lunes, 12 de enero de 2015

Clase y Horterez


Sabe usted bien de mi amor por los melodramas clásicos y la vertebral importancia que han tenido en mi vida. De algún modo, la reflejan y la cuentan, por lo que expresan abiertamente, por lo que significan de manera implícita o por las actitudes que se transfieren. ¿Era yo melodramático o me hice melodramático de tanto verlos? Ambas respuestas son correctas. 
El otro día me puse un título esencial que, a pesar de recordar a la perfección, sólo lo había visto en una ocasión. 
Hablo de "Stella Dallas", dirigido por King Vidor, allá por 1937. 
La película debe la mayor parte de su atractivo a la interpretación de Barbara Stanwyck; Stella Dallas es uno de sus mejores papeles, su personal favorito y muy decisivo en su mitificación. 


"Stella Dallas" es un cuento de maternidad y sacrificio, temas clave en los dramas para mujeres, y como en los más crueles y potentes, al final, no quedan pañuelos. Es una película muy lacrimógena; quizá por eso, sólo la había visto una vez. Hay que ir preparado.
La protagonista es una mujer de clase obrera que tiene una hija tan encantadora que es recibida en los círculos de la alta sociedad. Stella Dallas pronto se convierte en un obstáculo para la ascensión de su querida hijita por una cuestión de forma: es una señora estridente y de gustos pretenciosos que no tiene la más mínima clase.
En una escena clave, Stella se pasea en medio del country club vestida poco menos que como un árbol de Navidad. Los amigos de la hija se ríen de ella, sin saber quién es. Y la hija, avergonzada, sale corriendo de la cafetería sin ser vista por la basta de su madre.
Finalmente, Stella se enterará de la opinión de la aristocracia sobre su aspecto, mientras la película la representa cada vez más vulgar, más sobrevestida y sobremaquillada, manifestando su inadecuación de una manera progresiva.
La hortera tiene que dejar paso. Su hija pasa la puerta giratoria, pero ella no puede acceder a lo selecto, a lo elevado, porque, sencillamente, no es fina ni tiene la necesaria educación.


La pobre Stella Dallas no conocía la máxima de la elegancia - "menos es más" - y tampoco estaba enterada de otras lecciones de la separación social más efectiva de todas: la que diferencia a los que son refinados de los que no lo son. 
Es el clasismo en su máxima expresión, porque dicta que, aunque tenga usted dinero e intención, nunca traspasará la puerta. Jamás dejará de ser lo que fue. Y cuanto más lo ambicione y se le vea el plumero, más persona de mal gusto será. 
La concepción popular de la horterez nace del fenómeno del nuevorriquismo. Los "nuevos ricos" son detectados enseguida como despilfarradores, ostentosos y con ademanes de pretensión. 
En realidad, es la opinión que las familias ricas de toda la vida tienen reservada para los recién llegados, aquellos que mirarán con lupa y quizá nunca acepten en sus filas, pese a mantener negocios con ellos e incluso aunque los dichos advenedizos estén más forrados.


El dinero no toma las riendas en esa apreciación; lo toma el sentido de la clase. 
En los años formativos de Estados Unidos, ese cerrar de puertas está presente en el espíritu de muchas sagas. 
Un caso real es Molly Brown, la campesina que descubrió un filón de oro en sus tierras y se hizo multimillonaria de la noche a la mañana. 
Repudiada en la alta sociedad internacional por su campechanía y falta de modales refinados, Molly es el emblema de la enriquecida inasimilable.


En "El Gran Gatsby", el héroe de la historia es un nuevo rico y toda la historia es una metáfora de la imposibilidad de traspasar unas puertas, incluso con todo el dinero del mundo. Los Buchanan rechazan su traje rosa y su sentimentalismo. Ellos son la aristocracia, el reducto de la dominación británica, aún presente en los años de las meteóricas fortunas americanas, que proporcionaba el oro, el petróleo o el contrabando de licores.
Esa oposición entre los viejos fortunones y los nuevos billetes es también la oposición entre el Viejo Continente, entendido como fino, culto e historiado, frente al Nuevo, que es básico, cursi y habla como si mascara un eterno chicle.


Así pues el kitsch. Hay gente que no sabe de estilo ni sabrá nunca, dicen las reglas del protocolo, de la educación y de todo lo que significa sentarse a la mesa como si se tuviera un palo por el culo. 
Hay gente que sólo se pone más abalorios babilónicos encima, como Stella Dallas, y, cuando abre la boca, deja en evidencia lo que ya sospechábamos: es un hortera.
Y la separación social pervive, lógicamente, cuando no hay dinero de por medio. Y lo ha hecho históricamente entre blancos y demás etnias, entre barrios altos y barrios bajos, entre universitarios e iletrados, entre norteños y sureños, entre urbanitas y pueblerinos. 
Es usted un basto, porque no sabe hablar, porque grita mucho, porque no se ha leído un libro en su vida, porque acaba de agarrar un palo y se aproxima hacia mí.


La huida de la horterez y la bastez cuenta la historia de muchas sociedades. Sin ir más lejos, aquí en mi tierra, hay un término para definir a la gente cafre: magos. 
No tiene nada que ver con los señores que hacen magia y supongo que, lingüística mediante, será una derivación de "majos". 
En principio, era la manera de nombrar a la gente del campo. Ahora, cuando te dicen "mago" es aludir a lo poco fino que eres, desde los rústicos rasgos faciales que tienes hasta las ocasionales patadas al diccionario que propinas. 
Todos huimos de parecer magos por estas latitudes del mismo modo que siempre terminamos haciendo alguna magada. 


Es la misma fuga de la entera civilización: escapar de la barbarie y de todo lo que recuerda a ella. De manera profunda, es la pugna entre lo que aspiramos a ser y lo que dejamos atrás. 
Volviendo al melodrama, otro que plantea esa lucha y lo hace con madre doliente de por medio es, por supuesto, "Imitación A La Vida". 
Cargado además con el potente tema de la raza - la madre de Sarah Jane la entorpece porque es negra -, la maternidad tiene una simbología propia: la mamá es la tierra, esa que nos atrapa en nuestra necesidad continua de elevarnos, de trascender nuestra condición de animales. 


La finura como coto privado de los sueños explica gran parte de nuestro encanto por la ficción. Al menos, por un tipo de ella. 
La elegancia ultrarefinada se llama glamour, porque motiva la hipnosis en su mezcla privada de perfección y distinción. Así, soñamos con universos glamourosos, donde todo es elevado y deseable.
El cine clásico de Hollywood debe su propia glamourización a eso de la clase, la continua sensación de riqueza, la nula ofensa estética y el saber estar. 


Es curioso que se autodefina como elegante cuando, en su propia esencia, es infinitamente kitsch
Sus mismas estrellas eran nuevos ricos - Barbara Stanwyck era una niña pobre de Brooklyn, sin ir más lejos - y toda la opulencia, temas y temores de las películas que producían era genuinamente norteamericanas. 
Por ejemplo, esos melodramas, comedias, musicales y thrillers concuerdan e insisten, una y otra vez, que el enriquecimiento material no trae la felicidad.
¿Era acaso la lección moral que se recordaban a sí mismos?


Cuando era adolescente y veía esas películas, me las creía y las vivía muy intensamente. Lo peor es el contraste tan brutal que se producía con la realidad que me rodeaba. En realidad, todavía sucede.
Es la voluntad de querer vivir en un mundo donde la gente sea delicada y, además, buena. 
Está claro que son posturas irreconciliables en más ocasiones de las deseadas y tanto aristócratas como brutos gustan de intercambiarse los papeles, especialmente los peores. Y las líneas son difusas. Cada vez más.
Pero yo buscaba seres como los que salían en las películas: con sentido del humor, con frases justas y con ojos dispuestos a enamorarse. La gente fina ideal, con la clase suficiente para decir I love you en el momento preciso.
Sé de muchos que buscan a esa gente. Cuando emigran a países del Norte, cuando viajan a las ciudades, cuando se hacen pasar por blancos, cuando aprenden modales o cuando se casan con gente importante. Sé también que muy pocos la encuentran, porque no existen los finos de I love you. Al menos, no existe una sociedad que sea fina de I love you
Sólo seres disgregados, de esos que se creen las películas y sueñan con imitarlas a la vida. 
La única solución es seguir llamándonos en la oscuridad, aunque teniendo presente que todos hacemos caca, todos tenemos legañas en los ojos y todos cambiamos de opinión, podemos ser crueles y nunca poseemos la fase precisa y refinada para terminar una chispeante conversación. 
También dicen que decir I love you no es tan importante.


