miércoles, 21 de enero de 2015

Corte Clásico


Por el camino de la belleza, habrás oído esta pregunta, en más de una ocasión.
- ¿Cómo quiere que le corte el pelo?
Vale afinar la respuesta y confiar en la bondad del peluquero que, si se descuida, nos convierte en Grace Jones, todo sea por la modernidad y el estilismo.
Cuando era niño, no me hacían la pregunta a mí, sino a mi madre.
- ¿Cómo le cortamos el pelo al nene? - dijo cierto peluquero.
- Cortito. Y clásico.
Sospecho que el peluquero - que era, más bien, un barbero - ignoraba qué era eso de clásico o quizá quería mi opinión. ¿Clásico? El nene ya es grande, tal vez desee algo más a la moda.
- ¿Quieres que te corte el pelo como a esos niños?
Los aludidos giraron sus rapadísimas cabezas. Sólo un mechón de pelo, disparado hacia arriba como Tintín, se había salvado de la maquinilla.
Yo dije que no, que lo quería clásico. Nunca me vi en las modas. No tanto porque no las quisiera, sino porque jamás me he sentido cómodo con la idea. No tuve nunca ninguna intención de ponerme un pendiente cuando todos los chicos de mi clase se agujerearon sus prepúberes orejas y jamás, gracias a los Cielos, me he tatuado ninguna gilipollez en el cuerpo.
- ¿Cómo quiere usted su vida? ¿Cómo se la recorto?
- Clásica, por favor.
¿Fue mi madre quien me hizo clásico? ¿Simplemente sugería o me señalaba donde estaba lo confortable, lo de siempre, lo que no implica riesgo alguno? Dicen los proverbios que lo clásico no envejece, no desaparece, no hace el ridículo. Es la seguridad del cuadrado en un mundo de espirales.


Hace unos meses, conversaba en el Facebook con uno de mis seguidores y me dijo:
- Es que tú eres muy clásico. 
Se refería a mis gustos cinematográficos, pero, de algún modo, me recordó a esa generalización que han hecho muchos sobre mis tendencias. La genuina atracción por lo antiguo.
No es la primera vez que alguien me dice que soy muy clásico. Lo he oído en muchas ocasiones y con intenciones más bien destructivas. Hay gente que es muy ignorante y se siente en desventaja; otra, que era clásica antes y pregona que lo ha superado.
Lo peor es que, más de una vez, me he sentido acomplejado por mi predilección por los gloriosos ayeres y, durante cierto tiempo, renegué de ellos como San Pedro.
Fue raparse el pelo, como aquellos niños, aunque siempre me dejé un mechón,  Ese con el que ser identificado. 


En términos cinematográficos, el regreso a casa ha sido espectacular, porque me fui de ese cine clásico de mis amores con la intención de no volver. San Pedro de mí.
Sé que no soy el único cinéfilo que lo intenta. De hecho, recuerdo un libro que escribió un crítico que aseguraba que era hora de librarse de la "picadura del cine clásico", o la inclinación a vanagloriar las películas de antaño sobre las producciones de ahora.


Recuerdo un foro que frecuentaba hace mucho tiempo donde formaba parte de "la secta del cine clásico", como nos llamaba cierto caballero, que consideraba lo nuestro un problema a resolver.
¿Cómo se libra uno del cine clásico?
La respuesta, queridos míos, es que le den por ano a todo el mundo, especialmente a los ignorantes que atacan por complejo de inferioridad.
El cine clásico es maravilloso, iluminador, poético, conmovedor y hermoso hasta decir basta. No es el único cine, pero es el cine.
- ¿Cómo quiere que le corte el pelo?
- Como a Tyrone Power, por favor.
Pero, ¿qué entendemos por cine clásico? Ay, qué difícil es definir y cuantísimo debemos hacerlo para comprender de lo que hablamos. Digamos que es la etapa fundacional del consumo cinematográfico en el mundo y, como entonces se valoraba la calidad y la factura para vender un buen producto, hete aquí que las películas estaban hechas con una mayor ambición cultural.
El cine de antes cuenta el mundo al que se dirigía, tanto directamente como por omisión, desde sus recetas de buen gusto hasta sus magnos temores, desde sus sueños de felicidad hasta sus previsiones de desastre. El cine ha sido entretenimiento, testimonio y, como bien señala Godard, un aliado de la industria de los cosméticos.
Si Hollywood es quien se ha apropiado del término clásico para definir la buena racha de sus viejos estudios y sus grandes estrellas, el clasicismo cinematográfico es internacional. 
Pero, sin mucho apurar, se puede concluir que el león de la Metro, el pitido de la RKO y las titilantes caras de los astros del cine norteamericano de los años treinta, cuarenta y cincuenta son la expresión más pura de nuestro cautivo por el cine antiguo.


