jueves, 21 de noviembre de 2013

El Amante de Los Hombres


Hoy voy a dar una noticia que parará los rotativos de la prensa internacional.
Me gustan los hombres, me encantan, los deseo a todas horas, descansaría mejor si pudiera saciarme de ellos. 
Qué notición. Seguro que te pilla desprevenido, en shock, deberás aceptarlo. Si mi madre pudo asimilarlo, tú también. 
Sé que no te lo esperabas. Después de tantos días del maromo, quedaban dudas, sí.


Si me dieran a elegir entre pasar una velada con el artista más inspirador de todos los tiempos, con la película favorita que aún no he visto, con la comida más suculenta del mundo, con la gente que me hará rico con mis escritos o, bien, con cualquier chico que pase en ese momento por la calle, yo elegiría lo último sin el menor asomo de duda.
Los hombres tienen la suficiente capacidad de fascinación en mí que hasta el simple hecho de contemplarlos sea doloroso. 
Cuando veo alguno que me gusta por la calle, he de apartar la mirada. Y, aunque tenga un tipo de hombre - ojos azules, moreno, pecho peludo, mayor que yo -, pese a que sea fan de los tíos buenos, en realidad, me gustan todos los hombres. Son pocos los que desperdiciaría. 
Y no me hace falta acostarme con ellos. Los persigo en mi imaginación y es ahí donde los hago míos. Donde respiro ese olor, la fragancia intoxicante de la que están hechos los sueños.


El sexo y el deseo son más que mis impulsos; calibran el grado de entusiasmo que tengo por la vida en ese instante, las ganas de conectar con los demás. Si no tengo ganas de follar, es probable que esté triste, deprimido o renegado del mundo. Soy feliz cuando estoy acompañado por un hombre y seguiré sonriendo cuando se marche.
Me encantan los hombres. Cómo están hechos, cómo huelen, cómo hablan, cómo miran, cómo les crece el pelo en el pecho, cómo tosen, cómo se suenan, cómo se ríen. 
Me encantan sus genitales y sus culos. Como dijo un amigo, me gustan tanto las pollas y los huevos que soy incapaz de entender cómo a alguien no pueden gustarle.


Yo, el amante de los hombres, los amé desde bien pequeño. 
Podría decir que los primeros fueron el príncipe de la Bella Durmiente o Christopher Reeve, pero hoy no hemos venido aquí a hablar de platonismos. Así que te contaré sobre el "masaje".
En realidad, fue una broma de niños, aunque jocosamente significativa. 
Yo tendría seis o siete años y apretaba las pichas de dos de mis compañeros, que se reían de mi ocurrencia, pero también parecían disfrutarla. El "masaje", donde sobaba por primera vez una polla ajena, fue mi primer peldaño como amante de los hombres. 
Oh, me avergonzaría de ese "masaje" con la culpa católica y heteronormativa que define la educación de este mundo, así que acercarse a los hombres y demostrar deseo por ellos fue cosa para emplazar a la imaginación secreta.
Desde que empecé a masturbarme, sólo pensaba en tíos buenos. Un pectoral, una axila peluda, Marky Mark sonriendo en calzoncillos, eso era suficiente para paja.
Oh, aquellos tiempos, qué fácil era erotizarse. 
Y aquella lujuria por lo masculino era también un secreto que no me contaba ni a mí mismo, cual disociación. Siempre pensando en machos para correrme y no era capaz de decirme la palabra "homosexual".


Pasó el tiempo y el amante de los hombres pudo, por fin, encamarse con otro amante de los hombres. Para ser sinceros, fue una decepción. Supongo que le pasa a toda la gente que ha visto demasiado porno: es ir a comprar el juguete y ver que no es tan glamouroso como lo contaba el anuncio.
Mis primeras veces terminé por considerar el sexo como algo demasiado oloroso y sucio. Tardaría en entender que esa es precisamente la gracia del asunto. Había contemplado tanto folleteo en pantalla e, irónicamente, no sabía lo más importante: se acude a él porque destruye nuestros protocolos, pone patas arriba lo que nos enseñaron, hace disfrutar de aquello que la civilización atribuye a la animalidad.
De todos los hombres con los que he estado, cuyo número debe pasar el centenar, he sentido verdaderamente a muy pocos, pero siempre he salido satisfecho, de un modo u otro. Malos rollos no recuerdo ninguno y, si me he arrepentido de estar con algún tío, ha sido porque el pobre era un orco de Mordor. 
En realidad, no tengo que rendir cuentas de nada en particular y me lo he pasado bien, sí. El sexo es divertido hasta cuando es incómodo y absurdo y, quien diga lo contrario, debería follar más.


Bien es cierto que es adictivo. Cuanto más lo haces, más quieres. Cuanto más lo practicas, más piensas que todavía te queda mucho por aprender de sus misterios. 
He tenido épocas en las que no pensaba en otra cosa. En mi caso clínico, se lee que nunca he disfrutado con los roces relámpago, estilo encuentros de Grindr, cuartos oscuros y demás esquizofrenias, por las que he pasado con más puntual curiosidad carriebradshawiana que auténtica necesidad sexual.
A mí me gusta el cortejo y el ligoteo de calidad. El quickie está muy lejos de la conexión buscada, vive a millas de mi deseo por los hombres. Me gusta besarlos, acostarme con ellos, abrazarlos, respirarlos, aunque no signifique nada.
Yo me bajo los pantalones como parte de una historia, no como consecuencia de un calentón súbito.
En mi libro de dulces pecados, se escribe que he hecho algún que otro trío y he participado en dos orgías.
Aunque la idea del sexo con muchos me entusiasma, su materialización se me ha revelado decepcionante por altamente estresante. Creo que soy demasiado vago para tanto ajetreo.
Al final, prefiero estar con uno, dedicarle toda mi atención, ¿para qué más?


Me encantan los hombres. A veces, miro a esos actores ideales de las películas y me descubro atontado, examinándolos de arriba abajo, se llamen Gary Cooper, Stephen Boyd, Franco Nero o Michael Fassbender.
- Qué bueno está, qué bueno está, qué bueno está - repito, como hipnotizado.
Me encantan los hombres, sí, pero es curioso lo lejos que estoy de muchos ellos, casi siempre. Lo poco que me relaciono de verdad con los que conozco. Las escasas aventuras sentimentales que he disfrutado. Las reservas que tengo hacia acercarme a los que realmente me gustan.
Porque los hombres me dan miedo. 
A la hora de la verdad, son el terreno inseguro, el pantano donde mis pies flaquean y terminan por hundirse. Me da pavor la opinión que se puedan formar sobre mí, el daño que sean capaces de infringirme, las negativas sorpresas que esconden. Que se descubran en el momento en que me descubran a mí. Los hombres son, en realidad, el espejo de mí mismo, porque yo también soy un hombre.
Como yo, pecan por omisión. 
Es lo que no hacemos lo que más desespera. Muchas mujeres se vuelven locas por eso; entre hombres, se trazan kilómetros de incomunicación, con las palabras no dichas, las piedrecillas nunca tiradas a la ventana, las llamadas teléfonicas jamás atendidas, los orgullos siempre antepuestos y la timidez triunfante.
El deseo, el temor y la frustración, unidas en traumática soga, de donde cuelga el suspense de nuestra vida. Quizá sea esa la gracia. Y lo que más me gusta sea lo que más debo comprender. Lo que contemplo con más ansia sea lo que tengo con mirar con más atención.
La noticia que parará los rotativos internacionales sería que este amante de los hombres debería, simplemente, amarlos mejor.

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