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sábado, 24 de enero de 2015

Su Majestad, Norma Shearer


La reina de la Metro Goldwyn Mayer, el amor del último magnate, la nobleza obliga de las mujeres en pantalla, de nombre Norma Shearer, inclasificable belleza y ambición de acero, o aquella que vivía y existía destinada a ser una de las leyendas de Hollywood.
Y, pese a conseguirlo, Norma ha vivido injustamente olvidada y fatalmente mal entendida en tantas evocaciones sobre el cine clásico. 
La exhaustiva revisión de su carrera ha sorprendido hasta las feministas que la tenían por la buenecita de los años treinta y, de repente, se ha descubierto que interpretó más de un papel, más de una mujer. Para sorpresa de todos, había más que una Shearer.


La reputación de Norma Shearer también ha estado mediada por su ventajoso matrimonio con Irving Thalberg, el gran productor de la Metro. 
Su archienemiga en el estudio, Joan Crawford, decía que era imposible competir contra Norma porque, al fin y al cabo, se acostaba con el jefe. Que la carrera de la Shearer terminase pocos años después que Thalberg la enviudara también ha elevado muchas cejas de suspicacia.
Pauline Kael la detestaba. "Nunca fue muy actriz", escribió, entre otros dardos. 
Y, aún así, si uno caza una película de madrugada donde aparezca la mirada de Norma Shearer, es difícil esquivarla. 
Norma seguía al público con esos ojos estrábicos, extraños, y esa voz emocional, que se rompía en lágrimas cuando descubría algo por lo que descorazonarse. Y es tan rara, tan única. 
Jean-Luc Godard la define como una de las mujeres más bellas de la Historia, mientras los fans del cine clásico no se ponen de acuerdo en cómo definir su atractivo. Hay quien la llama bizca, hay quien está de acuerdo con Godard.


Durante la década de los treinta, Norma fue un espejo para muchas mujeres; cómo tenían que comportarse, a qué debían aspirar y lo que habrían de esperar de los hombres. Fue también un icono de independencia, valentía y bondad. En las bambalinas, una inquieta negociante, una gran insegura, una suprema dudosa. 
Como actriz, quizá no era la mejor, pero sí se confirmaba como una de esas presencias cinematográficas que hipnotizan. Y en un par de ocasiones, se las dice extraordinaria.
Ese y ningún otro fue el secreto de Norma Shearer.


Privilegios tuvo al nacer en las frías latitudes de Quebec, donde nació, hija de un constructor y una excéntrica artista, de quien se rumoreaba era adicta a la heroína y la infidelidad conyugal. Su padre se decía con problemas psiquiátricos, que quedaron en poca cosa cuando la empresa que los sostenía se fue a pique.
La madre hizo las maletas y se presentó con sus tres hijos en Nueva York. Norma, siempre en primera fila, cambió el piano por la escena, las zapatillas de ballet por la declamación.
Acudió a una prueba para las Ziegfeld Follies y le dieron un rotundo no. La distrayente sombra que proyectaban sus irregulares ojos fue el motivo principal de los rechazos que Norma tendría en multitud de castings en los primeros años de lucha.
De extra en las películas, se acercó al venerable D.W. Griffith con su habitual arrojo y presentó ante el director sus intenciones de sobresalir. Griffith miró sus ojos y desaprobó tanto el azul intenso como la sombra de marras. "Lo siento", le aseguró.
Norma Shearer se las arregló para convertir portazos en nuevas afirmaciones, mientras se gastaba los ahorros en un oculista, famoso por arreglar estrabismos.
Entre sus pequeños trabajos como modelo y la primera prueba de importancia para un gran estudio, Norma consiguió un contrato con la Metro. Sin importancia, sin tratamiento de estrella. Ella, de nuevo, lo apostó todo y compró un billete para Los Ángeles.
Durante la década de los veinte, se esculpió la Norma Shearer cinematográfica. 
Contra todo pronóstico y pese a su crónico fastidio en torno a los materiales dramáticos que recibía, su popularidad creció a un ritmo considerable. 
Al final de la década, hacía ganar dinero a la productora. Por entonces, ya era quien quería ser.


