miércoles, 25 de septiembre de 2013

El Valle del 'Camp'


De manera tradicional, la Historia del Cine se ha escrito desde sus logros artísticos y sus hazañas industriales.
Sólo en contadas ocasiones se ha indagado rigurosamente en el lado frustrado y basuresco de la inmensa mayoría de los productos audiovisuales que salen a la luz. 
Más que la exclamación de qué grande es el cine, hoy se impone otra apreciación: ¡qué horrendo es el cine!.
La ineptitud o los efectos perniciosos del paso del tiempo suelen ser la respuesta a que muchísimas películas no resistan un análisis serio. Y lo dicho: no son pocas, son casi todas.
El cine es arte y cultura, sí, pero también es ese vertedero donde se reflejan los dudosísimos valores estéticos y morales de la sociedad.
El mal gusto del cine comercial se etiquetaba en su día bajo el término "kitsch", que viene a definir la cultura de masas: barata, derivativa, pretenciosa, chillona.

Doris Day en "Calamity Jane"

Si el kitsch es el objeto, el camp es la postura que hay detrás de ese objeto.
¿Qué es el camp?.
Las definiciones normativas lo establecen como una actitud enfática, que se fuerza a sí misma y se sale de los límites establecidos. 
Camp es ser excesivo, escasamente sutil, afeminado, amanerado, histriónico, sobreactuado. Y risible.
Por actitud camp, se entiende la desvergüenza propia y la risa ajena.

Carmen Miranda

El camp ha tenido tal presencia en las imágenes y sonidos de las películas norteamericanas que ha definido toda una estética propia, rastreable a lo largo de la historia de Hollywood y, más tarde, reivindicada por el posmodernismo.
El camp suele ser una aplicación hecha en retrospectiva, porque muchas poses y estilos de épocas pasadas se tornan especialmente afectados con el transcurrir de las modas.
Así, las interpretaciones súperemocionales de las actrices del viejo Hollywood se señalaron como la perfecta definición del camp.
El esfuerzo dramático de esas intérpretes no soportó la prueba del tiempo y las hizo parecer excesivas, amaneradas y tan parodiables en cuestión de un par de décadas.
De ganar el Oscar a que las imitara una drag-queen, fue un abrir y cerrar de pestañas.

Joan Crawford y Bette Davis en "¿Qué Fue de Baby Jane?"

Para los grandes actores, ser llamados camp se vivió como un insulto.
Ahí está Boris Karloff en "Targets" lamentando que sus clásicas incorporaciones de monstruos habían envejecido hasta el punto que las nuevas generaciones las encontraban desternillantes.
Sólo hay que ver un clásico del camp no intencionado como "The Black Cat", donde Karloff y Bela Lugosi se enzarzan en un recital de histrionismos y muecas que hoy da mucha risa.
El recargado argumento de la película también lo da. Es una cinta de terror que mezcla sadismo, incesto y satanismo y, a la vez, se mueve con el pudor propio de la época.
Ese desfase entre contención obligada y sobrecarga argumental, entre represión y desmadre, es uno de los efectos propiciadores del camp.
Querer y no poder.

Boris Karloff y Bela Lugosi en "The Black Cat"

Asociado con la entidad derivativa del cine industrial, los camp classics se encuentran particularmente en producciones de postín con ideas de serie B. Es decir, en la basura de lujo.
De manera esclarecedora, ahí están las películas de Maria Montez, exóticas aventuras en Technicolor, con apariencia chillona, decorados de cartón piedra y ademanes de exceso. 
"La Reina de Cobra" es el mayor ejemplo y también la pista de que sus responsables quizá sabían el pelaje de lo que estaban produciendo. El director es el talentoso Robert Siodmak y es evidente que usa el decorado con un efecto parodístico.
En ella, Maria Montez ofrece una interpretación emblemáticamente camp. Como mi prima no tenía ningún talento interpretativo reconocible, lo suplía con artificio: gestos, poses y el obligado momento baile, tan absurdo como para mearse de la risa.

Maria Montez en "La Reina de Cobra"

La caída en el camp fue variable durante la historia de Hollywood, aunque se hizo cada vez más frecuente a lo largo de los años sesenta.
Por un lado, la crisis de la maquinaria, que había perdido el Norte y gran parte de su escrupuloso sentido del gusto. Por otro, la contradictoria necesidad de abrirse y explicitarse en torno a asuntos que había evitado directamente en épocas previas, como el sexo, las drogas y demás cosa escandalosa.
Una película camp a todos los niveles es "The Oscar", desastre inmitigable que se vestía de desvelador backstage drama.
En "The Oscar", Stephen Boyd - en una interpretación terrible - es un canalla que se las arregla para convertirse en actor de Hollywood y destruir todo lo destruible a su paso.
El dialogado de la película resultó tan chirriante como carcajeante en 1966 y "The Oscar" se hizo clásico del camp instántaneo.
En "The Oscar" lo camp no es intención, sino el yugo que le cae encima por su propia delicuescencia.

Eleanor Parker y Stephen Boyd en "The Oscar"

Detrás de lo camp, hay siempre un género en decadencia.
En aquellos tiempos, era el melodrama, ya de por sí afecto a la cursilería, por aquello del estallido de emociones femeninas que se amariconan fácilmente si la cosa no está bien medida.
Y, en todos los estudios sobre el camp fílmico, surge el mismo nombre, la quintaesencia de lo dicho. Es decir, "El Valle de las Muñecas".

