La reina de la Metro Goldwyn Mayer, el amor del último magnate, la nobleza obliga de las mujeres en pantalla, de nombre Norma Shearer, inclasificable belleza y ambición de acero, o aquella que vivía y existía destinada a ser una de las leyendas de Hollywood.
Y, pese a conseguirlo, Norma ha vivido injustamente olvidada y fatalmente mal entendida en tantas evocaciones sobre el cine clásico.
La exhaustiva revisión de su carrera ha sorprendido hasta las feministas que la tenían por la buenecita de los años treinta y, de repente, se ha descubierto que interpretó más de un papel, más de una mujer. Para sorpresa de todos, había más que una Shearer.
La reputación de Norma Shearer también ha estado mediada por su ventajoso matrimonio con Irving Thalberg, el gran productor de la Metro.
Su archienemiga en el estudio, Joan Crawford, decía que era imposible competir contra Norma porque, al fin y al cabo, se acostaba con el jefe. Que la carrera de la Shearer terminase pocos años después que Thalberg la enviudara también ha elevado muchas cejas de suspicacia.
Pauline Kael la detestaba. "Nunca fue muy actriz", escribió, entre otros dardos.
Y, aún así, si uno caza una película de madrugada donde aparezca la mirada de Norma Shearer, es difícil esquivarla.
Norma seguía al público con esos ojos estrábicos, extraños, y esa voz emocional, que se rompía en lágrimas cuando descubría algo por lo que descorazonarse. Y es tan rara, tan única.
Jean-Luc Godard la define como una de las mujeres más bellas de la Historia, mientras los fans del cine clásico no se ponen de acuerdo en cómo definir su atractivo. Hay quien la llama bizca, hay quien está de acuerdo con Godard.
Durante la década de los treinta, Norma fue un espejo para muchas mujeres; cómo tenían que comportarse, a qué debían aspirar y lo que habrían de esperar de los hombres. Fue también un icono de independencia, valentía y bondad. En las bambalinas, una inquieta negociante, una gran insegura, una suprema dudosa.
Como actriz, quizá no era la mejor, pero sí se confirmaba como una de esas presencias cinematográficas que hipnotizan. Y en un par de ocasiones, se las dice extraordinaria.
Ese y ningún otro fue el secreto de Norma Shearer.
Privilegios tuvo al nacer en las frías latitudes de Quebec, donde nació, hija de un constructor y una excéntrica artista, de quien se rumoreaba era adicta a la heroína y la infidelidad conyugal. Su padre se decía con problemas psiquiátricos, que quedaron en poca cosa cuando la empresa que los sostenía se fue a pique.
La madre hizo las maletas y se presentó con sus tres hijos en Nueva York. Norma, siempre en primera fila, cambió el piano por la escena, las zapatillas de ballet por la declamación.
Acudió a una prueba para las Ziegfeld Follies y le dieron un rotundo no. La distrayente sombra que proyectaban sus irregulares ojos fue el motivo principal de los rechazos que Norma tendría en multitud de castings en los primeros años de lucha.
De extra en las películas, se acercó al venerable D.W. Griffith con su habitual arrojo y presentó ante el director sus intenciones de sobresalir. Griffith miró sus ojos y desaprobó tanto el azul intenso como la sombra de marras. "Lo siento", le aseguró.
Norma Shearer se las arregló para convertir portazos en nuevas afirmaciones, mientras se gastaba los ahorros en un oculista, famoso por arreglar estrabismos.
Entre sus pequeños trabajos como modelo y la primera prueba de importancia para un gran estudio, Norma consiguió un contrato con la Metro. Sin importancia, sin tratamiento de estrella. Ella, de nuevo, lo apostó todo y compró un billete para Los Ángeles.
Durante la década de los veinte, se esculpió la Norma Shearer cinematográfica.
Contra todo pronóstico y pese a su crónico fastidio en torno a los materiales dramáticos que recibía, su popularidad creció a un ritmo considerable.
Al final de la década, hacía ganar dinero a la productora. Por entonces, ya era quien quería ser.
A lo largo de ese tiempo, no era raro encontrarse a Norma en el despacho de Irving Thalberg, bien protestando por una nueva película, bien recibiendo el apoyo del joven productor.