A lo largo de ese tiempo, no era raro encontrarse a Norma en el despacho de Irving Thalberg, bien protestando por una nueva película, bien recibiendo el apoyo del joven productor. 
De figura de autoridad a la que apelar se convirtió en el mentor de su carrera. Y, en el camino, ese hombre de imponente presencia, escaso atractivo y temprana madurez ocupó todos los pensamientos de Norma Shearer.
"Creo que me estoy enamorando", le dijo a su familia durante unas vacaciones.
Él era la cabeza pensante de la Metro Goldwyn-Mayer, un señor hecho para las películas, que no paraba de idear nuevos proyectos y cuya magnífica obsesión era aunar la calidad con el favor del público. A su tutela, todos los artistas de la Metro se hicieron importantes. 
A Norma, además, le colocó el anillo. Se casaron en 1927 y, sí, fue la boda del año. 


Una semana después, se estrenaba la primera película sonora y Hollywood se tambaleaba.
La voz de Norma Shearer fue asesorada por su propio hermano, el sonidista Douglas Shearer, indispensable figura en la creación del cine sonoro. 
Entre tanto mimo y su grave y envolvente voz, de dicción canadiense, Norma transitó sin problemas a los talkies


Le había prometido a Thalberg que seguiría en el cine, pero la condición era evitar la conformidad. 
Cansada de los papeles de dama intachable, su objeto de deseo se llamó "La Divorciada".
Era una película para Joan Crawford y hasta Irving Thalberg dudaba de que su mujer pudiese convencer como la mujer que, con el corazón roto, se entrega al adulterio, la fiesta y la promiscuidad. Norma se alió con un fotógrafo para que la capturara sugerente y bien vestida con unos estilismos diseñados por Adrian, modista de cabecera.  
Así, se hizo con el papel de la compleja protagonista de "La Divorciada", emblemático drama de los tiempos anteriores a la regulación del Código Hays. 
Era un papel que rompía con su beatífica imagen pero, a la vez, realzaba su conmovedora vulnerabilidad.


Norma está espléndida en "La Divorciada" y así lo consideró la Academia, que la galardonó con un Oscar. 
Y, sí, Joan Crawford jamás le perdonó la jugada.


Tras el éxito de "La Divorciada", Norma siguió arriesgándose en otros dramas de enjundia Pre-Code. Entre ellos, otro muy relevante llamado "Un Alma Libre", donde interpretaba a la libertina que se involucra con un mafioso defendido por su padre. 


Tras el fortalecimiento del Código Hays, Norma Shearer prefirió dilatar sus intervenciones cinematográficas con la luz de que la calidad siempre es esporádica. 
Las más fastuosas producciones de su marido se reservaron a ella y, desde entonces, estuvieron muy asociadas con los personajes célebres. 


Aunque pasaba de la treintena, Norma se hizo con el papel de Julieta en la adaptación Metro de la tragedia de Shakespeare. 
Romeo era un cuarentón Leslie Howard y la escasa convicción que, de entrada, tenía tanto la película como la edad de los actores se suplió de algún modo con la habilidad de George Cukor. En cualquier caso, fue el primer fracaso comercial de aquellos gloriosos años treinta para Norma e Irving y también la última película que pudieron supervisar juntos.
De un infarto, Irving Thalberg, el más joven de los reyes, moría a los treinta y siete años. 
Hollywood nunca fue el mismo. Norma, tampoco. 
La leyenda de uno de los padres fundacionales del cine norteamericano, el mismo que mimó a Garbo, Gable y Harlow, quedó emplazada a la memoria. Quedó emplazada a la novela inacabada de Scott Fitzgerald, el mismo que lo llamó "El Último Magnate".


Realeza suprema para la Metro Goldwyn-Mayer. Al año siguiente, se convertía en un Versalles más grande que el mismo Versalles y Norma Shearer aparecía como la reina descabezada de Francia.
Obligada a continuar en el estudio, Norma reclamaba una participación en los beneficios, un paquete de acciones y el protagonismo del proyecto soñado por Thalberg, pendiente tras su muerte.


