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martes, 23 de diciembre de 2014

Mujeres, Pecado y Hollywood 'Pre-Code'


Nuestra actual posibilidad de buscar y encontrar casi cualquier obra cinematográfica ha llevado a la caza de clásicos ignorados o poco divulgados y, entre esas capturas, un capítulo muy especial lo compone el Hollywood Pre-Code, o las películas realizadas en los primerísimos años treinta, previos al fortalecimiento del código de censura. 
Oh, pero, ¿qué ven mis ojos? ¡El pecado, el sexo, el vicio en una película de nuestros abuelos! ¿Acaso Barbara Stanwyck está en un burdel? ¿Es que ese baile de Joan Crawford es un quítame allá esa minifalda? ¿Miriam Hopkins está pensando en hacerse un trío? ¿La buenecita de Norma Shearer se va de farra? ¿Están fumando opio? ¿Acabo de oír que han llamado mariquita a un personaje? 
Y, sobre todo, ¿de dónde han salido esas mujeres contradictorias, poderosas, malvadas sin pedir perdón, ordinarias cuando la ocasión lo requiere y siempre, siempre bien lucidas de lencería?


Las películas Pre-Code no son todas buenas, pero la mayoría son altamente fascinantes.
Componían un episodio olvidado en la Historia del Cine que sólo ha renacido en los últimos tiempos, entre la reedición de algunos de los títulos más polémicos, el desarrollo de análisis al respecto y la emisión de varios documentales. El Pre-Code está de moda.


Como decíamos, por Pre-Code, se entiende todo el cine norteamericano anterior a 1934, de manera general.
Si apuramos, nos quedaríamos con lo producido entre 1930 y 1934. Es decir, con los primeros años del sonoro. 


Y, para estudiar más de cerca el fenómeno, habría que aislar las películas netamente Pre-Code, hechas y diseñadas para escandalizar al público.
Así, tendríamos títulos con imágenes y sensaciones Pre-Code como "Marruecos", "La Parada de los Monstruos" o las comedias de Lubitsch, pero, además de ser más conocidas, éstas tenían ulteriores intenciones y se distinguen de los sensacionalistas dramas súper Pre-Code de mujeres malvadas y sexualizadas, como "Carita de Ángel", "La Pelirroja" o "Hembra". Sí, hoy hablaremos de éstas últimas.
Hay muchas ironías en el Pre-Code y también muchas precauciones a tener en cuenta antes de aventurarnos. 
En realidad, el Código de Censura ya existía. Lo carcajeante es que películas de esa calaña se estrenaron después de que Will Hays redactase su legendario memorándum sobre los síes y noes que debían regir el cine norteamericano. 
Sin embargo, durante esos primeros años, el Código fue un papelajo que nadie se tomó en serio, un gesto político, diseñado por la industria para evitar ingerencias de Washington. 


Por otro lado, el cine Pre-Code no era tanto un aireado muestrario de trangresión y libertinaje como sí un diagnóstico de represiones sexuales y conductuales.
Como todo cine de impacto, busca soliviantar a los espectadores con situaciones que van en contra de su moral.
El público de entonces no se diferenciaba en gran medida del que vendría después; de hecho, aborrecía muchas de esas películas y juzgaba a sus personajes, aunque no dudaba en llenar los cines para verlas.


Para los espectadores contemporáneos, también hay que decir que el Pre-Code es sorprendente e identificable sólo si se compara con el cine posterior, desde 1934 hasta los años sesenta. Es decir, con los años más divulgados del clasicismo hollywoodiense. 
Que quede claro. En el Pre-Code nadie aparece desnudo ni se dicen palabrotas ni hay sexo explícito ni declaraciones de amor libre, y la mayoría de los malvados encuentran castigo o piden redención al final. 
Pero, a fuerza de la comparación, otros muchos detalles serían impensables años después y son los que las hacen tan distintas. 
Entre ellas, cosas tales como que un hombre y una mujer aparecieran tendidos en la misma cama o que la desnudez siquiera se insinuase.


Estos dramas y comedias netamente Pre-Code estaban protagonizados por estrellas en ciernes. Barbara Stanwyck, Clark Gable, Joan Crawford, Jean Harlow, James Cagney; fueron las películas que los hicieron famosos y, de algún modo, fijaron sus personajes arquetípicos. 
Sin embargo, en esa temprana ocasión y bajo la mayor permisividad, esos arquetipos iban más allá. Por ejemplo, los galanes de Clark Gable podrían ser hombres muy peligrosos y sexualmente agresivos, mientras los sórdidos orígenes de los personajes malévolos de la Stanwyck no quedaban a la imaginación.
Lo más relevante del Hollywood Pre-Code no es tanto la irrupción del vicio y el pecado en un cine tan antiguo como sí el germen de un cine femenino y protofeminista que moriría estrangulado tras 1934. 
Las mujeres del Pre-Code son lo que más se echaría en falta años después y lo que, de algún modo, aún no ha reaparecido en el cine de Hollywood.

