteligencia, su valía. Ella se ponía pantalones, la llamaban antipática y no cambió nunca. Como un ser humano, se arrogó al derecho a no doblarse ante las exigencias de los demás.

Katharine Hepburn

Sus heroínas, todas inusuales, algunas excepcionales, se abren paso en el mundo desde que entran por la puerta. No pretenden nada, no son muñecas, no agachan la cabeza. Pueden llorar, pueden renunciar, pero, ante Katharine Hepburn, siempre resta la misma sensación: "Yo conozco a esta mujer".
Fue una mujer de verdad en un cine que las desoía.
¿Dónde encontramos más? ¿Todos los hombres directores ignoraban a las mujeres? No. 
Hay un genio que tiene una de las mejores películas sobre el dolor femenino, que significa una anti-women's picture en toda regla.
Hablo de "Persona", de Ingmar Bergman, que nos cuenta a una mujer desdoblada, traumada, violenta, iniciática, en unas imágenes imborrables. 
Un momento es esplendoroso por insólito: Bibi Andersson cuenta, con pelos y señales, un polvo que echó en la playa con dos desconocidos. 
Lo relata con risas, con culpa, con excitación, dando a entender que se lo pasó en grande, que no lo olvidará nunca, que eso es precisamente lo aterrador del asunto.
Las mujeres de Bergman, sexualizadas de una manera distinta a la habitual en las películas, aparecen de carne y hueso. Por ello, dan miedo, mucho miedo.

Bibi Andersson y Liv Ullmann en "Persona"

Si hablamos de mujeres en el cine, deberíamos hablar forzosamente de lo que vive detrás de las cámaras.
Es decir, las mujeres en la profesión. Al principio, guionistas y directoras se movían con relativa comodidad por los orígenes del invento, pero cuando este se hizo poderoso, las apartaron.
Eran mujeres que rubricaban casi todo, no sólo melodramas. Bien podías ver a la gran guionista Frances Marion acreditada en la historia pugilística "The Champ" o en el drama de ambiente carcelario "The Big House".
A continuación, se las apartó. De la dirección, para siempre. Del guión, quedaron derivadas a géneros entendidos como propios: musicales, comedias románticas, melodramas.
Una actriz, la gran Ida Lupino, fue una de las pocas en saltar a la dirección durante los años cincuenta, aunque su carrera transcurrió en márgenes modestos.
Tiene películas muy curiosas; una de ellas, "Outrage", aborda el drama de una joven víctima de una violación.

Ida Lupino

Club masculino también era la opinión cinematográfica. Las mujeres podían hablar de cine, siempre que se refirieran a cotilleos, vestimentas y bellezas de las estrellas. Firmar fuertes opiniones sobre películas, directores, corrientes, ¿de qué hablas, nena?
Contra viento y marea, apareció Pauline Kael, la primera mujer célebre dedicada a la crítica. Se da la realidad de que es el mejor individuo de cualquier sexo, edad o región que se ha dedicado a la opinión cinematográfica.
Kael, minuciosa, personalísima, nunca vendida a nada ni nadie, no era femenina en el sentido convencional. De hecho, repudiaba el amaneramiento y fue de las primeras voces en desmantelar el kitsch que Hollywood vendía por arte. 
Sí se topó con quienes la atacaban por ser mujer y tener una opinión. 

Pauline Kael

Como Katharine Hepburn, Pauline Kael es la clásica señora que no agrada a todos y, por ello, recibe el nombre de "perra" y otros coloridos aderezos como "tú lo que necesitas es un pollazo". Especialmente, cuando lleva la contraria.
Ella se mantuvo en sus trece, porque menuda era. La despidieron por meterse con "The Sound of Music" y perdió un novio cuando éste leyó lo que opinaba de "West Side Story".
Su maestría en la crítica pervive. 
Pauline Kael también coincidió con la explosión del feminismo en los años sesenta y setenta, que tuvo su correspondencia cinematográfica. 
Si hablamos de mujeres de verdad en aquellos años, podemos admirar las mejores interpretaciones de Jane Fonda, Vanessa Redgrave o esa actriz tan alérgica a etiquetas como Glenda Jackson.

