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martes, 10 de septiembre de 2013

Misterios de Dana Andrews


A la luz de las sombras, Dana Andrews, reconocible hombre del Hollywood de los años cuarenta y cincuenta, vendría a representar una clase de héroe en sintonía a inquietudes nuevas, verdades dolorosas y guerras que habían terminado sólo para destrozar la calma.
En sus interpretaciones más memorables, Dana irrumpía con el cigarrillo en los labios, mientras soltaba los diálogos como si le molestaran, insolente e indolente, ataviado de sombrero, pelo brillante y destello de reprimida neurosis.
Todo para contar al mundo la crónica de una impulsiva amargura.
Impulsiva amargura de los hombres desesperados, que vivían en ciudades nocturnas, sin conciliar el sueño y con un serio problema para controlar su agresividad.
Así era el referente que dio Dana a toda una generación. La de un hombre cuya actitud cínica era la fachada de un sufrimiento introvertido, vivido con el pudor emocional de los machos.


"No es difícil esconder emociones en pantalla, dado que lo he hecho toda mi vida", dijo Andrews.
Un actor vergonzosamente infravalorado, que jamás optó a ningún premio importante, Dana es de la raza de los intérpretes más exquisitos; minimalistas, intuitivos, seductores, hijos de la Garbo, que lo dicen todo con la voz, la mirada, los labios que aprietan sonrisa y los lacrimales que se niegan a humedecer más de la cuenta.


Dana fue también querido y demandado porque era guapo, guapísimo, con esos ojos fuertes y oscuros, esos labios finos y firmes y esa voz de duermevela como para lanzarte al dormitorio sólo por asociación.
De sensualidad avasallante, Dana Andrews era el saludo a una masculinidad sin ingredientes adicionales, como gustaban de construirse iconos varoniles en aquellos tiempos.
Y aunque se conocieron muchas de sus desgracias personales, Dana permaneció en el imaginario colectivo como un misterio en muchos sentidos.
Todavía hoy, la palabra "enigmático" sirve para definirlo.


Carver Dana Andrews había sido uno de los 13 hijos de un sacerdote baptista, y de Mississippi a Texas, se contaría la historia de esta familia a principios del siglo XX.
Fue durante la Depresión cuando Dana hizo las maletas, levantó el pulgar y las carreteras se decían favorables para su llegada a Los Ángeles.
Quería ser actor y así lo manifestaba mientras trabajaba en una gasolinera a las afueras de la gran ciudad.
La leyenda cuenta que fue su jefe quien creyó en el potencial de Dana y le prestó dinero para costearse estudios artísticos.


Diez años después, Dana Andrews firmaba un contrato con Samuel Goldwyn, si bien fue desaprovechado en un principio.
Fue, no obstante, bajo Goldwyn cuando obtendría un primer papel de notoriedad: el gángster Joe Lilac, novio peligroso de Barbara Stanwyck en "Bola de Fuego".
Aunque no era el simpático de la función, se puede intuir el principio de la importancia Dana, aunque sólo sea por el sombrero, el fijador y la pose chulesca.
Para verlo con el pelo suelto y ensortijado, rara vez fue aquella de "Incidente en Ox-Bow", película de tal impacto que lo lanzaría inmediatamente como actor de primera línea y favorito de la Fox, que lo compró a Goldwyn.
En "Incidente en Ox-Bow", Dana era una de las víctimas inocentes de un linchamiento en el Oeste.
Aunque protagonizada por Henry Fonda, tanto la temática como el personaje de Andrews quedaron con mayor decisión en la memoria.

"Incidente en Ox-Bow"

La Fox lo preparó a conciencia y sería a mediados de los cuarenta cuando Andrews obtendría una sucesión de papeles y éxitos ininterrumpidos.

Con Gene Tierney en "Laura"

Al público le encantaba verlo al lado de Gene Tierney, pero no podían imaginar cuánto les gustaría "Laura".
Dana era el detective MacPherson, que investiga el asesinato de la hermosa socialité y se queda dormido frente a su retrato, con la sospecha de que se ha enamorado de la occisa.
Tal mezcla de chic y fantasmagoria fue uno de los grandes éxitos de la época - aún maravillosa, imprescindible obra maestra -, y es la película donde Dana está de un guapo casi insoportable.
Se consolidaba su imagen canalla. Dana no era un bribón festivo-simplón al estilo Clark Gable, sino obedecía a una intentona más realista, más agria, más noir.

Como McPherson en "Laura"

En ese noir se sumergiría Dana con delectación, pero fue un drama postbélico el que motivó los más grandes aplausos.
Hasta para los reacios, nadie ha dudado nunca de que Andrews está soberbio en "Los Mejores Años de Nuestra Vida".
El brillante retrato de los hombres que vuelven a la guerra y se sienten tan inservibles como los desmantelados cazabombarderos dio pie a uno de los mayores esfuerzos de sinceridad del cine de entonces.
Dana fue una de las claves de la emotividad del resultado y es ridículo que su escena final en el avión no propiciase una nominación al Oscar.

