jueves, 24 de julio de 2014

Amor y Truvada


2014 quedará como la fecha en que todos acabamos en el manicomio que nos merecemos, aunque también será el año en que la humanidad dio un paso incalculable en la lucha contra ese virus que marcó a toda una generación.
Si usted está puesto en el tema, leerá ahora la palabra "Truvada" y reaccionará inmediatamente, entre la emoción y el escepticismo. 
Es la píldora que se recomienda como una excelente medida preventiva al contagio del VIH. 
Funciona, dicen, y se recomienda para altos riesgos, mientras advierten que, con Truvada, se necesita la responsabilidad de un tratamiento.
- Y eso es pedir. - pensarán muchos.


Además de la lenta, aunque considerable popularización de Truvada, la Conferencia Mundial del Sida celebrada en Melbourne anunciaba, hace dos días, que un grupo de científicos ha conseguido identificar las células en las que se oculta el virus y expulsarlo de ellas. 
La solución la ha dado un viejo medicamento contra el cáncer llamado Romidepsin. Es la llave para la vacuna, es la manera de que ni siquiera haga falta curarlo. Todavía queda trecho, pero, congratúlate y tira los cohetes: ese motherfucker tiene los días contados.
Desafortunadamente, unas eminencias de la investigación contra la inmunodeficiencia adquirida que se dirigían a esta Conferencia perecieron en el avión derribado sobre Ucrania - ¿y quién tuvo la culpa? ¡el de siempre! -, y se cuenta que los fallecidos tenían más llaves, más claves, más senderos.
El mundo es así. Da un paso de gigante, mientras sigue demostrando que es un lugar lleno de peligros, donde no se salva nadie. Mañana puedes morir injusta, tonta y aleatoriamente, así que amor y Truvada. 
- Como si no hubiera mañana. - dije, cantando.
¿Nuestra reacción básica a la definitiva profilaxis y la posible cura? ¡Ya podemos follar todo lo que queramos y sin látex!
Para no ir derechos al Infierno por nuestra frivolidad, recuerdo que esta solución es un milagro, no sólo para la sex life de los habitantes del Primer Mundo, sino también, y sobre todo, para aspirar a aplacar la terrible pandemia que representa el SIDA en los países subdesarrollados. 
Hasta aquí, mis buenas intenciones. Vayamos a nuestro grano. 
¿La noticia cambiará la vida sexual de nosotros, los homosexuales, los dandys del amor? ¿Cambiará la mía? ¿Cambiará la tuya? 


Yo nací en 1981, el año donde empezó. 
Breves notas de prensa aseguraban que una serie de caballeros estadounidenses eran detectados de un raro cáncer que los devastaba por completo. Cayeron como moscas y el problema tardó un tiempo valiosísimo en ser siquiera escuchado por los grandes poderes, mientras corría rampante por las calles y por la ignorancia.
Qué terrible debió ser esa indefensión, pero también la sensación última de muchos homosexuales en aquellos tiempos, donde la cosa no estaba ni la mitad de aceptada, donde la culpa aparecía generosa en sus psiques y podían pensar, antes de fallecer, en su lecho febril, que morían porque eran maricas, porque lo habían hecho mal, porque Dios les había castigado.
El mismo Dios del reconocido mal gusto.


Yo crecí en la época de películas que decían que meter la polla acarreaba problemas, llámese "Atracción Fatal" o "Instinto Básico". El sexo era peligroso, daba miedo y excitaba más que nunca. La liberación trajo la contrapartida del látex, aunque fue el camino para su debate.
 - Quiero tu amor esta noche - susurraban las eufemísticas canciones de la radio. 
"Póntelo. Pónselo", rezaban los eslóganes, mientras las cámaras registraban la imagen imborrable, trágica de Freddie Mercury en la cama de su últimos días.
Yo me creí el "póntelo, pónselo" y, desde púber, decidí que el día que follara o me follaran debía ser mediante un velo de protección. 
- Aquí no entra nadie sin casco,.
Era lo lógico, porque lógico es evitar la enfermedad y la muerte. Años más tarde, descubrí que dos más dos no son cuatro.
Entre lo más chocante que he entresacado de mis experiencias sexuales, está la verdad de la cantidad de muchachos y señores a los que hay que recordar el asunto del condón. 
Porque muchos lo olvidan, otros se hacen los longuis y hay más de uno que se niega en redondo. Sé que si eres homosexual y has tenido suficiente kilometraje, ahora estarás asintiendo con la cabeza.
La necesidad del sexo seguro se ha entendido a la perfección, pero su aplicación ha sido errática. 
- Ande yo caliente, no me recuerde de la muerte.


