jueves, 8 de enero de 2015

Reírse de Dios


Los escritores tenemos muchos miedos, y así todos los artistas. 
Hoy empezaré por un temor que me atenaza en ocasiones: ¿lo que escribo tiene algún significado, alguna resonancia? ¿Debo escribir para contarme, contar a mi generación, contar el mundo en el que vivo? ¿O sólo para entretener? Tanto esto como aquello son tareas complicadas, difusas y, a priori, irreconciliables. Lo que escribo puede tener mucha profundidad, pero te aburriré hasta el fin. O te reirás mucho, pero lo redactado no hablará más de la frívola decadencia de un niño blanco con tiempo suficiente para sentarse al ordenador y pegarle al teclado.
Sí, la superficialidad es una tentación, la profundidad, una pretensión. Y los excesos espantan. 
Pero hete aquí la paradoja: cuanto más frívolo he sido, más inesperadamente profundo resulto.
Mire usted "El Día del Maromo", la sección que no tiene más significado que mi deseo por los hombres guapos. ´
Sé que es la sección que espanta a muchos, los mismos que considerarán que quita seriedad al resto del blog. Es el apartado de la chorrada y está escrito como tal, con un tono entre lascivo y humoroso. No es nada, es demasiado ligera.


Pero también es la sección que han traído a otros muchísimos a estas riberas y quizá es la que más significado tenga de todos mis escritos. ¿Por qué? 
Porque todavía hay algo nuevo en que un hombre profese con alegría su deseo continuo e incurable hacia otros hombres. Y voy más allá: "El Día del Maromo" es aún más querida por las mujeres que me siguen. Porque tampoco ha sido costumbre que ellas expresen el semejante deseo, abiertamente, gozosamente y sin culpa. "El Día del Maromo" es la pequeña revolución expresada en durezas pectorales.
Toda manifestación, sea o no rompedora, pasa por la mediatización. Y uno se contiene. Se contiene siempre, entre las reglas del buen gusto y la necesidad de no molestar más de la cuenta. Porque lo dicho, lo escrito, lo expresado molesta.  Hay muchos que no entienden el chiste.
Muchos hombres heterosexuales de mi lista de contactos han expresado fastidio por el hecho de que las fotos de esos nenes mayúsculos aparezcan periódicamente en su timeline de Facebook. He contestado con más fotos, pero muchas opiniones al respecto las he dejado entre líneas. Me he contenido, sí.
¿Miedo o devoción al buen gusto? Me pregunto ahora si están relacionados. Y, así, pongo el ejemplo de ayer en el Facebook y, después, empezamos a hablar de otro ayer.
Anoche posteé la siguiente foto. 


Un beso gay extraído de una escena porno. ¿He de postearla o no? Primera pregunta. Soy libre de expresarme, quiero postearla, lo haré. ¿Cómo explicar lo que siento por ella? ¿Con crudeza sin ambages o elegancia humorosa? Temo los grados de escandalización ajena y encuentro más creativo hablar bajo un implícito Código Hays, así que opto por lo último.
El pie de foto decía que: "No es la primera vez que Dato Foland y Tomas Brand se ven las caras y lo que no son las caras, pero, en esta ocasión, me duele la mano y no es de aplaudir". 
Es la Tierra Media de la escritura provocativa. Probablemente seguiré soliviantado al inesperado, pero de otra manera.
¿Que diría si hubiese optado por la directa? "Dato Foland y Tomas Brand habían follado antes, pero, en esta ocasión, casi me mato con la paja que me he hecho". Y, con la coletilla: "Es imposible saber quién es mejor comepollas de los dos".
Con esta explicación, uno lo sabe. Tiene la imagen exacta. Con la otra, lo intuye. La directa recurre al impacto básico; la indirecta, probablemente, te haga reír. Depende del sentido del humor. Quizá muchos se partan de risa con la versión extrema. Otros prefieran la comedia sofisticada. Para los de más allá, no tendrá ninguna gracia que dos hombres siquiera se toquen.
Axioma: siempre habrá alguien que se moleste, digas, pintes o escribas. Y, en toda transferencia, hay una versión de la realidad. Si hay un artista en medio, la versión es aún más versión y eso choca frontalmente con la escasa imaginación de la mayoría. 
Esa mayoría que se indigna cuando una manifestación artística no es realista del mismo modo que aborrece que sí lo sea. Es incapaz de descifrar, es incapaz de asumir. 
La incomodidad del público, del poder o de las religiones en torno a las expresiones artísticas cuenta la misma Historia del Arte. En relación con los arbitrajes del gusto, con la represión de la sociedad o con las políticas en boga, no sólo se ha impuesto la censura, el despido o el ostracismo, sino también la persecución en todas sus posibles maneras. 
Muchos han acabado mordiendo el polvo por meterse con quien no debían a través de sus crónicas o escritos, por adelantarse a su tiempo o, sencillamente, por no caer bien. 
El sentido del humor y su utilización en la comedia han sido refugio para expresar la más descomunal e incómoda verdad sobre la realidad humana y, en muchas ocasiones, para escapar sin ser visto. 
Es la mejor manera de parecer frívolo y resultar contundente. Muchas comedias han expresado opiniones de un modo más incisivo y devastador que las aceradas crónicas sobre lo sucedido.
Alguna que otra se convirtió en esencial para entender la rabia y la indignación de una época.