Se gastó dinero a espuertas en la recreación de la Francia prerrevolucionaria, se suplicó a la Fox que cediese a Tyrone Power y no hubo pocas pelucas para convertir a Norma en "María Antonieta".
La película fue muy popular, pero se dijo incapaz de recuperar su desorbitado presupuesto. Hoy permanece como una fascinante insensatez, cetro para una actriz y un modo de producción que, benditos fueran, no temían al exceso.
Por entonces, se comentaba que Norma Shearer había perdido interés en su carrera cinematográfica y era cierto. 
La crianza de sus dos hijos y las labores empresariales se le hacían difícilmente compatibles, mientras su figura había entrado en una inevitable recesión en los gustos del público.


Se interesó por la comedia en "Idiot's Delight", junto a Clark Gable, pero el resultado fue otra decepción y su interpretación, un festín para sus detractores. 
Joan Crawford aseguró que ese era un papel más que perdía en favor de la reina.


Tal vez oídas las ganas de guerra que tenía la Crawford, se preparó el encuentro decisivo entre las dos divas de la Metro. 
Sólo George Cukor podía dirigir ese duelo y sólo "Mujeres" podía ser el título.
Quizá la película de Norma Shearer que más frescura conserva, es esa comedia inmortal donde los hombres no aparecen sino en los diálogos de las féminas, enzarzadas en peleas, cotilleos y confesiones.


Joan Crawford es la súper bitch que le roba el marido a Norma Shearer y ésta sufre mucho desde que se entera, en el camino hacia Reno y hasta que decide pintarse las uñas de rojo jungla. 
Es difícil saber quién está mejor en ese desfile de niñas de Hollywood en integral lucimiento, pero Norma brilla en su especialidad de mujer noble y confiada, que debe pugnar su modernidad con la fuerza de sus sentimientos. 
Aunque sin atreverse a lo que hacía "La Divorciada", su Mary Haines de "Mujeres" es la interpretación clave para conocerla.


En el rodaje, Joan se portó con la esperada maldad en su escena con Norma, y Cukor capeó el temporal.
Norma, no obstante, estaba con un pie en la puerta por propia iniciativa. 
Su última película, "Her Cardboard Lover", se estrenó en 1942, también bajo las órdenes de Cukor, aunque los resultados fueron un desastre inmitigable. 
Norma Shearer se retiraba sin declaración oficial, pese a que quizá sabía que no volvería. "¡Mejor que no te vean después de cumplir los treinta y cinco!", aseguró.
Bien acomodada en su mansión de Hollywood, las noticias de Norma fueron esporádicas a partir de entonces y los objetivos de las cámaras estaban bien adiestrados para evitarla por deseo expreso.
En 1948, se casaba con Martin Arrougé, instructor de esquí, mucho más joven que ella.


Aunque celosa de su imagen pública, no dejó de interesarse por lo que ocurría en el cine y se la cuenta como la descubridora oficial de Janet Leigh y Robert Evans.
A veces, se la veía en algún sarao, saludando a sus viejas némesis, ejercitando sonrisa y proyectando esa mirada tan especial que Griffith había reprobado.


Contra todo pronóstico, triunfó y pudo contarlo.
Su última década fue de dolor y mala salud. Recluida en su vivienda, Norma Shearer moría a los ochenta años, aquejada de una bronconeumonía. Corría el año 1983 y había pasado mucho tiempo.
Seguía unida a Martin Aurrogé, aunque cuentan que, durante sus últimos meses, confusa, enferma y desorientada, solía llamarlo Irving.
Aunque su lápida reza Norma Aurrogé, descansa enterrada junto a aquel perdido magnate que la hizo estrella.


Norma Shearer falleció en una época que gustó de echar abajo a los mitos cinematográficos del antiguo Hollywood, desmenuzar sus vidas privadas y relativizar sus logros artísticos. Ella fue una de las que pereció a ese tratamiento, entendida como aquella cándida paloma de la que es mejor desconfiar.
Ha sido el redescubrimiento de sus personajes más interesantes lo que ha vuelto a colocar la corona en la cabeza de Norma y ahora se escribe sobre ella cosas como "la ejemplar mujer sofisticada de los años treinta" o "la primera actriz norteamericana que hizo chic y aceptable estar soltera y no ser una virgen".