Con Teresa Wright en "Los Mejores Años de Nuestra Vida"

Aún así, el mejor Dana Andrews, el que incorporó aquellos papeles para los que estaba destinado, fue cortesía de Otto Preminger. 
Más allá de "Laura", Dana incorporó al buscavidas de "Fallen Angel" y al policía que mata por accidente a un sospechoso en "Where The Sidewalk Ends".
Dos clásicos subestimados y las dos interpretaciones más meticulosas del actor.

"Where The Sidewalk Ends"

Se lo colocase al lado de Gene Tierney, Joan Crawford, Susan Hayward o Elizabeth Taylor, Dana no perdía ni el empuje de sus complejos personajes ni la capacidad de demostrar lo mejor de sí mismo, aunque los productores empezaron a preocuparse por su comportamiento detrás de las cámaras.
El alcohol era la respuesta y fue la condena a su carrera. Y a su físico, basta comparar "Laura" con "Más Allá de la Duda" para ver cómo, en poco más de diez años, su rostro se resintió de los excesos.
Se dijo que estuvo a punto de perder la vida al volante en más de una ocasión y, ante la triste evidencia, Hollywood lo condenó a la serie B a lo largo de los cincuenta.

"La Noche del Demonio"

Todavía fue requerido por Fritz Lang y Jacques Tourneur en títulos como "Mientras Nueva York Duerme", "Más Allá de la Duda" o "La Noche del Demonio", joyas en medio de la sensación de la ruina, de la verdad que aquello que había prometido en 1944 había terminado.
Dana prefirió dar voz a su problema. De hecho, fue una de las primeras personalidades que confesó su alcoholismo y vio en la publicidad de su adicción una buena manera de superarlo.


En los años sesenta, se le dio un voto de confianza cuando se le nombró director de la Screen Actors Guild, aunque ya había reemplazado la interpretación por una empresa inmobiliaria, que, según asegurara, le dio más dinero que toda su carrera en Hollywood.
Nunca abandonó las pantallas y se lo vería en apariciones televisivas, junto con alguna que otra película en los años siguientes, mientras uno de sus hermanos menores, Steve Forrest, ofrecía pelea en la profesión y se decía llamar Harrelson para la serie "S.W.A.T".
En los ochenta, el diagnóstico no ofrecía dudas y Dana ingresaba en un centro para enfermos de Alzheimer, allí donde olvidaría glorias y tristezas con la prisa del ocaso.
Fue donde murió, en 1992, a la edad de 83 años.


Restaron preguntas sobre quién fue, qué esperaba de la vida, cuál era el secreto detrás de su adicción - ni él se lo supo responder a sí mismo - y  qué había del verdadero Dana en los tipos que incorporaba en el cine.
Todos esos secretos que despierta un hombre de enigmas, gran ironía frente a la honestidad que parecía desprender con su presencia.
Conocer a Dana Andrews fue casi tal placer como es hoy redescubrirlo, entenderlo, calibrarlo, dejarse seducir por este smooth operator - tal y como lo definía Fredric March en "Los Mejores Años de Nuestra Vida" - y observar a un hombre emblema de ese género irrepetible como fue el oscuro y bello noir.
Para oscuro y bello, siempre Dana.

viernes, 16 de noviembre de 2012

"La Dama de Shanghai"


Hollywood siempre fue una piscina llena de tiburones en la que, más de una vez, el gran Orson Welles se atrevió a nadar contracorriente. 
El precio lo pagó con el propio ostracismo y la sucesión de obras incompletas, transformadas, cercenadas, a veces tristemente incomprendidas.
Pero bien se sabe que la película más frustrada de Orson es mejor que casi cualquier otra cosa en la vida.
Y un ejemplo perfecto es "La Dama de Shanghai", estrenada en 1947.


Su apariencia se mueve en los terrenos del cine negro de la época, virtuada de una complicada intriga criminal con mujer fatal y una mirada oscura hacia la existencia humana. 
Pero "La Dama de Shanghai" se valdrá de los recursos narrativos y estéticos del noir para construirse así misma como una obra sobre la locura.
Loca fue la película desde su concepción, iniciada según una anécdota muy divulgada en la historia de Hollywood.
Welles, falto de efectivo para completar una producción teatral, telefoneó a Harry Cohn, asegurándole que tenía en mente la adaptación de una novela negra. 
Orson no había leído dicha novela. Aquella sólo era una excusa para que el magnate de la Columbia le enviase dinero inmediatamente y así poder estrenar su obra. 
De vuelta a Hollywood, Orson debió cumplir con Cohn. Éste impuso como estrella a Rita Hayworth, por entonces en trámites de separación del propio Welles.