La comedia funciona cuando explota la miseria; muchas veces uno se sorprende de lo que se está riendo. Hay muchos tipos de humor y muchos tipos de público. Hay gente que se parte de risa cuando ve a alguien descalabrarse en pantalla y hay quien no lo soporta. La comedia es peligrosa.
Se puede hacer chiste de todo, pero, en realidad, es inmoral reírse de todo. La violación, los abusos sexuales, la violencia de género o el Holocausto no son motivo de chiste, aunque los haya al respecto. Porque, de modo general, reírse de ellos implica reírse de las víctimas o aligerar la situación, incluso justificarla. 
En un tratado sobre el humor, leí la máxima de que esos chistes no se descifran como tales y, por tanto, se consideran improcedentes.


En cambio, el magno drama de la Historia, es decir, la guerra, ha sido trasfondo de inmortales comedias. Tal vez, porque no hay nada más ridículo que la sola idea de entregarse a un combate fratricida. 
¿Y qué me dice usted de Dios? ¿Es posible reírse de Dios? ¿O es Dios quien se ríe de nosotros?. Me hago yo la última pregunta después del atentado de París.
Es más posible reírse de Dios que en la Edad Media, sí, pero peliagudo hasta decir basta. Y es cuando ni la comedia se salva. Ni el sentido del humor parará la reacción que despierta la más mínima parodia de la religión.
Cerca de casa, ocurrió una denuncia al respecto. Un programa de televisión de este país retransmitió un cortometraje donde se enseñaba "Cómo cocinar a un Cristo". 
El cortometraje tenía un par de décadas de antigüedad, pero su retransmisión motivó una demanda de alguien que sintióse afectado en sus sentimientos religiosos. 
El creador, Javier Krahe, llegó a sentarse en el banquillo y la libertad de expresión fue el arma para defenderse y también para contar de lo absurdo del proceso.


Lo cierto es que meterse con Dios y con la religión es una cosa muy seria, porque hay muchos seres humanos que explican su existencia con las herramientas de la fe y la sacralización. Dios es lo único que sostiene a mucha gente en estado de extrema desesperación, porque, de hecho, es lo único que tienen para sobrevivir.
Es un arma de doble filo y siempre lo fue: la idea de Dios relaja, pero también oprime. Si te ha sucedido esa mierda, será cosa de Dios, así que mejor no te quejes. La radiografía de las religiones es la radiografía del poder.
Y a lo que íbamos. Para una persona religiosa, reírse de Dios implica reírse de lo más sagrado, de algo que está por encima de nosotros mismos, de nuestros familiares y de nuestros valores terrenales. Efectivamente, se ataca un sentimiento ajeno, por muy rococó que sea.
Pero la parodia de Krahe también había hecho su último efecto: soliviantar a alguien, contarle la verdad. El humor de ese tipo no sólo juega con los sentimientos religiosos, sino con la debilidad de los mismos.
La religión está sostenida en tan dudosos y frágiles pilares que, sólo verla cambiada de sitio, motiva furia por los que se dicen creyentes. 
Se impone la pregunta: si efectivamente creen tanto en Dios, ¿por qué tienen que demostrar lo muchísimo que creen en él? ¿A quién tienen que defender exactamente?
Ayer en París tres caballeretes escandalosamente jóvenes demostraron su fe en el Altísimo a golpe de Kalashnikovs, entrando en un edificio de oficinas y protagonizando una escena que parece entresacada de la imagen más escalofriante de nuestra querida televisión por cable. 


