jueves, 14 de noviembre de 2013

Cuento de Vanidad


El protagonista de este cuento de vanidad despertó una mañana y vióse convertido en un gordo. Reaccionó con espanto y decidió ir al médico.
El protagonista de esta historia soy yo, porque consideróme con la vana cualidad de hablar de mí mismo mejor que nadie. ¿Lo vano del asunto? Más me vale que me ocurra algo interesante.
Así que aquella mañana me miré en el espejo y tenía el cuello tan hinchado como quien ha subido veinte kilos. En mi caso, de golpe y en el transcurso de una noche.
Fue la señal de mi enfermedad, pero yo sólo lo entendí como una aberración estética. Decidí cerrar las puertas, correr las cortinas, esconderme de las lunas reflectoras. 
Nadie, ni yo mismo, debía saber que mi belleza y juventud estaban en entredicho.


Pese a que me sentía mal y agotado desde hacía unos días, reconozco hoy, como presumido de pro, que sólo fui al médico cuando observé esa garganta disparatada, que achaqué entonces a unas amígdalas infectadas hasta el punto de comprometer los ganglios. 
Parecía como si un equipo de caracterización y maquillaje se hubiese ocupado de convertirme en el Profesor Chiflado, en Monica Geller de adolescente, en un señor mayor y triste, incapaz de reconocerse, incapaz de aceptar que el tiempo ha matado la belleza y se ha esfumado por el camino.
En Internet leí que había que tener mucho cuidado con las amigdalitis. Si las amígdalas se inflaman hasta el punto de tocarse entre ellas, estás a dos segundos de la asfixia. 
Abría la boca - otra vez frente al espejo, aunque sin mirarme el cuello - y no intuía más que la garganta enrojecida. No se tocaban. No iba a morir hoy.


Entré a la consulta de la doctora aquella tarde y, ante su pregunta, me quité la bufanda como quien desvela un terrible secreto. Ella miró, recetó lo habitual y dijo que, si seguía tal inflamación, volviera. Yo sólo pregunté cuándo iba a recuperar mi cuello.
- Por pura vanidad - añadí.
- En unos tres o cuatro días.
Durante los tres o cuatro días, soñé todas las noches con mi cuello recuperado, mi delgadez de vuelta. Y todas las mañanas cuando me despertaba, lo primero que hacía era correr hasta el espejo, para encontrarme al señor en el que me había transformado.
Fue entonces cuando entendí muchas cosas. Al menos, las comprendí. 
Si yo, que no soy el más guapo, sufría horrores por lo que sucedía en el espejo, ¿qué sería de los que no han sido nada más que guapos? ¿De los que envejecen y pierden su carta de presentación, su modo de trabajo, su distinción? 
Entendí la vanidad de los actores, de los modelos, de los bellos de solemnidad, de los que quieren ser eternamente jóvenes. 


Basta sólo con que asome la posibilidad de perder la frescura y la salud, para que cunda la más absoluta desesperación, la necesidad de ocultarse de los ojos del mundo. A la mierda eso de que la belleza está en el interior. Yo quería la mía de vuelta, cuanto antes.
Por aquellos días donde sentía más malestar que dolor, vi, casi sin pensar, "El Retrato de Dorian Gray", la versión Metro de la novela de Oscar Wilde. Como adaptación es discutible, pero como película, es una obra bastante inusual y del todo brillante. Y ahí estaba Hurd Hatfield diciendo las palabras que dirán todos los vanidosos para sí mismos. Son incorrectas, si bien no hay sentimiento más sincero.
"Daría todo en este mundo, hasta mi propia alma, por permanecer siempre joven".
Muchos lo han hecho, muchos lo harán. Porque son los que saben que la juventud no se aprecia hasta que se pierde. No es fácil envejecer, no.
Y el ardid de esta vida es que no hace falta el tiempo o la edad. Basta un accidente o una enfermedad. Adiós, espejito, espejito.


Esas eran las cosas que yo pensaba, mientras el antibiótico reducía lentísimamente la infección que había apartado de mí, con toda crueldad, mi propia imagen. 
Pero cuando recuperé el cuello, oh, la vanidad sucumbió a otra verdad. Estaba aún más enfermo y ahora aquello que tenía se las cobraba con dolor y fiebre. En pleno delirio, ya no pensaba en mi belleza. 
Y si había frivolizado con mi enfermedad, depuesta frente a la vanidad, ahora ésta tomaba el protagonismo que siempre ha tenido. Ese recordatorio de que, no sólo puedes perder algo, sino que lo puedes perder todo.
Siguió imperando la vanidad en las coordenadas. Y, en esta ocasión, directa al atributo de los machos. Ahora lo que tenía inflamado eran los huevos.
- Debe ser una bacteria que me está arrasando - pensé. Es curioso que, después de ver tantas series de hospital, todos mis diagnósticos sean una mierda. 
Aunque la hipotética ventaja de ver esas series, es que se piensa lo peor y, cuando dan el diagnóstico, se impone un "bah!" de tranquilidad. 
Sinceramente, no sabía cómo explicar al médico que, de la garganta inflamada como dos pelotas, ahora lo que me traía por el camino de la amargura eran las ídems. 
Pero volví al médico, porque amanecía tal inundado de sudor por la fiebre que me daba cierto aire a una sopa de pollo cocida lentamente a lo largo de los días. 
Si vuelvo a ser sincero, al principio me alegré de estar enfermo, porque una temporada en boxes es necesaria para todo cuerpo humano. Pero, cuando regresé a la consulta, estaba cansado, muy cansado. Las pelotas me dolían mogollón, y también tenía miedo de perderlas.


Oh, mis huevos, tan bellos, tan queridos, alabados y besados por tantos caballeros. Cuento de vanidad, de nuevo. Lo daría todo, incluso el Ibuprofeno, por tenerlos colgando un día más, dije ante el retrato que Basil Hallward había pintado de mis hermosos testículos.
- ¿Garganta y testículos? - preguntó la doctora, mientras paró súbitamente de teclear en su ordenador - Macho, que tienes las paperas.
De tanto nombrar a Dorian Gray, no había conservado mi eterna juventud, no. Había regresado al siglo XIX. ¿Paperas a los treinta y dos años? Como me dijeron muchos: ¿eso existe?
- No eres el primero que viene con paperas - aseguró la doctora. Viendo cómo está Madrid últimamente, tuve suerte de que no fuera la peste bubónica.
La doctora me dijo que me cuidara, me emplazó a mil pruebas para comprobar los daños - "es una enfermedad que, si no se trata debidamente, puede dejar estéril a los hombres adultos que la padecen" -, mientras yo prorrumpía en un sonoro "What theeee fuck?" ante esa enfermedad con un nombre tan feo. Paperas. Suena a tubérculo comiéndose a sí mismo: una papa papeando.
Así que el cuento de vanidad se transformó en caso clínico, con aroma vintage y dolor de huevos. Me tomé los medicamentos, guardé cama y, al final, me puse bueno. 
Salud y belleza recuperada. Los huevos también van bien, por si alguien en la sala quiere un hijo mío. Y, al final, pensé:
- Oh, ya tengo algo para escribir en el próximo post de "Pasajes de Esplendor"?
¿Cuál es la moraleja de este cuento de glándulas inflamadas? Si eres vanidoso, más te vale que te caiga una enfermedad pintoresca de la que hablar a la vuelta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario