miércoles, 8 de enero de 2014

Las Estrellas y El Cine


Estamos solos ante las películas. Incluso aunque acudamos al cine en compañía, nuestros ojos se dirigen de manera solitaria hacia lo que ocurre en la pantalla. Individualizamos la experiencia, individualizamos la película. 
El viaje del cine es nuestro viaje a través del rostro del protagonista, aquel con quien nos identificamos. Si ya lo conocemos, si vivimos una aventura similar con él, si lo amamos, la identificación será inmediata.
La cultura del rostro es la cultura de las estrellas, esas que parecen mejores que nosotros, que tienen vidas tan veleidosas como aquellas que protagonizan y de las que cuesta separar sus interpretaciones de su propia existencia. 

Marilyn Monroe

Las estrellas son estrategia y atracción del cine desde sus orígenes. Son los nombres encima del título, la marca comercial y la irrupción del insospechado it, que consigue que gente lejana e improbable sea más adorada que la mayoría de las personas que vemos a diario.
Las estrellas se entienden como dioses, más en otros tiempos que hoy, pero permanece esa fe ciega en esas personalidades, en sus beneficios, en el calor que proporcionan. 
Las estrellas, aunque sufran y caigan en desgracia, parecen a salvo de todo mal, porque sólo haber sido estrella significa imponerse sobre la vida misma y consagrarse como un deslumbrante desafío a Dios.
El cine no fue el primer creador de las estrellas, porque las artes escénicas conocían bien de la atracción que suscitan esa clase de personalidades.
Sin embargo, sería el cinematógrafo quien inaugurara toda una época de locura por la celebridad, el glamour, la fama y la interpretación.
A lo largo del siglo XX, los actores, mal vistos por la buena sociedad y auténticos parias en tiempos pretéritos, pasarían a convertirse en las criaturas más insensatamente amadas, aplaudidas y mitificadas de la Historia de la humanidad.


Los estudios hollywoodienses desplegaron recetas de estrellización y muchos actores célebres fueron meras creaciones, aunque siempre hubo espacio para la sorpresa, eso que define el éxito de un actor por encima de otros.
Ni la belleza ni la juventud son decisivas, aunque sí incrementan la pasión por la estrella, al conectar directamente con la hormonalidad ajena. Aún así, muchos actores nada agraciados han sido estrellas, y grandes guapos jamás lo fueron.
El carisma tampoco es determinante, ni por supuesto el talento. Hay estrellas que han sido unas estatuas de mármol, donde la responsabilidad del glamour estaba más en el director de fotografía que en el rostro retratado.
Desde el cine mudo hasta la actualidad, las estrellas de cine se han sucedido en distintos modos de producción.
En todo momento, los actores se señalan como los responsables del éxito y fracaso de las películas y suelen hablar de ellas en las entrevistas y los making-of como si las hubiesen escrito y realizado ellos mismos. Son la cara, a la que se atribuye todo ese laborioso proceso fílmico que queda en el envés.
La repetición y la especialización en un registro es muy propio de las estrellas, especialmente las del Hollywood clásico. A efectos prácticos, hacen la misma película una y otra vez, cambiando lo suficiente y dejando que el actor haga lo que hizo antes, porque es lo que esperan sus admiradores.
Pero también se jugó a la inversa y cambiar el registro se vestía de acontecimiento. Así, la siempre trágica Greta Garbo se dio un paseo de excepción por la comedia y la publicidad insistía que "Garbo ríe".
¿El resultado? "Ninotchka" fue el mayor éxito de su carrera.


Otras estrellas se sustentan en esas continuas redirecciones, a fuerza de camaleonismo y el "más difícil todavía", y el público reacciona cuando oye que ahora Marlon Brando será Emiliano Zapata o Meryl Streep cantará y bailará en su próxima película.
¿Qué se necesita para ser una estrella? El momento preciso, la época de furia, la originalidad y la capacidad de despertar una emoción, cualquiera que sea.
Lágrimas, risa, sexo, amor, odio, fascinación y quién sabe.