Justicia poética para una mujer que era ese espejo donde gustaban de mirarse sus espectadoras. Como ellas, Norma Shearer se dice más de lo que parecía.
Nada menos que ese ignoto lugar del interior de las hembras donde los deseos y los sentimientos luchan y triunfan.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Ese Viejo, Eterno "Grand Hotel"


Si usted desea hacerse un máster en divismo, tiene una parada inexcusable en la Greta Garbo de "Grand Hotel". 
No es su mejor interpretación - esa se encuentra en "Margarita Gautier" -, pero resume no sólo a la misma Greta, sino a todo lo que significa el estrellato cinematográfico. 
La Garbo irrumpe en "Grand Hotel" - "¡que traigan el coche de Madame Grusinskaya" - y cualquiera comprende el mito.
Apabulla, con sus gestos, con su respiración, con su visón, con sus ojos.


En "Grand Hotel", Greta Garbo pronuncia su fase emblema: "Quiero estar sola"  y también aquello de "Nunca había estado tan cansada en toda mi vida", con Rachmaninoff de fondo. 
La fotografía de su amado William Daniels se entrega a ella, a su ceño, a sus cejas, a su magia, a su enigma. Es la bailarina rusa infeliz y desesperada hasta que descubre a John Barrymore en su armario.


Greta siempre ha sido el mejor motivo para volver a ese viejo, eterno "Grand Hotel", pero la película es más que una estrella. De hecho, se diseñó como un evento all-star; uno de los primeros de Hollywood y el bombazo comercial que dio paso a parecidos platos combinados. 
En principio, era una estrategia económica. 
Irving Thalberg reunió a más de dos estrellas para que así compartieran película, tuvieran menos escenas, cobraran menos en proporción y la abundancia de brillo reportara buenos dividendos en taquilla. 
La jugada fue un acierto. "Grand Hotel" fue el título más taquillero de 1932, el refrendo del poder del star-system e incluso ganó el Oscar a la mejor película. 
"Grand Hotel" es el mejor ejemplo de cómo se hacía el cine americano en otros tiempos y, en muchos aspectos, de cómo se sigue haciendo.


"Grand Hotel" estaba basada en una noveleta de Vicki Baum, ambientada en un lujoso hotel berlinés, donde pasan las historias al ritmo de la llegada de los huéspedes y el trabajo de los empleados, con cierto trasfondo de los duros años veinte alemanes. 


La película toma prestado el microcosmos de Baum para efectuar una operación estética muy propia de los años treinta: el caleidoscopio.


La pionera dirección artística de Cedric Gibbons y la fotografía de Daniels consiguen efectos visuales aún sumamente hipnóticos que capturan el movimiento de los seres humanos desde lo alto o a lo lejos.
Se captura la vida que se desarrolla entre las puertas giratorias, en la sala de las operadoras, en el bullicioso vestíbulo y a lo largo de las escaleras concéntricas.


El hotel es el mejor lugar que permite una estructura narrativa en vidas cruzadas; personajes que se encuentran, se relacionan, coinciden y tienen importancia en la existencia de los otros aunque ni se rocen. 
Es lugar para que las estrellas, esas que tenían una película a su servicio, compartan ahora escenario y se potencien entre ellas.


El divismo detrás de las cámaras fue inevitable, pero esquivable. 
Los productores se cuidaron bien de que Greta Garbo y Joan Crawford no coincidieran en ninguna secuencia y montaron la película a espaldas de Joan, para que no supiese que tenía menos metraje que Garbo en el resultado final.


Como film de estrellas, éstos se imponen sobre cualquier otra consideración. Son los que construyen el encanto de "Grand Hotel" y los que lo mantienen. 
Quien se acerque a ella por primera vez, tal vez no entienda ni el Oscar ni la reputación. Es un clásico, pero no una gran película. 
Es demasiado esquemática, sus artilugios narrativos suenan a cosa vieja y el personaje de Lionel Barrymore no encuentra freno en el patetismo.