Confesaban los sorprendidos ver a Norma Shearer en sus primeras películas - "La Divorciada" y "Un Alma Libre" - incorporando a inquietas románticas que sofocan la infelicidad y el desamor con copas de champán y amantes de una noche,
En ese sentido, también irrumpe la hermosa Sylvia Sidney en la no menos hermosa "Merrily, We Go To Hell", afinadísimo melodrama sobre la destrucción de una historia de amor y la entrega a la disipación que conllevan los amargos finales.


El Pre-Code no sólo jugaba con las mujeres complejas, sino con las empoderadas. 
Barbara Stanwyck en "Carita de Ángel" es una mísera prostituta que se las arregla para ascender socialmente pasándose por la piedra a los hombres de una empresa entera. Tal como te lo estoy contando, aunque, al final, claro está, se redime por amor.


También se redime en el último minuto la Ruth Chatterton de "Hembra", pero, oh, qué diversión hasta entonces. Es la historia de la dueña de una súper empresa que se beneficia a sus más laboriosos secretarios, atrayéndolos a su piscina art-decó
Las mujeres así eran descifradas como malas también en aquellos años, sí, pero en lugar de castigarlas severamente, se les concedía una segunda oportunidad. Esa segunda oportunidad que las femme fatales de los años cuarenta no tendrían casi nunca.


Una que se sale con la suya y de una manera muy gozosa es "La Pelirroja", interpretada por la incomparable Jean Harlow.
"La Pelirroja" es otra espabilada que maneja a su jefe de tal modo que éste se mete en su sujetador sin haberlo planeado. Nunca después quedó retratado de esa manera cómo los hombres se pelelizan de una manera tan patética por una mujer. 
Todavía "La Pelirroja" da vértigo, porque su protagonista es una perra del demonio, el tono es muy duro y el final es tan deliciosamente irresponsable que sólo propicia una abierta carcajada.


¿Qué pensaba el público de entonces de estas mujeres? Las opiniones eran variadas, pero todo significaba un gran escándalo. Escándalo que se traducía en buenos dividendos para los magnates de Hollywood, aunque los quebraderos de cabeza eran muchos y serían decisivos.
En primer lugar, hay que decir que películas como "Carita de Ángel", "Hembra" o "La Pelirroja" obedecían a una moda. 
Digamos que la moda consistía en poner el mundo al revés. Lo vemos en "Hembra", donde se cambia el género del personaje: el habitual empresario follasecretarias es ahora una mujer y a ver qué pasa con el giro. Todo para propiciar un efecto entre cómico y soliviantador.
Esa moda, como todas, pereció enseguida y el público comenzó a demandar películas más amables, sin antihéroes en primera plana y con valores genuinamente norteamericanos.


Pero fueron tanto los ataques de la Iglesia Católica como las amenazas de boicot lo que obligó a que Hollywood desempolvase el Código Hays y empezase a aplicarlo.
Fue una cuestión económica, que no moral. En los Estados del Medio Oeste, la reacción a las películas pasaba por demandar numerosos cortes y remontajes para poder ser estrenadas. Elaborar una copia alternativa requería más dinero para no perder ese mercado.
La ofensiva de la Iglesia Católica pasó por señalar los títulos por los que los feligreses cometían gravísimo pecado si acudían a las salas. Entonces, que los parroquianos obedeciesen significaba perder millones de espectadores.


La Legión por la Decencia acusó a "El Signo de la Cruz" de ser el emblema de la Hollywood decadence. La ironía, ya lo comentamos, es que se trataba de una película religiosa.
Cecil B. De Mille, chef de espectáculos Pre-Code tan desopilantes como "Madam Satan", firmaba otro espectáculo orgiástico que acababa en castigo divino, pero espectáculo orgiástico, al fin y al cabo.
Ahí estaba Claudette Colbert retozando en leche de burra o Elissa Landi tentada por una patricia de lésbicas intenciones.