Es un cine tan antiguo que parece mentira que todavía conserve frescura. Al fin y al cabo, hablamos de las películas que veían nuestros abuelos. 
Recuerdo perfectamente a mi abuelita dejar de coser y mirar hipnotizada la televisión. Veía la imagen de Greta Garbo al final de "La Reina Cristina de Suecia".
- Esa mujer, con lo guapa que era, se retiró y no volvió jamás.
El cine adoraba divulgar sus propias leyendas y, como el arte popular por excelencia, sus imágenes vivieron en la psique colectiva, para contagiarse a generaciones venideras, a través de la reposición, el homenaje o el simple comentario.
- Esa mujer, con lo guapa que era, se retiró y no volvió jamás.
Cuando yo crecía, las películas clásicas vivían en televisión. 
Detrás de esos ciclos y retrospectivas, estaban las manos de grandes cinéfilos, que las seleccionaban y las emitían, una y mil veces. 
Recorrían la programación de la cadena cultural por excelencia - La 2 -, pero también se colaban en sesiones de tarde y hasta en altas madrugadas de canales privados. 
Llenaban el espacio insomne. Porque a todos los cinéfilos nos gusta la noche y nos gusta ver cine por la noche.


Yo me hice cinéfilo oficial a los catorce años. No fue el principio de mi amor por las películas, pero sí cuando empezó la locura. Cuando empecé a comprar revistas de cine y cuando comencé a grabar todo lo que emitían.
Fue también cuando nació en mí eso tan decisivo que es el gusto discriminatorio. Es decir, distinguir lo bueno y lo malo. Una actitud tampoco muy moderna, porque vivimos en el tiempo del "todo vale" y "me gusta la basura". Pero yo, clásico, sostengo que es esencial esculpirse un paladar para cualquier apreciación: saber lo que está bien y oler lo que es una mierda.
Como todas esas revistas y programas cinematográficos estaban dirigidos y rubricados por señores y señoras de cierta edad, también tengo a quien echarle la culpa de que le ponga un 10 a "Gentleman Jim" y "Bésame, Kate" sin pestañear, mientras pocas películas de este siglo XXI alcanzan esa votación en Film Affinity. De hecho, creo que sólo son cuatro.  
Por entonces, seguía la corriente a los que sabían más que yo. Años más tarde, me rebelaría cual hijo pródigo contra los padres venerables, dejaba de comprar revistas de cine y denunciaba a los carcas.
En la rebeldía, no sólo estaba el simple consumo y apreciación de las películas.
- ¿Qué ha hecho el cine clásico con mi vida? - declaré, rojo de indignación.
La cinefilia es una cosa muy bendita y también muy jodida, especialmente si germina en edades conflictivas, porque motiva tu visión del mundo y la consecuente frustración.
Creo que he hablado ya del brutal contraste entre las películas que veía cuando era adolescente - aquellos musicales de Minnelli, qué cosas fastuosas eran - y el vulgar instituto donde estudiaba. Yo no me escapaba de clase a drogarme; me iba a casa a meterme el chute de Cine Club.


El hecho de que fuera clásico implica la visión clásica que he tenido de la vida. Mis expectativas han sido clásicas, mis sentimientos también lo son. Cuando me hice mayor, tuve que entender que ese chico que se aproxima no tiene por qué encerrar una historia de amor, ni por qué significar nada. Ni siquiera va a tener un final. Y, sobre todo, la chispa de la conversación no estará asegurada.
Cuando era más joven, pedía el corte clásico y pensaba que aquel que he conocido y me ha sonreído era el personaje que faltaba en mi historia.
Así me lo contaron las películas, así me lo creí.


He oído muchas opiniones contrarias al cine clásico, tanto de conversos como de simples detractores. Un profesor mío me calificó de "cinéfilo asqueroso", arguyendo que lo mío era una enfermedad que él también había padecido. Es hora de derribar los mitos aprendidos, me dijo, y acercarse a lo nuevo. Que jodan al Gran Gatsby y a Margarita Gautier, concluyó.
También he escuchado ataques a su antigüedad en todos los sentidos, tanto técnica como moral, y soporté a una tipeja que afirmó que todo eso era "arqueología del cine". La gente es especialmente palurda cuando despacha con una sola frase, sí.
Cierto es que el cine clásico tiene sus limitaciones, tanto en su tiempo como en este. Y muchas veces me pregunto donde empieza la fascinación por su plástica y empieza la apreciación por su calidad. Oh, amigo, tiene ambas cosas, por eso es tan bueno. Y, en sus limitaciones, se encuentran también sus virtudes: su rudimentariedad es lo que lo hizo más expresivo y su censura aseguró su sofisticación.
No es modélico en muchos aspectos y odio cuando Hollywood intenta remedarlo, estilo "El Paciente Inglés", "War Horse" y todas esas atrocidades que niegan la Historia del Cine y encima las premian.
El cine añejo guarda muchas lecciones perdidas, pero es irrepetible. Hay que verlo, no emularlo.
Es también un error tacharlo de candoroso, de inofensivo, de artesanal, de correcto. La verdad es que no todo el cine clásico es clásico.