Servidor de ustedes escribía hace unos días que "la luz está ganando" y ayer me entraron ganas de hundirme en el pozo más oscuro para olvidar el mundo en el que vivo, ese que se cubre de mierda y se reboza, cual cerdito. Pum pum. Cerebros volando.
La moneda de cambio de la escena contemporánea es la vendetta intercultural: aviones que chocan, edificios que caen, cárceles que se erigen, dossieres que se redactan y pistoleros que no saben lo que han hecho, incluso cuando se hayan encomendado a Alá.
Las apariencias me dicen que ha sido cosa del integrismo islámico y yo, como no soy más conspiranoico de lo debido, hoy me quedaré en esa versión. 
Como todo acto terrorista, es increíblemente inútil. Ya lo han sido otros, que sólo han traído lo que brindará este: racismo, persecución a los ejecutores, tortura a sus familias. Y si mañana hay un bombardeo yanqui en Próximo Oriente, habrá más de uno que hasta se relama.
También hace un gran favor a la creciente intelectualización de la islamofobia. Muchas voces surgen, con libros, reportajes y artículos de opinión, para expresar que el Islam no mola nada y debe terminar: esa gente rezando de manera tan devota a estas alturas, esas mujeres tapadas, esas costumbres que ponen la "t" en tradicional.
Como además algunos llevan hasta las últimas consecuencias su amor por Alá, Occidente dice que sí, que mejor no recen tanto.


Lo cierto es que el Islam es una idea no tanto anacrónica como fuertemente contradictoria con el mundo actual.
Porque son la anomalía de la globalización por excelencia: una mayoría de la población vastísima, que ocupa los más variados países, que se resiste a la occidentalización, especialmente en departamentos culturales, estéticos, sexuales y conductuales. Y, para colmo de colmos, una buena porción de esa civilización está asentada sobre y en torno a la fuente de energía primordial de la orbe capitalista. 
Hay muchos grados y las voces cabales aluden a que los protagonistas de la matanza de ayer son la representación de una minoría muy escandalosa del islamismo. Son los extremos que hacen sufrir a los de en medio, de la misma manera que, en nuestra sociedad, existen criminales, déspotas, fanáticos y abusones cuyos pecados pagan los justos más de lo debido.
En esencia, es el íntimo sentimiento de terror hacia Occidente lo que articula, al menos, el guión de la matanza. Un íntimo sentimiento de terror que no sólo se vive en coordenadas musulmanas, sino también en otras tantas comunidades en conflicto con la imperialización.
Porque la verdad es que, a pesar de la resistencia, la globalización gana día a día. Y muchos musulmanes dejan de orar tanto por comprar más, sintonizan con la MTV y sueñan con vivir en Wichita. Y, desde hace rato, además.
Para los núcleos duros, la caída de lo viejo se traduce en terror. 
Y el terror se tradujo ayer en el ataque a un semanario de humor que no sólo ridiculiza repetidamente a Alá, Mahoma y la religión musulmana, sino que incluso se ha atrevido a asociarlo con un acto gay.