No hay mejor ejemplo de los bandazos en el tema que lo acontecido en la pornografía homosexual.
Desde principios de los noventa, la cantidad de fallecimientos de actores porno gay obligó a una necesaria remodelación de la industria. Y, de paso, daban ejemplo. El porno gay folla con condón y no abre la boca para tragar el semen, escribiría usted en una tesis superficial. 
El bareback, que consiste en lo contrario, quedó en sórdidos márgenes y era ampliamente despreciado por la comunidad gay. Pero, desde hace unos años, es el que más se vende y crece. 
Grandes productoras se han lanzado al bareback, entre el albor de Truvada, la implicación de pruebas presuntamente infalibles y, sobre todo, la grave crisis del sector.
- Quiero ver una imitación a la vida, pero guarra - dicen los consumidores.
Preocupa siempre el ejemplo. ¿Verlo es querer recrearlo o sólo saciar la fantasía momentánea? 
- ¿Qué me dicen las nuevas generaciones? - pregunto mirando a ese público para quien los cuentos de terror del SIDA son una vieja historia inscrita en un pretérito libro.
Póntelo, pónselo, decían. Dije yo. 
- Ponte un condón, tío.
- Ay, es que te quiero echar ahí todo lo calentito.
Eso sí que es un pillow talk y no lo de Rock Hudson y Doris Day.


Seré sincero. Odio los condones, aunque los haya utilizado siempre. Pero los odio.
Durante mucho tiempo me identiqué como pasivo, porque todo lo que concierne a ponerse un preservativo me parece terriblemente aparatoso. 
No sé qué me dicen los caballeros de la sala, pero cuando servidor actúa como penetrador siente poco más que un cosquilleo y un terrible aburrimiento. No se siente nada, sólo el roce de un látex apretado.
- Póngaselo usted, ande, fólleme.
- ¿Y todo lo calentito? - pregunta la concurrencia.
Aquí no entra nadie sin casco, dije desde muy joven para afirmar mi condición de ser racional y responsable. Si cuento la verdad y nada más que la verdad, en cierta ocasión dejé que un doncel me entrara sin casco y, además, con toda la artillería. 
 - Lo conocía de otras ocasiones y habíamos estado muchas veces juntos. - confieso para buscar la justificación que no tiene.
Nos veíamos y era cómo si divisáramos un delicioso plato de comida que no podíamos esperar para devorar. Supongo que siempre he estado un poco enamorado de él. Él, según me contó una vez, también lo ha estado de mí. 
Hacía tiempo que no coincidíamos y, aquella noche, fuimos a mi casa, andando bien calientes, sin acordarnos de la muerte.
Este caballero era de los que hay que recordarles que se cubran la colita. Pero me dio igual en esa ocasión. Me hice el longuis por primera vez y lo dejé que me follara sin condón y se corriera dentro. Seré sincero: disfruté cada segundo.
- It was the heat of the moment - cantarían los Asia.
A los días siguientes, no disfruté ni un pelo, porque una culpa judeocristiana me invadió y de verdad creíame con todas las infecciones del libro. 
De tanto pensar y comerme la cabeza, llegué a asumir que era seropositivo. Lo sentía, aunque era incapaz de asumirlo ni de hacerme una prueba. Recuerdo que vi un capítulo de "Nip/Tuck" donde trataban el tema con todo morbo y no dormí esa noche. 
Al final, lo olvidé. Es lo que hacen todos: simplemente, lo olvidan.
Mi negación es mínima comparada con muchas cosas que he leído en los últimos años, desde esos pirados que niegan la existencia del virus hasta los que simplemente se entregan al sexo sin protección y, si se infectan, se medican y muy felizmente se reconocen. Supongo que quieren la entrega absoluta, eso que está directamente ligado con el deseo. 
Existen esas sociedades secretas, subterráneas, las mismas que aparecen en los vídeos bareback, entre adictos al sexo, locatis y kamikazes. Algunos están tan mal de la cabeza que buscan el virus, les excita acostarse con seropositivos y encuentran la emoción en el peligro.
Estos tomahawks de la vida son los que debieran tomar Truvada, aunque, como dicen los expertos, son los que menos asumirán la responsabilidad de un tratamiento.
- Ande yo caliente, no me recuerde de la muerte.
El recuerdo del deber choca con su intención del muy felizmente. Felizmente, aunque nadie, nadie, nadie quiere ni contagiarse ni mucho menos enfermar, diga lo que diga, esté el virus dominado o no.