De figura de autoridad a la que apelar se convirtió en el mentor de su carrera. Y, en el camino, ese hombre de imponente presencia, escaso atractivo y temprana madurez ocupó todos los pensamientos de Norma Shearer.
"Creo que me estoy enamorando", le dijo a su familia durante unas vacaciones.
Él era la cabeza pensante de la Metro Goldwyn-Mayer, un señor hecho para las películas, que no paraba de idear nuevos proyectos y cuya magnífica obsesión era aunar la calidad con el favor del público. A su tutela, todos los artistas de la Metro se hicieron importantes.
A Norma, además, le colocó el anillo. Se casaron en 1927 y, sí, fue la boda del año.
Una semana después, se estrenaba la primera película sonora y Hollywood se tambaleaba.
La voz de Norma Shearer fue asesorada por su propio hermano, el sonidista Douglas Shearer, indispensable figura en la creación del cine sonoro.
Entre tanto mimo y su grave y envolvente voz, de dicción canadiense, Norma transitó sin problemas a los talkies.
Le había prometido a Thalberg que seguiría en el cine, pero la condición era evitar la conformidad.
Cansada de los papeles de dama intachable, su objeto de deseo se llamó "La Divorciada".
Era una película para Joan Crawford y hasta Irving Thalberg dudaba de que su mujer pudiese convencer como la mujer que, con el corazón roto, se entrega al adulterio, la fiesta y la promiscuidad. Norma se alió con un fotógrafo para que la capturara sugerente y bien vestida con unos estilismos diseñados por Adrian, modista de cabecera.
Así, se hizo con el papel de la compleja protagonista de "La Divorciada", emblemático drama de los tiempos anteriores a la regulación del Código Hays.
Era un papel que rompía con su beatífica imagen pero, a la vez, realzaba su conmovedora vulnerabilidad.
Norma está espléndida en "La Divorciada" y así lo consideró la Academia, que la galardonó con un Oscar.
Y, sí, Joan Crawford jamás le perdonó la jugada.
Tras el éxito de "La Divorciada", Norma siguió arriesgándose en otros dramas de enjundia Pre-Code. Entre ellos, otro muy relevante llamado "Un Alma Libre", donde interpretaba a la libertina que se involucra con un mafioso defendido por su padre.
Tras el fortalecimiento del Código Hays, Norma Shearer prefirió dilatar sus intervenciones cinematográficas con la luz de que la calidad siempre es esporádica.
Las más fastuosas producciones de su marido se reservaron a ella y, desde entonces, estuvieron muy asociadas con los personajes célebres.
Aunque pasaba de la treintena, Norma se hizo con el papel de Julieta en la adaptación Metro de la tragedia de Shakespeare.
Romeo era un cuarentón Leslie Howard y la escasa convicción que, de entrada, tenía tanto la película como la edad de los actores se suplió de algún modo con la habilidad de George Cukor. En cualquier caso, fue el primer fracaso comercial de aquellos gloriosos años treinta para Norma e Irving y también la última película que pudieron supervisar juntos.
De un infarto, Irving Thalberg, el más joven de los reyes, moría a los treinta y siete años.
Hollywood nunca fue el mismo. Norma, tampoco.
La leyenda de uno de los padres fundacionales del cine norteamericano, el mismo que mimó a Garbo, Gable y Harlow, quedó emplazada a la memoria. Quedó emplazada a la novela inacabada de Scott Fitzgerald, el mismo que lo llamó "El Último Magnate".
Realeza suprema para la Metro Goldwyn-Mayer. Al año siguiente, se convertía en un Versalles más grande que el mismo Versalles y Norma Shearer aparecía como la reina descabezada de Francia.
Obligada a continuar en el estudio, Norma reclamaba una participación en los beneficios, un paquete de acciones y el protagonismo del proyecto soñado por Thalberg, pendiente tras su muerte.
Se gastó dinero a espuertas en la recreación de la Francia prerrevolucionaria, se suplicó a la Fox que cediese a Tyrone Power y no hubo pocas pelucas para convertir a Norma en "María Antonieta".
La película fue muy popular, pero se dijo incapaz de recuperar su desorbitado presupuesto. Hoy permanece como una fascinante insensatez, cetro para una actriz y un modo de producción que, benditos fueran, no temían al exceso.