Orson Welles y Rita Hayworth

Cundió la expectación, pero el bizarro resultado desató la ira de la Columbia, sentenció el borrascoso matrimonio de sus protagonistas y significó, en definitiva, otra puerta cerrada más para el genio de "Ciudadano Kane".
"La Dama de Shanghai" se etiquetaba de desastre desde los que vieron su montaje original y, a petición expresa de Cohn, fue cortada y maquillada por la Columbia.
Estrenada un año después del término de su producción, se encontró con el fracaso comercial y la frialdad de la crítica. 
Volver a verla, entenderla y vindicarla se decía tarea pendiente de todos los cinéfilos, desde 1947 hasta hoy. 

Everett Sloane

Atendiendo al esquema básico del noir, "La Dama de Shanghai" cuenta una historia de amor fatal, que se imbrica en un mundo tan opulento como sórdido.
Welles interpreta a un marinero de origen irlandés, prendado de una bella rubia de dudosos orígenes, ahora casada con un siniestro abogado. 
Éste convence al marinero para que se una a su inenarrable séquito a bordo de un crucero.


En una escena clave, el protagonista observa anonadado los desprecios, las mentiras y el daño que se infrigen sus antagonistas y los compara con la locura de los tiburones que, ante el olor a sangre, se asesinan unos a otros.
Bajo la metáfora, se desarrolla el drama de "La Dama de Shanghai", donde todos mienten, se ponen trampas y se destruyen a dentelladas. 
El argumento, no obstante, es alienado por Welles que, impone su cámara, su mirada y su voz desde el primer momento.


Entre la inquietud y el distanciamiento, "La Dama de Shanghai" desecha pronto la coherencia, sumiéndose en su atmósfera atormentada y apocalíptica. 
Dos años después de la bomba atómica, los personajes de "La Dama de Shanghai" temen el Apocalipsis, sin saber que ni merecen tan digno final.
Como decíamos, cuenta la locura. Y cómo aparece conjugada con el amor, la sociedad, la codicia, el miedo o la destrucción mutua. 

Glenn Anders

Welles se precia en jugar a Brecht en las escenas del juicio, riéndose del morbo inherente al género criminal. 
Lo que está ocurriendo se contrapone a las vulgares emociones del público: las viejas que comentan la jugada, el que bosteza, el que no entiende, los que se ríen por cualquier motivo.
Del juicio al teatro chino, del teatro chino a un parque de atracciones.
Reforzando su carácter de pesadilla en el manicomio, la acción desemboca en una casa de la guasa, donde irrumpe el laberinto de espejos, suntuoso y fascinante clímax.

"Empiezo a estar harto de nosotros"

La falsedad de los personajes y sus mentiras se cuentan desde los distintos reflejos, que se van superponiendo unos a otros, entre el encuentro y el desencuentro, como tiburones majaretas ante la esquizofrenia de la muerte.
Pese al desencanto final, el andar de su personaje hacia mejores lugares parece indicar cierto optimismo: el despertar de la pesadilla, y la necesidad de olvidar en la medida de lo posible.
Parecía que Welles fuera como su personaje; ese extraño que había sido solicitado por los círculos de la aristocracia estadounidense, a la que viera llena de seres infelices y patéticos, desesperados por comprar su talento. 
Como el héroe de esta película, Welles los llamó tiburones, sufrió un día y se fue por la puerta al siguiente.


De las extravagancias de "La Dama de Shanghai", la que más indignó a Harry Cohn fue el look de Rita Hayworth. La sedosa melena pelirroja de Rita había sido cortada y teñida de rubio. 
Obedecía a un intento de vulgarizarla, incluso de afearla, en lo que se contó como una declaración de odio por parte de Welles. 
Quizá, también, como fruto de la envidia ante la belleza de su esposa.


Aún así, es uno de los grandes hallazgos de la película, porque la apariencia entre hermosa y barata de Rita refuerza la sensación de ambigüedad, de dualidad del personaje, romántico e hipócrita, sublime y estúpido. 
Y, de manera gradual, la bonita mujer del carruaje de la primera secuencia va degenerando hasta la fiera grotesca que se arrastra por el suelo en su última escena. 
En esta pieza visionaria, la verdad de un personaje se cuenta forzosamente a través de su artificialidad. 


"La Dama de Shanghai" suele verse como un barroco ejercicio de estilo o el borrador de algo que pudo ser mejor, pero podría decirse que es precisamente su condición de obra maldita y destrozada lo que refuerza su vibración pesadillesca. 
Y como toda pesadilla, "La Dama de Shanghai" es absurda, extraña, indescifrable, sensual, llena de poética. 


Si esta película no es una obra de arte, ¿qué lo es?