martes, 10 de febrero de 2015

Caritas Negras


Hace un año, Ellen DeGeneres se subía al escenario del Kodak Theatre para presentar la enésima - y aburridérrima - edición de los Oscars con un chiste inmortal para rematar su discurso de apertura.
- Posibilidad número 1: "Doce Años de Esclavitud" gana como mejor película. Posibilidad número 2: Sois todos unos racistas.
El ataque a la corrección política en una fiesta que se precia en celebrarla y cumplir con ella a razón periódica es casi una genialidad, si ignoramos que la crítica a la propia ceremonia también forma parte de la función. 
En cualquier caso, se subrayaba la obvia presión, esa que dudaba entre premiar a una película que retrataba la esclavitud sin ambages o ignorarla y hacer pasar a la Academia por lo racista que ha sido en tantísimas ocasiones. 
La película ganó, como bien sabemos, y también Lupita Nyong'o, que interpretaba a la esclava que el maligno de Fassbender utilizaba como lienzo de su brutalidad. 
No eran todos unos racistas en esos Oscars, pensaron las buenas personas.
Como película, "Doce Años de Esclavitud" no era para tanto y más bien para poco, al menos en mi humilde opinión, y algunos observadores habían detectado en ella ese muestrario de "culpa blanca", ejercitada y sacada a pasear, más que nunca con los dorados premios a la vista. 


En esta temporada, la cosa se ha vuelto del revés, porque la película de afirmación afroamericana propuesta, "Selma", ha sido escasamente mencionada. Apenas dos nominaciones: mejor película y mejor canción original. 
Se ha dicho ahora que la Academia es racista, o al menos que descuida la diversidad, y además ha perdido una oportunidad histórica: nominar a Ava Duvernay, que hubiese sido la primera directora negra en postularse para el Oscar.


Es previsible que la gala esté llena de alusiones al respecto, porque es ante todo un programa televisivo; de manera forzosa y desde hace rato, cumplir con cuotas raciales, genéricas y sexuales es una cuestión insorteable. La discriminación positiva la llaman. ¿Sigue siendo necesaria? 
El presidente de los Estados Unidos es negro, cuarenta años después de que su padre tuviera que hacer pis en otro baño. La diosa mediática del país es negra y qué negra: Yanquilandia no se concibe sin Oprah Winfrey. 
Pero todavía la presencia de los afroamericanos en las altas cúpulas es escasa. Aún llenan las cárceles, siguen poblando los barrios desfavorecidos, ocupan las más tristes notas de prensa y levantan las cejas del estereotipo. 
Una serie como "The Wire" nos contaba mucha de la amargura de la marginación de las comunidades afroamericanas.
De manera irónica, la escasa audiencia de la serie en sus originales pases televisivos se entendió con la idea de que el público hace zapping si ve demasiadas caritas negras en su pantalla.


Busquemos explicaciones en uno de mis lugares favoritos: la Historia del Cine. 
La omisión de "Selma" en mayores categorías entretiene las notas de prensa de estos días, pero, en cambio, ha pasado desapercibido el centenario de "El Nacimiento de una Nación". En realidad, es un aniversario que no se ha querido celebrar. 
Como conté hace algunas lunas, es una de las películas fundacionales del cine norteamericano, que relataba la Guerra de Secesión, la ruina del Sur y la emancipación blanca entre el caos de posguerra a golpe de Ku Klux Klan. 
La policía asesina envuelta en sábanas es glorificada en esta odiosa obra maestra de David W. Griffith que, ya en su estreno en 1915, causó muchísima controversia y más de un disturbio racial. 
No sólo por la desconcertante celebración del Klan, sino por la aparición de unos personajes afroamericanos de mucho miedo: alcohólicos, degenerados, violadores, holgazanes, criminales y además tontos. 
E interpretados por blancos pintados de negro.


En aquellos tiempos, se ignoraba la corrección política, pero el daño era el mismo y también se marcaba la tendencia: el cine, como la realidad, iba a ser una cosa mandoneada por blancos ricos. 
La primera versión de "Imitación a la Vida" refleja a la negra que, a pesar de ser millonaria, debe bajar la escalera a su habitación del piso de abajo, mientras el superior está sólo reservado a su amiga blanca. 
Esa película y su remake de los años cincuenta contaron la verdad: perdieron la condición de esclavos, pero seguían perdiendo en todo.