Probablemente, si saliera a la calle y dijera: "¡Oh, amo esta ciudad, ¡es divina! ¡la amo!" y, acto seguido, me pusiera a bailar cual Gene Kelly, la gente miraría con pasmo para luego decir: "Ya se emocionó el muy basto". 
También lo dirían si me observaran con unos escrupulosos modales en la mesa, acudiendo a eventos vestido de pulcros trajes de chaqueta o dirigiéndome a todo el mundo con palabras entresacadas de un poemario.
La finura es lo que todos quieren y, a la vez, tanto critican en los demás, especialmente cuando la ven como una presunción que ajusticiar.


Recuerdo ahora un profesor de la Universidad. Él se hacía un señor muy intelectual y un tanto arrogante, lo que motivaba que ciertas compañeras de clase se enfureciesen y mencionasen un pasado no tan elevado. "Su hermana es poco menos que una terrorista y él se limpió la boca del pan con aceite antes de ayer".
No hay nada como echar abajo, sí. Es la única explicación a las coordenadas diferenciales entre finura y horterez. Eres el más paleto, ¡léete un libro! Te haces el lord inglés, ¡bájate del caballo! 
Como vivimos en tiempos irreverentes, lo hortera y lo basto han encontrado diariamente su vindicación en todas las formas posibles. 
Desde el descubrimiento de lo estridente hasta la proliferación de fusiones musicales, para conectar con el público que adora el glamour, pero lo quiere aleado con ostentación, formas brutas e impactantes y sonidos directos y viscerales. 
Explíquese así el éxito de Jennifer Lopez o del reggaetón, que van derechos a la gente que no puede ser fina ni intentándolo. 
En realidad, hay algo honroso en ese triunfo: es la tan esperada venganza de Molly Brown.


Todavía nos aferramos a la verdad: por mucho que implique una diferencia social injusta y brutal, es mejor ser educado que ser bruto. Es mejor leer un libro que darle patadas a un balón. Y es mejor hablar con serenidad que estar dando becerridos desde que usted se levante hasta que se acueste.
Muchas veces he intentado relacionarme con gente, digamos, poco cultivada y salgo más escaldado que Viridiana. 
Qué cruel es la existencia social. Tal como si fueran Stella Dallas, ¿hay que apartar a los brutos de nuestros sueños?


Quizá el problema no esté en los modales. 
Puede usted ser mi amigo si no sabe agarrar la cuchara, si se chupa los dedos o si dice "pograma". Y puede usted ser mi enemigo si es primo de Emma Thompson, está leído y entendido en cinco idiomas, doscientos másters y trescientas cucharadas de caviar y es el hijo de puta más grande que ha conocido televisor.
Pero la vertiente básica es la ignorancia. Los brutos no son brutos por ser brutos, sino porque son ignorantes. Y los finos pueden ser los más brutos de todos cuando no han aprendido ninguna de las lecciones de sus selectos colegios.
La ignorancia no pasa por los libros que se han leído ni por los estudios que se han podido superar, sino en el provecho mental que se saca de las experiencias. La ignorancia se cura con el aprendizaje de los errores. Con un "menos es más" interior. Léase un libro de estilo, pero que sea bueno.
Es la ignorancia lo que destruye las cosas particularmente hermosas de la vida: lo que es fino de verdad y lo que es bruto de manera enternecedora. 
Tengamos clase y seamos horteras hoy, my friend. Seamos como nuestras madres o todo lo contrario.
Seamos lo que seamos, déjeme ahora que me tire un pedo, por favor, y enseguida hablamos de amor. 

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