Barbara Parkins, Sharon Tate y Patty Duke en "El Valle de las Muñecas"

En este caso, el desastre venía del encuentro entre un director sobrio como Mark Robson y el argumento extraído de la novela de Jacqueline Susann, best-seller sobre los pecados, sexos y adicciones de los ricos y famosos. 
La adaptación cinematográfica venía a tratar la sordidez cotilla y trashy del texto original de una manera (presuntamente) elegante. Decirle amorfo al resultado es quedarse corto.
"El Valle de las Muñecas" es una película hecha en serio y firmada por reputados profesionales del medio, aunque ni una sola escena funciona y unas cuantas son tan malas que, del desconcierto, se pasa a la carcajada.
"El Valle de las Muñecas" simbolizó la caída del Hollywood clásico como ninguna otra película de su tiempo.

Patty Duke como Neely O'Hara en "El Valle de las Muñecas"

Toda esta incompetencia se toparía con la inesperada fascinación de muchos espectadores, especialmente las nuevas generaciones, que veían esos camp classics como alucinantes vestidos viejos, alienados en sí mismos, horteras sin saberlo, cursis sin remisión, hundidos en su ruina estética.
Y el camp se convertía en acto contracultural durante los años setenta. 
Porque el camp también era la vindicación de las amaneradas poses de los gays, la ruptura de los límites canónicos y el abrazo de la posmodernidad. Surgió la verdad: el mal gusto vende, mueve y simboliza.
El chef fue, obviamente, John Waters, que, nostálgico e irreverente, asumía la ineptitud ajena y añeja como estilo propio.

Divine en "Pink Flamingos"

En todo caso, el camp empleado como sátira es muy anterior a Waters. 
Se evidenciaba ya en Robert Aldrich, que usaba la estridencia como crítica de las poses hipersentimentales del star-system - por ejemplo, en "¿Qué Fue de Baby Jane?" -, y sería aún mejor sintonizado en la novela de Gore Vidal, "Myra Breckinridge", que diseccionaba la mitomanía popular ante las formas básicas, repetitivas y kitsch de las películas de Hollywood.
La reivindicación del camp en los setenta lo hizo grito de guerra, señal de divismo y opción para muchos cineastas, que lo incluyeron de fondo y forma en sus obras. Empezamos por Fassbinder, seguimos por Almodóvar y no terminamos ni con Luhrmann.
Podría decirse que el camp intencionado ha sido una respuesta a un modo heterocéntrico de entender el cine, donde se había supervalorado lo sereno, lo equilibrado y lo viril.
Hoy es un estilo que triunfa en televisión, en música, en cine. La sobrecarga voluntaria, el camp deliberado. 
La cultura de masas ya no pide permiso, se imbrica en el celuloide y hasta se viste de arte en la paleta de creadores.


Sin embargo, las clásicas definiciones de camp chocan ante estas prácticas deliberadas. Porque el camp verdadero era el que salía sin querer, expresaba ineficacia y ejemplificaba un modo de producción en caída libre hacia el desastre.
El camp de moda no desborda límites, sólo se apunta a corrientes de exceso, cada vez más establecidas. 
Ante ello, y revisando la canónica definición de Susan Sontag, se han propuesto discriminaciones y relecturas. 
Una de las más lúcidas la ha dado el cineasta Bruce LaBruce, que separaba y redefinía, mientras encontraba un ejemplo reciente de camp no intencionado bastante curioso: "J. Edgar", de Clint Eastwood.

Armie Hammer y Leonardo DiCaprio en "J. Edgar"

LaBruce observaba camp tanto en el estilo de la película como en las interpretaciones de Leonardo DiCaprio y Armie Hammer. 
Sin duda, porque la película resume dos motivos clásicos para que se produzca el camp sin quererlo: el declive de un modo de hacer cine y la contención del producto ante la temática abordada.
En "J. Edgar", quedó en evidencia, más que nunca, el hartazgo de las películas biográficas con pretensiones testimoniales, risibles caracterizaciones y el ansia del Oscar. Un género agotado, con poco que ofrecer y sin tracción genuina.
Y también aparece la timidez en cuanto a una realidad aún incómoda como la homosexualidad, más en Hollywood y entre manos heterosexuales. Así, Clint Eastwood, Leonardo y Armie no se atreven a llegar al meollo del tema y se abotargan en una ridícula y afectada superficie.
Como sucedía en "El Valle de las Muñecas" o "The Oscar", la escasa profundización en el tema calentito se suple con sobreactuación. Ergo, camp.

Stephen Boyd en "The Oscar"

Encontrar camp no deliberado se cuenta como toda una labor de caza mayor, porque siempre ha sido un raro placer encontrarse con algo lo suficientemente pretencioso, saturado o delicuescente para caer en el más inesperado de los despropósitos.
La pregunta es el porqué del eterno cautivo por esos muestrarios de incapacidad y afonía.
Quizá porque nuestra realidad nunca fue armónica ni una plétora de buen gusto, sino, más bien, desequilibrada, chillona y tontorrona.
Nuestra es también esa lucha por conseguir algo sublime y desafinar como burros en el entretanto.
En definitiva, más veces de las admitidas, el cine malo nos ha contado muchísimo mejor que el bueno.

1 comentario:

  1. Es revelador ver qué rápido cambia la concepción de lo que es bello, de lo que es elegante o de lo que da miedo. Siempre recordaré aquel reestreno de El exorcista, diez años atrás, en el que el público se tronchaba de risa cada vez que la pobre Regan aparecía hecha un ecce homo.

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