Pero también es ligera y fuertemente romántica, al estilo de muchas manufacturas del estudio que la diseñó, y las escenas de amor entre la Garbo y John Barrymore son formidables. La química es tan fuerte entre los dos que parece que se han enamorado de verdad y se respira la emoción en cada uno de sus encuentros.
Tras el impacto visual de su lujosa escenografía, ésta se vuelve tan sobria como efectiva cuando vemos el atáud que lleva al cádaver de uno de los personajes.
No se dice que está ahí dentro, pero la imagen está compuesta con tal callada elocuencia - herencia del cine mudo, sin ninguna duda - que se comprende. Conmueve de manera inmediata.


Si el terreno de este hotel es coto de Greta, hay también que decir something about Joan.
La Crawford, como Flaemmchen, la estenográfa, el personaje más picante de la historia, irrumpe jovencísima, bella y fresca como nunca después. 
Al contrario que la Garbo, no estaba aún subsumida en su divinidad; por entonces, era un placer privado, aquella flapper que se atrevía a ser actriz.


Los buenos números de "Grand Hotel" dieron paso a los inescapables remedos. 
Al año siguiente, la Metro reunía al triple de estrellas en la más perfecta "Cena A Las Ocho", aunque el grandhotelismo se ha dicho rastreable hasta el día de hoy. 
El plato combinado, el all-star, el microcosmos, las historias cruzadas; una manera de entretener como cualquier otra y altamente lucrativa para los negociantes cinematográficos. 
Existen remakes más o menos oficiales como "Weekend At The Waldorf's", que reciclaba la historia en plena Segunda Guerra Mundial, hasta la inesperada vuelta con las novelas de Arthur Hailey y el cine de catástrofes de los años setenta.
Todas las películas de catástrofes, desde "Aeropuerto" hasta "La Aventura del Poseidón", son remozados oficiosos de la estructura de "Grand Hotel". Puñado de estrellas y historias mínimas entrelazadas, mientras la novedad era que pocos quedarán en pie antes de terminar la película.


Estructura bien heredada por la televisión, sin ninguna duda. Es la posibilidad de tener muchos personajes, algunos anécdoticos, otros más prevalecientes, todos tocándose de un modo a otro, bajo una premisa común, en una atmósfera compartida. 
Dígase sin equivocarse que todas las series son "Grand Hotel".
Existía una en los años ochenta que era idéntica, basada en una novela de Arthur Hailey - llevada primero al cine en 1967 - y llamada, claro está, "Hotel".


"Grand Hotel" fue una de las primeras películas de Hollywood intensamente parodiadas en las viñetas de cómic y en la animación de los años treinta. 
Su cacareada reunión de talentos - Greta Garbo! John Barrymore! Joan Crawford! - era motivo de susto para Jack Lemmon cuando se disponía a ver un pase televisivo en "El Apartamento".
Ese apartamento casi tan concurrido como la fonda berlinesa y a merced de unos jefazos tan implacables como el Mayor Pershing.


"Grand Hotel" se encuentra en películas grandhotelescas y en otras que no pueden estar más alejadas en espíritu y estilo.
Observe la comparación entre dos secuencias, de intención distinta, pero idéntica composición.


John Barrymore se esconde en el armario para no ser descubierto y a través de las rendijas, espía a Greta Garbo que, acurrucada en el suelo, se desviste eróticamente. 
Ahora, "Terciopelo Azul", de David Lynch. Kyle MacLachlan se esconde también en un armario y, tras las rendijas, observará a Isabella Rossellini, también en el suelo, también a medio vestir. Lo que acontece es infinitamente más perturbador, pero el amor, oh, el amor siempre aparece.