La revista Charlie Hebdo que, echándole un ojo, está claro que no se ha cortado jamás, ha sido señalada en muchas ocasiones por el extremismo islámico como una representación de la opinión islamófoba que tiene Occidente.
Lo cierto es que se ríe de todas las religiones organizadas y sus mandamases, tanto como del poder y de los poderosos en general. Es una revista crítica. Pero la crítica se entiende aún menos que el humor en ciertos cerebros.
Para esas mentes de ofuscación, es esa publicación que ejemplifica lo ateos y deslenguados que somos. 
Oh, Occidente, ese que cambió la fe en Dios por la fe en el dinero, ese que se pasea por el mundo cual fuera su panal de rica miel, ese que ahora nos desvelará si Patrick se queda con Richie o con Kevin. 
Hay algunos que no tardan en apuntarse a la más flamante misión suicida.


Las ideas contrarias asustan. El tambaleo de lo conocido, aún más. En aquellas orillas y en estas. También para los países de la Europa blanca que, hace mucho tiempo, dejó de serlo tanto. 
Hay cosas que no quieren ser recordadas. Entre ellas, que el poder se sustenta sobre explotación, que se han olvidado muchos valores, que la seguridad no existe o que las libertades individuales y el laicismo no son tanto unos hallazgos a celebrar como un lujo que nos podemos permitir.


No debiera subestimarse que ese atentado suceda en una nación tan conflictiva con los inmigrantes, en general, y con el Islam, en particular como Francia. Ni en el análisis de las causas como en la expectativa de las consecuencias. Digamos que el integrismo islámico le ha puesto la alfombra roja a Marine Le Pen.
Todo pasó por reírse de Dios, cuentan las crónicas. Al menos, de una idea de entenderlo. ¿Atacaré yo a Dios? ¿Yo también soy Charlie, como dicen las pancartas? 
Leía a un cronista del The New York Times alegar que no, no somos Charlie, porque, ante una pistola, cualquiera suelta el lápiz. Ese es el acto reflejo y es la cruda verdad. 
Los humoristas de Charlie Debdo no lo soltaron y murieron. Como héroes a saludar por la posteridad, pero bajo las inapelables armas. Esas que asustan de verdad y cumplen su cometido: callar, enterrar, provocar más dolor, más muertes, más odio.



Y, aún así, la ironía. Escribir, opinar, dibujar es un acto revolucionario o, al menos, una piedra en el zapato ajeno. 
Pensábamos que la época de Fray Luis de León había terminado y todavía lo que unos pergeñan en sus salas de redacción y creación preocupa, incomoda, desata las mil Furias y evidencia la debilidad de los fanáticos. Nuestras risas les revuelven eso que cuece en el fondo de sus subconscientes: la verdad de que todo lo que creen es mentira, los debilita, los hace manipulables, los encadena, les arruina la vida. Sus horrendas fechorías son demostraciones de quién la tiene más grande en un estado de extrema pequeñez.
Y, sí, amigo mío, es cierto, no es la hora de parar ni de crear, ni de escribir, ni de reírse de Dios, pero vigila esa puerta, hoy y siempre.
Para vivir en este mundo y para contar lo que sucede sobre él, hay que saber de antemano que no todos van a entender el chiste.

3 comentarios:

  1. Lo peor acaba siendo que entre esa realidad que tratas y lo que se viiene considerando políticamente correcto acabamos imponiéndonos una autocensura mucho peor que la otra.
    Un abrazo

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  2. Siempre he pensado que uno de los grandes problemas del ser humano es que la gran mayoría es incapaz de reírse de sí mismos, se toman demasiado en serio y a partir de ahí extrapolan: lo que les rodea siempre es serio y nadie debe de tomárselo en broma.

    Por el contrario yo parto del hecho de que no hay nada más risible que yo mismo. Me estoy riendo de mí y mis circunstancias todo el rato lo que me da el derecho inalienable de reírme también de las estupideces de los demás. Puede que esté equivocado pero al menos me lo paso mucho mejor.

    Y que yo sepa es la primera vez que comento por aquí a pesar de leerte desde que te descubrí hace un tiempito, así que salud y tal.

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  3. Oh, mucha salud también para usted, Señor Yeyé, y espero que siga pasándose por aquí para reírse de mí mismo y de todo lo demás. ¡Y lagunero, por lo que veo!

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