Clark Gable y Claudette Colbert en "Sucedió Una Noche"

La llamada "primera estrella de cine" se llamó Florence Lawrence. Fue primitiva ocasión donde el público identificó a la "chica de la Biograph" en una serie de películas y también iniciática vez en que los medios de comunicación tuvieron efecto en la manipulación y la popularización, dos claves para sustentar la celebridad.
Así, el productor Carl Laemmle difundía que Florence había muerto atropellada como embuste y luego la hacía aparecer rediviva en su siguiente película para delirio del público. Un delirio que también sería exagerado al día siguiente en la prensa. 
Se jugaba con esa ecuación precisa. La promoción, la mística y la sorpresa, tres golpes esenciales para atraer la atención sobre una estrella de cine y renovarla ad eternum.
La vida privada de las estrellas comenzó a entrar en juego desde los astros del cine mudo y las tragedias fueron más impactantes que sus logros artísticos.
La misma Florence Lawrence moriría pronto y arruinada, por esa especie de cruel justicia poética de que aquel que llega a lo más alto cae con peor fuerza.

Florence Lawrence

En el cine mudo, destaca Rudolph Valentino por emblemático: era exótico, inalcanzable, de aspecto patricio, terriblemente sexy y a cuya leyenda se adosó una biografía inventada. 
Pero sería su muerte el hecho que demostró el alcance de la mitomanía de la nación por los astros del cine; el funeral devino en cabalgata y las lágrimas de los que lo conocían no tuvieron comparación con aquellas que se suicidaron de la pena, a pesar de que nunca lo vieron en persona.

El funeral de Valentino

La transferencia de emociones es esencial para entender la mitomanía. Es es nuestras carencias donde se proyecta la fascinación por los seres del cine. ¿Son más bellos, más exitosos, más simpáticos? Más bien, las estrellas miran el mundo por nosotros, con arrojo, sin vergüenza.
Dicen lo que no nos atrevemos a expresar e interpretan lo que soñaríamos con hacer, desde aplastarle las uvas en la cara a Mae Clarke hasta darle un beso a Clark Gable.


Las revistas de cine animaron y depositaron la sed por saber de las estrellas. Desde entonces, ya había grupos de fans, actores más favoritos que otros, listas de taquilleros, cotilleos malintencionados y romances amañados. 
Fue el caso de Janet Gaynor y Charles Farrell, que se enamoraban tan maravillosamente en "El Séptimo Cielo", que, además de reaparecer juntos en doce películas parecidas, se vendió que mantenían una relación sentimental en la vida real. 
Es la ilusión de que aquellos que dejamos juntos tras el "The End" feliz y ficticio lo están también en nuestro universo.

Charles Farrell y Janet Gaynor

El estrellismo dio con fuerza en el cine sonoro, la Depresión y las corrientes genéricas del cine norteamericano, donde caras quedaban asociadas a sensaciones.
La Metro Goldwyn Mayer contrató a tal número de estrellas, que desperdiciaba a la mayoría. Era ese cajón desastre donde cabían Fred Astaire, Greta Garbo, Judy Garland o el perro Lassie.
La genuinidad fue el asunto a perseguir y los años desfavorables sólo incrementaron el encuentro entre espectador y actor famoso como una cuestión íntima, ese lazo invisible. Las películas estaban protagonizadas por nombres de renombre; el cine de marca por encima del cine anónimo. El público prefería reputación artística a sensación de credibilidad.
La dureza detrás del star-system parecía imposible a juzgar de tanto brillo, pero ahí se contaba por el mismo Hollywood en exposés como "Ha Nacido una Estrella" o "El Crepúsculo de los Dioses". Se descubría que las estrellas también estaban enamoradas de sus nombres y se convertían pronto en terribles monstruos vanidosos.