Fascinante, ¿verdad? "Grand Hotel" es uno de esos títulos que está grabado en la misma concepción del cine. 
Porque no hay nada nuevo bajo el Sol, muchacho, y, si te gusta, probablemente se haya hecho antes.

miércoles, 8 de enero de 2014

Las Estrellas y El Cine


Estamos solos ante las películas. Incluso aunque acudamos al cine en compañía, nuestros ojos se dirigen de manera solitaria hacia lo que ocurre en la pantalla. Individualizamos la experiencia, individualizamos la película. 
El viaje del cine es nuestro viaje a través del rostro del protagonista, aquel con quien nos identificamos. Si ya lo conocemos, si vivimos una aventura similar con él, si lo amamos, la identificación será inmediata.
La cultura del rostro es la cultura de las estrellas, esas que parecen mejores que nosotros, que tienen vidas tan veleidosas como aquellas que protagonizan y de las que cuesta separar sus interpretaciones de su propia existencia. 

Marilyn Monroe

Las estrellas son estrategia y atracción del cine desde sus orígenes. Son los nombres encima del título, la marca comercial y la irrupción del insospechado it, que consigue que gente lejana e improbable sea más adorada que la mayoría de las personas que vemos a diario.
Las estrellas se entienden como dioses, más en otros tiempos que hoy, pero permanece esa fe ciega en esas personalidades, en sus beneficios, en el calor que proporcionan. 
Las estrellas, aunque sufran y caigan en desgracia, parecen a salvo de todo mal, porque sólo haber sido estrella significa imponerse sobre la vida misma y consagrarse como un deslumbrante desafío a Dios.
El cine no fue el primer creador de las estrellas, porque las artes escénicas conocían bien de la atracción que suscitan esa clase de personalidades.
Sin embargo, sería el cinematógrafo quien inaugurara toda una época de locura por la celebridad, el glamour, la fama y la interpretación.
A lo largo del siglo XX, los actores, mal vistos por la buena sociedad y auténticos parias en tiempos pretéritos, pasarían a convertirse en las criaturas más insensatamente amadas, aplaudidas y mitificadas de la Historia de la humanidad.


Los estudios hollywoodienses desplegaron recetas de estrellización y muchos actores célebres fueron meras creaciones, aunque siempre hubo espacio para la sorpresa, eso que define el éxito de un actor por encima de otros.
Ni la belleza ni la juventud son decisivas, aunque sí incrementan la pasión por la estrella, al conectar directamente con la hormonalidad ajena. Aún así, muchos actores nada agraciados han sido estrellas, y grandes guapos jamás lo fueron.
El carisma tampoco es determinante, ni por supuesto el talento. Hay estrellas que han sido unas estatuas de mármol, donde la responsabilidad del glamour estaba más en el director de fotografía que en el rostro retratado.
Desde el cine mudo hasta la actualidad, las estrellas de cine se han sucedido en distintos modos de producción.
En todo momento, los actores se señalan como los responsables del éxito y fracaso de las películas y suelen hablar de ellas en las entrevistas y los making-of como si las hubiesen escrito y realizado ellos mismos. Son la cara, a la que se atribuye todo ese laborioso proceso fílmico que queda en el envés.
La repetición y la especialización en un registro es muy propio de las estrellas, especialmente las del Hollywood clásico. A efectos prácticos, hacen la misma película una y otra vez, cambiando lo suficiente y dejando que el actor haga lo que hizo antes, porque es lo que esperan sus admiradores.
Pero también se jugó a la inversa y cambiar el registro se vestía de acontecimiento. Así, la siempre trágica Greta Garbo se dio un paseo de excepción por la comedia y la publicidad insistía que "Garbo ríe".
¿El resultado? "Ninotchka" fue el mayor éxito de su carrera.


Otras estrellas se sustentan en esas continuas redirecciones, a fuerza de camaleonismo y el "más difícil todavía", y el público reacciona cuando oye que ahora Marlon Brando será Emiliano Zapata o Meryl Streep cantará y bailará en su próxima película.
¿Qué se necesita para ser una estrella? El momento preciso, la época de furia, la originalidad y la capacidad de despertar una emoción, cualquiera que sea.
Lágrimas, risa, sexo, amor, odio, fascinación y quién sabe.