Por entonces, se comentaba que Norma Shearer había perdido interés en su carrera cinematográfica y era cierto.
La crianza de sus dos hijos y las labores empresariales se le hacían difícilmente compatibles, mientras su figura había entrado en una inevitable recesión en los gustos del público.
Se interesó por la comedia en "Idiot's Delight", junto a Clark Gable, pero el resultado fue otra decepción y su interpretación, un festín para sus detractores.
Joan Crawford aseguró que ese era un papel más que perdía en favor de la reina.
Tal vez oídas las ganas de guerra que tenía la Crawford, se preparó el encuentro decisivo entre las dos divas de la Metro.
Sólo George Cukor podía dirigir ese duelo y sólo "Mujeres" podía ser el título.
Quizá la película de Norma Shearer que más frescura conserva, es esa comedia inmortal donde los hombres no aparecen sino en los diálogos de las féminas, enzarzadas en peleas, cotilleos y confesiones.
Joan Crawford es la súper bitch que le roba el marido a Norma Shearer y ésta sufre mucho desde que se entera, en el camino hacia Reno y hasta que decide pintarse las uñas de rojo jungla.
Es difícil saber quién está mejor en ese desfile de niñas de Hollywood en integral lucimiento, pero Norma brilla en su especialidad de mujer noble y confiada, que debe pugnar su modernidad con la fuerza de sus sentimientos.
Aunque sin atreverse a lo que hacía "La Divorciada", su Mary Haines de "Mujeres" es la interpretación clave para conocerla.
En el rodaje, Joan se portó con la esperada maldad en su escena con Norma, y Cukor capeó el temporal.
Norma, no obstante, estaba con un pie en la puerta por propia iniciativa.
Su última película, "Her Cardboard Lover", se estrenó en 1942, también bajo las órdenes de Cukor, aunque los resultados fueron un desastre inmitigable.
Norma Shearer se retiraba sin declaración oficial, pese a que quizá sabía que no volvería. "¡Mejor que no te vean después de cumplir los treinta y cinco!", aseguró.
Bien acomodada en su mansión de Hollywood, las noticias de Norma fueron esporádicas a partir de entonces y los objetivos de las cámaras estaban bien adiestrados para evitarla por deseo expreso.
En 1948, se casaba con Martin Arrougé, instructor de esquí, mucho más joven que ella.
Aunque celosa de su imagen pública, no dejó de interesarse por lo que ocurría en el cine y se la cuenta como la descubridora oficial de Janet Leigh y Robert Evans.
A veces, se la veía en algún sarao, saludando a sus viejas némesis, ejercitando sonrisa y proyectando esa mirada tan especial que Griffith había reprobado.
Contra todo pronóstico, triunfó y pudo contarlo.
Su última década fue de dolor y mala salud. Recluida en su vivienda, Norma Shearer moría a los ochenta años, aquejada de una bronconeumonía. Corría el año 1983 y había pasado mucho tiempo.
Seguía unida a Martin Aurrogé, aunque cuentan que, durante sus últimos meses, confusa, enferma y desorientada, solía llamarlo Irving.
Aunque su lápida reza Norma Aurrogé, descansa enterrada junto a aquel perdido magnate que la hizo estrella.
Norma Shearer falleció en una época que gustó de echar abajo a los mitos cinematográficos del antiguo Hollywood, desmenuzar sus vidas privadas y relativizar sus logros artísticos. Ella fue una de las que pereció a ese tratamiento, entendida como aquella cándida paloma de la que es mejor desconfiar.
Ha sido el redescubrimiento de sus personajes más interesantes lo que ha vuelto a colocar la corona en la cabeza de Norma y ahora se escribe sobre ella cosas como "la ejemplar mujer sofisticada de los años treinta" o "la primera actriz norteamericana que hizo chic y aceptable estar soltera y no ser una virgen".
Justicia poética para una mujer que era ese espejo donde gustaban de mirarse sus espectadoras. Como ellas, Norma Shearer se dice más de lo que parecía.
Nada menos que ese ignoto lugar del interior de las hembras donde los deseos y los sentimientos luchan y triunfan.
Nada menos que ese ignoto lugar del interior de las hembras donde los deseos y los sentimientos luchan y triunfan.
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