Gloria Swanson en "El Crepúsculo de los Dioses"

La fascinación creció, porque la cultura de las estrellas es también la cultura del exceso, esa que campa a sus anchas en la crónica rosa, negra y amarilla, que contó caprichos, retrasos, despidos, ostracismos y toda clase de enfermedades, adicciones, locuras, padecimientos y tormentas privadas.
Las estrellas, entendidas como patrimonio de la humanidad, se hicieron públicas dianas de opinión, y donde se depositó la necesidad de amor, también cayó la profunda envidia que se les tiene por sus éxitos. 
La tendencia de la mitomanía ha sido paradójicamente la desmitificación; desde los astros perfectos e intocables de otrora, los años cincuenta comenzaban a señalar a los actores de Hollywood como esos reyes en sus panales de rica miel, que pecaban y se salían con la suya.
El romance de Ingrid Bergman con Roberto Rossellini sería debatido en el Senado, un año de prensa se dedicó por entero a Elizabeth Taylor y Richard Burton, mientras fue de órdago el frotar de manos ante lo que se oía de Marlon Brando y sus arrebatos en "Rebelión a Bordo".

Marlon Brando en "Rebelión a Bordo"

Aunque muchos autores señalen a Hollywood como ese cine de estrellas, lo cierto es que todas las industrias fílmicas del mundo se fundamentan en el mismo atractivo del nombre, tanto por su pegada momentánea como en su durabilidad a lo largo del tiempo.
El cine indio no sería nada sin sus estrellas, algunas incansables, pero también directores de relevancia artística contaron con renombrados guapos del país o los hicieron estrellas en función de reutilizarlos. 

Alain Delon y Claudia Cardinale en "El Gatopardo"

Como en Hollywood, el rostro se decía esencial y la repetición, aquello con lo que volver a atraer a las audiencias.
La influencia de la belleza star-system hollywoodiense irrumpe de manera peculiar en el Extremo Oriente, donde muchos de sus actores más queridos son los que parecen más occidentales.

Tatsuya Nakadai

Sí es verdad que fue el cine internacional quien abrió las aguas para películas sin actores conocidos, esas que proporcionan mayor verosimilitud o, al menos, son las apropiadas cuando se quiere retratar la realidad. 
Pese a atender la lección extranjera con curiosidad, la maquinaria norteamericana aún se resiste a confeccionar una película sin un nombre con el que venderla. 

"América, América", raro ejemplo de película norteamericana sin estrellas

En casi un siglo de adoración por las estrellas del celuloide, ha habido espacio para aquellas que se resistían a serlo, como Katharine Hepburn, cuyo rechazo al glamour es lo que la hizo tan especial y, por tanto, tan estrella.
También hubo actores muy promocionados que jamás despertaron ningún tilín en las audiencias, como Merle Oberon, poco más que un adorno en películas de prestigio.

Merle Oberon

Los años cincuenta fueron primer caldo de las llamadas estrellas efímeras, cuya muerte prematura sólo incrementó una obsesión por sus figuras que se presta incansable. Entiéndase, por supuesto, Marilyn Monroe y James Dean.

James Dean

Y, en estos tiempos, hay espacio hasta para estrellas que no protagonizan un taquillazo desde hace décadas, como Sylvester Stallone, estrellas que no significan nada, como Jennifer Aniston o estrellas posmodernas, que expresan poco más que una apatía absoluta, como Ryan Gosling.

Ryan Gosling

El estrellismo jamás ha soportado un análisis serio y cualquiera que se sienta culto podría alegar que el cine sería mejor sin caras conocidas, repetidas y mantenidas en cirugía, pero sería una apreciación de cantamañanas, ni cierta ni justa.
Diremos, por ejemplo, que "Imitación A La Vida" merecería mayor respeto con una actriz anónima, sutil y de talento dramático reconocible. Probablemente, sin Lana Turner resultaría una película más creíble, pero ni la mitad de excitante. 
Es la presencia de la estrella en derroche y genuinidad la que proporciona una particular energía, prende al público desde su misma aparición y asocia su personaje con lo que sucede en su vida privada.
Todo un truco de emocionalidad inmediata y reencuentro sensitivo, más incierto y complicado de conseguir de lo que resulta a simpe vista.

John Gavin y Lana Turner en "Imitación A La Vida"

Se acusa muchas veces al estrellismo de ser un negocio sucio que instiga vanidad y atonta al público, pero se olvidan sus numerosos disfrutes y el hecho de que hace volver al cine. 
Y me consta que volver al cine siempre está bien. 

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