Clark Gable y Claudette Colbert en "Sucedió Una Noche"

La llamada "primera estrella de cine" se llamó Florence Lawrence. Fue primitiva ocasión donde el público identificó a la "chica de la Biograph" en una serie de películas y también iniciática vez en que los medios de comunicación tuvieron efecto en la manipulación y la popularización, dos claves para sustentar la celebridad.
Así, el productor Carl Laemmle difundía que Florence había muerto atropellada como embuste y luego la hacía aparecer rediviva en su siguiente película para delirio del público. Un delirio que también sería exagerado al día siguiente en la prensa. 
Se jugaba con esa ecuación precisa. La promoción, la mística y la sorpresa, tres golpes esenciales para atraer la atención sobre una estrella de cine y renovarla ad eternum.
La vida privada de las estrellas comenzó a entrar en juego desde los astros del cine mudo y las tragedias fueron más impactantes que sus logros artísticos.
La misma Florence Lawrence moriría pronto y arruinada, por esa especie de cruel justicia poética de que aquel que llega a lo más alto cae con peor fuerza.

Florence Lawrence

En el cine mudo, destaca Rudolph Valentino por emblemático: era exótico, inalcanzable, de aspecto patricio, terriblemente sexy y a cuya leyenda se adosó una biografía inventada. 
Pero sería su muerte el hecho que demostró el alcance de la mitomanía de la nación por los astros del cine; el funeral devino en cabalgata y las lágrimas de los que lo conocían no tuvieron comparación con aquellas que se suicidaron de la pena, a pesar de que nunca lo vieron en persona.

El funeral de Valentino

La transferencia de emociones es esencial para entender la mitomanía. Es es nuestras carencias donde se proyecta la fascinación por los seres del cine. ¿Son más bellos, más exitosos, más simpáticos? Más bien, las estrellas miran el mundo por nosotros, con arrojo, sin vergüenza.
Dicen lo que no nos atrevemos a expresar e interpretan lo que soñaríamos con hacer, desde aplastarle las uvas en la cara a Mae Clarke hasta darle un beso a Clark Gable.


Las revistas de cine animaron y depositaron la sed por saber de las estrellas. Desde entonces, ya había grupos de fans, actores más favoritos que otros, listas de taquilleros, cotilleos malintencionados y romances amañados. 
Fue el caso de Janet Gaynor y Charles Farrell, que se enamoraban tan maravillosamente en "El Séptimo Cielo", que, además de reaparecer juntos en doce películas parecidas, se vendió que mantenían una relación sentimental en la vida real. 
Es la ilusión de que aquellos que dejamos juntos tras el "The End" feliz y ficticio lo están también en nuestro universo.

Charles Farrell y Janet Gaynor

El estrellismo dio con fuerza en el cine sonoro, la Depresión y las corrientes genéricas del cine norteamericano, donde caras quedaban asociadas a sensaciones.
La Metro Goldwyn Mayer contrató a tal número de estrellas, que desperdiciaba a la mayoría. Era ese cajón desastre donde cabían Fred Astaire, Greta Garbo, Judy Garland o el perro Lassie.
La genuinidad fue el asunto a perseguir y los años desfavorables sólo incrementaron el encuentro entre espectador y actor famoso como una cuestión íntima, ese lazo invisible. Las películas estaban protagonizadas por nombres de renombre; el cine de marca por encima del cine anónimo. El público prefería reputación artística a sensación de credibilidad.
La dureza detrás del star-system parecía imposible a juzgar de tanto brillo, pero ahí se contaba por el mismo Hollywood en exposés como "Ha Nacido una Estrella" o "El Crepúsculo de los Dioses". Se descubría que las estrellas también estaban enamoradas de sus nombres y se convertían pronto en terribles monstruos vanidosos.