Las reglas del Código Hays prohibieron cualquier referencia o imagen sobre la convivencia interracial, por lo que la mayoría de los actores afroamericanos quedaron relegados a criados, sirvientes y adorables mamis, encubriendo un talento desbordante en líneas cómicas y estereotipos caros a la opinión racista sobre ellos. 
Por entonces, debían entrar por la puerta de atrás y todo lo concerniente pasaba por el espanto del tabú. Cómo eran, qué pensar de ellos, cómo tratarlos. 
La condescendencia ya era el fruto extraño que los blancos reservaban a todos los negros, fueran grandes cantantes o míseros salteadores de caminos. 
A las puertas de la gloria, tocó Lena Horne, la primera artista afroamericana contratada por la Metro Goldwyn Mayer y notoriamente desperdiciada por el estudio. 
Sus apariciones detienen el show y es obvio que podría haber sido más grande que Judy Garland y Fred Astaire juntos, pero esas secuencias estaban debidamente aisladas del resto de la película para poder ser cortadas en su exhibición en los pases por el Sur estadounidense, que aún abucheaba cuando la cosa se ponía demasiado negra. 


Posibilidad número dos: Sois todos unos racistas. 
El racismo hizo acto de aparición en el cine y en todas las mesas entre el hervidero de los derechos civiles.
Las pantallas lo contaron con la valentía que precede al puro miedo. Sidney Poitier fue el principio, el más allá después del negro artista, del "negro bueno", del negro sufriente. Era el negro con dignidad, ese gesto que no pedía, sino exigía. 
Fue el primer Oscar a un actor afroamericano y también el protagonista de "En El Calor de la Noche", que ganó el año que mataron a Luther King.


Los Oscars han vuelto a esas noches negras con periodicidad más bien postergada. 
"Este año tocaba", dijo Denzel Washington con su segundo premio, porque ese año también lo había recibido Halle Berry, que honró a todas las mujeres que intentaron alcanzarlo, que perdieron sus contratos, que abrieron el camino hasta esa puerta abierta. 
Fue muy emocionante - quizá el último momento genuino de emoción en esos premios - y, cuando lo vi, pensé: 
- Les tienen tanta envidia. Son fabulosos, cómo lo celebran, cómo se emocionan, cómo brillan.


Entre la marginación y la fama, perseguidos por sus orígenes, las sagas negras de enriquecimiento siguen siendo tan impactantes como toda la Historia de la negritud. 
El otro día leí sobre Sam Jones III, un joven actor que apareció en "ER" y "Smallville"; tras salir de la pobreza con su carrera interpretativa, el pasado le alcanzó cuando quiso ayudar a un amigo de infancia. 
Ahora mismo Sam Jones cumple condena.


¿Ha pasado el tiempo o viven detenidos en la tendencia de la marginalidad? ¿Sufren la mayoría de ese panorama pavoroso de ignorancia, incesto y brutalidad que nos contaba la brillante "Precious"? 
Muchos son como "Stella Dallas" o Molly Brown: ni toda la riqueza del mundo les permitirá franquear las puertas del poder, de la aristocracia, de la finura. Son para muchos la magna expresión del nuevorriquismo, todo bisutería y oportunismo.
Como toda la gente que no es blanca, ni rica de nacimiento, ni hombre, ni heterosexual, ni con educación universitaria, muchos afroamericanos deben demostrar más. Deben convertirse en blancos o deben poner las cuotas de integración sobre la mesa cada año.
El blanqueamiento de la negritud es algo que me enfurece sobremanera, porque es la definitiva señal de la condescendencia. 
En "Lincoln", Steven Spielberg fichaba como la criada negra a Gloria Reuben, que es una señorita fina y más bien sosa, perdiendo la oportunidad de colocar a un personaje más estridente, más ignorante, más histórico, más real; esa mami que, aunque la llamen basta iletrada, se merece la libertad y el voto como todos los demás seres humanos.
Pelear es la cuestión y nunca querré que mueran los negros indignados, esos que chasquean los dedos cuando se enfadan, esos que encubren sus orígenes con oro y anillos, esos que sueñan con que sus hijos vivan en un mundo más justo, donde la policía no desconfíe y baje el arma.
Llenan las ondas de música, la saben meter en las mejores canchas, visten las series más exitosas de la temporada y todavía a Kerry Washington le blanquean la cara en la portada de una revista de moda, como si cierto mundo quedara detenido en los tiempos de Lena Horne.