Glenda Jackson

Británica de modestos orígenes, Glenda fue una de las más talentosas de su generación y llevaba esa distinción de no tener ningún interés en caerte bien. Lo conseguía, a pesar de todo, quizá por su dureza felina. 
Camaleónica, de una técnica diestra, Glenda Jackson odiaba tanto el glamour de la profesión, que acabó por abandonarla y dedicarse a la política.
En esa buena época, donde se habló del papel de la mujer más que nunca, donde el anticonceptivo la liberaba, donde se quemaban los sujetadores, donde los derechos y el trabajo estaban allí para obtenerlos, también irrumpieron sus sombras.
Aparecen en "Looking For Mr. Goodbar", donde una actriz feminista como Diane Keaton es el rostro de un relato sórdido sobre la doblez de la liberación sexual, cuando es entendida como ese martirio culposo de noches de desvelo y hombres desconocidos. 
Los cuerpos se habían liberado, las mentes, todavía no.

Diane Keaton en "Looking For Mr. Goodbar"

¿Quién entiende a las mujeres?, se preguntaban los ochenta, cuando se abrían los ascensores y allí aparecían para el mundo, hombreras, lacas y puestos de poder.
Grandes actrices dieron vida a mujeres de todo tipo, superación de clichés, a la busca del siempre esquivo papel que las desafíe. 
Lo tuvieron difícil, lo tienen todavía, pero no habría que menospreciar la luz que brindaron en ese sentido mujeres de verdad como Debra Winger, Susan Sarandon o la eterna Meryl Streep.
Barbra Streisand saltaba a la dirección con "Yentl", precisamente sobre una mujer que se hace pasar por un un hombre.
La llamaron egocéntrica y no la nominaron al Oscar. Parece que la Academia no tenía tantas reservas cuando el egocéntrico oscarizable se llamaba Kevin Costner, Warren Beatty o Mel Gibson.

Barbra Streisand

Para rupturas icónicas, ¡yo acuso! Sigourney Weaver. ¿Hay películas más feministas, casi sin pretenderlo, que la saga "Alien"?
En la primera entrega, quien grita, quien es violado por el monstruo, quien se queda preñado, ¡es un hombre!
Vemos a esa teniente Ripley que hace un trabajo generalmente masculino, sin querer convertirlo en femenino. Sólo es una mujer. Deseable porque está en bragas, no porque se las haya quitado en pleno strip-tease. Es la aparición de una mujer natural.
En la segunda parte, va más allá, porque el tema es la maternidad. Y Ripley demuestra lo madre que es con los medios a su alcance, destruyendo el universo si es preciso. Es una madre que se decodifica por sus actos, no por sus gestos. Tira de la niña hacia arriba con un alarido de fuerza, en lugar de quedarse en un rincón, agarrada al collar de perlas y la aflicción.
Cuando se rapó para la tercera de "Alien", Weaver era ya la Katharine de final de siglo, en cuestión de iconoclastia hollywoodiense. En vez de pantalones, fuera melena. 

Sigourney Weaver en "Alien"

De manera invariable, todas las conquistas del siglo se contrapusieron con retrocesos. El feminismo y el papel de las mujeres se topa con todas las contradicciones posibles, y nada en el cine de los noventa habla mejor de ese asunto que el éxito de "Pretty Woman".
Es un producto bien hecho, pero moralmente repugnante. Viene a vender que tu orgullo no te sacará de la prostitución; lo hará un cliente bienintencionado, lo hará el amor.
Vuelta atrás con todas las de la ley, bajo el sello de la comedia romántica, que auguraba el nacimiento de las chick flicks. Son las películas que instigan los sentimientos femeninos de pertenencia y quietud, y todas acaban en boda.
Pueden incorporar nuevas mujeres, pero, al final, se comportan como las antiguas. Aquellas que sólo se significan en la vida cuando están referidas a un macho. Las nupciales, las perfectas.
Supongo que tienen un lado de placer culpable, de pornografía para deseos internos que quedan saciados con finales felices y risas abiertas. 
En ese sentido, habría que colocarlo como entretenimiento y no darle importancia. Hasta que alguien se lo crea, claro.

Richard Gere y Julia Roberts en "Pretty Woman"

Con todo, los años noventa fueron una buena época para el feminismo y las mujeres de verdad en el cine. Películas de otros países nos hablaban de la mísera condición femenina que subsiste en muchos lugares del mundo, donde deben agacharse, ser mulas de carga, humillarse, venderse y no abrir el pico ni para decir "ay".

Gong Li en "La Linterna Roja"

Las Antípodas nos ofrecían dos deslumbrantes películas: "Criaturas Celestiales" y "El Piano".
"Criaturas Celestiales" sumergía en el privado mundo de dos adolescentes, cuya fuerte amistad las llevará a todo, incluso al crimen. 
La inmersión en un universo verdaderamente femenino, por privado, secreto e ilusorio, es tan pavorosa y fascinante como la vivida en "Persona". 
He aquí una gran película de mujeres dirigida por un inspiradísimo Peter Jackson.