Tanto "La Pelirroja" como "El Signo de la Cruz" fueron el culmen del cine Pre-Code, el acabóse y el se acabó. 
Fueron inmensamente taquilleras, pero sus remontajes y la denuncia de las ligas de moralidad terminaron para siempre con el incumplimiento del Código Hays. A partir de entonces, nacería el cine clásico que mejor conocemos: reprimido, saneado, heroico, castigador de lo inmoral e ilegal y donde el sexo quedaba inferido, cuando no anulado.
Los personajes femeninos también quedaron relegados a una simpleza en su dibujo. Norma Shearer interpretaría a más mujeres con problemas maritales, pero ninguna entregada al placer y el alcohol como aquella de "La Divorciada". Las malvadas de la Stanwyck siempre serían castigadas con la cárcel o la muerte, incluso aunque se redimieran por amor y se arrepintieran de sus pecados. Y la falda de Joan Crawford ya no era el motivo del suspense; la flapper debía convertirse forzosamente en dama.
El cine Pre-Code no sólo terminaba, sino que se relegaba al entierro. Muchas de esas películas son muy poco conocidas porque pocas pudieron ser reestrenadas debido a que sus viejas indiscreciones incumplían el Código. Incluso un clasicazo como "Trouble In Paradise", de Ernst Lubitsch, no resurgiría hasta los años sesenta.


Hoy las películas Pre-Code despiertan a un inevitable arqueo de ceja. 
En primer lugar, porque atestiguan la perpetua obsesión del público cinematográfico por ver piernas de mujer y gente desobedeciendo los mandamientos.
Volver a ellas es darse cuenta de que no hay nada nuevo bajo el Sol y que nuestros abuelos vivían tan horny como nosotros.


También deslumbra esa vertiente canalla, dura y sin concesiones que sólo afloraría en el cine negro y nunca de la misma manera.
Y, sin duda, lo más descacharrante es ver a esos hombres manejados por esas divertidísimas vampiresas que toman la iniciativa y piden cama. 
Pero recuperar el cine Pre-Code es también darse de bruces con películas que formalmente no han envejecido bien. 
Es una cuestión de su tiempo, cuando el cine perdió cierta comba y expresividad ante los primeros pasos de la sonorización. Muchas de esas películas crepitan y se desarrollan estáticas, casi obras teatrales largas a ojos modernos.
Las excepciones son precisamente aquellas que rompieron progresivamente con las limitaciones del invento.


Y, por supuesto, está la gran ironía de la censura. Prohibió, higienizó e infantilizó, pero también se impuso como un árbitro de buen gusto. Que el sexo quedara en insinuación, que el cine debiera ser elegante y que los personajes rezumaran valores darían paso tanto al comienzo de la gran comedia norteamericana como a los más emotivos dramas de los últimos años treinta. 
Una película como "La Pelirroja" es estridente, hortera, desmañada; atributos que no se colocan tan fácilmente en títulos de años posteriores. Y es difícil establecer una relación con ella más allá de la propiciada por el asombro y la risa.
En ese baúl de lo irrefrenable, escasean las obras maestras.


Sin embargo, tropezarse con joyas de madurez como "Merrily, We Go To Hell" o presenciar el inicio de la carrera de las grandes estrellas, a golpe de sensuales bailes y ataques de lencería, valen sobradamente la pena de esta gesta llamada aguda cinefilia.

martes, 4 de septiembre de 2012

Buenas Noches, Jean Harlow


Nació en una familia rica, en Kansas City. Su nombre era Harlean, pero su madre siempre la llamaría Baby.
A los 16 años, Harlean escapó de la escuela donde estaba internada para casarse con Chuck McGrew, un heredero veinteañero. 
El joven matrimonio acabó en Los Angeles, gastando dinero y viviendo deprisa, entre fiestas de sociedad y muchos tragos de alcohol.
En plenos días de vino y rosas, sin necesidad ni intención de ponerse a trabajar, Harlean se dejó convencer y acudió a un casting para una película de Hollywood.
Firmaría el contrato con el nombre de su madre: Jean Harlow.


Llegó el inevitable divorcio de McGrew, mientras irrumpía la sorpresa en la vida de Harlean. 
Ella nunca había tenido ninguna aspiración artística, pero el azar insistía en convertirla rápidamente en mucho más que una actriz.
Howard Hughes, el aviador devenido en productor de cine, divisaba su cabellera platino y la demandaba como la protagonista de su ambiciosa y carísima "Hell's Angels". 
Todos vieron la película y todos pusieron los ojos en Harlean, en Baby, en la que el mundo conocería como Jean Harlow.


Poco después, los asesores de la Metro convencieron a Louis B. Mayer para que contratara a la "bomba platino" como actriz y estrella del estudio.
Mayer era más adicto a la elegancia que a la imagen de chica ligerita que representaba Jean Harlow, por lo que aceptaría a regañadientes.
Demandó que le inventaran un pasado distinguido y accedió a colocar a su nueva chica al lado de Clark Gable en un par de producciones.