Gloria Swanson en "El Crepúsculo de los Dioses"

La fascinación creció, porque la cultura de las estrellas es también la cultura del exceso, esa que campa a sus anchas en la crónica rosa, negra y amarilla, que contó caprichos, retrasos, despidos, ostracismos y toda clase de enfermedades, adicciones, locuras, padecimientos y tormentas privadas.
Las estrellas, entendidas como patrimonio de la humanidad, se hicieron públicas dianas de opinión, y donde se depositó la necesidad de amor, también cayó la profunda envidia que se les tiene por sus éxitos. 
La tendencia de la mitomanía ha sido paradójicamente la desmitificación; desde los astros perfectos e intocables de otrora, los años cincuenta comenzaban a señalar a los actores de Hollywood como esos reyes en sus panales de rica miel, que pecaban y se salían con la suya.
El romance de Ingrid Bergman con Roberto Rossellini sería debatido en el Senado, un año de prensa se dedicó por entero a Elizabeth Taylor y Richard Burton, mientras fue de órdago el frotar de manos ante lo que se oía de Marlon Brando y sus arrebatos en "Rebelión a Bordo".

Marlon Brando en "Rebelión a Bordo"

Aunque muchos autores señalen a Hollywood como ese cine de estrellas, lo cierto es que todas las industrias fílmicas del mundo se fundamentan en el mismo atractivo del nombre, tanto por su pegada momentánea como en su durabilidad a lo largo del tiempo.
El cine indio no sería nada sin sus estrellas, algunas incansables, pero también directores de relevancia artística contaron con renombrados guapos del país o los hicieron estrellas en función de reutilizarlos. 

Alain Delon y Claudia Cardinale en "El Gatopardo"

Como en Hollywood, el rostro se decía esencial y la repetición, aquello con lo que volver a atraer a las audiencias.
La influencia de la belleza star-system hollywoodiense irrumpe de manera peculiar en el Extremo Oriente, donde muchos de sus actores más queridos son los que parecen más occidentales.

Tatsuya Nakadai

Sí es verdad que fue el cine internacional quien abrió las aguas para películas sin actores conocidos, esas que proporcionan mayor verosimilitud o, al menos, son las apropiadas cuando se quiere retratar la realidad. 
Pese a atender la lección extranjera con curiosidad, la maquinaria norteamericana aún se resiste a confeccionar una película sin un nombre con el que venderla. 

"América, América", raro ejemplo de película norteamericana sin estrellas

En casi un siglo de adoración por las estrellas del celuloide, ha habido espacio para aquellas que se resistían a serlo, como Katharine Hepburn, cuyo rechazo al glamour es lo que la hizo tan especial y, por tanto, tan estrella.
También hubo actores muy promocionados que jamás despertaron ningún tilín en las audiencias, como Merle Oberon, poco más que un adorno en películas de prestigio.

Merle Oberon

Los años cincuenta fueron primer caldo de las llamadas estrellas efímeras, cuya muerte prematura sólo incrementó una obsesión por sus figuras que se presta incansable. Entiéndase, por supuesto, Marilyn Monroe y James Dean.

James Dean

Y, en estos tiempos, hay espacio hasta para estrellas que no protagonizan un taquillazo desde hace décadas, como Sylvester Stallone, estrellas que no significan nada, como Jennifer Aniston o estrellas posmodernas, que expresan poco más que una apatía absoluta, como Ryan Gosling.

Ryan Gosling

El estrellismo jamás ha soportado un análisis serio y cualquiera que se sienta culto podría alegar que el cine sería mejor sin caras conocidas, repetidas y mantenidas en cirugía, pero sería una apreciación de cantamañanas, ni cierta ni justa.
Diremos, por ejemplo, que "Imitación A La Vida" merecería mayor respeto con una actriz anónima, sutil y de talento dramático reconocible. Probablemente, sin Lana Turner resultaría una película más creíble, pero ni la mitad de excitante. 
Es la presencia de la estrella en derroche y genuinidad la que proporciona una particular energía, prende al público desde su misma aparición y asocia su personaje con lo que sucede en su vida privada.
Todo un truco de emocionalidad inmediata y reencuentro sensitivo, más incierto y complicado de conseguir de lo que resulta a simpe vista.

John Gavin y Lana Turner en "Imitación A La Vida"

Se acusa muchas veces al estrellismo de ser un negocio sucio que instiga vanidad y atonta al público, pero se olvidan sus numerosos disfrutes y el hecho de que hace volver al cine. 
Y me consta que volver al cine siempre está bien.