Kate Winslet y Melanie Lynskey en "Criaturas Celestiales"

Jane Campion, interesante mujer directora, firmaba su película más popular: "El Piano", donde una mujer no es juzgada, sino celebrada en sus trangresiones. 
Es una obra muy refrescante, aunque, como pieza narrativa, está demasiado programada. Se ve la intención de contestar a las viejas "women's pictures" en cada momento; parece que cualquier decisión de la protagonista va acompañada de un forzoso aplauso.
Algo que se vivía, aún más puerilmente, en "Thelma & Louise".

Holly Hunter y Anna Paquin en "El Piano"

El indie y los márgenes posibles de la industria han sido irregulares en interés, pero es cierto que han dado espacio y voz a mujeres creadoras que han dado lo que se espera: una opinión particular, sin mordazas.
Y sin temas entendidos como propios. 
Ahí está ese huracán llamado Kathryn Bigelow, la primera mujer ganadora del Oscar a la mejor dirección, que, como las pioneras del cine, no elige los temas por su femeneidad. Los elige porque le interesan. 
Y va a donde nunca iban las mujeres: a la guerra, a las salas de tortura, a los centros de más alta decisión estratégica.
Dicen que no se nota que es una mujer cuando dirige. Bueno, lo es. La ruptura está en lo que hace, no cómo lo hace.

Kathryn Bigelow

¿Llegamos al final del camino? Como toda oscuridad, todavía hay muchas mujeres que deben salir de las sombras del machismo, del sexismo, de los complejos, de las trampas.
¿Qué quieren las mujeres?, se preguntará usted. No sé, ¡yo no soy una mujer! ¡Nadie es perfecto!
Pero tengo la sensación de que detrás de nuestros sexos, nuestras opciones de dormitorio, nuestros países, nuestras familias, nuestras historias de amor, se cuecen los seres humanos. 
Las mujeres también lo son, me consta. Y, como todo ser humano, prefiere no ser previsto, ni perdonado porque sí, ni castigado porque no, ni malentendido, ni condenado. 

Tilda Swinton en "Orlando"

Tengo la sensación de que las mujeres, en el cine y fuera de él, prefieren contarse - a ellas mismas, a los demás, a la vida y al mundo en el que viven - como les sale del mismísimo coño.

viernes, 19 de abril de 2013

"West Side Story"


El fenómeno de la delincuencia juvenil encontró lecho de ficción en la serie B durante los años cincuenta, para recibir, en 1961, un espectacular refrendo a golpe de musical fastuoso, bajo el nombre de "West Side Story".
Película popularísima en su momento, consagrada como un éxito a todos los niveles y hoy uno de los títulos indispensables del género, esta película adaptaba una obra de Broadway de similar resonancia.

Richard Beymer y Natalie Wood

Basaba su narrativa en "Romeo y Julieta", o aquello del amor surgido de entre el odio.
En "West Side Story", los dos amantes, Tony y Maria, pertenecen a diferentes razas, y éstas viven en una pelea constante en las calles. 
Se alinean en dos bandas rivales, encomendadas al nombre de los Jets y los Sharks. Por un lado, los niños blancos pobres y, en frente, los inmigrantes portorriqueños recién llegados al conflictivo barrio.

Los Sharks vs. los Jets

La musicalización del contenido pasa por dinamizar los sentimientos en solfa: la violencia y la pasión encuentran coreografía, movimiento, canción.
"West Side Story" partía a la mitad el género musical, abría un hito y lo reconvertía. Lo devolvía a las calles, tal y como había hecho Gene Kelly para regenerarlo a principios de los cincuenta, y en esta ocasión de manera aún más compleja.
Hasta el delito, el enfrentamiento, la intimidación y el asesinato se cuentan con la música y el movimiento armónico. 

Russ Tamblyn como Biff

La coreografía de apertura, donde los Jets y los Sharks se persiguen y enfrentan, amanece como la invitación a un musical distinto, aguerrido, un tanto iconoclasta y, a veces, alucinante, que viene firmado por Robert Wise y Jerome Robbins.
Fue Robbins, coreográfo y diseñador de la producción, el auténtico responsable de la creatividad de "West Side Story", el propulsor de esa entidad callejera y su estilización. 
Bajo su batuta, las bandas caminan y saltan, implacables y gráciles al mismo tiempo, comandadas por el élfico Russ Tamblyn y el afeminado George Chaikiris, quienes marcan el ritmo. 
La película se mueve dura y excitante, precisa y suave. Su impecable sentido del ritmo se resuena en los silbidos, los chasquidos de dedos, los zapatazos.