Muchas de las grandes películas son manieristas, barrocas, extrañas, inclasificables. Son de la época en que no se paraba de producir y se colaban las anomalías, las cosas raras, las sutiles subversiones, los estallidos de genialidad. No todas son cómodas, ni idealistas.
Al respecto, el otro día vi una serie B llamada "Black Angel" . Oh, Dios, qué película tan desoladora.
Creí morir de tristeza al final y sin necesidad de un golpe de impacto. Sólo con una simple y elocuente imagen, donde toda la historia cobraba su pesimista, hermoso significado.


Y muchas películas de los ayeres se arriesgan y caen en el ridículo. 
Esto último está en relación con lo que arguía un periodista de The New York Times en un impecable artículo sobre las interpretaciones femeninas de hoy en día, esas que buscan el Oscar. Ninguna se entrega al melodrama - definido por el cronista como "la hermosura del exceso" y "la tragedia doméstica" - y todas se quedan en un término medio y abotargado, ese que los pedantes aplauden y consideran meritorio.
El Hollywood actual teme ese exceso en sus dramas. Antes, se relamía y se rebozaba de gusto en él.


Dos cosas son inmensamente valorables del celuloide antediluviano. 
En primer lugar, la búsqueda de la factura, que hoy es inconcebible. Las películas contemporáneas son lujosas, pueden ser buenas, pero todas tienen fallos y hay demasiadas que naufragan en sus intenciones. Podrían ser mejores.
En el cine clásico, las películas estaban hechas con la voluntad de que no pudieran ser mejores. Es la continua búsqueda de la excelencia, nivel obsesión.
Y, en segundo lugar, pero no menos importante, la duración. Hoy, dos horas y media de metraje y ya me verá usted la cara de desmoralizado. Antes, en noventa minutos, el mundo.


Generalizo y divago, como siempre. Si hay una lección que aprendí bien es esa de que hay cine bueno, malo y regular en todas las épocas. Hay clásicos que están sobrevalorados, sin duda.
Pero el atractivo de esa época arcana parece inmarchitable y más contundente que el de ninguna otra. Renegué tres veces como San Pedro y volví a él, tirado en el suelo, pidiendo perdón, deslumbrado ante su magnificencia. Ahora, que ya me considero con un gusto particular, a salvo de profesores y de opiniones ajenas, digo sí. Una y mil veces. Es grande, es sabio, es bello.
Y, todavía me pregunto, ¿por qué la hipnosis? Empiezan y ya estoy clavado con su simple impronta, con la primera nota de sus bandas sonoras, con el cigarrillo que enciende Joan Bennett.
¿Será porque son cosas viejas? De hecho, muchos títulos emblemáticos de los ochenta están adquiriendo ahora una prestancia que no tenían en su momento de estreno. Considerada la primera época de decadencia del cine comercial, sus más genuinos productos lucen mejor con unos años encima. ¿Es acaso eso de que el tiempo cura y mejora?
Lo dicho: corte clásico.
Siempre me gustó lo viejo, lo reconozco. De hecho, me gustan los hombres mayores que yo, como regla general. Y he estado con algunos muy mayores. ¿Será por qué quizá sabían quién fue Judy Garland?
- Porque me gustan así, cojones. Las películas, los hombres, la vida. Clásicos, bonitos, bien hechos, buenos - dije para concluir la discusión y cerré con un portazo.
Ahora el cine clásico no es sólo el pasado del cine, sino también el mío. Son las películas que vi hace mucho tiempo, que están relacionadas con mis primeros años de existencia. Entonces ya eran viejas. Para mí, adquieren otro grado de vejez, otro toque de memoria. Son otro pasado distinto a su propio pasado.
Sus escenarios, sus músicas, sus actores. A ti también te gustan y te atraen profundamente, lo sé. Tyrone Power era el más taquillero para tu abuela y, ochenta años después, ha protagonizado uno de los post más leídos de los últimos tiempos en "IAV".


- ¿Cómo quiere que le corte el pelo?
- Con ese romanticismo elegante, con esas imágenes de sombras y luces, con esos objetos que adquieren discurso, con ese mundo donde se nota el decorado y aún así emocionarse hasta la lágrima es increíblemente fácil.
Ahora el cine clásico es más que el gusto por lo desfasado, ese que había que superar, defender o criticar hace un par de décadas. 
Hoy está el doble de lejano y, por tanto, habla de una civilización perdida en el tiempo. Muchas de sus películas cobran auténticas capacidades alucinatorias: son un verdadero what the fuck.
A la vez, es curiosa su vigencia. O la simple prueba de que la Historia y las historias se repiten. Puede usted mirar una comedia de los años treinta y entender que lo que vivimos hoy ya sucedió una noche.
¿Recomiendo el cine clásico? Sí, por favor. Ya no hacen ciclos en la televisión y las generaciones venideras lo desconocen, qué fatal.
Así, que habrá que volver a él. En palabras e imágenes, en imitaciones a la vida y terceros secretos.
Se me está poniendo cara de juglar. Pero qué menos que soltar mis brotes psicocinéfilos y, por el camino de la locura, divulgar la belleza de lo que nunca muere.

No hay comentarios:

Publicar un comentario