El sexo es complicado, señores, hoy, ayer y anteayer.
El VIH es sólo una de las enfermedades de transmisión sexual que se pueden adquirir y el condón sigue siendo inexcusable, especialmente si quieres arrasar con el ganado masculino de tu localidad y también con el de la localidad vecina.
 - Promiscuidad, de tenerte en mis brazos. - rezaría el retuneado bolero. 
El otro día, leía a un caballero que confesaba que buscaba el amor entre sus múltiples compañeros de cama. Oh, qué identificado me sentí. 
Soy tan tonto que, hasta cuando me ligaba a un tipo por la calle, tenía la esperanza de que fuera el hombre de mi vida. Y fui tonto, y tonto, y tonto, una y otra vez. Cuando me creía aprendido y escarmentado, todavía lo fui. Aún lo soy.
¿Qué deseaba? Que acabaran las barreras, que se terminase la incomunicación, que el encuentro pasajero cobrara sentido sentimental, que pudiéramos follar sin velo, en plenitud. 
A veces, no sé si quiero un novio o persigo esa satisfacción de que, con compromiso de por medio, me lo puedo tirar a pelo, forever libre de plásticos intermediarios. 
O por el tiempo que dure dura, o en el caso de que esté dispuesto a fiarme del que me prometa fidelidad eterna. 
Qué rollo de existencia, de verdad.


Seré sincero. La irrupción de Truvada me preocupó. 
Más promiscuidad, menos romanticismo, relacioné de manera inevitable. 
Igual que las aplicaciones de los smartphones para encuentros sexuales han vaciado y condenado a muchos bares de ligoteo, he pensado que la píldora milagrosa mataría la posibilidad hasta de tener una simple conversación con un tipo.
- Truvada y ni al catre, aquí mismo, que ahora no mira nadie.
Comida rápida, mientras los que soñamos con exquisito y excepcional solomillo quedamos aún más atrás de la fila. 
Soy tan bobo que los árboles no me dejan ver el bosque.
- Todos no son iguales, Josito. Él no será igual. - me digo, me repito, me cago en la puta.
Soy tan iluso que he perdido mucha esperanza.
La promiscuidad que domina el ambiente gay me espantó hace milenios, cuando creía que la vida era tan fácil como ir a un bar, conocer a un chico y enamorarte. 
Estuve muchos años sin asumir esa realidad, para finalmente, hacer lo que hacemos muchos: lanzarme al maromeo y guardar la esperanza en la mesilla de noche. Más tarde, queda poco de una cosa y de otra. Lanzarse cuesta, la esperanza anda un tanto naftalínica.
Follar o no follar, ya no es tan importante. Es un accesorio, algo que hay que hacer de vez en cuando, da alegría, sube la autoestima, recuerda que estás vivo. Si eres como yo, hasta te hace latir el corazoncito y te recuerda cómo eres y cómo sigues siendo. 
La emoción se pierde, porque así es la vida, y, quizá por eso, muchos la intentan recuperar con la satisfacción de fantasías cada vez más enrevesadas. Descubren luego que no existe error mayor que doblegar una fantasía a la realidad.


Todavía, después de tanto andar por esas camas y esos corazones, me invade la duda. ¿Soy un reprimido? ¿O todo lo contrario? ¿Demasiado complejo? ¿O no lo suficientemente básico para disfrutar del sexo sin más, para tomar Truvada y entregarme, sin problemas, una vez más, a lo que sea, todo es bueno si está bien?
Qué complejidad truvesca la mía. No entiendo cómo muchos y muchas pueden separar sus emociones del folleteo con tanta facilidad.
- Esto es sólo sexo - aseguran.
Jamás he creído que sea sólo sexo, ni aunque no lleve a nada más. El folleteo es psicología, teatralidad, conflicto individual y necesidad de poner al revés lo que está derecho. La obsesión que despierta está precisamente en lo que a mí me da más pereza: su aparatosidad, su dificultad, su excepción. 
Follar es complicado hasta con apps. Follar era culposo en un tiempo, fue peligroso más tarde. Follar se agota en las parejas, se frustra en los que están solos. Todos se desviven por él, mientras otros lo apuntamos entre lo más granado de nuestras neuras. 
¿Lo hago bien? ¿Lo hago poco? ¿Lo hago demasiado? ¿Lo hago o no lo hago? Quien mucho lo practica, quien escaso lo ejercita, todos se hacen las mismas preguntas, mientras se miran en espejos de atractivo, sujetan cócteles en plena noche, soslayando los ojos para intuir si significan un apetitoso plato para alguien, entre las sombras, entre quien no conocemos. Porque el sexo es el misterio descubierto.
- Tú y yo, Truvada, esta noche.
En resumidas cuentas, hace tiempo que no echo un polvo y tengo que ponerle solución, porque no me hago más joven.


Así que esta noche te esperaré, en mi lecho de pecado, con los brazos cual faraón en su catafalco y una sobredosis de Truvada. 
- Oh, ironía, morí en el camino de la salud y la profilaxis.
Qué rollo de existencia.

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