Rita Moreno como Anita

Aún así, "West Side Story" dista de ser perfecta y, en ello, tiene un papel primordial la hollywoodización del material y la dudosa elección de los actores protagonistas.
A la mitad del rodaje, Jerome Robbins sería expulsado de la producción por su perfeccionismo y sus retrasos. Aún así, se le llegó a acreditar como co-director y ganaría también uno de los tantos Oscars que recibió la película.
Robert Wise se hizo con el control de "West Side Story" y, como director netamente hollywoodiense, aceptó las concesiones. 
La llegada de Natalie Wood venía a cumplir varias constantes de la época en este tipo de producciones.

Natalie Wood como Maria

En primer lugar, que se eligiese una estrella de cine como protagonista por encima de la actriz que había incorporado a Maria en Broadway. 
Natalie no tenía buena voz para cantar y, también por inercia de la industria, se llamó a Marni Nixon para que la doblara.
Pero lo que menoscaba la racialidad de "West Side Story" es el hecho de que la heroína portorriqueña sea interpretada por una blanca, otro hábito del Hollywood bajo censura de entonces. 
Así, el romance interracial aparecía contado, pero no se devolvía su imagen. Tony y Maria serían de distintas etnias sobre el papel, pero en pantalla eran dos blancos besándose.

Richard Beymer y Natalie Wood como Tony y Maria

Aún así, Natalie no está nada mal. El problema reside en la nula química con Richard Beymer, un actor poco experimentado y escasamente atractivo. Sin duda, una pobre elección para Tony y, además, dirigido con el azúcar que aportó Robert Wise.
El contraste entre la parejita cursi y las intenciones callejero-trangresoras de "West Side Story" fue la diana para el dardo que le dedicó Pauline Kael, una de las escasas voces críticas que arremetieron contra la película en su momento.
A pesar de que Maria y Tony bien pudieron ser otros, a pesar de la irrupción de lo rosáceo, el contraste criticado por Kael es precisamente el bouquet de la película.
Por un lado, la mediocridad, la violencia y el sucio secreto de que los que se pegan lo hacen para aliviarse, para excitarse, para sofocar su odio hacia el mundo. 
Por otro, los que sueñan con aislarse de la realidad, con mundos perdidos de romanticismo, con coros angelicales y con los beneficios de la noche. 
Esa mezcla, para Kael y otros entendida como la debilidad de la película, es lo que la hace tan hipnótica. 
Y, pese al poco carisma de la pareja protagonista, por alguna razón secreta - quizá, simple astucia lacrimógena - es inevitable emocionarse con el final que se les reserva. 


"West Side Story" podrá considerarse el triunfo del estilo sobre la sustancia, aunque no sería algo ni novedoso ni particular en la Historia de Hollywood. 
Es, ante todo, una experiencia profundamente cinematográfica, que pierde mucho de su espectacularidad vista en televisión. 
El color de "West Side Story" se vive con el tono de la explosión, ante una fotografía que se beneficia de la locura de la película. 
Un ejemplo: Maria danza y da vueltas en su habitación con la promesa del baile en el instituto y, mientras gira, los colores se distorsionan, las formas se difuminan e irrumpe ese gimnasio irreal y surreal, donde los chicos se mueven como dioses, para entregarse posteriormente a ese mambo que hace mover al más pintado.

Mambo!

Entran las canciones tintadas de discurso social como "America", donde Rita Moreno y George Chaikiris arrollan con el escenario y terminan por robar la película, o "Officer Krupke", otra muestra de que los secundarios son los que no pierden comba.
Bien sabemos que elegir nuestro número o canción favorita es tarea difícil entre el opíparo menú y la generosa duración de "West Side Story".
En 1961, se inscribía a la duradera moda de películas largas, excepcionales, con miras a los premios de la Academia y caras, muy caras. 
Pasaría a las agendas económicas de Hollywood como una de tantas apuestas que se harían en los sesenta por adaptar monumentales obras de Broadway y/o clásicos inmortales; hubo muchas ruinosas, mientras otras se revelarían como rotundos taquillazos, como éste.


La influencia de "West Side Story" se viviría en la prefiguración de una ola del musical juvenil, de largo alcance. De "West Side Story", han bebido de "Grease" hasta "Glee".
Los curiosos deberían correr a por esa maravillosa respuesta española llamada "Los Tarantos", estrenada en 1963, que contaba Romeo y Julieta desde los arrabales gitanos de Barcelona. 


En 1961 y tantos años después, "West Side Story" aparece como el estilístico encuentro entre la realidad urbana y la más desvergonzada fantasía.
Una poderosa imitación a la vida, con la imagen de lo deslumbrante y la textura de lo que se resiste a perecer.