A propósito de la protagonista de "Scandal", detesto a Shonda Rhimes y sus series me parecen el acabóse, pero celebro su furia y que se indigne cuando la llaman "negra indignada" en el New York Times.
Y amo, amo, amo la nueva sensación de las pantallas catódicas estadounidenses: "Empire". Junto con las series de Rhimes, demuestra que no todos zapean cuando ven caritas negras en sus televisores.
Decía Spike Lee, a propósito de lo sucedido con "Selma", que ya pueden ir jodiendo a Hollywood, en general, y a los Oscars, en particular. 
El cineasta afroamericano más contestatario - y, por ello, más apartado a un lado - decía que hay muchísimas estrellas negras que triunfan en todo el mundo, desde el citado Denzel hasta Will Smith, sin hablar de los astros de la música y del deporte. 
Colocarlos en carteleras es garantía de éxito, algo que la blanca Hollywood se resiste a creer. No apuesta por lo negro y, cuando algo falla, es porque salía un negro.
Probablemente, con las cifras de audiencia que está cosechando "Empire" empiecen a recapacitar. A cinco capítulos emitidos, este súper culebrón protagonizado por afroamericanos se ha convertido en el mayor éxito televisivo de la década.


Creado por Lee Daniels, director de "Precious" y confeso adorador del melodrama - de hecho, un proyecto televisivo suyo que no cuajó fue un all-black remake de "El Valle de las Muñecas" - "Empire" cabalga con el retrato menos condescendiente que han encontrado los negros en la pantalla mainstream.
Ambientada en un emporio discográfico de hip hop, sus protagonistas fundamentan su riqueza bajo el cimiento del narcotráfico, secreto que guardan entre sus horteras oropeles y sus violentas discusiones. 
La serie, que es una mezcla de "Dinastía", "Imitación A La Vida", "Mahogany" y el más tremendo de los reality shows, resulta auténtica por ser totalmente artificial. 


Es un exceso sin medida, ese viejo y buen exceso que ya hacía falta de vuelta en televisión; descacharrante, libre de pretensiones, a la raíz, trasladando la furia de la tragedia clásica a la más vulgar de las existencias nuevorriquistas.
Con números musicales, hijo gay y una malvada toda uñas, rabia, ex-presidio y venganza. 


Esta prometedora "Empire" demuestra algo que parece evidente, también aplicable a las mujeres, a los homosexuales y a todas las etnias y minorías. 
Pueden contarnos con realismo, sí, pero también queremos ser protagonistas de los espectáculos y vivir en los cartelones de la ciudad. 
Apártate, blanquito, que ya estás muy visto.


Para las caritas negras, romper las cadenas y saltar las vallas fue el sueño que ebullió durante generaciones y desfallece el día que alguien hace un juicio sin preguntar o se dispara un arma por un error fatal. 
Sí, amigos, habrá necesidad de discriminación positiva hasta el día que se termine la discriminación real, diaria, tangible.
Aún así, a pesar de los fracasos, de los olvidos, de las injusticias, de que la ausencia de nominaciones se sienta como relegarlos a un baño aparte, los desheredados de la Tierra se la cobran día a día y demuestran la escalofriante dignidad que ha vivido en esos rostros y esas caras desde el principio de los tiempos. 
Malos, buenos, regulares, los negros y las negras del mundo suben los brazos, elevan sus galardones, enseñan sus medallas, gritan con ganas, lloran como nadie y sí, cuando celebran sus triunfos, quizá en ese preciso instante, sientan que las cadenas han caído y son libres, al fin.

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