"Jamás quise ser actriz, todo lo tuve que aprender". 
Los críticos no eran benévolos con Harlow, pero el público se dejó seducir por su personalidad moderna y su gran vis cómica. 
En la Metro, pese a los intentos de Mayer por sofisticarla, siempre sería la ardiente Jean Harlow, esa que nunca usó sujetador. 
Un cronista dijo: "Maneja su pecho como un hombre manejaría su pistola".


Jean apareció en "Cena A Las Ocho", "Mares de China", "Red Dust", clásicos de los años treinta, hoy alucinantes píldoras de la época donde se servía lujo y escapismo para el público de la Depresión. 
Se dice que Jean Harlow fue la estrella que salvó a la Metro de la bancarrota más de una vez durante aquellos años difíciles.


"Los hombres me desean porque no llevo sujetador. Gusto a las mujeres porque no tengo intención de robarles el marido... por ahora", llegó a decir para definir su magnetismo de chica que no tenía miedo de su propia sexualidad.
Mientras, su vida privada se conjugaba con sordidez desde que saltó la noticia del suicidio de su segundo marido.
Jean, en plena fama, se casó con un asistente de Irving Thalberg llamado Paul Bern, mucho mayor que ella y no precisamente atractivo.


A los dos meses, Bern aparecía muerto, dejando una nota donde pedía perdón por la vergüenza causada y se despedía de su esposa.
Un testigo afirmó que vio a una mujer rubia saliendo de la casa en las horas que rodearon el suceso, pero la policía nunca inició ninguna investigación formal contra Jean Harlow y ni siquiera llegó a abrir la posibilidad de un asesinato.
El mito cuenta que Paul Bern era sexualmente impotente y, por ello, tomó la vía rápida al ser incapaz de consumar el matrimonio. 
El suceso intranquilizó a la Metro, pero Jean Harlow se repuso con rapidez y salió airosa de un escándalo que pudo haber arruinado su imagen.


Cuando volvió la tranquilidad, fue la salud la que se escapó.
En pleno rodaje, Jean se desmayaba en los brazos de Clark Gable. No era gripe, como le había diagnosticado el médico de la Metro.
En los registros del hospital, se escribió la palabra "uremia". 
Jean moría tras sufrir un edema cerebral, causado por una grave enfermedad renal que, en todo caso, no podría haber sido curada en 1937.
Con 26 años - sólo diez después de haber escapado de casa, sólo siete después de convertirse en una de las actrices más famosas de su tiempo -, Jean Harlow decía adiós a la vida. 
La Metro se llenó de silencio. Al día siguiente, contrataron una doble y pudieron completar la última película de Jean.


"Saratoga" se estrenó en pleno luto y fue el mayor de los éxitos.
Como sucedió con Valentino, hubo lloros entre los que no la conocían, pero la sentían como propia. Atributo de estrella más grande que la vida.
La enterraron con su vestido de "Libeled Lady", agarrada a una gardenia y una nota de William Powell, compañero sentimental durante sus últimos años. 
"Buenas noches, mi queridísima", decía la nota.


La figura de Jean Harlow caería en el olvido durante las siguientes décadas. 
Sería a principios de los sesenta y coincidiendo con la muerte de su heredera natural, Marilyn Monroe, cuando se publicarían una serie de biografías que narraron una Harlow desgraciada y victimizada repetidamente por los hombres. Entre ellos, el segundo marido de su madre.
Ésta, la terrible Mother Jean, aparecía reflejada como una sobreprotectora fanática, que había intentado ser actriz, nunca lo consiguió y pagó la frustración con su hija. 
También se decía que, como practicante de la Ciencia Cristiana, Mother Jean se negó a que su Baby recibiera atención médica antes de su muerte.


Todas esas historias estaban más teñidas por las ganas de sensacionalismo que por verdadera documentación; unas han sido desmentidas, otras, cuestionadas.


Bien sabemos que, a pesar de la necesidad de destapar y dejar en evidencia a los mitos, éstos se resisten a perder su fuerza. 
Como suele suceder a las auténticas estrellas, Jean Harlow es quien hizo - y hace - mejores a las películas donde apareció. 
Artificial y sincera, sexy y tierna. Divertida siempre, bajo la luz más favorecedora. Así se la contó y así se la recupera.
Para la posteridad, quedó la cabellera, la mirada, la sonrisa y el cuerpo de una mujer a la que sólo se pudo despedir como si hubiera caído plácidamente dormida.
Buenas noches, mi queridísima.