lunes, 21 de enero de 2013

La Primavera de Nuestra Ignorancia


En un debate/gallinero televisivo, el momento más risible sucede cuando un contertulio demanda a su adversario que se informe antes de hablar. 
- ¡Documéntese! ¡Documéntese!.
Lo exige como si, en este mundo, en esta época, en esa televisión, fuera necesario saber de algo para abrir el pico.
Los últimos años serán recordados como una época de grave crisis económica, pero también pasarán a la Historia como el momento donde todo el mundo opinaba sin tener ni puñetera idea de gran cosa.
Tras siglos de censuras, miedos al ridículo y complejos por la propia ignorancia, llegaron para quedarse las nuevas tecnologías. Éstas se dijeron amigas del democrático ejercicio de derechos como la expresión, la comunicación y la información. 
La perversión está servida. Aquel que antes no hablaba jamás ahora lo puede hacer todo el día, en todos los asuntos, le conciernan o no, le suene de algo la cuestión o simplemente se lo pida el cuerpo. 
No importa lo que diga; a usted, ahora, se le pide opinión.


En las redes sociales, los noticiarios las solicitan expresamente. "El presidente del Gobierno está haciendo esta chapuza, ¿usted qué opina?" Y una cantidad desproporcionada de gente ejerce su derecho a la expresión y también su derecho a promover la vergüenza ajena.
Porque el futuro no es el lugar del mensaje único que predecía Orwell. El futuro es el universo de la multipantalla furiosa. 
Un torrente de datos - que no información - se nos vierte encima a diario y a todo individuo se le solicita que formule un comentario, que se posicione de manera inmediata. 
Detrás, hay una degradación de la democracia en toda regla, porque, en realidad, no se está ejerciendo un derecho, sólo se promueve griterío.
La gran mayoría de las opiniones vertidas demuestran una incultura desoladora. Cómo se redactan esas opiniones, cómo se expresan, el contenido de las mismas, lo que se contestan unos a otros. Y, de la discusión al follón, hay dos pulsadas de Enter. 
Y, aunque el individuo tenga habilidades para expresarse, la mayoría de las ocasiones no sabe de lo que está hablando, porque es imposible que lo sepa. No ha estado allí, no conoce los datos de primera mano, no ha leído nada sobre la materia. Sólo sabe escribir bien y despertar aplauso.
La ignorancia social, entendida como necesaria, cotidiana, retroalimentada, aceptada, promovida, aparece en todas las esquinas del sistema. 
Desde los orígenes de la humanidad, la inopia del pueblo es cimiento del poder. Como protagonistas, ahí están la condición mistérica y ritual de la religión, las investigaciones clasificadas, las altas cúpulas o los secretos inconfesables de los Estados. Éstos se dicen guardados del conocimiento de los ciudadanos tanto para protegerlos como para tenerlos bien sujetos y controlados.
Y esa ignorancia, perpetua condena de las civilizaciones humanas, reaparece en cada telediario. Cuando empiezan a hablar de economía, podrían expresarlo en chino mandarín. No se entiende nada. 
Al poder le encanta que el sistema financiero sea un galimatías. Y, de hecho, la mayoría de los políticos sabe tanto sobre la materia como cualquiera de nosotros.


Lo trágico es que, hoy y ahora, usted podría perfectamente documentarse al respecto e intentar acercarse al entendimiento de los problemas. Pero esta sociedad prefiere dirigir dedos acusadores antes que sentarse a leer. 
En esas peticiones expresas de opinión que hacen los periódicos a través de Internet, muchos de los comentarios se fundamentan en que toda la culpa la tienen los políticos, a los que se llama repetidamente mentirosos, ladrones y oportunistas. 
Nadie duda de que lo sean, pero si se viera más allá, si se conociera cómo se estructura el poder, muchos entenderían la condición títere de esos políticos. Son únicamente una pantalla, una vulgar diana para fáciles dardos. 
Quizá son también el espejo prístino de los defectos de la sociedad.


Junto a la pereza propia sobre la búsqueda de la verdadera información, deviene la inopia. Preferir no saber. La ignorancia, al fin y al cabo, nos salva de la culpa.
El secreto que guarda el poder nos oprime, pero también es cierto que la sociedad desarrolla hacia él una relación conflictiva, que lo equipara a un personaje de Tennessee Williams. Toda la obra pidiendo la verdad y, cuando la consigue, está a dos minutos del suicidio. 


Es la gran mentira detrás de la llamada sociedad de la información. En realidad, es sólo la sociedad de la televisión. Esa que confunde saber con cultura de masas, el kitsch con el arte, las películas nominadas al Oscar con el buen cine, la expresión con el jaleo.
La tendencia a la ignorancia, esa que se intenta disimular a base de metralleta de opiniones y/o fastuosas palabras, aparece en consonancia con la pésima preparación general. 
Es decir, no hace falta saber de nada para ejercer un trabajo. Lo apropiado es disimular. Los críticos de cine simulan que saben de lo que están hablando, el camarero que te atiende en el restaurante simula saber de gastronomía, Josito Montez simula saber mucho de sociología.
Es el auténtico milagro del capitalismo. Que nuestras ignorancias puedan ser primaveras, que nuestros cristales puedan ser diamantes, que nuestras imitaciones puedan ser vidas.
Porque, en este mundo, no se trata de lo que seas, de lo que hayas sido, de lo que estés hecho o para lo que estés destinado. 
Se trata de cómo vendas humo por oro. Se trata de que lo embotelles, lo empaquetes y lo formules. Se trata de que no tengas nada, pero lo hagas parecer todo.
Así, para prepararse para cualquier debate de este mundo, más que documentarse, aprenda usted a cantar las mañanitas.

1 comentario:

  1. Chapeau.

    Y pondría sombreros en más sitios, pero me he escondido en éste, que está sorprendentemente huérfano de comentarios.

    Marinette, cuando más ida está (¿todo el tiempo?), y muy lejos de acordarse de ti ni de nada, te echa de repente muchísimo de menos. Aunque luego vuelva a entregarse apasionadamente a la inercia.

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